UNA TRISTE HISTERIA QUE NO ES DE AMOR
Rafael Palacios
PLAY
Fue
aquel día de muertos. Bailabas en el pequeño auditorio de tu escuela,
coincidencia rara porque la compañía de danza a donde pertenecías lo eligió por
la comodidad de ser céntrico, también gustado porque los pequeños artistas como
tú o yo, hacíamos del lugar el punto de partida para la fiesta necesaria luego
de cada exitosa función. Yo estaba lejos desde hacía años, yéndome a sobrevivir
a la costa y en esos días regresando de casualidad, medio jodido luego de haber
sido abandonado por mi amor etéreo.
Como siempre, el tonto de tu novio
no te dejaba ni a sol ni sombra. Se quejaba de todo y todo reclamaba; que si el
frío en ese lugar, que si el estacionamiento en el centro siempre es imposible,
que en la ciudad hay lugares mejores, que si esto que si lo otro. El beneficio
para mí fue la escena de celos hecha por él, su numerito nos puso juntos esa
noche, sin querer.
Las casualidades tan inherentes en
mí flotaban en el ambiente, listas para hacer su sorpresiva aparición si acaso
fueran requeridas, aunque yo no lo quisiera. El foro se sentía con una fuerza
densa invadiendo el ambiente. Habías escrito ahí tus más sonados triunfos en la
danza y aprovechando mis vacaciones forzadas, me invitaste para estar cerca:
porque “nuestro día”, siempre fue el dos de noviembre, por lo tanto, mi
presencia era necesaria para que todo sucediera esa noche. Tus llamadas
anteriores, hechas precisamente cuando supiste de mi rompimiento con mi amor
etéreo, los encuentros casuales en México, Guadalajara y Morelia me hicieron
pensar cosas por los dos. El compartir descalabros amorosos teniendo como
confesionario los bares de esas ciudades y además acariciar nuestro sutil
dolor, según yo, me ponían cada vez más cerca de ti. Aunque tus lágrimas, cada
vez que un nuevo patán te jugaba una mala pasada me ponía fuera de posición, en
el fondo la alegría se hacía presente porque entendía que ningún pelafustán
dentro de muy poco dejarían de rondar tus jardines. Todas las situaciones de
los meses anteriores, habían sembrado en mí un sinfín de dudas platónicas, de
incógnitas descartianas que cada ocasión que sucedían me dejaban más
apendejado. Tu siempre “involuntario” acercamiento, delante de personas gratas
para ti, pero ingratas para mí; tu decisión de mandar al carajo a todos por
estar conmigo me hacían sentir querido, pero al final del día sabiendo que todo
aquello era simple vanidad. Sin embargo, ese día de muertos yo andaba medio
molido. Creía que lo pasado con mi amor etéreo durante esa semana que fui por
ti a los ensayos, resultaría una buena estocada para darle por fin en la madre
al pasado. Sin más lo decidí y confiando en las casualidades me alisté para ir
a verte bailar en aquel auditorio donde habías escrito tus más sonados triunfos
en la danza.
El público se acomodaba en los
asientos y con la mejor cara de gente decente que pude poner, saludé a tus
papás. Mientras, tres cervezas ingeridas previas al recital comenzaron a hacer
estragos en la sangre. Para variar, llevaba mi cámara fotográfica. Perverso
como soy, voyeur de clóset, temblaba con mis dedos en el disparador. Me imaginé
cosas, pensaba que nada me saldría bien; hacia pruebas de luz y una vocecita
extraña en mi mente no paraba de reprocharme que ese sitio había dejado de ser
mi lugar, me cuestionaba el hecho de estar ahí. Todo, producto de mis clásicos
ataques de ansiedad por esperar tanto para verte en escena.
“Esta es tercera llamada, tercera,
rogamos al público asistente ocupar sus localidades. Por respeto a los
artistas, pedimos apagar sus teléfonos y radiolocalizadores. Está es tercera
llamada… ¡Comenzamos!”
Cuando
volví mis ojos arriba, al escenario, comenzaba la música. Diferentes figuras
moviéndose a ritmos de percusiones prehispánicas en instrumentos indígenas me
dejaron perplejo por la sincronía que mostraban entre las notas y los cuerpos
en movimiento. Pero mi corazón latía sin freno porque no te descubría…
¡Apareciste! Cuando cambié mi mirada al escenario, hacia ti, mis ojos brillaban
más de lo usual y tu corporeidad comenzó a arrancarme las entrañas del cerebro.
De la nada danzabas cual Terpsícore de Mesoamérica, y yo en mi asiento,
pretendiendo ser Apolo. Tomé mi cámara y enfoqué tus suaves e hipnotizantes
movimientos, traté de no alterar el pulso para lograr imágenes perfectas.
Seguiste bailando y conforme te
acercabas a donde yo estaba, juré que te movías posando para mí, que estabas
ahí porque seguías siendo mi musa y que ante todos presumías tu belleza
exótica. A la distancia mis dedos eran tacto en tu piel, acariciaba tus hombros
desde la fila F, te tocaba sin tenerte cerca; debido a ese trato sui generis
que llevábamos respetando. Nadie vio nada, pues ellos nunca pertenecieron a
nuestro mundo. Visiblemente nervioso, solo ante tus ojos, seguí enfocando y
disparando hasta que el número 36 en mi cámara me dijo que el rollo tenía ya un
buen rato de haberse agotado. ¡STOP!
REWIND
¡Apareciste!
Cuando cambié mi mirada del escenario hacia ti, mis ojos brillaron más de lo
usual y tu corporeidad comenzó a arrancarme las entrañas del cerebro. Tomé mi
cámara emocionado, cuando te acercaste por donde yo estaba tu cuerpo se
estremecía, siendo complicado guardar la compostura, pero de los latires de mi
corazón ni te enteraste, seguiste bailando bajo el ritmo de los tambores
prehispánicos y los instrumentos indígenas. Y entre tanta gente me dio pena
pararme y seguirte para al menos captar una imagen tuya con ese maquillaje que
te hacía ver como debió verse Coatlicue en sus días de diosa. Pero no lo logré,
terminó el número y saliste, sin siquiera voltear para poder lograr una foto
regular, pues nunca posaste para mi camára.
PLAY
Rompiendo
todo protocolo, llegando el intermedio te acercaste a mí, con vestuario pero ya
sin maquillaje. Me saludaste, te pedí me firmaras el programa, pero, pendejo de mí extravié la pluma. Dijiste “voy
atrás, con mis amigos, te busco al final.” Me quedé mudo, no alcancé a decir
“no te vayas”, y me resigné a ver el resto de la función tratando de
distinguirte en la penumbra porque ya no volviste a escena. Al final, me lo
pensé mucho para acercarme a ti pues tu novio rondaba cerca y no te dejaba ni
para ir al baño. Esperé el momento justo para pedirte una foto, tú yo. Tuvo que
ser con tu cámara porque a la mía el rollo se le había agotado; irónicamente tu
novio fungió de fotógrafo para ese momento póstumo. Yo, al sentir otra vez tu
cuerpo cerca, me sudaron los dedos, frenéticos de tenerte ahí, pero no poder
tocarte por tanta gente alrededor.
Tu novio te tenía fastidiada y al
mirar que me marchaba, viste en mí la solución a tu conflicto. “¿Ya te vas? ¿y
cómo te vas a ir?”, “pues en micro, si le corro aún lo alcanzo, falta un rato
para las diez.” Me miraste cómplice, te sonreíste y algo imaginaste. “Yo te
llevo, al fin mis papás traen su carro.” Te miré extrañado, entendí la pista y
por compromiso pregunté, “pero ¿y tu novio?” “Él me espera, no te apures.”
Y no me apuré, subí a tu carro y tu
sonrisa se hizo distinta por completo, fuera de todo ese gentío que te protegía
y que siempre procuras, fuiste otra, fuiste tú. Tomaste la avenida que va por
el puente para hacer el camino más corto, así que quise aprovechar. Metiste
tercera y alcanzaste tres semáforos en verde. Platicamos tonterías y en un
guiño raro que te pesqué, me atreví a posar mis dedos suavemente por tu cara,
pero los retiré de inmediato apenado. Tú, sin quitar la vista del camino,
extendiste tu mano para posarla sobre mi hombro, un semáforo en rojo te dio
tiempo para seguir hasta mi oreja y el cabello. En tono cariñoso dijiste, “me
gustabas más con el pelo largo”, en ese momento tuvimos que arrancar, te miré
extrañado y eso bastó para confundirte. Quitaste la mano de prisa, acomodaste
el retrovisor… Tú, tan tímida para esas cosas de la seducción, tan propia y
correcta, siempre dueña del momento… sólo tomaste otro disco y lo cambiaste por
el que estaba puesto. ¡STOP!
REWIND
Subí
a tu carro y tu sonrisa cambió por completo. Se hizo distinta, fuera de todo
ese gentío que te protege y que siempre procuras. Fuiste otra, aunque en el
fondo la misma. Tomaste la avenida que
va por el puente para llegar más rápido a mi casa y sabiendo que ese viaje
acabaría pronto quise aprovechar. Puse mis dedos sobre tu cara, proferiste un
rictus de extrañeza, pero igual tú enredaste tus dedos en mi cabello y algo te
detuvo. Me miraste con ademán de disculpa ante tan involuntario reflejo; para
cuando reaccioné, estábamos en la puerta de
mi casa.
PLAY
Para
variar, mi casa estaba vacía. Yo, correspondiendo a tu habitual cortesía, te
invité a pasar con el pretexto de que algo nuevo había comprado (aunque no
recuerdo qué). Accediste sin problemas y atravesaste la cochera para esperarme
en la puerta de la casa. Me puse detrás de ti, te cubrí los ojos con mis manos
porque según yo, quería sorprenderte. No rechazaste el jugo de niños y
confiando en mí, avanzaste a ciegas. Pero por una de esas cosas que jamás podré
explicar y sin darte tiempo a pensar, me arrastré intempestivamente hasta tus
labios, sin saber lo que hacía, temeroso de que me rechazaras violenta. Toqué
tu nariz, besé tus labios que en realidad sabían a miel y fue como entender,
por fin, quién eras. No sólo no me rechazaste, sino que parecía que lo
esperabas desde hacía tiempo. Tu cuerpo no se sentía, eras un estremecimiento
en medio de la vía láctea que en ese momento se había posado en mi casa.
Devorabas mis labios y mis dientes y mi lengua. Sin saber cómo, con una
agilidad que te conocía en la danza, pero no en las artes de desvestir gente,
me sacaste el cinturón sin siquiera desabrochar la hebilla. Te azoté contra la
pared con una desesperación cinematográfica de quien hace mucho, o nunca, ha
tenido en sus brazos a una mujer como tú. De la muchacha tierna y cohibida, de
la muchacha siempre apenada por todo, de la bailarina de cristal no quedaba
nada. En cambio eras ahora una femme fatale apasionada, como salida de una
película de James Franco. Frenética, enredabas tus dedos en mi pelo y luchabas
sin esfuerzo para aventurarnos adentro de la casa, apagando luces y derribando
todo lo que se nos atravesara a nuestro lujurioso paso. Llegamos hasta el
sillón de la sala, donde respondí con mis manos a todas tus preguntas. Te rodeé
con mis brazos para asegurarme de tenerte y que no eras un sueño. Te palpaba
toda, tú sólo respirabas agitada en mi oído. Pero todo se salió del guion
cuando tus agiles dedos bajaron el cierre de mi pantalón; yo tuve que
improvisar. Tus ojos me paralizaban, mi sudor se confundía con el tuyo, el
aliento de ambos empeñaba nuestras miradas. Desabrochaste al igual tu pantalón
y mis manos comenzaron a bajarlo, presurosas. Para ese punto, los dos dudamos
si ese era el lugar al que queríamos llegar. ¡Ay wey, que buena estás! (eso no
lo dije, solamente lo pensé.)
Pero la alarma antiaérea sonó en tu
cabeza. Te detuviste de repente. Recordaste que tenías un novio esperándote en
un auditorio del centro, donde habías escrito tus más sonados triunfos en la
danza y que debías volver por él. Dijiste, “no… yo no… no puedo… esto está mal;
yo tengo novio y…” y que te estaba esperando y no sé cuántas tonterías más. Te
pusiste de pie, te metiste literalmente los tenis a la fuerza, te subiste el
pantalón, te disculpaste, me besaste en los labios con ternura y casi casi,
huiste furtiva entre la noche. No sin antes decir mil excusas y el clásico,
“mañana nos vemos”. No supe si mis desesperadas manos o si mis frases de galán
de telenovela de TV Azteca, fueron lo que le dio en la madre a todo, o si en
realidad habías dejado en la lumbre los frijoles. ¡STOP!
PLAY
SIN REWIND
Por
la mañana quise recuperar lo ocurrido, pero mi memoria no dio para mucho.
Únicamente recordé que al llegar a mi casa, que estaba vacía para variar, te
invité a pasar para enseñarte algo nuevo que había comprado. Te excusaste
diciendo que otro día mejor, pues tu novio te esperaba donde habías escrito tus
más sonados triunfos en la danza, o algo así. No te insistí, te despediste como
siempre, para luego pendejamente agitar mi mano mientras te alejabas. Nunca
volviste la mirada, como siempre. Sin embargo, por la mañana y al empezar a
vestirme, noté que me hacía falta el cinturón que llevaba la noche anterior.
Puse mi casa de cabeza, pero nunca lo encontré.
Un
mes después, nos volvimos a ver en el mismo escenario donde antes. Nos
saludamos chingón, como si nada, hasta te llevaba un regalo, recuerdo de mi
regreso anticipado a la costa. Como si no dijeras algo delator, tuve por seguro
que aquel delicioso encuentro, del cual quedé marcado por el resto de mis días,
había sido otra de mis operantes fantasías que acostumbro cuando estoy contigo.
Cuando acabó la función, te alcancé en la entrada, no vi a tu novio cerca y te
pedí aventón porque pasaban de las diez y seguro ya no había micros. Tu rostro
sonrió por un instante, misterioso, tu mirada se perturbó, te sonrojaste… ¡No!
No era así. Empezaba a soñar de nuevo, me bajé de la nubecita y te pregunté
otra vez. Estabas como en otro mundo y al reaccionar dijiste con voz seca, “no
puedo, vienen mis papás y no traigo coche… mejor luego te llamo.”
CRÉDITOS
Tiempo
después, ni siquiera recordaba ya a mi amor etéreo. Años han pasado. Sigues con
tu novio y pronto te casarás. Tú y yo nos seguimos viendo, misma frecuencia,
mismas locuras, nunca dije nada, más tú tampoco. Ni te pregunté por qué la
noche de tu presentación de diciembre, llevabas un cinturón muy parecido al
mío, perdido desde aquella extraña noche de la reyerta de “fantasía”. Sigo sin
saber, no creo en nada y lo puedo creer todo, pero no sé hasta dónde lo inventé
o hasta dónde esta historia terminó, justo como yo no quería.
…
*Texto publicado en El Sol del Bajío, Celaya, Gto.