RECAPITULACIÓN
"El hombre que tenía el libro no estaba leyendo
en voz alta, y nadie hablaba; todos parecían esperar a que ocurriera algo; sólo
el muerto no esperaba nada."
Ambrose Bierce, La maldita cosa.
GANAS
DE MORDERTE
Rafael
Palacios
Una
llovizna pertinaz hace un eco estruendoso sobre la palangana colocada en la
mitad del patio. Está a medio llenar, oxidada, gris del tiempo y de las asas.
El agua explora sus caminos naturales, arrasa por igual con colillas de
cigarros, barcos de papel y tristezas urbanas de los millones que ya somos en
esta ciudad.
Amanece lloviendo. Con un ritmo
típico la ciudad se sacude la modorra, aún con un frío natural que comprime.
Las mismas caras buscando los mismos autobuses, los mismos taxis, las mismas panaderías
abiertas, la misma tú y el mismo yo a kilómetros de distancia; el mismo vaivén
que nos hace conocernos por los rostros vistos a diario, por los “buenos días”
tirados al aire y con las prisas, por el hecho de sernos familiares por las
mañanas, y apenas pasado el sesgo matinal, volvemos a ser esos entrañables
desconocidos que responden igual, asintiendo con la cabeza o sonriendo
sutilmente.
Yo te recuerdo, de ayer. Mirada de
cobre, piel de arbolada, lengua de sal, manos de fuego. Llueve, el agua se
escurre cual caricia nocturna. Como líquido simiente resbalando por una espalda
ajena. Hundo mi rostro en la taza de café recién servido. Mis dedos alcanzan
sin esfuerzo el último cigarro a medio consumir del cenicero, mis ojos se
pasean de un lugar a otro, el humo del café y el cigarro invaden la habitación
con una sofocante mezcla de aromas, de nostalgias, de quejas y caricias. La
lluvia avanza furiosa. Desaparecen tras su densa cortina, camiones, cables de
luz, árboles, postes, humanos. Semeja un caudal sanguíneo por las banquetas,
con un ritmo de vértigo desborda las macetas, deshace flores, obliga a los
pájaros a no salir de sus nidos y a las alcantarillas a vomitar las entrañas de
la ciudad.
−Con ganas de morderte –dijiste
llena de presagios que revoloteaban cual enjambre de luciérnagas glaucas.
Deseos verdemares que de inmediato se instalaron en lo más recóndito de mi oído
y me excitaron.
−Muérdeme –respondí con una voz
apenas audible.
El cielo ruge y estremece el
pavimento. El relámpago implacable que fantasmagóricamente ilumina las
habitaciones de la casa, nos hace dar un pequeño salto de emoción. Corres las
cortinas. Un vaho incesante asedia las ventanas, las tamiza de una humedad
intima.
−¿Qué esperabas hasta antes que
llegara?
−Te esperaba a ti, ni más ni menos.
Los sueños a punto de reventar
intentan por una última vez ser escuchados. Me veo extenuado por el paso
inexorable de las noches sin sueño, de las mañanas aletargadas por el insomnio
y por los crepúsculos inquietos mirando furiosamente el reloj. Hace tiempo que
el sol se volvió una añoranza pasajera y las nubes un eterno estado de
equilibrio casi melancólico. Como si los atardeceres grises estuvieran
posponiendo un pedazo de vida y la dejaran pendiente para un ocaso con rayos de
sol. Mis manos permanecen menos distantes que las tuyas, ocupadas en
frivolidades que desaparecen el tedio. Las tuyas lo abarcan todo, y sin embargo
no logran atravesar las espesas paredes del deseo. Tu cabello, tu piel, tus
obsesiones y tu almohada se resisten a recibir al mensajero. Mis manos reptan
por tu espalda y la vuelven terreno de supuestas coincidencias. Afuera, la
lluvia dejó de ser pertinaz, transporta ahora una odre añoranza que penetra por
debajo de las puertas y se acomoda entre nosotros, irónica y desencantada.
−Con ganas de morderte. De acallar
al más horrible de los gritos, empezando por tu frente, terminando por tus
labios. Con ganas de morderte y después mirarte a los ojos y fingir cariño, eso
y más podría soportar.
La palangana se desborda. El caudal
avanza irreductible, infatigable, furioso de por sí; conmocionando lejana y
estentóreamente el ritmo nocturno de una ciudad que parece que por las noches
agoniza. El viento salpica con latigazos gélidos los rostros de los pocos
transeúntes taciturnos, aventureros buscando tonos escarlata escurriendo de
soslayo lágrimas equidistantes al cielo hinchado de borrasca. Alzo la mirada y
estás ahí, aún. Restos de café asentando en la taza rememoran las cenizas del
tiempo, el último Baronet consumido me recuerda la prolongada tribulación de
las olas que suponen tu epidermis. Te encuentro encorvada, sumergida entre
sábanas y sudores sinoples que reverberan al tacto inmediato de la piel.
Deshojada estás, entre jardines imaginados por el Bosco e infiernos gozados en
las pesadillas de Dante. Tus quejas se disuelven en un aliento tibio que choca
contra mis párpados, mudos de celo, aletargados por la visión perfecta que
simula la réplica de tus manos sobre un rostro al que presionan con dolor y
deleite. Aspirando eternas líneas de vida que escriben y reescriben sobre arena
embrujada la historia perfecta del desencuentro de los cuerpos, encendidos y
fluorescentes al toque inmediato de la carne. Tu sombra por encima de las
candilejas, colgando sobre nosotros sin necesidad de estar ahí, siendo para
todo el mundo, y el mismo mundo desplegando soledades, rescatando de la lluvia
a ese lecho paralizado frente a las puertas del universo que es tu cama. Afuera
todo sucede más aprisa. Adentro, las miradas se encargan de congelarlo todo y
de volverlo perpetuo. El cielo retumba y estremece por igual humanos y objetos.
Sin embargo, la recapitulación se pospone dando paso a la invasión tibia que se
esparce por el pecho, provocando arañazos que hacen brotar pasiones carmesí y
alaridos que rasgan la madrugada.
−Me da miedo el destino. A veces no
sabe qué está haciendo.
−No me importa el destino, si cuando
nos separe y me muerdas, ese dolor sea placentero y esos dientes se marquen
para siempre en mi piel.
−Ganas de morderte, entonces. Y
sentir que la muerte nos acoja mutuos y con los deseos intactos.
−Esta es la misma lluvia que veía
caer a los doce años. Lo diferente es que ahora no le tengo miedo, hoy que
estoy contigo la lluvia me parece musical.
Los besos se vuelven lentos. Un
sortilegio aparece por debajo de las sábanas haciendo crecer los territorios de
los cuerpos. Abro los ojos y los vuelvo hacia la ventana, los mantengo ahí, en
las gotas que escurren marcando caminos en el cristal helado y señalando a
capricho objetos que se difuminan por entre las sombras que proyecta el agua
que viene inclemente desde el cielo. Tu espalda, territorio conocido. Tu pelo
enmarañado, follaje impenetrable al mundo que es tus ojos. Tus brazos
alargándose, rodeando invasivos mi cuello y en un fragor irracional lo
acometen, mis piernas con las tuyas entrelazadas formando un ancla imperiosa,
aferrando el uno al otro en un vapor que sofoca, mientras mi cadera reacciona
con la tuya en un espasmo de lujuria que enardecen mis hombros y luego los
desfallece derrotados.
Regresar del desencuentro se tradujo
en una complicación. La lluvia amainó, dando un respiro al ritmo atípico que
coronaba la madrugada, cansada de querer amanecer. Los primero rayos del sol
fueron silentes, conservando cierta memoria por haber aparecido ya antes por
ahí, aparentando cierta vocación de tranquilidad y orden. Las palabras se
disuelven en un aliento tibio mezclado con café. De acuerdo con las viejas
costumbres, la mañana progresa en un ambiente de caras conocidas, otra vez. El
cielo está límpido y un aire vital ronda por las respiraciones de los seres que
de a poco empiezan a emerger. Te veo dormitar ahora en el sillón, entrecortando
el aliento casi a cada par de instantes, de momentos perfectos que al parecer
imaginas y miro en el trasfondo de tus párpados. Desde el ventanal vislumbro
las azoteas, el aleteo incesante de la ropa en los tendederos, el hacinamiento
inclemente en los callejones y las nubes negras que se van formando a la
distancia. Habrá tormenta al anochecer.
REINCIDENCIA
Julio
Edgar Méndez
Nunca
supe su nombre, porque nunca la conocí del todo. Pero eso no es importante,
porque tampoco le dije el mío. Tenía todos los vicios plegados debajo de su
vestido. Los llevaba muy pasados de moda, sin flores ni brillos, sin matices ni
esperanzas. Era como un rayo potente, luminoso pero lejano, de los que no se
sabe donde pegan, si en el misterio o en el olvido. Tal vez algún día la vea de nuevo y le
pregunte por qué incidió tan arteramente en mi alma. Navegué perdido en aguas ingratas, incendié
nave tras nave hasta que no hubo más decepción para seguirlas quemando. Me interesé en su vida –ese fue mi error-
cuando su vida no valía ni siquiera un vistazo.
La conocí como se conoce todo lo que
hemos olvidado después de una noche sin rumbo. Entre gatas y perros, entre
vapores y sueños quemados. Entre mi soledad y sus cicatrices. Pero quiso
mirarme sin espejos, sin cristales de aumento, con sólo mi risa entre su boca,
su cuerpo entre cuatro paredes y una espada que esa primera noche nos hirió
juntos, pero sin estarlo. Seguimos
acercándonos al precipicio con la velocidad de sus caricias coreografiadas, las
mías sin ensayos, sin guión. Improvisamos entonces un sólo momento, un largo
momento en que todas mis dudas se hicieron más dudas y sus certezas más
certezas.
Cada noche se hizo de día sin que
hubiéramos cruzado más que miradas ambiguas, ni siquiera recuerdo cuándo es que
comenzamos a caminar entre las calles sin miedo a desaparecer bajo el sol, bajo
las ruedas gigantes de nuestra propia desilusión. Me tomó como se toman las
cosas que no valen la pena: con una sonrisa de burla, con una mirada de celos,
con un vestido a medio camino entre su desnudez y su prepotencia. Dijo que sólo
franqueando el umbral del deseo llegaríamos a ser inmortales, enredados como
dos plantas que mueren de ausencia y de sed. Nos abrazamos para sentirnos
ciertos, para sentirnos absurdamente identificados e indistintos, un vacío
llenado hasta el borde de melancolía, de tardes caídas, de días que no llegan
de día, de noches iguales, ella desnuda de afuera hacia adentro y yo expuesto
de adentro hacia afuera. Navegamos mares imposibles queriendo caminar de pronto
sobre las aguas. Subidos en la barca de la lujuria, nos deslizamos hacia mundos
más raros, de piernas y brazos invertidos, de senos con estrabismo, de
inversiones destinadas al fracaso, de cigarros, veneno, alcoholes, de sueños
que aburren por lo reiterativo.
La
vi caer de uno de tales recuerdos con las alas quebradas y los pies
ensangrentados. La risa se le murió antes de darse cuenta de que ya venía
fracturada. Pude decirle que no era necesario demostrarme su amor cortándose
las venas, pero pudo más el deseo de beberla, mientras la sed se hizo apremiante,
que darle el regalo de la vida con un simple beso en la boca. Ni mi sangre
derramándose por la herida abierta que me hice en la yugular, con una navaja
sin filo, pudo revivirla. Esa noche morimos de nuevo. La primera muerte fue el
día en que nos conocimos.
*Textos publicados en El Sol del Bajío, Celaya, Gto.
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