domingo, 10 de abril de 2016

NIÑOS CUENTA CUENTOS 2016


NIÑOS CUENTA CUENTOS 2016
-Celaya, primera parte-

En el marco del Concurso regional de niños cuenta cuentos, tuve el honor de ser considerado parte del jurado calificador. Todos los niños participantes destacaron por su frescura, confianza, sentido del humor y emotividad. Como un regalo del Diezmo de palabras a tan destacados pequeños, publicaremos algunos de los cuentos que se presentaron. No todos son originales, pero los niños los hicieron suyos al contarlos a su manera. Felicidades y un reconocimiento a la labor de sus maestros y al apoyo de sus padres, así como a la Delegación Regional de Educación y a los compañeros de las bibliotecas públicas de Celaya.
Julio Edgar Méndez



CUENTO DE UNA MANZANA
Angélica  Guadalupe  Hernández  Echeverría
Jardín de niños “Juan Enrique Pestalozzi”

Había una vez una manzana que estaba muy triste porque nadie la quería, pues tenía un lado podrido y los niños solo agarraban las más bonitas y jugosas.
–¡Nadie me quiere, seguro me tirarán  a la basura! -decía tristemente la manzana.
Un día por la mañana la mamá de los niños vio que en el frutero había quedado una manzana y vio que estaba podrida, la agarró, la lavó y le quitó lo podrido.
–No te puedo echar a la basura cuando hay tantos niños que no tienen qué comer… ¡ya se! Contigo voy a preparar un postre.
La manzana se puso muy feliz y cuando estaba en la cocina, una cazuela le dijo: –me encantan las manzanas, soy la primera que las prueba pues en mí preparan los postres.
–Somos deliciosas y nutritivas, a los niños les encantan llevarnos en sus lonches -dijo la manzana.
Después de un rato llegaron los niños de la escuela y entrando dijeron: –mm… huele a deliciosa tarta de manzana.
–Sí, -dijo la mamá de los niños- la preparé con la manzana que nadie quería.
Después de comer, disfrutaron de una tarta de manzana compartiéndola con sus amigos. Mientras ellos comían el postre, la mamá les platicaba que cuando ella era niña había un manzano en el jardín de su casa, era un árbol grande y frondoso que daba unos frutos rojos y dulces  todas las primaveras y bajo su sombra su abuelo se sentaba a contarle cuentos.
Su cuento preferido era el de la canasta mágica porque trataba de una niña que tenía una canasta que llenaba de manzanas y, cuando las partía por la mitad, aparecían con el centro en forma de una pequeña flor de cinco pétalos.
–Es muy emocionante mamá -dijeron los niños- y nosotros que no queríamos la manzana, tú también hiciste magia porque   la convertiste en una tarta.
Los niños aprendieron que no hay que tirar la comida a la basura.



EL AFILADOR
Sergio Santiago Morales Reyes
Escuela Primaria “Leyes de Reforma”

Esta historia existió  en un pueblito que está cerca del volcán Popocatepetl y se llamaba San José, en honor del afilador del pueblo. En San José,  vivía  Arnulfo el Herrero.  Arnulfo tenía 5 hijos  de los cuales José Timoteo era el mayor de ellos. Pepito, como era conocido, desde muy  jovencito  le ayudaba a su papá en el taller de la herrería.  El papá de Pepito lamentablemente se encontraba muy enfermo y Pepito se quedaba solo trabajando en el taller.
Un día Pepito le preguntó a su padre:
—Papá, ¿cómo era mi abuelo?
Su padre lo tomó entre sus brazos y sentándose en una banca vieja le dijo:
 —Tu abuelo era una persona muy inteligente y  querida por todo el pueblo de San José, él me enseñó a trabajar en la herrería haciendo  ventanas, puertas, barandales y machetes. Además el era comerciante y andaba de pueblo en pueblo comprando y vendiendo todo lo que podía. Un día, bien lo recuerdo, llegó a casa con esta vieja afiladora.
—¿Una afiladora?
—Sí, mira, Pepito, te enseño. Tomando un cuchillo, su papá empieza  a   sacarle filo.
Timoteo, entusiasmado al ver  las luces que salían del roce del metal con la piedra, empieza a gritar con emoción que sin pensarlo  gritó en repetidas ocasiones:
—¡Quiero ser afilador, quiero ser afilador, quiero ser afilador! Enséñame, papá.
Y así fue como en aquel momento nacía para siempre, en San José,  el nuevo  José “Timoteo, el afilador”. Cuenta la historia  que su papá le enseñó cómo afilar, pero con una condición.  “Que nunca dejara de estudiar”.
Su papá le toma el hombro y le dice: —Mira, Pepito, pero promete que nunca dejarás de estudiar, a pesar de lo lejos que está la escuela. Persigue tus sueños, se constante y, sobre todo,  responsable y la recompensa será muy grande.
Timoteo como era muy inteligente, pronto  dominó la técnica de afilar y revivir cuchillos.  Para Pepito, estos metales sin filo eran como un cuerpo sin vida. Fue así como todos los días por las tardes después, de la escuela y de trabajar en el taller, se escuchaba por las calles:
“¡Llegó Timoteo, el afilador, reviviendo cuchillos, machetes, navajas, tijeras y todo metal sin filo que tenga!”
Cuando José tenía 15 años muere su padre y él se hace cargo de su familia y del taller. Así por la  mañana estudiaba, a media tarde atendía en el taller  y por la tarde salía  a afilar, escuchándose por las calles:
“¡Llegó Timoteo, el afilador, reviviendo cuchillos, machetes, navajas, tijeras y todo metal sin filo que tenga!”
Los años pasaron y  José  se convirtió  en un reconocido ingeniero. Gracias a su oficio de afilador y a que era una buena persona, preocupado siempre por el mejoramiento de su querido San José, ayudando a todo aquel  que lo necesitaba,  llegó a ser la persona más conocida y querida del pueblo. No había quien no hablara de la simpatía, nobleza y generosidad de José Timoteo “el afilador”. Así nuestro afilador en poco tiempo se convirtió en un exitoso empresario, haciendo de su pequeño taller de herrería, una gran afiladora con sierras eléctricas y con máquinas electromecánicas,  siendo el principal afilador de la industria de toda la región. Don Timo, como era conocido por todo San José,  contribuyó al desarrollo y crecimiento del pueblo; siendo su afiladora la principal fuente de empleo para todos. Las ganancias de la afiladora eran tan grandes que le permitieron ayudar en la construcción del pequeño hospital y de la primer escuela de San José, haciendo con ello realidad el sueño de su padre que hubiera en el pueblo escuelas y centros de salud. A pesar de su riqueza y  de todos sus éxitos  don José Timoteo no perdió su sencillez y humildad y no dejó de salir  por las tardes a afilar escuchándose siempre:
“¡Llegó Timoteo, el afilador, reviviendo cuchillos, machetes, navajas, tijeras y todo metal sin filo que tenga!”
Así lo hizo hasta el último día de su vida.
Moraleja: no importa el oficio o carrera que tengas en la vida; siempre que lo hagas con amor y respeto. Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.



LA HISTORIA DEL PEQUEÑO BÁBACHI
Autora: Helen Bannerman
Gloria Estefanía Ramírez Rosales
Escuela Librado Acevedo Ulloa

Había una vez en la India un niño que se llamaba Bábachi.
Y su mamá se llamaba Mámachi.
Y su papá se llamaba Pápachi.
Y Mámachi le cosió una preciosa casaca roja y unos preciosos pantalones azules.
Y Pápachi fue al bazar y le compró un parasol verde muy bonito y un par de lindos zapatitos de color púrpura con las suelas y el forro de color carmesí.
¡Qué elegante estaba nuestro Bábachi!
Así pues, con la ropa nueva y parasol, salió a dar una vuelta por la jungla.
Paseando, paseando, Bábachi se encontró con un tigre. Y el tigre le dijo: -Bábachi, ¡te voy a comer!
Y Bábachi le contestó: -Oh, por favor, señor tigre, no me coma y le daré mi preciosa casaca roja.
Y el tigre le respondió:
-Muy bien, por esta vez no te comeré, pero me tendrás que dar tu preciosa casaca roja.
Y en un santiamén, el tigre se puso la preciosa casaca roja del pobre Bábachi, y se alejó diciendo:
-Ahora soy el tigre más elegante de la jungla.
Y paseando, paseando, Bábachi se encontró con otro tigre. Y el tigre le dijo:
-Bábachi, ¡te voy a comer!
Y Bábachi le contestó:
-Oh, por favor, señor tigre, no me coma y le daré mis preciosos pantalones azules.
Y el tigre le respondió:
-Muy bien, por esta vez no te comeré, pero me tendrás que dar tus preciosos pantalones azules.
Y en un santiamén, el tigre se puso los preciosos pantalones azules del pobre Bábachi, y se alejó diciendo:
-Ahora soy el tigre más elegante de la jungla.
Y paseando, paseando, Bábachi se encontró con otro tigre. Y el tigre le dijo:
-Bábachi, ¡te voy a comer!
Y Bábachi le contestó:
-Oh por favor, señor tigre, no me coma y le daré mis lindos zapatos púrpura con las suelas y forro carmesí.
Pero el tigre le respondió:
-¿De qué me sirven tus zapatos? Yo tengo cuatro patas, y un solo dos. Con un par de zapatos no tengo suficiente.
Pero entonces Bábachi le sugirió:
-¿Por qué no se los pone en las orejas?
-Pues claro –exclamó el tigre-. Es una gran idea. Dámelos y por esta vez no te comeré.
Y en un santiamén el tigre se puso los lindos zapatitos púrpura con las suelas y el forro carmesí y se alejó diciendo:
-Ahora soy el tigre más elegante de la selva.
Y paseando, paseando, Bábachi se encontró con otro tigre. Y el tigre le dijo:
-Bábachi, ¡te voy a comer!
Y Bábachi le contestó:
-Oh, por favor señor tigre, no me coma y le daré mi bonito parasol verde.
Pero el tigre le respondió:
-¿Cómo quieres que coja el parasol, si para caminar necesito las cuatro patas?
-¿Por qué no lo sujeta con un nudo en el rabo? – le sugirió Bábachi.
-Tienes razón –dijo el tigre-. Dámelo, y por esta vez no te comeré.
Y en un santiamén, el tigre cogió el parasol del pobre Bábachi y se alejó diciendo:
Ahora soy el tigre más elegante de la jungla.
Y el pobre Bábachi se fue llorando, por que aquellos tigres crueles le habían quitado su ropa nueva.
De repente oyó un ruido horrible, que hacía una cosa así como ‹‹ Gr-r-r-r-r-rrrrrr››, y que cada vez se oía más y más fuerte.
-¡Ay, mamaíta! –exclamó Bábachi-. ¡Son los tigres, que vuelven para comerme!
¿Qué puedo hacer?
Así que corrió hasta una palmera, se escondió detrás del tronco, y asomó la cabeza para ver qué pasaba.
Y vio a todos los tigres peleándose y discutiendo sobre cuál de ellos era el más elegante.
Y llego un momento en que estaban todos tan enfadados que se levantaron de un salto y se quitaron la ropa nueva, y comenzaron a darse zarpazos, y a morderse con sus grandes dientes blancos.
Y a fuerza de trompazos y volteretas, los tigres llegaron a los pies de la palmera donde se escondía Bábachi, pero este dio un salto y se escondió detrás del parasol.
Y cada tigre agarró firmemente con los dientes el rabo de otro tigre, y todos ellos comenzaron a sacudirse y atizarse, hasta que se encontraron formando un corro alrededor de la palmera.
Luego, cuando los tigres se veían muy pequeñitos y muy lejanos, Bábachi salió de detrás del parasol y les grito:
-Eh, tigres, ¿por qué os habéis quitado la vuestra ropa nueva? ¿ Es que ya no la queréis?
Pero los tigres sólo respondieron con un ‹‹ Gr-r-rrrrr››.
Entonces Bábachi les dijo:
-Si queréis las prendas, decidlo, porque, si no, me las llevo.
Pero los tigres no estaban dispuestos a soltar el rabo de sus compañeros, y lo único que podían decir era:
¡Gr-r-r-r-r-rrrrrr!
Así que Bábachi se puso de Nuevo su preciosa ropa nueva, cogió el parasol y se fue.
Y los tigres se enfadaron mucho,
Muchísimo, pero ni aun así soltaron el rabo de sus compañeros.
Y estaban tan, tan enfadados que se pusieron a correr alrededor de la palmera, cada uno de ellos intentando comerse al tigre de adelante, y cada vez corrían más y más deprisa…
… hasta que eran como remolino que giraba tan rápido que ya no se les podía distinguir las patas. Y cada vez corrían más y más deprisa.
… hasta que acabaron por derretirse, y de ellos no quedó nada más que un charco de mantequilla fundida (o ghi, como la llaman en la india) alrededor del tronco de la palmera.
Y resulta que Pápachi había acabado de trabajar y se dirigía a casa con una enorme olla de latón en los brazos, y cuando vio lo que había quedado de los tigres dijo: -¡vaya, qué hermoso charco de mantequilla fundida! Me la llevaré a casa, y así Mámachi la podría utilizar para cocinar.
Así que la puso toda en la enorme olla de latón, y se la llevó a casa para que Mámachi la utilizara para cocinar.
¡Qué contenta se puso Mámachi cuando vio la mantequilla fundida!
-Esta noche –dijo-, tendremos tortitas para cenar.
Así que cogió harina y huevos y leche y azúcar y mantequilla, y preparó una enorme bandeja llena a rebosar de deliciosas tortitas. Las frió en la mantequilla fundida en que se habían convertido los tigres y le salieron unas tortitas amarillas y pardas como los tigres pequeñitos.
Y se sentaron todos a cenar.
Y Mámachi se comió veintisiete tortitas y Pápachi cincuenta y cinco.
Pero Bábachi se comió ciento sesenta y nueve, porque tenía mucha, mucha hambre.
  

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