domingo, 18 de noviembre de 2012

Sol del Bajío, domingo 18 de noviembre, 2012

EL MAR QUE NOS ESPERA

“Cuando rezamos hablamos con Dios,
pero cuando leemos es Dios quien habla con nosotros”.
San Agustín.

La novela El mar que nos espera, ganadora del Octavo Premio Valladolid a las Letras 2011, escrita por nuestro Maestro, Herminio Martínez, es un mundo de metáforas donde el lenguaje es el protagonista.  
El mar que nos espera es una novela histórica, que trata sobre una hija que el Rey de España, Felipe II, “Campeón del Catolicismo”, tuvo fuera del matrimonio con la hermana del arzobispo y virrey de México Pedro Moya y Contreras, a la que mandó encerrar en un convento de la Nueva España.
"La novela histórica es una manera de hacer la historia más agradable y lo más importante es que da al lector un nivel de cultura general de una manera sencilla y, en mi caso, mis obras buscan rescatar hechos significativos y están fundamentadas", ha dicho Herminio con mucho acierto.

Esta semana que dejamos atrás se celebró en México el Día Nacional del libro, el 12 de noviembre, en la misma fecha del nacimiento de la gran poeta Sor Juana Inés de la Cruz  –Juana Inés de Asbaje y Ramírez de Santillana-, quien, como la protagonista de la novela de Herminio Martínez, era hija ilegítima y también permaneció dentro de un convento desde la adolescencia hasta su muerte. Dos vidas marcadas por la intolerancia y el exacerbado fanatismo hipócrita de esos tiempos que deseamos nunca regresen. Amén.
Julio Edgar Méndez


EL MAR QUE NOS ESPERA
(Fragmento)
Herminio Martínez

         Presa de la exasperación, vio el curso de la vida humana fluyendo con la frialdad de una serpiente. Profetas rasurados montando pájaros monstruosos, pero con cara de extrema humanidad. Brújulas apuntando hacia el Norte por los caminos más inadecuados. Sonámbulos en pie contra todo lo que estaba a punto de ocurrir en las repúblicas del tedio. Pérfidos que no aceptaban las flaquezas, pero sí la incondicionalidad con que los trabajaban sin recibir salario. Bueyes que, al rechinante impulso de los yugos, abrían amaneceres. Vagaba en busca de consuelo y sentía el odio de muchos que, aunque libres, parecían cargados de cadenas. Náufrago en pudrición de mares de mentiras se fue mezclando con varones albos, oprimidos por un peso intangible en senderos de rocas y cigüeñas con crestas de amapola. Vio rufianes con vocación de fieras: acariciadoras, pero fieras. Metopas ardentísimas en medio de tal caos. Funámbulos asomándose al gabinete de un aspirante a senador, que andaba allí con ojeras e ilustres modos de ser terrible entre los más terribles. Liebres de tres orejas y cristos de una sola pata. Se imaginaba que esta cruz le dejaba quemaduras sobre los brazos y las piernas, con los ríos de nieve y miel de los recuerdos. En estas altas horas de aberraciones, descubrió también un panóptico de adolescentes moribundos, custodiado por cierto cenobita, al que ya había visto antes rascarse el glande con unas pinzas de las que se usan para extraerle las garrapatas al ganado. Lo vio y le escuchó unas frases que le parecieron muy amargas. Era una tarde espléndida para ganarse el reconocimiento de todas las mujeres vestidas de merluzas. Había niños con vejiga pintada al modo de los artesanos de Logroño, mancebos boquirrubios, vistiendo calzas breves; oleaje de señoras con muecas de mayores, energúmenos de la sinrazón y de la inquina, siempre dispuestos a dejarse corromper por cualquier precio; traficantes de influencias, que nunca han de faltar en las antesalas de los mandos. Vio la solemnidad con pasos de instruida y estuvo frente a los que obligan a morir de hambre a quienes jamás dejaron de confiar en ellos. De pronto era uno más entre los personajes de aquel tiempo distinto, tergiversado y crudo, adonde había caído en exploración sin punto de retorno. Vio pasar a los coordinadores de corrillos y a quienes lidereaban mil catervas. Iba en pos de las personificaciones de consignas, atadas al carretón de la victoria, el cual avanzaba lentamente abriéndose camino entre los incapaces de distinguir lo falso, allí donde ardía sin consumirse el fuego de los siglos y la realidad no poseía un rostro verdadero. Se mostraba seguro a través de un territorio de dislates. Se veía caminar delante de un murmullo. Atemorizarse con una llovizna que allí no era de gotas, sino de aplausos y sonidos. Admiró la síntesis de una nación en vela, con sus personas que todo lo veían con unos ojos donde se asomaba a contemplar al hombre la pobreza. Iba por donde  mil funcionarios de los reyes mostraban sus narices: perros públicos acrecentados en fraudes y prosperidades mal habidas. Allí estaban todos los días de tempestad, abandonados en una torre sin ventanas, únicamente bajo la protección y al amparo de tres generaciones de pelícanos. El abanico fiel de la memoria lo empujaba hacia unos bosques de rododendros y mariposas perseguidas por niños voladores, cuyas alas eran un rumor de aguas corriendo, y le contaron de las vacas de la muerte, que en lugar de leche daban pánico. Y de los nefástulos, seres de razón que sólo conocían el otro lado del lenguaje. Mas de su prometida nadie le dijo nada, ni siquiera cuando lo hallaron conversando sobre la pasarela del hastío, desde donde, además, vio venir la caravana de los días, anegados con el recuerdo azul de una muchacha campesina, perdida en las malezas del crepúsculo. Sin dar el mayor crédito al arroyo de rubíes que un infante lloraba de pie sobre una cima, exclamó: “¿Qué es esto? ¿Dónde estoy? ¿Quién es ésa que lleva una iluminación del tamaño de un higo en la mejilla? ¿Y esos ojos sin párpados? ¿Y esos labios sin risa? ¿Qué territorios es éste?"... Tal vez era la plaza que, sin saber, buscaba, pues vio allí a los mercaderes del rebuzno y se mezcló otra vez con estudiantes salidos de parranda. Había ataúdes y marfiles. Aparadores. Porcelanas. Supo del estertor de un joven militar, quien, habiendo sido derrotado en un duelo de amores, se moría entre los saqueadores y las bromas. “El diablo se vuelve hombre para convertirse en una razón de ser", oyó que murmuraron a su espalda. “¿Dónde?”. Preguntó él. “Allá", le respondió una imagen, que entre todas las imágenes era única, porque era inconfundible, pues se trataba nada menos que de la madre del Creador, con chaqueta de holanes y faja anaranjada. “¡Ah, pero si eres tú, Mater amábilis... “Sí”, continuó la Virgen, sacándose del pecho toda una fauna portentosa, compuesta por grillos, ciempiés, escorpiones, arañas y ranas minúsculas del tamaño de botones verdes. “¡Hazme el favor, ángel de este sueño!”. Le susurró al personaje que aún lo acompañaba. Y siguió viendo a los que mueren por el solo deseo, con la inquietud semejante a un pedazo de cielo nebuloso. Había pueblos enteros agarrados a una tabla carcomida y mohosa, flotando sobre un abismo centelleante. Y gentecilla estúpida, de esa que siempre ha de hacer menos al otro. Y caballeros de acento ronco y rudeza apasionada, que iban ensuciando con su baba la luz de las gardenias. Su logro principal era estar en contra de estos déspotas que, si no se organizaban en manadas, perdían significancia. Vio criaturas deformes, amasadas con odio y desaliento, las cuales llevaban escrito en los ojos el nombre del abismo. Circunstancias y fiestas personales. Parajes de aguas desatadas. Trampas de hojas secas donde cabían insectos del tamaño de un hombre. Exuberancias hechas de vidrio cálido. Partituras que hacían crecer las plantas. Fetiches miserables dotados de belleza, aunque carentes de razonamiento y nombre propio. Supuraciones sofocantes donde nacía la noche. Balcones para asomarse a ver la vida desde los valles de la desolación y la congoja. Incidentes en los que ardían los matorrales al reflejo de una franela rota. Envolturas moviendo su espectáculo a la manera como el pavo real abre su cola. Un círculo de hogueras en la caverna azul de otra caverna. Perfecciones cerradas. Tizones moribundos, que, al apagarse, murmuraban lamentos cual si se confesaran entre ellos sus amores. Sonámbulos huesudos con facciones de Cristo. Negruras impalpables que podían abrirse como puertas. Banderas alineadas señalando los puntos más radiantes de una mañana insólita, la cual, en lugar de sol, tenía una luna desgarrada. Iniciados enarbolando volúmenes celestes. Materiales deformes, que, pese a haber sido confeccionados únicamente con la piel de un beso, marchaban esclavizando a nuestro hermano el hombre. Descubrimientos asquerosos rememorando ayeres a través de una gallina pálida. Y otras apariciones que, nadie, que no estuviera loco, creería jamás: leones rampantes con la melena verde, rugiendo de ternura tras las explicaciones que un niño les hacía. Las tenues siluetas de todos los recuerdos habidos y por haber en ambos mundos. Parejas que iban adelante en su estupor de carne. Un país muerto en el que los caballos tropezaban continuamente, y a los caballeros les sonaban los huesos y a la niebla la oscuridad como una coraza de tortuga. Vio animales que en la cavidad de los peñascos chupaban el rocío. Y fantasmas de hombres narcotizados por la espuma de un charco de lamentos. Cadáveres con respiración, destilando fragancias debajo de los párpados. Gatos de nueve colas. Ternuras que avergonzaban por venir de personas sin nadie a quién querer. Anatomías de marfil, aunque también teñidas por el azafrán de los golpes recibidos por parte de sus guardias. Hombres mulas, cargando la verdad, pero grandes maestros de la insidia.


ESTOS VERSOS LECTOR MÍO
Sor Juana Inés de la Cruz

Estos versos, lector mío,
que a tu deleite consagro,
y sólo tienen de buenos
conocer yo que son malos,
ni disputártelos quiero,
ni quiero recomendarlos,
porque eso fuera querer
hacer de ellos mucho caso.

No agradecido te busco:
pues no debes, bien mirado,
estimar lo que yo nunca
juzgué que fuera a tus manos.
En tu libertad te pongo,
si quisieres censurarlos;
pues de que, al cabo, te estás
en ella, estoy muy al cabo.

No hay cosa más libre que
el entendimiento humano;
pues lo que Dios no violenta,
por qué yo he de violentarlo?

Di cuanto quisieres de ellos,
que, cuanto más inhumano
me los mordieres, entonces
me quedas más obligado,
pues le debes a mi musa
el más sazonado plato
(que es el murmurar), según
un adagio cortesano.
Y siempre te sirvo, pues,
o te agrado, o no te agrado:
si te agrado, te diviertes;
murmuras, si no te cuadro.

Bien pudiera yo decirte
por disculpa, que no ha dado
lugar para corregirlos
la priesa de los traslados;
que van de diversas letras,
y que algunos, de muchachos,
matan de suerte el sentido
que es cadáver el vocablo;
y que, cuando los he hecho,
ha sido en el corto espacio
que ferian al ocio las
precisiones de mi estado;
que tengo poca salud
y continuos embarazos,
tales, que aun diciendo esto,
llevo la pluma trotando.

Pero todo eso no sirve,
pues pensarás que me jacto
de que quizá fueran buenos
a haberlos hecho despacio;
y no quiero que tal creas,
sino sólo que es el darlos
a la luz, tan sólo por
obedecer un mandato.

Esto es, si gustas creerlo,
que sobre eso no me mato,
pues al cabo harás lo que
se te pusiere en los cascos.
Y adiós, que esto no es más de
darte la muestra del paño:
si no te agrada la pieza,
no desenvuelvas el fardo.

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