domingo, 8 de mayo de 2016

HAY BESOS QUE SE PRONUNCIAN POR SÍ SOLOS


HAY BESOS QUE SE PRONUNCIAN POR SÍ SOLOS

Hay besos que pronuncian por sí solos
la sentencia de amor condenatoria,
hay besos que se dan con la mirada
hay besos que se dan con la memoria.
-Gabriela Mistral, Besos

Pronunciar un beso. Besar una palabra, entonar la música del alma. Infinitivos que enuncian lo infinito, lo que trasciende, aquello inmanente al colectivo llamado humanidad. La mitad de la humanidad es femenina, el lado claro, la parte iluminada. Luego entonces son ellas la mitad de los poetas, la mitad de las musas, la mitad de las narradoras. Los hombres somos otra parte, que además se complementa cuando usted, amigo lector, con su mirada y corazón recorre las letras que forman nuestro Diezmo de palabras. Habrá café, chocolate y poesía. La narrativa dulce, coloquial, extraordinaria en lugares comunes que ya nos pasan desapercibidos por la velocidad de las comunicaciones modernas. Habrá introspección de quien sueña y recuerda lo soñado, la parte visible de un todo cuya profundidad es insondable. Aprenderemos a ensamblar, a unir el texto con la emoción. Recordemos que la memoria es también el beso de una mujer en la frente de un hijo. Todo el universo concentrado en un simple acto de amor. Vale.
Julio Edgar Méndez



CAFÉ CHOCOLATE Y POESÍA
Rosaura Tamayo Ochoa

Los pájaros envuelven el desvelo y abrazan la mañana, es un día especial, aún es invierno, el frío nos acompaña con su calor de un amanecer repleto de colores que dista de la calidad del lugar. Se despierta del sueño el verso, llamando al Ángel de la Inspiración. Se baña el ambiente de danzante vela, humo de incienso y  vuelo de las aves. Los colores, el aroma, el amor se convierte en tinta negra que corre sobre el papel dejando pisadas y huellas imborrables en el pensamiento -dando paso a lo escrito- sobre la palabra y frases que colman de ese idioma poético.
Así llega la tarde como un bosque lleno de árboles que el viento ayuda a mover con su brisa y su encanto. Avisan que es tiempo de la cita a la luz del conocimiento, a la reunión, a olvidar el día, el pueblo, el mundo. Cambian los sentidos y miramos con los oídos y escuchamos con los ojos. Dejamos latir en nuestra alma las caricias de la palabra, el beso de los versos y la ternura de la compañía.
            Entran las letras -sin zapatos ni agujetas- colgadas de una hoja como ropa al sol, abordan a la cita de las seis treinta de la tarde. Es la hora que marca la sombra y el reloj de sol. Se entra a un recinto separado de lo mundano, cercano a lo divino. Se detiene el tiempo, él ya no existe, tampoco la preocupación ni los  pensamientos vanos. Se aparta de la tecnología, de los quehaceres y hasta de las dolencias. Las letras flotando en el espacio entre la bóveda de cientos de piedras calizas que dan sombra a una mesa, no redonda como en el tiempo del Rey Arturo, sino rectangular formada por un par de grandes y pesadas puertas que un día tuvieron otro oficio y ahora son premiadas con grandes personalidades, en su mayoría anónimas. Todas menos una, EL DIRIGENTE, el maestro y guía, el capitán de un ejército de millares de letras que acomoda con gran maestría. Las forma, las pule, hasta dejarlas cual piedras preciosas, con color, forma y sobre todo con luz. ¿Su nombre? Maestro Herminio. Tanto ha sido su tiempo que conoce ya cada palabra, cada acento y se puede decir que goza de tal sensibilidad que hasta adivina la intención de cada una de las sílabas y las frases.
            Las letras flotan entre grandes estantes repletos de enciclopedias, libros, tomos nuevos y antiguos. En las paredes hay cuadros de grandes fotografías, de las que se siente su mirada. Pinturas, imágenes y montones de figurillas de barro que fueron talladas por nuestros ancestros, o lo mismo copias de ellas que parecen acomodarse a ver el espectáculo del día jueves. A esa mesa la cubre no un mantel sino un fino cristal y deja ver de entre sus surcos  puntas de lanzas de nuestros antiguos moradores, estatuillas, trozos de vasijas, libros, fotografías, un festín a la mirada y a la suerte de tocarte en un asiento nuevo y ver algo que habías no visto.
            Como ritual, los escribientes se preparan café, ya sea sólo, con azúcar o con chocolate. Es delicioso porque invita el momento, recordar hasta los abuelos y a los más pequeños. La edad de los presentes se escribe en una invisible tabla, hay desde los dieciséis hasta más de sesenta y cinco, pero en ese momento todo se mide en líneas no en años. Sobre la mesa se prenden  velas contenidas en recipientes caprichosos de cristal y bellos colores, que son como una música, una danza a las letras. No sólo flota la inspiración nueva, también vuela sin alas la poesía que se ha seleccionado y publicado en el periódico, todo queda impreso en la memoria, en un grato recuerdo con sabor a café, chocolate y poesía.
            La luz ilumina a la jovencita pelirroja de mirada angelical, al par de jóvenes que parecen sacados de una historieta japonesa, con grandes copetes y sus largos cabellos negros. A un par de chicas ya lejos de su centro comercial que miran con ojos de sorpresa la danza de las letras y ven cómo se forma una escultura, una pirámide; letras que se sostienen unas a otras en línea armónicas, bañándose de dulce belleza. Por unos segundos se guarda silencio y las letras tiemblan ante la voz de la corrección, piensan que los jóvenes son audaces y los mayores sinceros.
            El día avanza, las manecillas tocan la noche, el Ángel de la Inspiración se despide, dejando huellas en las tazas de café. Regresará nuevamente la próxima semana, a bañar el día de sorpresas, invitando a llenar nuevamente esa mesa, con comensales de letras, a sacar los libros olvidados y aprender a ver con los oídos y oír con los ojos.
            Sales del recinto y ves la realidad del mundo, las letras se vuelven frías, ya no cuelgan sonrientes, sólo se detienen ante gente con paso ausente del momento. La luna sonríe  cómplice y las estrellas te acompañan en cada instante hasta que te alejas a tu terruño, suspirando con nostalgia por ese tiempo que tuvo que llegar a su fin.



PESADILLA INVERNAL
Soco Uribe

Ahí estaba yo. En medio de la nada, expectante ante lo desconocido y con la desesperanza de la esperanza.  ¡Sentí miedo!  Después de haber caminado durante horas y horas a través de la espesa nieve blanca, suave y tersa, pero tan fría como mis sentimientos. En ese preciso instante en que debía apresurar el paso para atravesar la inmensa superficie de ese espacio perdido en la Región del Ártico; agobiada por la premura de llegar al pueblo de Fairbanks esa misma noche para encontrarme con el guía, quien al día siguiente, me llevaría en avioneta hasta Nome, un pueblo cercano al Estrecho de Bering.
            Ese miedo que, aún con luz, se puede percibir cuando no se puede ver; cuando por alguna razón la oscuridad nos invade y perdemos la brújula de nuestro sentido de dirección.  Ese miedo que congela, que paraliza, que nos deja estáticos, que mina el discernimiento claro y objetivo para seguir adelante en busca de una nueva aventura y, a su vez, de la propia supervivencia.
            Contra todo esto, continué por mi ruta, mientras el hielo que se había formado en mi gorra debido al sudor por haber caminado durante horas y horas, comenzó a quemarme el rostro. Mis manos, aunque no las podía ver a través de los guantes, podía sentir su rigidez, a tal grado que casi no podía distinguir variación alguna entre la dureza del piolet y la de mi mano. Al tacto, era como si se  encontrasen unidos en una sola pieza.
            Seguí caminando.  De pronto, a lo lejos, pude distinguir un iceberg gigante y pensé: Si así está la parte externa visible, qué dimensiones tendrá la parte interna no visible de esa inmensa mole de hielo.  Relacioné la escena con el alma de la mayoría de las personas. Sin embargo, después me di cuenta que estaba confundida, lo que había visto era el reflejo de los enormes picos nevados sobre el río cercano a Fairbanks.
            Más tarde, mi cuerpo ya no respondía a mis mandatos, sólo caminaba sin dirección, sin pensar, como un zombi.
            A unos pasos, sobre esa interminable alfombra nevada, alcancé a distinguir la secuencia de unas huellas parecidas a las de un oso polar, las cuales  se perdían en el sitio donde se encontraba un kayak despedazado, tachonado con manchas sanguinolentas dispersas en la madera y en la nieve.
            El miedo volvió a apoderarse de mí ya que, en toda esa extensión, no veía  algún vestigio de vida, ni indicio alguno de que pronto encontraría al piloto-guía que me rescataría de esa pesadilla invernal. 
            La noche llegó y aunque mi suplicio era mayor, continuaba haciendo caso a mi intuición, era mi guía, mi Estrella Polar.  No obstante, cuando estaba a punto de estallar en llanto, apareció ante mí, la belleza y majestuosidad de una Aurora Boreal que me devolvió la fe de que Dios estaba a mi lado, cerrando así esta angustiosa representación mediante un hermoso telón bordado de maravillosas bandas de listones amarillos, rojos y verdes, danzando de un lado a otro por encima de ese blanco escenario.
            Sentí, entonces, la necesidad de cubrirme los ojos por la brillantez que emitía tan bello fenómeno; pero, intempestivamente, desperté y pude constatar que un travieso rayo de sol entraba por una de las persianas de mi recámara y caía exactamente sobre mis entreabiertos ojos.  Mi corazón latía fuertemente como si hubiese corrido un maratón. La almohada, humedecida por mi llanto, era testigo fiel de toda esa pesadilla.
            En seguida, volví mis ojos hacia el buró junto a mi cama y descubrí que, en la libreta de mis notas, había un poema escrito de mi puño y letra que decía:
            OSO POLAR
            ¡Es primavera!
            Despiertas tras larga y solitaria hibernación.
            Tu níveo pelaje, largo y espeso, se desliza sobre bloques árticos.
            Hambriento, nadas aún.
            Exhausto te hundes, vuelves a la superficie, bramas, nadie te escucha. 
            Todo es silencio.
            Mar polar, helado espejo filoso, reflejas un solo cielo… ¡Muerte!



ENSAMBLE DE AMOR
Laura Margarita Medina

Esta es la última tonada de mi vientre.
Surge de la bruma del pasado.
Tú, como se acaricia a un niño,
recorrías mis hemisferios
mientras mi desbocado corazón
se anclaba a tus deseos.
Te amaba y me dejaba llevar
por la corriente de tu rio.
En un beso
entregamos  todo nuestro ser.
La estrechez de mi cintura
enloquecía tus antojos,
mientras tus manos juguetonas
tocaban ansiosas los volcanes de mis senos
con los que te endulzabas cada noche.
Tus dedos adormecían mi cuerpo
 y tu respiración era nota de magia en mis oídos.
Pude sentirme como un ave
cuando acurrucaba el alma entre tus brazos
y te deslizabas entre mi cálido tesoro.
Ése, que se prende hoy por un instante
para grabarte solo en letras de recuerdo.




UN RECUERDO EN MI TAZA DE CAFÉ
Paola Juárez

Te dejo mi silencio,
la humedad amarga de mis lágrimas,
el dolor que callé y grité,
una, dos, tres, infinitamente.
Te dejo las horas más tristes de mi vida,
el hastío de mis tardes solitarias
que nunca comprendiste por falta de interés.
Te dejo mis mañanas somnolientas,
un recuerdo en mi taza de café
y cenizas de cigarro olvidadas
con las cuales pretendí llenar el pozo sin fondo
que a tu lado fue mi corazón.
Te dejo lo más oscuro de mi vida,
mi luz fue menguando junto a ti.
Te dejo las raíces más secas de mi alma,
lo mejor lo llevo conmigo.
Sin ti volaré en libertad.


*Estos textos se publicaron el 8 de mayo en El Sol del Bajío, Diezmo de Palabras.

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