APARICIONES
“Fingí ante mí, y ante ella sin duda, ante ella, fuera
quien fuese, mujer o espectro. Me di cuenta de todo aquello más tarde, porque
les aseguro que, en el instante de la aparición, no pensé en nada. Tenía miedo.”
Guy de Maupassant, Aparición
ENTRE
DIOS Y EL DIABLO
Javier
Mendoza
Desde
un tiempo atrás, la quietud de las noches era desgarrada por gruñidos y
alaridos que hacían estremecer a todo el convento. Parecía que en la oscuridad una bestia herida
agonizaba. Lo que en realidad ocurría
era la eterna lucha entre Dios y el Diablo.
Por
su deseo de servicio y entrega, Benjamín se convirtió en el nuevo habitante del
monasterio. Era un joven de fe y
valores, recién integrado a la vida sacerdotal.
El hábito que portaba era pesado y su calzado muy ligero. Su hogar era un convento enorme y antiguo,
como sacado del medievo. En él, la
comida era poca y el silencio mucho. Era
fácil escuchar hasta los suspiros.
Durante
lo interminable de las madrugadas, como si sólo fueran murmullos muy lejanos,
se lograban percibir gritos, ruidos y voces graves e incomprensibles que se
perdían entre los infinitos pasillos que parecían no llevar a ningún lado. Al descifrar los distantes quejidos, Benjamín
creía escuchar su nombre.
Cierta
ocasión, pese a rezos y una aparente indiferencia, el novicio no fue capaz de
vencer a la curiosidad. Como un
sonámbulo vagó entre patios y claustros, persiguiendo el llamado en el
viento. Luego de algunos segundos, la
voz que entraba a sus oídos guardó silencio.
El joven había llegado adonde nunca antes: un angosto y largo corredor,
con sólo una puerta en el fondo. Con
cierta cautela el sendero fue recorrido con la vista fija al frente. Sin detenerse a razonar su acto intentó abrir
la pesada hoja de hierro y madera, pero antes de lograrlo, la mano decidida de
un monje mayor, que con sigilo lo había seguido, sujetó la del muchacho, para
advertirle sin soltarlo: “¡Jamás abras esa puerta! ¡Ahí se lleva a cabo una lucha a muerte! ¡Si cruzas el umbral correrás un grave
peligro!”
Se
decía que en aquella celda se encontraba recluida una mujer invadida por
fuerzas malignas. La batalla entre Dios
y el Diablo en el interior de la desafortunada por quedarse con su alma era
encarnizada. En consecuencia, ella se
retorcía de dolor.
Entre
frailes y feligreses se comentaba que, debido a los perversos espíritus que se
anidaban en ella, la imagen de la endiablada era en verdad abominable. Según los rumores, tenía un par de cuernos,
pezuñas de cabra en lugar de pies, garras en las manos y una cara
aterradora. Su hablar era poco. Cuando lo hacía intercalaba ofensas y
blasfemias en diferentes tonos y lenguajes.
La mayor parte del tiempo su voz era silencio o alaridos.
Sin
poder ser sordo al extraño requerimiento que llegaba a sus oídos, en la primera
oportunidad Benjamín volvió al lugar prohibido, cerciorándose de no ser
visto. Con el corazón al límite abrió la
puerta. En el interior había poca luz y
desolación. Temeroso avanzó un par de
pasos, hasta encontrar incrustada en un muro, sujeta con cadenas de pies y
manos, a la posesa de la que tanto se hablaba, mas no era el monstruo que se
describía en los comentarios. Lo que en
la penumbra descubrió fue una mujer rubia y delgada, que sólo vestía un
camisón. Su pelo era lacio y muy largo;
el rostro, ojeroso y apesadumbrado.
Sin
desviar la vista que tenía puesta en el muchacho, con la respiración acelerada
y desesperados movimientos que intentaban liberar sus extremidades, la reclusa
se dirigió a él con melosidad, astucia y seducción. Una vez logrado el interés de Benjamín, con
reservas y medias verdades conversó con él largo rato. En todo momento el sacerdote tuvo la
sensación de hablar con más de dos personas a la vez, mismas que conocían hasta
los más íntimos secretos que guardaba su alma.
Al quedar expuesto ante lo que sólo parecía ser una personalidad extraordinaria,
el joven perdió cualquier miedo. No pudo
ver que con su valor y descuido tentó el poder del peor de los demonios. Ignoraba que no hay nadie que se resista a
él.
Antes
de que Benjamín se retirara, la prisionera del mal se le acercó lo más posible.
Conseguida una posición de confidencia, con una voz que no era de ella, nacida
muy adentro de su cuerpo, suplicó: “¡Desátame y volaremos juntos en un cielo
propio!”
Haciendo
de aquello una verdadera devoción, con la mayor frecuencia posible y siempre a
escondidas, el confundido siervo del Señor visitaba la celda del fondo, donde
los quejidos y jadeos, en ocasiones de dolor y en otras de placer, no
cesaban. Una vez alcanzado el éxtasis
llegaba la calma. Entonces la endiablada
reiteraba su única petición: “¡Desátame!”
Acto seguido, un juramento de amor eterno para él era condicionado a la
liberación. Si se lograba ésta, sin
importar el bien o el mal, en pareja encontrarían el paraíso prohibido.
Totalmente
poseído por el embrujo de aquella mujer, Benjamín se encontraba perdido entre
la vida clerical y los placeres mundanos y hasta perniciosos que al lado de
ella descubría. La cura sólo podría ser
un exorcismo de amor o fugarse con el angelical demonio que noche a noche lo
seducía, aunque con ello marcara como su destino final al mismísimo Infierno.
Armado
con los medios necesarios, decidido al escándalo y la condena, una madrugada el
buen hombre zafó las cadenas que sujetaban a la cautiva, dispuesto a volar a su
lado. Pero tan pronto se vio libre, la
ingrata corrió y corrió, sin ni siquiera voltear para ver cómo el corazón de
Benjamín se destrozaba ante la desilusión y el engaño. Sin una palabra de agradecimiento, mucho
menos que cumpliera su falso juramento de amor, la presa liberada corrió y
corrió, hasta tomar la forma de un extraño animal que con facilidad saltó muros
y montañas.
En
el monasterio no se volvió a saber de ella, sin embargo los lamentos no cesaron
en la celda del fondo. Algunos dicen que
ahí adentro un hombre agoniza sin lograr la muerte; otros aseguran que el
desafortunado tiene el mal en su interior.
Lo cierto es que, atado a los recuerdos, poseído por el dolor, lo que
queda de un joven de fe es consumido por aquello que encontró entre Dios y el
Diablo: el amor… el peor de los demonios.
Ahora sabe que no hay quien se resista a él.
REENCUENTRO
Patricia
Ruiz Hernández
Se
celebraba la reunión de un grupo de ex alumnos, egresados veinticinco años
atrás de la carrera de arquitectura. Con esta convivencia esperaban renovar su
amistad, ya que las ocupaciones los llevaron por senderos distintos. El lugar
de reunión era la casa de Flora, la servicial anfitriona que procuraba las
bebidas y los bocadillos a sus antiguos condiscípulos. Todos disfrutaban del
reencuentro entre abrazos y risas. Comenzó la amena charla. Intercambiaron
detalles de sus vidas. La conversación giró en torno a las típicas preguntas.
—¿Mateo,
qué te has hecho?, después de salir de la universidad te perdí la pista.
Cuéntanos —preguntó Victoria.
—Fui
a trabajar al extranjero. Me ha ido muy bien, aunque no ejerzo la arquitectura.
Me dediqué al negocio que dejó mi padre —contestó Mateo.
—Es
bueno tener un negocio familiar. Creo que nunca te gustó la carrera, sólo
obtuviste el título por complacer a tu padre, ¿me equivoco? —dijo
Victoria, con un exceso de franqueza que
en el pasado le ocasionó algunos roces con sus compañeros.
—Efectivamente —contestó Mateo, sin entrar en detalles.
—Mercedes,
alguien me dijo que ya eres abuela. Felicidades. ¿Cuántos de ustedes son abuelos? —preguntó Gabriela con
curiosidad.
Levantaron
la mano los que estaban en la feliz situación de malcriar a sus nietos.
—Yo
me divorcié dos veces, así que ya me vacuné contra el matrimonio. Actualmente
vivo la vida a mi gusto, saboreando la libertad —expresó Daniel, quien había
sido el chico más popular de su generación.
—Como
se habrán dado cuenta, faltaron Luis y Sofía, los eternos novios, que
finalmente se casaron al salir de la universidad. Avisaron que no podrían
asistir por un compromiso familiar —dijo Flora.
—¿Se
imaginaban hace veinticinco años que nuestras vidas iban a ser lo que ahora
son? —expresó Gabriela—, por lo menos yo
no, la existencia está llena de sorpresas.
—Haciendo
un balance, la vida nos ha tratado bien, no obstante lo agridulce que es
—añadió Mercedes.
—Se
ve que te va excelente, Mercedes. Te diste una retocada, ni aparentas tu edad
—expresó Victoria, quien por naturaleza era indiscreta.
Continuaron
recordando las anécdotas chuscas de su época estudiantil. Con gran deleite
compartieron las boberías que los hicieron tan felices, cuando cualquier
simpleza era motivo de celebración.
—Joel,
¿te acuerdas cuando el profesor, aquel que no recuerdo su nombre, al que le
decíamos el mago de los sueños, te
sorprendió dormido en su clase?, ¡qué regañiza te puso! —dijo Daniel.
—Joel,
eras el más tímido y ahora todo un empresario
—señaló Flora.
Daniel
divirtió a los presentes con la parodia de sus antiguos profesores, pues desde
joven se le facilitaba la imitación. Hizo gala de esas dotes, convirtiendo la
reunión en un show. Con lo que se ganó los aplausos de sus amigos. Después, continuaron charlando.
—Yo
recuerdo que, en una ocasión, llegó Mercedes a las siete de la mañana al salón
de clase, desvelada por la fiesta de una noche anterior, traía en el cabello un
tubo que olvidó quitarse —contó muy divertida Victoria.
—Cómo
olvidar cuando alguien quemó las cortinas del salón con un cigarrillo y casi
nos suspenden por negarnos a decir quién fue. Al final las tuvimos que pagar
entre todos —recordó Mateo.
—Éramos
muy unidos, ¡qué buenos tiempos! —añadió Mercedes.
—¿Cómo
se llamaba aquella compañera? La que nadie soportaba porque en los exámenes
agobiaba al que tenía cerca —preguntó Joel.
—Se
llamaba Claudia. Todos rehuíamos sentarnos junto a ella. Recuerdo que nos picaba las costillas con el lápiz para exigir
las respuestas que no sabía —contestó Flora.
—¿Flora,
conservarás algunas fotografías de aquella época? Nos gustaría verlas —pidió
Victoria.
—Creo
que tengo algunas de la graduación.
Flora
se levantó de su asiento para buscar las deseadas imágenes, pero sólo consiguió
una, disculpándose por no tenerlas disponibles. Se confesó desordenada con sus
álbumes. Aquella foto fue motivo de comentarios por los cambios en su aspecto,
cuando tenían menos kilos y arrugas; más cabellera y lozanía. Se ajustaron los
anteojos y usaron una lupa para observar los detalles imperceptibles a la
vista.
—Dicen
que recordar es volver a vivir —suspiró Mercedes.
—¿Quién
es el que está junto a Luis? —preguntó Joel.
—Es
Mateo, sólo que aquí tenía cabello —dijo Flora.
—La
que está junto a Flora, soy yo, ¡qué ropa y peinados tan graciosos usábamos!
—exclamó Victoria.
—Algunos
estamos irreconocibles, otros se conservan igual —señaló Mateo.
—El
que está parado junto a Victoria es Manuel, aquel pretendiente que la quería
incondicionalmente, a quien nunca aceptó por más que le rogó, ¡cómo lo hizo
sufrir! ¡Lo traía como su perrito faldero! —dijo Mercedes, dándole a Victoria
una sopa de su propio chocolate.
—No
es Manuel, se parece mucho. Creo que es Antonio Suarez —manifestó Daniel.
—Yo
debo estar senil, porque no sé quién es el que está parado junto a mí —dijo
Mercedes.
Examinaron
la fotografía, concluyeron que no recordaban a ese compañero.
—He
observado que se recuerda con más facilidad a los extrovertidos, a los rebeldes o traviesos. Nadie conoce a éste
joven, que por alguna razón pasó inadvertido. No me hubiera gustado ser de los
invisibles —aseveró Daniel.
—Tal
vez es un intruso de otro grupo que se puso para la foto —expresó Mateo.
Gabriela
regresó de la cocina. Faltaba ella por examinar la fotografía. Cuando lo hizo,
se quedó mirando fijamente la imagen y su cara se puso lívida, entonces,
murmuró atropelladamente:
—¡No
puede estar aquí! Lo reconozco…Es Ángel Martínez… ¿No lo recuerdan? Cuando
cursábamos el último año de preparatoria falleció en un accidente
automovilístico. Nunca estudió en la universidad con
nosotros.
*Textos publicados en El Sol del Bajío, Celaya, Gto.
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