LA ARAÑA EN LOS OJOS AZULES DEL GATO
Julio Edgar Méndez
Vivo en el último piso de un edificio muy viejo, tan viejo pero tan viejo, que las paredes tienen arrugas y tosen constantemente. En este departamento donde vivo le llaman penthouse, no sé por qué, pero es menos feo que los demás. Tengo una terraza o patio en la azotea, desde donde puedo ver gran parte de la ciudad de San Miguel de Allende. Se ve la parroquia, con sus torres picudas, que se parecen a la iglesia donde vivía el jorobadito Quasimodo, sólo que acá no hay gárgolas que hablen con alguien. A veces me imagino a alguno de los políticos rateros que tenemos en todo el país pidiendo asilo en la parroquia y columpiándose de algún cable gritando: “Asilo, asilo”. Pero me desvío de lo que te quiero contar. Como la terraza es muy grande, mis papás pusieron una mesa con sombrilla y varias sillas para salir por las tardes a tomar un refresco y jugar dominó o mi mamá se junta con sus amigas a hablar de puras cosas que a mí me parecen aburridísimas. Yo la uso como hotel para los gatos callejeros. Cuando nadie usa la terraza, los gatos la usan para dormir. Quién sabe dónde viven, o de dónde vienen, pero son muchísimos, como cien. Empezaron llegando uno o dos, y yo les dejaba leche en un platito, que la verdad ni se la tomaban, hasta que les empecé a dejar las sobras de la comida. Les encantaron, sobre todo el pollo. Al poco tiempo ya no eran dos o tres gatos, sino montones. Unos chiquitos, otros medianos y uno enorme, que al principio me daba miedo. Se notaba que los otros gatos lo respetaban, hasta se quitaban de la sombrita para que ese gato se acostara a dormir en el mejor lugar. Era curioso que me dejaran acercarme, pero no me dejaban tocarlos. No me atacaban, pero sí me ahuyentaban con algún gesto de incomodidad. Como no hacían travesuras, ni ensuciaban el lugar y hasta los ratones y ratas ya ni se aparecían por ahí, mi mamá y mi papá no se molestaban por tanto gato. Todos los días andaban por la terraza, excepto cuando había gente. Eran muy listos, a la mejor se daban cuenta de que tenían tantos privilegios precisamente por no dar lata. Ese enorme gato un día ya no volvió, a la mejor se aburría de tanta calma.
El departamento tenía muchas puertas. Cada cuarto tenía al menos dos de cada lado. Mi habitación tenía tres. Una era de la sala, otra comunicaba con el cuarto vecino, que era el estudio. La tercera puerta salía a un patiecito donde estaba la lavandería. De la lavandería hacia la terraza no había puerta, se pasaba de un lado al otro sin problemas, excepto por un pequeño muro en el suelo. Mi papá me dijo que se llamaba sardinel y es para que el agua de la lavadora no se vaya de un patio al otro. Lo curioso es que en este patiecito nunca entraban los gatos, ni de día ni de noche. Muchas veces les puse comida en ese lugar, pero la dejaban sin tocarla. Ya no puse sobras en ese lugar, pero a veces encontraba huesitos bien limpios, algunos huesos eran más grandes, como de animal mediano o de ratota. A la mejor los traían los gatos de otras casas. Como no sucedía todos los días, nunca se lo dije a mis padres. Lo que sí me llamaba la atención era que los gatos no se acercaban a ese sitio y cuando yo andaba por ahí, se me quedaban viendo con curiosidad.
Lo que te quiero contar pasó el sábado por la noche. Mis papás se fueron a una fiesta y me dijeron que no me preocupara, que me durmiera porque ellos iban a llegar hasta la madrugada. Como esto pasa cada dos o tres semanas, pues ya me acostumbré, así que me preparé a pasar una noche padrísima viendo pelis de terror. Como no tenemos canales de televisión, porque mi papá dice que la tele vuelve mensas a las personas, tenemos muchos videos, cientos. Yo tengo mi propia colección. Escogí una de unos tipos que viven en el polo norte y como hay una tormenta terrible tienen que abandonar las instalaciones, pero alguien anda asesinando a todos sin que sepan quién es el culpable. Lo que me gusta de esa película, es la investigadora, jajaja. Dice mi mamá que es muy grande para mí, y qué, de todos modos ni me conoce ni la conoceré nunca, mi mamá de plano cree que no me doy cuenta de que los artistas son como sueños bonitos que no hacen daño a nadie. Se vale soñar, ¿o no?
No sé a qué hora me dormí, ni cómo me fui a mi cuarto. Pero cuando más calientito estaba, empecé a escuchar un ruido nuevo. Digo nuevo porque hay ruidos a los que ya nos acostumbramos de tanto que se repiten, como los quejidos de las paredes, como son tan viejas... Pero este ruido era nuevo. Como arañazos en la puerta. En MI puerta. La que da al patiecito donde los gatos nunca entran. A la mejor era un gato nuevo y tenía hambre. Los arañazos sonaban suavecitos pero constantes. Al principio quise volver a dormir, pero no pude. Ya me estaba fastidiando el ruidito. Como la puerta está bloqueada para que no entre el frío, tuve que salir de mi habitación por el lado de la sala, ir hacia la cocina y abrir por esa puerta, que queda a un lado de la otra, la de mi cuarto. Seguía escuchando los arañazos suavecitos, así que pensé en darle algo de comer al nuevo gato. No había sobras del día, así que tomé una salchicha del refri y abrí la puerta. De espaldas a mí estaba una cosa enorme, peluda, con muchas patas. Una arañotota que levantaba una de sus patas rascando mi puerta. Me quedé helado, mudo, con la sangre brincando dentro de mi cabeza. La puerta de la cocina era tan vieja que también rechinaba, así que con el ruido que hizo, esa cosa volteó a verme. Tenía una cabezota peluda y en lo que era como su boca, traía colgando a ese enorme gato que parecía el líder de los demás y hacía mucho que había desaparecido. Pensé que se lo había comido o estaba comiendo. Del miedo me oriné en la pijama. Cuando estaba a punto de soltar un grito, la araña soltó al gato y me di cuenta de que estaba vivo. La cosa peluda se empezó a hacer para atrás, hasta que desapareció en alguna grieta de la pared detrás de la lavadora. El gato estaba lastimado, se lamía una pata. No sabía si gritar, si llorar, si darle la salchicha o qué. Prendí las luces de afuera y vi la cara del gatote. En realidad tenía una cara muy bonita, unos bigotes enormes, los ojos azules y tiernos. Le di la salchicha y se la comió despacio, todavía acostado. Me fijé que en su pata tenía atorado un alambre. De alguna manera se había enrredado con eso o alguien, una mala persona, se lo había puesto. Se lo quité con cuidado, despacito. Se lamió su patita e intentó pararse pero no pudo. Fui al baño y traje mertiolate, ese líquido rojo que mi mamá me pone en los raspones. Le dije al gatote que no se fuera a enojar, porque ese mertiolate duele. Parece que entendió porque se quedó quieto. Cuando terminé de hacerle la curación me miró con sus ojos azules y parece que tenía lágrimas, a la mejor le dolió pero se portó muy bien. En un ratito se quedó dormido. Le puse encima un trapo de la cocina y lo dejé descansar. Cerré la puerta, apagué las luces y me fui a dormir. Me cambié la pijama y los chones y me acosté como si todos los días me pasaran cosas raras.
Por la mañana me levanté y rápidamente fui al patio a ver qué había pasado. Ya no estaba el gato. Me fijé detrás de la lavadora y no había grietas.
Aquel enorme gato ha vuelto a tomar la sombra junto a los demás animales. Me huyen menos ahora, incluso el gatote se me acerca y me roza las piernas. Lo curioso es que siguen sin acercarse al patiecito. Los huesitos siguen apareciendo y mi papá dice que efectivamente son de ratotas. Cree que los gatos me los traen como regalo, como una prueba de que me aprecian y me respetan. Quién sabe, lo curioso es que ahora he notado que entre los gatos también empiezan a salir a tomar el solecito unas arañas enormes, que tienen los ojazos azules y tiernos.
*Cuento publicado en Cien Puertas al Abismo, de Editorial La Rana, de Guanajuato.