NACIDO PARA LAS LETRAS
Por: Rosaura Tamayo Ochoa
Un
día llegó a la sesión del taller literario Diezmo de Palabras, un joven de
nombre Javier Alejandro Mendoza González. Siempre vestido de una forma
sencilla, dejaba ver su afición por el deporte y más aún por el
fisicoculturismo. Nació en la ciudad de Celaya. Estudió su primaria en la
escuela Moisés Sáenz. La secundaria en la escuela técnica ETI y finalizo sus
estudios universitarios en la Universidad del Centro del Bajío. Javier es el
más pequeño de ocho hermanos. Se le dio la constancia por el ejercicio, además
de ser un incansable viajero. Siente pasión por las letras y la lectura. Eso lo
dejó entrever en el trascurso de las semanas cuando llegaba temprano al taller
Literario y con atención escuchaba a los compañeros.
Animado,
un día llevó su primer trabajo al que, igual que a todos, se le hicieron
comentarios. Destacaba la limpieza en el lenguaje, un dominio en la gramática y
la redacción. De ese día ya han pasado algunos años. Su trabajo constante se
vio recompensado cuando fue seleccionado para la asesoría de novela en el Fondo
Para las Letras Guanajuato. Sí, una novela, como el sueño de casi cualquier
escritor. Cuando empezó su asesoría ya tenía la novela finalizada y fue tan
buena que en la última etapa fue seleccionada para publicarse. Algo muy guardado
de él es que tiene otras novelas inéditas y, seguramente pronto, veremos la
edición de la primera novela publicada por editorial La Rana.
En sus textos se define ya su propia
voz, y nos cuenta interesantes historias con finales impredecibles. Como En la penumbra de algún bar, donde narra
el triángulo de amor entre Érika, Jorge y Marco. El enredo de una profunda
amistad y de cómo se llega la disyuntiva de perder uno de esos dos grandes
amores. Un cuento con intrigas, perdón y amor. Dentro de la bien definida
atmósfera del bar, existe la ironía de un momento que era inevitable. La
confrontación del par de almas con la distancia de los celos y el engaño. La
charla se vuelve tensa, sin odios ni rencores para terminar de una sorpresiva
forma que ninguno hubiera imaginado.
Otro de sus interesantes cuentos es Mi mejor amigo, en él nos hace ver la
indiferencia y desamor que se tiene con nuestros compañeros de mundo. Vemos a
los desamparados sin mirarlos, cómo con esos pequeños seres podemos hacer un
lazo de amor y amistad indestructible. Nosotros podemos dar a ellos algo que
nos sobra a cambio de un amor sin límites. Quiso salvarlo de la desgracia y se
dio cuenta que él fue quien realmente fue salvado. Nos enseña que la especie no tiene relación
alguna con el amor.
Otro bello escrito que llamó mi
atención fue Rosas en el mar. En este
cuento nos relata un amor que alcanza atravesar épocas y cómo la protagonista,
de nombre Rosa, lograba comunicarse con el mar por medio de esas flores que
llevan su nombre. Con un final donde la tildan con locura y da un giro
inesperado de ese amor que traspasó tiempo, mares y manías para lograr un
encuentro que deja un sabor agridulce en la boca.
Leer a Javier Mendoza es adentrarse
muchas veces en historias humanas, cuentos fantásticos y a una esperada novela
que, celosamente, ha guardado su contenido para sorprendernos cuando la leamos.
EN
LA PENUMBRA DE ALGÚN BAR
Javier
Alejandro Mendoza González
Nadie
lo llamaba por su nombre. Era un refugio
de desdichados. Las mesas del bar se
encontraban atestadas de vasos, botellas y ceniceros que desbordaban colillas
de cigarro, el humo que despedían volaba con libertad para crear figuras
caprichosas. Desde un aparato viejo que
adornaba un lado olvidado de la barra salían tristes canciones. La gente que ocupaba las entrañas del bar
bebía, reía o lloraba. La penumbra era
ideal para hablar de lo prohibido.
Fue Marco quien propuso el
lugar. En una de las mesas esperaba a su
amigo. Eligió la del fondo. Cada tres segundos miraba el reloj. No sabía si era preferible que las manecillas
avanzaran o que el tiempo se detuviera.
Un trago más a la bebida. Los
dedos golpeteaban la mesa una y otra vez.
La pierna se movía a un ritmo acelerado.
Las ideas no se completaban.
Todavía no se terminaba de formar una, cuando otra proponía una salida
diferente. La incertidumbre era
lógica. ¿Cómo le revelaría a su amigo el
amor que guardaba en secreto? ¿Cómo le
diría que hacía varios meses que se veía con su novia?
Jorge caminaba con la vista echada
al suelo. El barrio era viejo; la tarde
algo fría. De vez en cuando levantaba el
rostro para que el aire lo golpeara. Con
profundas inhalaciones lo dejaba entrar.
Las personas pasaban a su lado.
La indiferencia lo hacía invisible.
Sólo faltaba una cuadra más.
¡Ojalá hubiera sido interminable!
La mente iba perdida entre un sinfín de pensamientos. Una mano en el bolsillo y en la otra un
cigarro que era fumado con rapidez. Inconscientemente daba pasos cortos. Pero necesitaba llegar a la cita. El peso de la conciencia ya era insoportable;
el de callar sus deseos era mayor. Las
frases tan estudiadas no le servirían para explicarle a su compañero todo lo
que sentía. Saber que compartían a la
misma mujer no ayudaría en nada.
En la entrada del bar tiró el
cigarro; lo pisó para luego suspirar.
Vaciló, pero dio unos pasos más que lo llevaron frente a Marco. Él se puso de pie inmediatamente para
recibirlo. Con fuerza cerró los
puños. Fueron incapaces de darse la
mano, mucho menos el abrazo que marcaba sus encuentros y despedidas. Las miradas intentaron esquivarse, pero no
hubo alternativa, se encontraron para gritar acusaciones. Mas no hubo ofensas o reclamos, se sentían en
el aire. ¡Qué ironía! Estaban ante la persona que más los conocía
en el mundo, sin embargo no había palabras para decir todo lo que ya sabían,
incluso aquello que ninguno de los dos se atrevía a confesar.
Jorge moría de celos. Por primera vez se dio la oportunidad de
tratar a una chica bonita, amable, aunque no tan fiel. Fue el primero en conocer a Érica. A su lado tenía la posibilidad de formar un
hogar que lo rescatara de la soledad.
Con un par de hijos terminarían las murmuraciones. Si bien no le podía dar la felicidad, Érica
le ofrecía seguridad y tranquilidad; días serenos que peligraron cuando su
mejor amigo también se encontró con ella.
¿Cómo luchar contra él? Juntos
desde el primer año de escuela. Marco
estuvo a su lado en los días de fiesta, también cuando ocurrió el grave
accidente de la bicicleta. Siempre fue
más alto y fuerte. Varias veces lo
defendió de burlas y abusos. Ya en la
juventud disfrutaron de largas parrandas, incluso compartieron el tan ansiado
primer viaje a la playa. Luego, muchos
más.
Unos tragos dieron el valor para
iniciar la charla. Los cigarros se
consumían a la par de los segundos. Las
canciones melancólicas se metían sin permiso hasta el corazón para hacer más
grande la herida. Sobre la mesa no había
cartas ni fichas de dominó. El juego que
ahí se llevaba a cabo era un albur para elegir entre el amor y la amistad.
A Marco no le gustaba el papel de
traidor, pero cuando se enteró que en esa relación eran tres fue demasiado
tarde. Conoció a Érica en una reunión
que no debió tener ninguna trascendencia.
Desde el primer momento la chica demostró ser inteligente, decidida y
liberal, sobre todo tan liberal, que no le importó salir con dos hombres a la
vez.
Marco estaba convencido que junto a
ella podría llevar una vida que la gente calificaría de normal, aunque entre
los dos no hubiera casi nada en común.
Para salvar esa relación tan
conveniente tendría que encarar a Jorge, su hermano en la infancia, el cómplice
perfecto durante la preparatoria y el hombro donde lloró cuando perdió a su
madre.
Fue necesario un último sorbo de
vino para darse el valor de tomar una decisión.
Ya no había motivo para postergarla.
Esa noche sería más fría cuando uno de los dos perdiera a una mujer y el
otro a su mejor amigo.
Jorge se tocaba el pelo. Con fuerza apretaba los labios y el vaso de
cristal, ya casi vacío. Marco miraba a
cualquier lugar para evitar que sus lágrimas salieran. Entonces se miraron fijamente, sin odio ni
rencor. El vino ayudó a terminar con los
temores. De la difícil disyuntiva
eligieron otra salida. Siempre
estuvieron tan unidos, tan presentes, que impulsados por sus verdaderos
sentimientos entrelazaron las manos.
Luego de susurrar una razón al oído para lo que estaba sucediendo,
también juntaron sus labios. Érica era
tan inteligente y liberal que sin duda los entendería. Así dejaron pasar varias horas más, perdidos
en la espesa penumbra de aquel bar donde se podía hablar de todo, incluso de su
amor.
MI
MEJOR AMIGO
Javier
Alejandro Mendoza González
La
gente pasaba junto a él, indiferente a su dolor. A nadie le importaba su desgracia. Parecía
invisible. ¡Qué vergüenza me da
reconocerlo! En varias ocasiones yo
también pasé junto a él sin darle ni siquiera una mirada de compasión. El trabajo, las deudas y mil deberes más
consumían mi tiempo, y creo que hasta mi sensibilidad humana.
Era muy temprano. Esa mañana despejada me encontré con él una
vez más. Como de costumbre corría para
alcanzar el autobús. Tenía que llegar
puntal al trabajo para esclavizarme por varias horas a cambio de unos cuantos
billetes. Por enésima vez chequé la hora
en el reloj. ¡Ya era tarde! Entonces descubrí sus tristes ojos puestos en
mí. Ahí estaba, vivo;
sobreviviendo. Sentado solo en la
banqueta esperaba la caridad que no llegaba.
Los seres humanos se han convertido en gente que no tiene dinero para
eso, sólo para cosas caras, vanas e innecesarias.
Ese pequeño instante de casualidad
cambió para siempre la vida: la de él, la mía.
No volví a ser el mismo. Caminé
despacio a la parada de autobuses. No me
importó llegar tarde al trabajo. Mi
mente ya estaba puesta en algo más importante.
Esa mirada inocente se quedó grabada en mí. No me acusó.
No reclamó nada. Sólo buscaba un
poco de cariño. Y yo tan egoísta, no lo
daba.
De camino al trabajo siempre veía lo
mismo: los mismos edificios, los mismos anuncios y un sinfín de personas con
alma dura, como de metal. Con tristeza y
vergüenza bajé la mirada. Entonces los
descubrí. Ahí estaban, entre los
peligros de la calle; muchos ángeles más, ignorados como si fueran nada.
El día siguiente todo fue distinto o
simplemente yo cambié. Al salir rumbo al
trabajo llevé conmigo un plato de comida.
Tomé sólo un minuto de mi valioso tiempo para buscar a quien logró
despertar mis más nobles sentimientos.
Lo encontré, triste y solo, en el mismo lugar de siempre. Le ofrecí alimento y una sonrisa. Su agradecimiento fue infinito. Al ver el resultado de un acto tan sencillo
hice de ello una rutina que poco a poco sanó mi alma.
No sé en qué momento surgió el gran
afecto que nos hizo pasar de ser dos desconocidos a considerarnos verdaderos
amigos. Quizás fue la noche en la que
volví derrotado por los problemas cotidianos.
Creí que yo estaba mal, pero el día fue más pesado para él. Tuvo que soportar frío, hambre e
indiferencia. Sin embargo, al verme
olvidó todos sus males. Yo ya era todo
para él. Su agradecimiento se convirtió
en amor, el más grande y puro. No lo
podía ocultar. Su evidente movimiento,
ese rápido compás venía directamente del corazón.
Ya era inevitable sonreír al
verlo. Era parte de mí. Así que lo llamé. Me siguió con mansedumbre, confiaba en que no
le haría daño. Lo que hice fue abrirle
las puertas de mi hogar. Después de todo
ya se había robado mi corazón. Y desde
entonces aquí está, dándome todo su tiempo y cariño. ¡Lo fácil y humano que sería que cada persona
hiciera lo mismo con uno de ellos!
¡Qué ironía tan bella! Creí que al rescatarlo de las calles le
salvaba la vida, cuando en realidad él fue quien salvó la mía.
Me siento orgulloso cuando salimos a
pasear, aunque la gente sea tan tonta y se admire y mofe porque mi mejor amigo
es un perro corriente. No creo que a él
le importe tanto. Después de todo, yo
tampoco soy tan fino, ni tengo pedigrí.
*Textos publicados en El Sol del Bajío, Celaya, Gto.