UN
PALACIO ILUMINADO POR INFINITAS VELAS DE ORO
Herminio
Martínez
Al
amanecer, cuando las copas de los árboles huelen todavía a lucero, me siento en
esta roca a contemplar el mundo. Me gusta ver cómo se van tiñendo las nubes,
las llanuras, los cerros, que poco a poco resplandecen como si las manos del
aire fueran colocando sobre ellos esos colores rojos, azules, verdes y
amarillos, bajados de la memoria de Dios -piensan algunos-, la cual es un
Palacio Iluminado por Infinitas Velas de Oro.
¿Que
cómo lo sé yo? Qué importa. Es lo que
pienso y no estoy equivocado. Toda la gente dice que estoy loco, y que a un
loco no se le cree nada. Esto lo digo sólo para mí y para quienes sean como yo,
es decir, de los que madrugan a sentarse sobre una roca a oler el campo, las
luces, la hierba, la brisa húmeda que viene dejando caer sobre las hojas el
rocío.
¡La
brisa!... Ayer me sorprendió cuando iba saliendo de mi cueva. ¿No les he dicho
que vivo en una cueva? Pues sí, allí tengo mi morada, algunos libros, mi ropa,
dos platos rotos, un pintura de Van
Gogh, fotografías de cuando yo fui niño,
ah, y algunos juguetes para cuando me llega la nostalgia y me da por jugar
delante de la luna (la luna es mi mamá). Eso es lo malo de llegar a viejo y
estar loco. Ni siquiera me importa todo eso que murmuran cuando me ven pasar,
mirándome como si fuera un habitante de las sombras, un ser de las tinieblas,
sin saber que vengo de la luz y de estos prados que aquí huelen a aquéllo que
alguna vez sentí en el Palacio Iluminado por Infinitas Velas de Oro.
De
joven hacía versos, algunos los conservo en la memoria, que es el único libro
que no roen los ratones. A veces, algunos hombres observan cuando me alejo
hasta la otra colina y entran a revisar mis cosas, a ver qué y qué se llevan.
Antes sí había qué se robaran, ahora ya no se llevan nada, ¿quién iba a querer
una camisa vieja? ¿Quién unos libros deshojados? ¿O algún sucio pantalón que no
le queda a nadie?
En
estos instantes miro el sol, abre su boca, escupe una baba larga y encendida
que baña las ondulaciones de los montes, haciéndome creer que allá, hasta donde
pueden llegar mis ojos, acaba de despertarse una serpiente roja, más grande que
los pueblos que también se levantan al golpe de los destellos de los rayos.
Ahora es un arco iris el que corona el cielo, el horizonte es un listón
flotando en el vacío, la distancia se acerca de la mano del mundo y a mí me
vuelve a sostener, oh, sí, lo siento, pero voy muy feliz, porque me vuelve a
llevar a ese maravilloso palacio de Dios, que es una memoria iluminada por
infinitas velas de oro…
Hacen
bien en descansar, suspiren, porque la historia es larga.
La
memoria de Dios tiene dos puertas, una da hacia su rostro y la otra hacia su
corazón, el cual, ¡pero esto es increíble! palpita al ritmo de una ciudad toda
hecha de campanas. Yo estuve allí sólo dos días o no sé si eran noches o
tardes, porque siempre hubo luz. Aún me acuerdo que vagaba por aquí,
asombrándome, igual que ahora, antes de que terminara de ocultarse el sol. ¡Qué
hermoso atardecer! Me dirigía a mi cueva cuando un desconocido me salió al
paso, preguntándome que si quería ver el sol, que si no estaba interesado en
saber adónde se iba a la hora del crepúsculo.
-¿El
sol? –me sorprendí-. Pero si se acaba de ocultar. Ahora sólo quedan por ahí sus lenguas de colores.
-Podemos
ir adonde se ocultó, para que lo conozcas cuando duerme, lo que sueña y en
quién sueña, allí en un palacio donde todo se halla escrito en grandes libros
rojos.
-¿Libros?
–pregunté.
-Sí,
la biblioteca universal.
-Vamos,
sí quiero ir – le dije.
Me
tomó de la mano:
-Sólo
cierra tus ojos y ábrelos cuando escuches murmurar un río, un pájaro y el
viento.
Y
empezamos a andar, primero sobre la tierra, después como si cayéramos a un
inmenso abismo en el que nada se escuchaba, excepto nuestro propio corazón al
precipitarnos al vacío. Pero de pronto allí estaba aquel rumor de aguas
hundiéndose en un acantilado de rocas y peñascos, un pájaro endulzaba los
aires, que gemían como si los lastimara la tristeza. Abrí los ojos, nos
encontrábamos en una llanura desolada, delante de nosotros había un monte y una
vereda colgada de la cima.
-Ése
es el camino –comentó el personaje-. Al otro lado está el palacio.
-¿El
palacio?
-Sí,
el de todas las cosas, todos los nombres y todas las distancias. El infinito
mismo, el universo, el cosmos.
-¿Y
el sol?
-Ahora
duerme. Él ocupa una gran sala. Lo podrás ver, espera un poco… No nos extrañe
que nos esté soñando.
-Creí
que estaba menos loco -hablé, pero el extraño ser me respondió:
-Aquí
nadie está loco. La realidad tiene dos caras: la tuya y la que verás en cuanto
pises el suelo donde las flores cantan. Pero antes hay que pasar el arco de la
melodía de las serpientes.
El
arco de la melodía de las serpientes se halla debajo de una inmensa roca, tan
alta como un monte, oscura y fría como si en su cumbre todo el tiempo lloviera.
En ese instante tenía nubes de fuego muy arriba, y muy abajo el puente, aquel
ojo por el que el personaje y yo teníamos que cruzar hacia donde se veía una
luz, una especie de alfombra hecha de sol o luna como la que admiramos en el
mes de octubre.
-Es
por ahí –me habló.
Yo
le cogí la mano, porque de pronto sentí un golpe de frío; sería difícil
precisar qué era aquello que me mordió las piernas, un ojo, la nariz, toda la espalda.
-Te
sigo.
-Hacia
la luz, esa agua que camina delante de nosotros, es el sendero de las almas en
paz. Ahora escucharemos la melodía de las serpientes.
-¡Yo
ya la escucho!
-No,
esas son las palomas que anuncian que estamos a punto de llegar. Espera, tengo
que prepararte…-murmuró, poniéndome en las orejas un poco de saliva-. Así no
sufrirás y podremos llegar hasta la orilla donde ya ves esa alfombra brillante:
el camino, esa vereda verde por la que alcanzaremos la memoria.
-La
memoria, el palacio… –murmuré.
-Lo
entenderás.
En
eso comenzó a silbar la melodía de las serpientes, era una música espantosa,
que, con todo y saliva en mis orejas, me golpeaba como un huracán de gritos
estridentes. En realidad la atmósfera era oscura, sólo aquel como arroyo de
plata o luna, que era el camino hacia la cumbre, me parecía seguro, pero la
melodía de las serpientes continuaba, escalofriante, ríspida, como si fuéramos
atacados por un ejércitos de víboras de cascabel, dispuestas a lanzarse sobre
nosotros, que no nos deteníamos.
-No
resistiré…
-Cuando
terminen, habremos superado esta barrera –me dijo el personaje, quien se veía
dispuesto a continuar conmigo de la mano. No me soltaba, pero tampoco se veía
asustado, como si ya supiera que habríamos de salir de allí.
Como
así sucedió, pues de pronto ya estábamos sobre aquel río, sendero, luz, agua de
plata, alfombra de colores, y al rato tocábamos una de las puertas del hermoso
palacio iluminado sólo por velas de oro.
-Hemos
llegado –advirtió.
Hasta
entonces le descubrí un dibujo en la cabeza: era como una mancha anaranjada,
parecida a un pie, un beso o la palma de una pequeña mano.
-Vamos
a entrar.
-Ya
están abriendo.
La
sala era una estancia dispuesta como si fuera una ciudad, en la que vi dos
lados llenos de ojos y dos con unas marcas parecidas a árboles enfermos. Pero
nos detuvimos un poco más adentro, cuando salieron a nosotros algunos seres con
alas en las sienes y unos curiosos pies que en lugar de dedos lucían hermosas
flores. Nos ofrecieron de beber, también comida, yo sí acepté un poco de todo,
las copas eran de oro, los panes de una materia azul, olorosa y de un sabor que
no podría describirse con palabras.
-Yo
no lo necesito –respondió el personaje cuando le pregunté que por qué él no
bebía ni comía nada-. Ahora mi tiempo es otro.
También
aparecieron unos niños pálidos, los cuales nos condujeron a otra sala, en la
que, efectivamente, se hallaba dormido el sol..., ¡lo hubieran visto! Era un
hombre con ropa de cristal, completamente ciego pero con una gran sonrisa
dibujada en su rostro. Dormía sin moverse, boca arriba, vigilado por un
ejército de aquellos personajes.
Después
vimos el trono hasta donde llegaba el eterno tañido del corazón de Dios.
Dijeron que era una ciudad toda hecha de candelabros y campanas. Allí nos
ofrecieron unas sillas, para que miráramos o para que mirara sólo yo, aquel pasillo
iluminado únicamente por velas infinitas, hechas de oro desde su llama hasta el
pabilo, inagotables, porque tampoco se quemaban. Y sí, allí había abiertos
muchos libros, muchas páginas escritas por dedos que quisieron hablarnos acerca
del amor de Dios. Yo me puse a leer, a sentir, pero lo que leía era tan
increíble, tan hermoso, tan limpio, que mi sangre comenzó a revolverse con la
luz y desperté acostado en esa cueva que me sirve de casa.
Hoy
apenas lo creo, sin embargo, en días así, cuando amanece el mundo como un
lienzo pintado por Van Gogh, me siento a meditar en tales maravillas, de las
que, acaso sin ser digno, pude yo disfrutar, ignoro si un instante, un año, un
siglo.
LA
FLOR MÁS GRANDE DEL MUNDO
José
Saramago
Las
historias para niños deben escribirse con palabras muy sencillas, porque los
niños, al ser pequeños, saben pocas palabras y no las quieren muy complicadas.
Me gustaría saber escribir esas historias, pero nunca he sido capaz de
aprender, y eso me da mucha pena. Porque, además de saber elegir las palabras,
es necesario tener habilidad para contar de una manera muy clara y muy
explicada, y una paciencia muy grande. A mí me falta por lo menos la paciencia,
por lo que pido perdón.
Si yo tuviera esas cualidades, podría contar con todo
detalle una historia preciosa que un día me inventé, y que, así como vais a
leerla, no es más que un resumen que se dice en dos palabras… Se me tendrá que
perdonar la vanidad de haber pensado que mi historia era la más bonita de todas
las que se han escrito desde los tiempos de los cuentos de hadas y princesas
encantadas…
¡Hace
ya tanto tiempo de eso!
En
el cuento que quise escribir, pero que no escribí, hay una aldea. (Ahora
comienzan a aparecer algunas palabras difíciles, pero quien no las sepa, que
consulte en un diccionario o que le pregunte al profesor.)
Que
no se preocupen los que no conciben historias fuera de las ciudades, ni
siquiera las infantiles: a mi niño héroe sus aventuras le esperan fuera del
tranquilo lugar donde viven los padres, supongo que también una hermana, tal
vez algún abuelo, y una parentela confusa de la que no hay noticia.
Nada
más empezar la primera página, sale el niño por el fondo del huerto y, de árbol
en árbol, como un jilguero, baja hasta el río y luego sigue su curso,
entretenido en aquel perezoso juego que el tiempo alto, ancho y profundo de la
infancia a todos nos ha permitido…
Hasta
que de pronto llegó al límite del campo que se atrevía a recorrer solo. Desde
allí en adelante comenzaba el planeta Marte, efecto literario del que el niño
no tiene responsabilidad, pero que la libertad del autor considera conveniente
para redondear la frase. Desde allí en adelante, para nuestro niño, hay sólo
una pregunta sin literatura: “¿Voy o no voy?” Y fue.
El
río se desviaba mucho, se apartaba, y del río ya estaba un poco harto porque
desde que nació siempre lo estaba viendo. Decidió entonces cortar campo a
través, entre extensos olivares, unas veces caminando junto a misteriosos setos
vivos cubiertos de campanillas blancas, y otras adentrándose en bosques de
altos fresnos donde había claros tranquilos sin rastro de personas o animales,
y alrededor un silencio que zumbaba, y también un calor vegetal, un olor de
tallo fresco sangrado como una vena blanca y verde.
¡Oh,
qué feliz iba el niño! Anduvo, anduvo, hasta que los árboles empezaron a
escasear y era ya un erial, una tierra de rastrojos bajos y secos, y en medio
una inhóspita colina redonda como una taza boca abajo.
Se
tomó el niño el trabajo de subir la ladera, y cuando llegó a la cima, ¿qué vio?
Ni la suerte ni la muerte, ni las tablas del destino… Era sólo una flor. Pero
tan decaída, tan marchita, que el niño se le acercó, pese al cansancio.
Y
como este niño es especial, como es un niño de cuento, pensó que tenía que
salvar la flor. Pero ¿qué hacemos con el agua? Allí, en lo alto, ni una gota.
Abajo, sólo en el río, y ¡estaba tan lejos!…
No
importa.
Baja el niño la montaña,
atraviesa el mundo todo,
llega al gran río Nilo,
en el hueco de las manos recoge
cuanta agua le cabía.
Vuelve a atravesar el mundo
por la pendiente se arrastra,
tres gotas que llegaron,
se las bebió la flor sedienta.
Veinte veces de aquí allí,
cien mil viajes a la Luna,
la sangre en los pies descalzos,
pero la flor erguida
ya daba perfume al aire,
y como si fuese un roble
ponía sombra en el suelo.
El
niño se durmió debajo de la flor. Pasaron horas, y los padres, como suele
suceder en estos casos, comenzaron a sentirse muy angustiados. Salió toda la
familia y los vecinos a la búsqueda del niño perdido. Y no lo encontraron.
Lo
recorrieron todo, desatados en lágrimas, y era casi la puesta de sol cuando
levantaron los ojos y vieron a lo lejos una flor enorme que nadie recordaba que
estuviera allí.
Fueron
todos corriendo, subieron la colina y se encontraron con el niño que dormía.
Sobre él, resguardándolo del fresco de la tarde, se extendía un gran pétalo
perfumado, con todos los colores del arco iris. A este niño lo llevaron a casa,
rodeado de todo el respeto, como obra de milagro. Cuando luego pasaba por las
calles, las personas decían que había salido de casa para hacer una cosa que
era mucho mayor que su tamaño y que todos los tamaños.
Y
ésa es la moraleja de la historia.
Éste
era el cuento que yo quería contar. Me da mucha pena no saber narrar historias
para niños. Pero por lo menos ya conocéis cómo sería la historia, y podréis
explicarla de otra manera, con palabras más sencillas que las mías, y tal vez
más adelante acabéis sabiendo escribir historias para los niños…
¿Quién
me dice que un día no leeré otra vez esta historia, escrita por ti que me lees,
pero mucho más bonita?…
No hay comentarios:
Publicar un comentario