COMO SI FUESEN CIENTOS DE LUCIÉRNAGAS
-La narrativa de José Velázquez Fernández-
José
Velázquez Fernández, poeta y narrador, es un incansable promotor cultural.
Durante años –doce con éste- ha organizado el Encuentro Internacional de
Escritores en Salvatierra. A veces incluso con sus propios recursos. Su
vocación de servicio –es médico obstetra- se nota en sus textos. El lector
recibe una receta para bienestar, acompañada de magia, misterio, metáforas y
mensajes de aliento y formación. Como poeta ha publicado los libros: Voces de
Salvatierra, Agua solar, Regalo para el amor, El Vuelo de la palabra y Ecos de
un canto en el desierto, entre otros. En narrativa: Prosa para beber, Entre el
amor y el celibato y Los Habitantes de la luna, obra infantil de belleza
profunda que se debe leer con detenimiento para disfrutar las analogías,
metáforas y textos herméticos que sin duda incidirán de manera diferente según
la edad de cada lector. Pero José es también un soñador –en referencia al otro
José que fuera vendido como esclavo y conquistó el poder en Egipto- quien
procura que su obra permee hacia dentro del espíritu de sus lectores:
“Los
extremos del globo que habitamos
son
el punto preciso donde yace
el
brillo transparente del principio del alma,
la
chispa diminuta que la forma,
el
brillo infinitesimal del pensamiento
que
nos mueve, desde el centro de la frente,
hasta
el último suspiro de los días...”
Aquí
compartimos algo de la obra de este buen amigo y compañero de letras, quien nos
honra con su participación virtual en El Diezmo de Palabras. Por cierto, también
es Presidente Municipal de Salvatierra. Vale.
Julio
Edgar Méndez
LAS
CHAMANAS
José
Velázquez Fernández
Un
día cualquiera de diciembre, de un año impreciso, pero cierto, dos amigos me
llevaron camino a San Miguel el grande. El auto en que viajábamos por un lapso
de poco más de una hora, moderno y elegante por cierto, recorría veloz y
silencioso los kilómetros de aquella concurrida carretera; recta en lapsos y en
otros sinuosa y caprichosa. Yo viajaba en el asiento trasero, callado y
meditando, viendo cómo pasaban veloces las montañas y los árboles a nuestros
costados. Una inquietud hacía un enorme hueco en mi epigastrio y un dejo de
inexplicable nerviosismo invadía mi cuerpo, mientras mis amigos intentaban
sacarme de mis reflexiones con alguna broma o anécdota chistosa, pero pronto me
volvía a sumir en el asiento cada vez más profundo. Me inquietaba la promesa de
que me llevarían a vivir una experiencia nueva para mí, pues se trataba de
entablar una relación nocturna con dos mujeres a la vez. La incertidumbre es
una bestia que hinca sus colmillos en la carne más blanda del corazón y hace
que el espíritu se sienta como una oveja abandonada en medio del desierto. A
las doce de la noche estaba pactada la cita, no antes ni después, so pena de
perder la maravillosa oportunidad de experimentar el placer más maravilloso de
mi vida. Llegamos a San Miguel a las 22:45 horas. Mis amigos sugirieron que
fuésemos a cenar pozole o algunos tacos de perro al pastor (digo de perro
porque en estos tiempos que vivimos ya no sabemos qué animal nos dan de comer).
—Yo
los acompaño -les dije-. Porque hambre no había en ningún rincón de mi estómago
invadido por una sensación extraña de saciedad emocional. Al ver mi
inapetencia, decidieron que mejor nos iríamos a buscar el domicilio de la cita.
En vez de seguir la ruta hacia el centro de la ciudad, nos dirigimos por un
camino rumbo a las orillas, por un paraje en las faldas de la montaña, desde
donde se apreciaban las luces de las farolas como si fuesen cientos de
luciérnagas rutilantes en un vuelo estático y lejano. Nos detuvimos por unos
minutos a contemplar el paisaje de la ciudad cobijada por la noche, mientras un
viento helado proveniente de la cumbre nos azotaba con delicadeza el rostro y
las orejas. Me estremecí al sentir el frío colarse hasta mi consciencia, y la
impaciencia comenzó a bullir en mis entrañas. Reanudamos nuestra marcha. Para
entonces faltaban sólo quince minutos para la media noche. Uno de mis amigos
conocía muy bien el camino que nos llevaría al domicilio indicado. Recorrimos
un trecho de terracería; llegamos a un paraje boscoso, semi oscuro, porque la
luz escasa provenía de una lámpara triste que había quedado a unos cincuenta
metros atrás. Nos detuvimos y bajamos del automóvil. Se percibía un aroma a
copal intenso en el ambiente y unos ladridos de perro ronco se escucharon al
otro lado de una cerca de piedras, a unos veinte metros de nosotros. Nos
detuvimos frente a una casa que parecía ser de campesinos. El amigo guía tocó
la puerta muy discretamente con la llave del carro; no hubo respuesta. Volvió a
tocar, ahora con los nudillos del puño derecho, más fuerte. Entonces la puerta
se abrió muy lentamente, como con timidez. Para entonces yo tenía ya varios
minutos preguntándome si allí sería el lugar para mi encuentro. Desconcertado y
con una sensación de inconformidad, esperé a que la puerta se abriera por
completo. A medida que se abría, brotaba del interior de la casa el aroma de
incienso, cada vez con mayor intensidad, mezclado con fragancia de flores. Un
rostro joven, femenino, regordete y con una hermosa sonrisa reluciente, apareció
detrás de los aromas.
—Buenas
noches -nos dijo- los estamos
esperando... pasen y acomódense en las sillas pegadas a la pared. Y sin decir
más, desapareció en un santiamén de nuestros ojos.
Revisé
rápidamente, de un vistazo, el entorno de la pequeña sala. Todo reflejaba ser
una casita modesta de familia sencilla, sin lujo alguno, con una imagen de San
Martin Caballero colgada en la pared, una mesa pequeña en una esquina, con un
florero de plástico y unas flores blancas que no reconocí. La sala estaba
iluminada por un foco amarillento pendiente del techo. Después de escudriñar,
miré la cara de mis dos amigos: uno, el guía, permanecía en silencio, con una
pícara sonrisa dibujada; el segundo me miraba interrogante y algo dijo entre
labios, inaudible, pero legible, extrañado igual que yo. Alcancé a leer:
"¿Qué pedo?". Sólo encogí los hombros y negué con la cabeza. Momentos
después apareció la adolescente gordita que nos recibió, pero ahora ataviada
con una túnica blanca impecable, descalza; paso lento, ceremonial, cadencioso,
con una diadema de jazmines en su cabeza.
—¿Quién
es el afortunado de esta mágica noche? -preguntó.
Sin
pronunciar palabra, el guía me señaló con el índice derecho. La adolescente,
quien no rebasaba los diecisiete se aproximó y extendió sus brazos abiertos en
ademán de bienvenida, que yo instintivamente rechacé, al mismo tiempo que
reclamé a mis compañeros:
—No,
pues... ¿a dónde me trajeron?, no soy pederasta ni jamás lo seré.
—No
es lo que imaginas. Sólo deja que te lleve y disfruta tu momento -me respondió
el guía.
La
muchacha me sonrió y me tomó las manos como nunca nadie lo había hecho: con una
ingenuidad, delicadeza y tibieza sin igual, que infundieron en mi ser una
sensación de pureza jamás vivida, y me dejé llevar hacia lo desconocido. Al fin
a eso iba, a vivir algo novedoso, lo inimaginable.
—Quítese
los zapatos -ordenó con dulzura-. Y me condujo por un angosto pasillo iluminado
con velas, por donde había un tapete de pétalos blancos y rojos esparcidos a lo
largo del estrecho pasadizo.
A
medida que avanzábamos, el aroma de incienso, cada vez más fuerte, comenzaba a
causarme desagrado. Pronto llegamos a una habitación donde había un catre de
tablas de madera, angosto, cubierto con una delgada colchoneta blanca y a los
lados del catre una extensión también de madera, lo que parecían ser descansa
brazos. A un lado de la entrada del recinto había una silla pequeña sobre la
que descansaba algo de tela blanca, como una túnica similar a la que vestía la
adolescente.
—Se
desnuda totalmente y se pone la bata que está sobre la silla... voy a decirles
a las señoritas que ya está listo -me dijo-. Y se esfumó por la puerta
diminuta.
Mi
corazón latía como cien caballos desbocados y un sentimiento de temor se
apoderó de mí. Me Despojé de la ropa, hasta la desnudez absoluta y me puse la
túnica que, para mi sorpresa, estaba tibia, no obstante el miedo a no sé qué
algo desconocido.
Pensaba
en lo último que dijo la hermosa gordita adolescente:
—Voy
a decirles a las señoritas...
En
eso estaba cuando aparecieron en la puerta dos figuras femeninas, bajitas de
estatura, mayores de edad, unos setenta años les calculé; idénticas
físicamente, como gemelas, ambas mostrando una bella y enigmática sonrisa, ojos
grandes, cejas pobladas, canosas, delineadas de manera natural; vestían túnica
como la mía, descalzas, esbeltas. Me impactó su presencia. Una portaba un manojo
de plantas olorosas y un lienzo blanco limpísimo con un círculo rojo grabado al
centro. La otra tenía en su mano derecha una pequeña jarra de porcelana blanca
y en la izquierda un vaso de cristal, vacío, y de su cuello pendía un collar de
patoles rojos con un ojo de venado en el extremo distal.
—Buenas
noches tenga su mercé -corearon al entrar- sabemos quien es usted. Viene desde
muy lejos. Esta noche lo vamos a amar como nunca usted ha sido amado.
Mientras
una decía esto, la otra llenaba el vaso con el contenido de la jarra: un
líquido verde, espeso.
—Beba
este jarabe y acuéstese boca arriba sobre el camastro -ordenó con gentileza-.
Obedecí
sin decir nada, resignado a cualquiera que fuese mi destino en aquella promesa
de amor nunca vivido. Ya recostado en el catre y habiendo bebido la pócima con
un sabor entre menta y albahaca, ambas mujeres se aproximaron. Una se dirigió
hacia la cabeza y la otra hacia mis pies. La primera colocó sus manos, una en
cada una de mis sienes, y la segunda posó las manos sobre el empeine de mis
pies. Luego sentí aproximarse a la adolescente quien colocó sus manos sobre mi
vientre. Eran más que tibias, quemantes. Comencé a sentir un sudor frío
recorrer mi rostro, los brazos, muslos, entre pierna y por la espalda hasta los
glúteos. Después, un sueño profundo se apoderó de todo mi ser y me sentí caer
en un remolino repleto de imágenes. Luces increíbles y una música jamás
imaginada ni escuchada invadió mis oídos y quizás mi alma. Los más increíbles
paisajes, llanuras pobladas de miles de caballos, montañas, ríos y mares
fabulosos y mujeres de belleza incomparable, como nunca había tenido ante mis ojos.
Allí me quedé por no sé cuánto tiempo, y quería seguir allí por el tiempo que
quisiera la intemporalidad. Pero de pronto percibí otra vez el aroma penetrante
del incienso; escuché voces femeninas junto a mí: eran las ancianas gemelas y
la adolescente, que cantaban algo así:
—No
dejes que el mundo te subyugue, busca la esencia del amor en el fondo de tu
ser; vuelve a tu origen, olvida lo que fue, recorre el camino de lo que es y
lleva tus pasos a lo que será. Eres tierra, eres montaña, eres mar; eres carne
y eres sangre, eres amor, eres dolor; eres vida, eres muerte... al final, la
nada.
Cuando
terminaron su canto abrí los ojos, me incorporé con lentitud. Las mujeres no
estaban allí. Alcé la mirada hacia la puerta: lo único que había era un lienzo
blanco colgado con la leyenda: “Tu amor es más fuerte que tú. Sal de aquí y
derrámalo entre las almas. Gracias”.
Leí
varias veces el mensaje. Y con una sensación de bienestar profundo me vestí,
fui a donde mis amigos. Me recibieron sonrientes. Salimos por donde entramos,
abordamos el coche y, ya de madrugada, emprendimos el regreso.
En
el camino supe que mi encuentro amoroso duró una hora y media y que las gemelas
se llaman Eulalia y Artemisa y que mi amigo el guía ya había vivido esa
experiencia.
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