domingo, 25 de diciembre de 2016

LAS TELAS DEL CORAZÓN


LAS TELAS DEL CORAZÓN

“Yo vengo de ver, Antón,
un niño en pobrezas tales,
que le di para pañales
las telas del corazón”.
Yo vengo de ver, Lope de Vega

Ya llegó la Navidad. Hagamos algo al respecto. Si puedes ayudar a alguien a tener menos frío, menos hambre, menos soledad, no esperes instrucciones. Tú sabes a quién y de qué manera lo puedes hacer. Esa es la mejor manera de celebrar estas fiestas.
De parte de todos los compañeros del taller literario Diezmo de Palabras, enviamos un enorme abrazo a nuestros lectores y nuestros mejores deseos de que estos días sean de paz, salud y amor. Les compartimos tres bellos cuentos para leer en familia. Vale.



WASY, EL FANTASMA DEL PIANO
Soco Uribe

El ratón Wasy se había empecinado en aprender a tocar el piano.  Y no sólo a tocarlo, sino a leer música y ejecutarlo magistralmente.  Inteligente, vivaz y muy pero muy persistente, comenzó su aprendizaje cuando escuchó al pequeño Frederic tocar el piano en la sala de música de la casa que, el inteligente roedor, eligió como su residencia.
En un principio, más que atraído por la música que el niño ejecutaba, el olor a pastel de chocolate fue lo que magnéticamente lo arrastró hasta ese lugar repleto de virtuosismo. Después, el sonido del piano lo cautivó y decidió quedarse a vivir junto al intérprete de ese instrumento de cuerdas percutidas.
Wasy inició sus estudios dentro de la caja de resonancia del aparato. Por instantes, se asomaba por una pequeña ranura de la tapa a observar cómo las pequeñas manos del niño tecleaban el enorme piano de cola.
Por las noches, se introducía en esa enorme caja de madera en cuyo interior se encontraba un laberinto repleto de alambres, cuerdas, tablas, puentes, barras, bastidores y una multitud de piezas. Sobre el teclado comenzaba a dar pequeños saltos entre tecla y tecla. Por más que practicaba, brincando de un lado a otro, no alcanzaba a respetar los tiempos de los compases.  Eso lo fatigaba de inmediato y, en consecuencia, su frustración era enorme.
Por otro lado, Frederic escuchaba desde su cama los sonidos que su piano emitía en soledad, sin aparente intérprete y a deshoras.  En las noches, el niño salía de su cama y bajaba las escaleras que conducían al salón donde el piano se encontraba tocando solo.  Sin miedo alguno, se asomaba por todos lados y creía que se trataba de algún sueño, de su imaginación o, en el último de los casos, de algún fantasma. La escena se repitió durante varias noches. En vano buscó al intruso nocturno sin dar con su paradero. 
Mientras tanto, Wasy continuaba con sus exhaustivas prácticas nocturnas, hasta que claudicó por cansancio. Entonces, tuvo una magnífica idea.  Se dio a la tarea de convocar a todos los roedores polacos con talento que amaran la música, para presentarse a una audición nocturna en su guarida.
A ese llamado llegaron cientos de ratones.  La residencia se infestó de esos escurridizos animalillos y, sin preámbulo, Wasy realizó una estratégica selección. El talento de todos debería de ser extraordinario para tener como resultado una coordinación perfecta.
Después de varias horas de prueba, selección y ensayo, Wasy se quedó con ochenta y ocho ratones de tamaño regular; cincuenta y dos blancos y treinta y seis negros, para que coincidieran con cada una de las teclas del piano. Además de cuatro ratones muy rechonchos para oprimir los pedales del instrumento, cuando así lo requiriera la melodía.
Durante meses y meses, todas las noches practicaron las melodías que el pequeño niño escribía e interpretaba durante el día. Hasta que una madrugada Frederic escuchó una de sus composiciones interpretada de la manera más genial que hubiese oído. La ejecución superaba a las de muchos otros, quienes lo querían igualar en todo Varsovia.  El niño quedó sorprendido y les hizo saber a sus papás de tan sorprendente hallazgo sonoro, pero éstos lo tomaron muy a la ligera. Pensaron que el niño necesitaba descansar o que tal vez su imaginación, como su maestría en la composición y ejecución musical, era tan  desbordante que el desvarío lo comenzaba a afectar.
A la siguiente noche, el pequeño niño saltó de su cama, bajó las escaleras que conducían a la sala y decidió averiguar si se trataba de un fantasma para preguntarle cómo podía tocar el piano tan maravillosamente y hacer algunos apuntes de lo que él espectro sabía, de sus secretos o de lo que podría servirle para mejorar su técnica.
Se dirigió al piano y en el momento en que se asomó al teclado vio cómo los ochenta y ocho ratones saltaron, en desbandada, hacia la guarida de Wasy.  Mientras que el valiente roedor, se sentó sobre las partituras, lo enfrentó y le dijo:
—¡Un momento, Frederic!, no les temas, todos ellos son mis amigos. Tampoco le vayas a contar a tus papás lo que has visto.  Nosotros sólo tratamos de igualar tu maestría, pero necesito a varios de mis compañeros para lograrla. Cada uno de ellos son como dedos que utilizo para desarrollar las obras que tú escribes. Además, tal vez hasta podamos ayudarte a mejorar tu técnica. Somos tan pequeños que hemos recorrido rincones de tu piano, a los que jamás podrías llegar.  Sabemos las claves de cómo funciona el instrumento y de cómo podrías mejorar el sonido de éste. Tú, sólo mantén en secreto la localización de nuestro refugio y prometo ayudarte a mejorar día con día.
Frederic jamás los delató y Wasy cumplió su promesa de cooperación. Fue así que el pequeño niño, siguió practicando con su maestro durante el día y por la noche con el roedor y sus compañeros músicos.
Debido a la gran lealtad que se tuvieron el uno al otro, su amistad se mantuvo intacta y cordial, hasta el día en que Wasy murió. Años más tarde, El pequeño virtuoso, Frederic Chopin, viajó a Viena donde emprendió una brillante carrera profesional. Finalmente, se mudó a París donde continuó sus estudios y alcanzó la gloria.

(Wasy, significa bigotes en idioma polaco).


FÁBULA DEL VENADO TITO
Patricia Ruiz Hernández

Un día, en el bosque, estaban reunidos los animales con el propósito de realizar un concurso de artes. Deseaban exhibir sus talentos y embellecer aún más su hermoso hábitat. Decidieron que el juez sería Goyo, el oso.
Yoli, la araña, muy diligente comenzó a tejer una enorme red, muy resistente, que brillaba al sol. Ella siempre se esmeraba en hilar con preciosos diseños, a todos encantaba con sus creaciones, y en ésta ocasión lo haría todavía mejor. Chuy, el pájaro carpintero, moviendo su penacho rojo, se posó en el  tronco de un árbol para hacer figuras con el pico. Su ayudante sería Toni, el espino. Sus púas serían de gran utilidad para apoyar el trabajo de Chuy; ambos formaban un gran equipo. Entretanto, Quique, el chimpancé, tomó tizas de un árbol carbonizado para dibujar sobre un tronco, pues era un excelente dibujante. Los pájaros, Lalo y Toño, tendrían a cargo el número musical, por lo que iniciaron los ensayos para la presentación a dúo. Sabían que su precioso canto deleitaría al grupo. Mientras, Nati, la rana, sería instructora de danza de sus compañeras y Pepe, el castor, puso dientes a la obra, tomando troncos para realizar con su poderosa dentadura una bella escultura.
Tito, el venado, llegó con un extraño artefacto que tomó de una aldea abandonada por el hombre. Su plan era adornarlo con diversos objetos. Sin embargo, los animales se burlaron de él.

—¡Ja, ja, ja!, ¡qué cosa tan fea!, parece un árbol seco, con esas ramas ridículas, ¡qué adefesio! ¡No he visto algo más horrible!  –dijo Chuy.
—No está hecho por ti, lo trajiste del mundo de los hombres  -exclamó Quique.
—¡Fuera, sáquenlo! –exclamaron  a coro algunos. 
Para resolver el problema, Goyo consultó a Paco, el búho, por ser el más sabio de todos los animales. Sus juicios siempre eran atinados. Una vez deliberado el asunto, comunicó su respuesta.
—A Tito se le permitirá participar. Algunos de ustedes toman de la naturaleza el material para sus obras y lo transforman, lo mismo hará él  -dijo el justo Goyo. Los animales tuvieran que acatar aquella decisión.
Tito se esmeró en su trabajo, colgando hojas, flores y muchos extraños objetos que traía de sus excursiones al mundo humano. Finalmente quedó una estructura multicolor.
El día del concurso se hicieron las presentaciones de aquellos artistas. Algunos se burlaron de Tito.
—¡Ja, ja, ja!, es un esperpento –dijo Quique.
-Ustedes no comprenden, a esto le llaman arte contemporáneo –lo defendió Pepe. 
—No hagas caso, Tito. Algunos si apreciamos la estética y la originalidad de tu obra –dijo Lalo.
—Sí, no hagas caso –afirmó Toño-, te apoyamos.
Al final, el concurso lo ganó Pepe con su maravillosa escultura, todos aplaudieron con gusto, reconociendo la belleza de su obra.
Esa noche, comenzó una gran tormenta, los animales corrieron a protegerse a sus madrigueras. Los relámpagos iluminaban la negrura del bosque, las madres abrazaban a sus temblorosos pequeños y todos temían que la tempestad destruyera su hogar. Entonces, el cielo se iluminó y un gran estruendo se escuchó al caer un rayo sobre la obra de Tito, que resultó ser un pararrayos. A la mañana siguiente, cuando la tormenta pasó, pudieron darse cuenta que aquella estructura evitó que se dañara el lugar.  Así, aprendieron la importancia que tiene el respeto y la tolerancia hacia el trabajo de los demás.



MENSAJE
Lalo Vázquez G.

Junto con la primavera, muy temprano llego a mi ventana un pajarito. Aferrado al marco de la ventana, tocaba con su pico sobre el vidrio. Era tanta su insistencia que salí de mi cama y, al asomarme, esa maravillosa ave tan pequeña,  entonó un delicioso gorjeo que me dejó realmente asombrado. Creí que al verme cerca de la ventana se espantaría y huiría, pero todo lo contrario, sentí que venía directamente a cantarme o como si con su canto me estuviera diciendo algo. Voló a la barda de enfrente y se fue.
Al día siguiente, a la misma hora, puntual, regresó el pajarito y de nuevo picó sobre el vidrio. Al hacerlo dejaba una manchita muy tenue que apenas se percibía. De pronto empecé a dudar que fuera el mismo pajarito, como son muy comunes... Era el mismo pajarito, no había la menor duda. Me quedé observándolo fijamente: tenía su pecho y parte de su cabecita un color amarillo limón pero muy suave, y sus alas tenían plumas negras y en las puntas una manchita blanca. Sus ojitos eran muy pizpiretos y las plumas de su colita eran totalmente de color gris. Al abrir la ventana, el pajarito cantaba tan bello que parecía como si me quisiera decir algo.  Extendí mi mano abierta y se posó en ella, me tocó la palma con su piquito como si hubiera sido un beso, para luego volar y desaparecer.
Así transcurrieron varios días, tantos, que la mancha del vidrio se hizo más grande. Se había convertido en rutina que el pajarito llegara a despertarme todas las mañanas.
De pronto, un día no llegó. Pero no le tomé mucha importancia ya que yo mismo me echaba la culpa, porque tal vez me quedé dormido y no lo escuché. Al segundo día tampoco apareció y al tercero, nada. Estaba seguro de que en algún  momento  ya no iba a regresar y eso era lo que estaba pasando.
Al comentarle a una vecina -una señora de edad-  lo que pasaba con mi tempranero amigo, el pajarito, o pajarita tal vez, me decía que a veces el alma de alguna persona querida que ya falleció, se hace presente en algún animalito y que, probablemente, esa sería la señal para transmitir algún mensaje.
 —Fíjate bien por donde andaba ese pajarito y tal vez encuentres algo  –me dijo.
Rápidamente recordé que el pajarito todos los días picaba el cristal de la ventana y fui a ver. Grande fue mi sorpresa, al ver el sitio donde  picaba el pajarito. Justo ahí, donde fue creciendo la  mancha, ahora tenía forma de un corazón y debajo, estaba escrito mi nombre.


*Textos publicados en El Sol del Bajío, Celaya, Gto.

domingo, 18 de diciembre de 2016

CUENTOS INFANTILES DE GRANDES AUTORES


UN PALACIO ILUMINADO POR INFINITAS VELAS DE ORO
Herminio Martínez

Al amanecer, cuando las copas de los árboles huelen todavía a lucero, me siento en esta roca a contemplar el mundo. Me gusta ver cómo se van tiñendo las nubes, las llanuras, los cerros, que poco a poco resplandecen como si las manos del aire fueran colocando sobre ellos esos colores rojos, azules, verdes y amarillos, bajados de la memoria de Dios -piensan algunos-, la cual es un Palacio Iluminado por Infinitas Velas de Oro.
¿Que cómo lo sé yo?  Qué importa. Es lo que pienso y no estoy equivocado. Toda la gente dice que estoy loco, y que a un loco no se le cree nada. Esto lo digo sólo para mí y para quienes sean como yo, es decir, de los que madrugan a sentarse sobre una roca a oler el campo, las luces, la hierba, la brisa húmeda que viene dejando caer sobre las hojas el rocío.
¡La brisa!... Ayer me sorprendió cuando iba saliendo de mi cueva. ¿No les he dicho que vivo en una cueva? Pues sí, allí tengo mi morada, algunos libros, mi ropa, dos platos rotos, un  pintura de Van Gogh, fotografías de cuando yo fui  niño, ah, y algunos juguetes para cuando me llega la nostalgia y me da por jugar delante de la luna (la luna es mi mamá). Eso es lo malo de llegar a viejo y estar loco. Ni siquiera me importa todo eso que murmuran cuando me ven pasar, mirándome como si fuera un habitante de las sombras, un ser de las tinieblas, sin saber que vengo de la luz y de estos prados que aquí huelen a aquéllo que alguna vez sentí en el Palacio Iluminado por Infinitas Velas de Oro.
De joven hacía versos, algunos los conservo en la memoria, que es el único libro que no roen los ratones. A veces, algunos hombres observan cuando me alejo hasta la otra colina y entran a revisar mis cosas, a ver qué y qué se llevan. Antes sí había qué se robaran, ahora ya no se llevan nada, ¿quién iba a querer una camisa vieja? ¿Quién unos libros deshojados? ¿O algún sucio pantalón que no le queda a nadie?
En estos instantes miro el sol, abre su boca, escupe una baba larga y encendida que baña las ondulaciones de los montes, haciéndome creer que allá, hasta donde pueden llegar mis ojos, acaba de despertarse una serpiente roja, más grande que los pueblos que también se levantan al golpe de los destellos de los rayos. Ahora es un arco iris el que corona el cielo, el horizonte es un listón flotando en el vacío, la distancia se acerca de la mano del mundo y a mí me vuelve a sostener, oh, sí, lo siento, pero voy muy feliz, porque me vuelve a llevar a ese maravilloso palacio de Dios, que es una memoria iluminada por infinitas velas de oro…
Hacen bien en descansar, suspiren, porque la historia es larga.
La memoria de Dios tiene dos puertas, una da hacia su rostro y la otra hacia su corazón, el cual, ¡pero esto es increíble! palpita al ritmo de una ciudad toda hecha de campanas. Yo estuve allí sólo dos días o no sé si eran noches o tardes, porque siempre hubo luz. Aún me acuerdo que vagaba por aquí, asombrándome, igual que ahora, antes de que terminara de ocultarse el sol. ¡Qué hermoso atardecer! Me dirigía a mi cueva cuando un desconocido me salió al paso, preguntándome que si quería ver el sol, que si no estaba interesado en saber adónde se iba a la hora del crepúsculo.
-¿El sol? –me sorprendí-. Pero si se acaba de ocultar. Ahora sólo quedan por  ahí sus lenguas de colores.
-Podemos ir adonde se ocultó, para que lo conozcas cuando duerme, lo que sueña y en quién sueña, allí en un palacio donde todo se halla escrito en grandes libros rojos.
-¿Libros? –pregunté.
-Sí, la biblioteca universal.
-Vamos, sí quiero ir – le dije.
Me tomó de la mano:
-Sólo cierra tus ojos y ábrelos cuando escuches murmurar un río, un pájaro y el viento.
Y empezamos a andar, primero sobre la tierra, después como si cayéramos a un inmenso abismo en el que nada se escuchaba, excepto nuestro propio corazón al precipitarnos al vacío. Pero de pronto allí estaba aquel rumor de aguas hundiéndose en un acantilado de rocas y peñascos, un pájaro endulzaba los aires, que gemían como si los lastimara la tristeza. Abrí los ojos, nos encontrábamos en una llanura desolada, delante de nosotros había un monte y una vereda colgada de la cima.
-Ése es el camino –comentó el personaje-. Al otro lado está el palacio.
-¿El palacio?
-Sí, el de todas las cosas, todos los nombres y todas las distancias. El infinito mismo, el universo, el cosmos.
-¿Y el sol?
-Ahora duerme. Él ocupa una gran sala. Lo podrás ver, espera un poco… No nos extrañe que nos esté soñando.
-Creí que estaba menos loco -hablé, pero el extraño ser me respondió:
-Aquí nadie está loco. La realidad tiene dos caras: la tuya y la que verás en cuanto pises el suelo donde las flores cantan. Pero antes hay que pasar el arco de la melodía de las serpientes.
El arco de la melodía de las serpientes se halla debajo de una inmensa roca, tan alta como un monte, oscura y fría como si en su cumbre todo el tiempo lloviera. En ese instante tenía nubes de fuego muy arriba, y muy abajo el puente, aquel ojo por el que el personaje y yo teníamos que cruzar hacia donde se veía una luz, una especie de alfombra hecha de sol o luna como la que admiramos en el mes de octubre.
-Es por ahí –me habló.
Yo le cogí la mano, porque de pronto sentí un golpe de frío; sería difícil precisar qué era aquello que me mordió las piernas, un ojo, la  nariz, toda la espalda.
-Te sigo.
-Hacia la luz, esa agua que camina delante de nosotros, es el sendero de las almas en paz. Ahora escucharemos la melodía de las serpientes.
-¡Yo ya la escucho!
-No, esas son las palomas que anuncian que estamos a punto de llegar. Espera, tengo que prepararte…-murmuró, poniéndome en las orejas un poco de saliva-. Así no sufrirás y podremos llegar hasta la orilla donde ya ves esa alfombra brillante: el camino, esa vereda verde por la que alcanzaremos la memoria.
-La memoria, el palacio… –murmuré.
-Lo entenderás.
En eso comenzó a silbar la melodía de las serpientes, era una música espantosa, que, con todo y saliva en mis orejas, me golpeaba como un huracán de gritos estridentes. En realidad la atmósfera era oscura, sólo aquel como arroyo de plata o luna, que era el camino hacia la cumbre, me parecía seguro, pero la melodía de las serpientes continuaba, escalofriante, ríspida, como si fuéramos atacados por un ejércitos de víboras de cascabel, dispuestas a lanzarse sobre nosotros, que no nos deteníamos.
-No resistiré…
-Cuando terminen, habremos superado esta barrera –me dijo el personaje, quien se veía dispuesto a continuar conmigo de la mano. No me soltaba, pero tampoco se veía asustado, como si ya supiera que habríamos de salir de allí.
Como así sucedió, pues de pronto ya estábamos sobre aquel río, sendero, luz, agua de plata, alfombra de colores, y al rato tocábamos una de las puertas del hermoso palacio iluminado sólo por velas de oro.
-Hemos llegado –advirtió.
Hasta entonces le descubrí un dibujo en la cabeza: era como una mancha anaranjada, parecida a un pie, un beso o la palma de una pequeña mano.
-Vamos a entrar.
-Ya están abriendo.
La sala era una estancia dispuesta como si fuera una ciudad, en la que vi dos lados llenos de ojos y dos con unas marcas parecidas a árboles enfermos. Pero nos detuvimos un poco más adentro, cuando salieron a nosotros algunos seres con alas en las sienes y unos curiosos pies que en lugar de dedos lucían hermosas flores. Nos ofrecieron de beber, también comida, yo sí acepté un poco de todo, las copas eran de oro, los panes de una materia azul, olorosa y de un sabor que no podría describirse con palabras.
-Yo no lo necesito –respondió el personaje cuando le pregunté que por qué él no bebía ni comía nada-. Ahora mi tiempo es otro.
También aparecieron unos niños pálidos, los cuales nos condujeron a otra sala, en la que, efectivamente, se hallaba dormido el sol..., ¡lo hubieran visto! Era un hombre con ropa de cristal, completamente ciego pero con una gran sonrisa dibujada en su rostro. Dormía sin moverse, boca arriba, vigilado por un ejército de aquellos personajes.
Después vimos el trono hasta donde llegaba el eterno tañido del corazón de Dios. Dijeron que era una ciudad toda hecha de candelabros y campanas. Allí nos ofrecieron unas sillas, para que miráramos o para que mirara sólo yo, aquel pasillo iluminado únicamente por velas infinitas, hechas de oro desde su llama hasta el pabilo, inagotables, porque tampoco se quemaban. Y sí, allí había abiertos muchos libros, muchas páginas escritas por dedos que quisieron hablarnos acerca del amor de Dios. Yo me puse a leer, a sentir, pero lo que leía era tan increíble, tan hermoso, tan limpio, que mi sangre comenzó a revolverse con la luz y desperté acostado en esa cueva que me sirve de casa.
Hoy apenas lo creo, sin embargo, en días así, cuando amanece el mundo como un lienzo pintado por Van Gogh, me siento a meditar en tales maravillas, de las que, acaso sin ser digno, pude yo disfrutar, ignoro si un instante, un año, un siglo.



LA FLOR MÁS GRANDE DEL MUNDO
José Saramago

Las historias para niños deben escribirse con palabras muy sencillas, porque los niños, al ser pequeños, saben pocas palabras y no las quieren muy complicadas. Me gustaría saber escribir esas historias, pero nunca he sido capaz de aprender, y eso me da mucha pena. Porque, además de saber elegir las palabras, es necesario tener habilidad para contar de una manera muy clara y muy explicada, y una paciencia muy grande. A mí me falta por lo menos la paciencia, por lo que pido perdón.
Si yo tuviera esas cualidades, podría contar con todo detalle una historia preciosa que un día me inventé, y que, así como vais a leerla, no es más que un resumen que se dice en dos palabras… Se me tendrá que perdonar la vanidad de haber pensado que mi historia era la más bonita de todas las que se han escrito desde los tiempos de los cuentos de hadas y princesas encantadas…
¡Hace ya tanto tiempo de eso!
En el cuento que quise escribir, pero que no escribí, hay una aldea. (Ahora comienzan a aparecer algunas palabras difíciles, pero quien no las sepa, que consulte en un diccionario o que le pregunte al profesor.)
Que no se preocupen los que no conciben historias fuera de las ciudades, ni siquiera las infantiles: a mi niño héroe sus aventuras le esperan fuera del tranquilo lugar donde viven los padres, supongo que también una hermana, tal vez algún abuelo, y una parentela confusa de la que no hay noticia.
Nada más empezar la primera página, sale el niño por el fondo del huerto y, de árbol en árbol, como un jilguero, baja hasta el río y luego sigue su curso, entretenido en aquel perezoso juego que el tiempo alto, ancho y profundo de la infancia a todos nos ha permitido…
Hasta que de pronto llegó al límite del campo que se atrevía a recorrer solo. Desde allí en adelante comenzaba el planeta Marte, efecto literario del que el niño no tiene responsabilidad, pero que la libertad del autor considera conveniente para redondear la frase. Desde allí en adelante, para nuestro niño, hay sólo una pregunta sin literatura: “¿Voy o no voy?” Y fue.
El río se desviaba mucho, se apartaba, y del río ya estaba un poco harto porque desde que nació siempre lo estaba viendo. Decidió entonces cortar campo a través, entre extensos olivares, unas veces caminando junto a misteriosos setos vivos cubiertos de campanillas blancas, y otras adentrándose en bosques de altos fresnos donde había claros tranquilos sin rastro de personas o animales, y alrededor un silencio que zumbaba, y también un calor vegetal, un olor de tallo fresco sangrado como una vena blanca y verde.
¡Oh, qué feliz iba el niño! Anduvo, anduvo, hasta que los árboles empezaron a escasear y era ya un erial, una tierra de rastrojos bajos y secos, y en medio una inhóspita colina redonda como una taza boca abajo.
Se tomó el niño el trabajo de subir la ladera, y cuando llegó a la cima, ¿qué vio? Ni la suerte ni la muerte, ni las tablas del destino… Era sólo una flor. Pero tan decaída, tan marchita, que el niño se le acercó, pese al cansancio.
Y como este niño es especial, como es un niño de cuento, pensó que tenía que salvar la flor. Pero ¿qué hacemos con el agua? Allí, en lo alto, ni una gota. Abajo, sólo en el río, y ¡estaba tan lejos!…
No importa.

Baja el niño la montaña,
atraviesa el mundo todo,
llega al gran río Nilo,
en el hueco de las manos recoge
cuanta agua le cabía.

Vuelve a atravesar el mundo
por la pendiente se arrastra,
tres gotas que llegaron,
se las bebió la flor sedienta.

Veinte veces de aquí allí,
cien mil viajes a la Luna,
la sangre en los pies descalzos,
pero la flor erguida
ya daba perfume al aire,
y como si fuese un roble
ponía sombra en el suelo.

El niño se durmió debajo de la flor. Pasaron horas, y los padres, como suele suceder en estos casos, comenzaron a sentirse muy angustiados. Salió toda la familia y los vecinos a la búsqueda del niño perdido. Y no lo encontraron.
Lo recorrieron todo, desatados en lágrimas, y era casi la puesta de sol cuando levantaron los ojos y vieron a lo lejos una flor enorme que nadie recordaba que estuviera allí.
Fueron todos corriendo, subieron la colina y se encontraron con el niño que dormía. Sobre él, resguardándolo del fresco de la tarde, se extendía un gran pétalo perfumado, con todos los colores del arco iris. A este niño lo llevaron a casa, rodeado de todo el respeto, como obra de milagro. Cuando luego pasaba por las calles, las personas decían que había salido de casa para hacer una cosa que era mucho mayor que su tamaño y que todos los tamaños.
Y ésa es la moraleja de la historia.
Éste era el cuento que yo quería contar. Me da mucha pena no saber narrar historias para niños. Pero por lo menos ya conocéis cómo sería la historia, y podréis explicarla de otra manera, con palabras más sencillas que las mías, y tal vez más adelante acabéis sabiendo escribir historias para los niños…

¿Quién me dice que un día no leeré otra vez esta historia, escrita por ti que me lees, pero mucho más bonita?…

domingo, 11 de diciembre de 2016

COMO SI FUESEN CIENTOS DE LUCIÉRNAGAS


COMO SI FUESEN CIENTOS DE LUCIÉRNAGAS
-La narrativa de José Velázquez Fernández-

José Velázquez Fernández, poeta y narrador, es un incansable promotor cultural. Durante años –doce con éste- ha organizado el Encuentro Internacional de Escritores en Salvatierra. A veces incluso con sus propios recursos. Su vocación de servicio –es médico obstetra- se nota en sus textos. El lector recibe una receta para bienestar, acompañada de magia, misterio, metáforas y mensajes de aliento y formación. Como poeta ha publicado los libros: Voces de Salvatierra, Agua solar, Regalo para el amor, El Vuelo de la palabra y Ecos de un canto en el desierto, entre otros. En narrativa: Prosa para beber, Entre el amor y el celibato y Los Habitantes de la luna, obra infantil de belleza profunda que se debe leer con detenimiento para disfrutar las analogías, metáforas y textos herméticos que sin duda incidirán de manera diferente según la edad de cada lector. Pero José es también un soñador –en referencia al otro José que fuera vendido como esclavo y conquistó el poder en Egipto- quien procura que su obra permee hacia dentro del espíritu de sus lectores:
“Los extremos del globo que habitamos
son el punto preciso donde yace
el brillo transparente del principio del alma,
la chispa diminuta que la forma,
el brillo infinitesimal del pensamiento
que nos mueve, desde el centro de la frente,
hasta el último suspiro de los días...”
Aquí compartimos algo de la obra de este buen amigo y compañero de letras, quien nos honra con su participación virtual en El Diezmo de Palabras. Por cierto, también es Presidente Municipal de Salvatierra. Vale.
Julio Edgar Méndez



LAS CHAMANAS
José Velázquez Fernández

Un día cualquiera de diciembre, de un año impreciso, pero cierto, dos amigos me llevaron camino a San Miguel el grande. El auto en que viajábamos por un lapso de poco más de una hora, moderno y elegante por cierto, recorría veloz y silencioso los kilómetros de aquella concurrida carretera; recta en lapsos y en otros sinuosa y caprichosa. Yo viajaba en el asiento trasero, callado y meditando, viendo cómo pasaban veloces las montañas y los árboles a nuestros costados. Una inquietud hacía un enorme hueco en mi epigastrio y un dejo de inexplicable nerviosismo invadía mi cuerpo, mientras mis amigos intentaban sacarme de mis reflexiones con alguna broma o anécdota chistosa, pero pronto me volvía a sumir en el asiento cada vez más profundo. Me inquietaba la promesa de que me llevarían a vivir una experiencia nueva para mí, pues se trataba de entablar una relación nocturna con dos mujeres a la vez. La incertidumbre es una bestia que hinca sus colmillos en la carne más blanda del corazón y hace que el espíritu se sienta como una oveja abandonada en medio del desierto. A las doce de la noche estaba pactada la cita, no antes ni después, so pena de perder la maravillosa oportunidad de experimentar el placer más maravilloso de mi vida. Llegamos a San Miguel a las 22:45 horas. Mis amigos sugirieron que fuésemos a cenar pozole o algunos tacos de perro al pastor (digo de perro porque en estos tiempos que vivimos ya no sabemos qué animal nos dan de comer).
—Yo los acompaño -les dije-. Porque hambre no había en ningún rincón de mi estómago invadido por una sensación extraña de saciedad emocional. Al ver mi inapetencia, decidieron que mejor nos iríamos a buscar el domicilio de la cita. En vez de seguir la ruta hacia el centro de la ciudad, nos dirigimos por un camino rumbo a las orillas, por un paraje en las faldas de la montaña, desde donde se apreciaban las luces de las farolas como si fuesen cientos de luciérnagas rutilantes en un vuelo estático y lejano. Nos detuvimos por unos minutos a contemplar el paisaje de la ciudad cobijada por la noche, mientras un viento helado proveniente de la cumbre nos azotaba con delicadeza el rostro y las orejas. Me estremecí al sentir el frío colarse hasta mi consciencia, y la impaciencia comenzó a bullir en mis entrañas. Reanudamos nuestra marcha. Para entonces faltaban sólo quince minutos para la media noche. Uno de mis amigos conocía muy bien el camino que nos llevaría al domicilio indicado. Recorrimos un trecho de terracería; llegamos a un paraje boscoso, semi oscuro, porque la luz escasa provenía de una lámpara triste que había quedado a unos cincuenta metros atrás. Nos detuvimos y bajamos del automóvil. Se percibía un aroma a copal intenso en el ambiente y unos ladridos de perro ronco se escucharon al otro lado de una cerca de piedras, a unos veinte metros de nosotros. Nos detuvimos frente a una casa que parecía ser de campesinos. El amigo guía tocó la puerta muy discretamente con la llave del carro; no hubo respuesta. Volvió a tocar, ahora con los nudillos del puño derecho, más fuerte. Entonces la puerta se abrió muy lentamente, como con timidez. Para entonces yo tenía ya varios minutos preguntándome si allí sería el lugar para mi encuentro. Desconcertado y con una sensación de inconformidad, esperé a que la puerta se abriera por completo. A medida que se abría, brotaba del interior de la casa el aroma de incienso, cada vez con mayor intensidad, mezclado con fragancia de flores. Un rostro joven, femenino, regordete y con una hermosa sonrisa reluciente, apareció detrás de los aromas.
—Buenas noches  -nos dijo- los estamos esperando... pasen y acomódense en las sillas pegadas a la pared. Y sin decir más, desapareció en un santiamén de nuestros ojos.
Revisé rápidamente, de un vistazo, el entorno de la pequeña sala. Todo reflejaba ser una casita modesta de familia sencilla, sin lujo alguno, con una imagen de San Martin Caballero colgada en la pared, una mesa pequeña en una esquina, con un florero de plástico y unas flores blancas que no reconocí. La sala estaba iluminada por un foco amarillento pendiente del techo. Después de escudriñar, miré la cara de mis dos amigos: uno, el guía, permanecía en silencio, con una pícara sonrisa dibujada; el segundo me miraba interrogante y algo dijo entre labios, inaudible, pero legible, extrañado igual que yo. Alcancé a leer: "¿Qué pedo?". Sólo encogí los hombros y negué con la cabeza. Momentos después apareció la adolescente gordita que nos recibió, pero ahora ataviada con una túnica blanca impecable, descalza; paso lento, ceremonial, cadencioso, con una diadema de jazmines en su cabeza.
—¿Quién es el afortunado de esta mágica noche? -preguntó.
Sin pronunciar palabra, el guía me señaló con el índice derecho. La adolescente, quien no rebasaba los diecisiete se aproximó y extendió sus brazos abiertos en ademán de bienvenida, que yo instintivamente rechacé, al mismo tiempo que reclamé a mis compañeros:
—No, pues... ¿a dónde me trajeron?, no soy pederasta ni jamás lo seré.
—No es lo que imaginas. Sólo deja que te lleve y disfruta tu momento -me respondió el guía.
La muchacha me sonrió y me tomó las manos como nunca nadie lo había hecho: con una ingenuidad, delicadeza y tibieza sin igual, que infundieron en mi ser una sensación de pureza jamás vivida, y me dejé llevar hacia lo desconocido. Al fin a eso iba, a vivir algo novedoso, lo inimaginable.
—Quítese los zapatos -ordenó con dulzura-. Y me condujo por un angosto pasillo iluminado con velas, por donde había un tapete de pétalos blancos y rojos esparcidos a lo largo del estrecho pasadizo.
A medida que avanzábamos, el aroma de incienso, cada vez más fuerte, comenzaba a causarme desagrado. Pronto llegamos a una habitación donde había un catre de tablas de madera, angosto, cubierto con una delgada colchoneta blanca y a los lados del catre una extensión también de madera, lo que parecían ser descansa brazos. A un lado de la entrada del recinto había una silla pequeña sobre la que descansaba algo de tela blanca, como una túnica similar a la que vestía la adolescente.
—Se desnuda totalmente y se pone la bata que está sobre la silla... voy a decirles a las señoritas que ya está listo -me dijo-. Y se esfumó por la puerta diminuta.
Mi corazón latía como cien caballos desbocados y un sentimiento de temor se apoderó de mí. Me Despojé de la ropa, hasta la desnudez absoluta y me puse la túnica que, para mi sorpresa, estaba tibia, no obstante el miedo a no sé qué algo desconocido.
Pensaba en lo último que dijo la hermosa gordita adolescente:
—Voy a decirles a las señoritas...
En eso estaba cuando aparecieron en la puerta dos figuras femeninas, bajitas de estatura, mayores de edad, unos setenta años les calculé; idénticas físicamente, como gemelas, ambas mostrando una bella y enigmática sonrisa, ojos grandes, cejas pobladas, canosas, delineadas de manera natural; vestían túnica como la mía, descalzas, esbeltas. Me impactó su presencia. Una portaba un manojo de plantas olorosas y un lienzo blanco limpísimo con un círculo rojo grabado al centro. La otra tenía en su mano derecha una pequeña jarra de porcelana blanca y en la izquierda un vaso de cristal, vacío, y de su cuello pendía un collar de patoles rojos con un ojo de venado en el extremo distal.
—Buenas noches tenga su mercé -corearon al entrar- sabemos quien es usted. Viene desde muy lejos. Esta noche lo vamos a amar como nunca usted ha sido amado.
Mientras una decía esto, la otra llenaba el vaso con el contenido de la jarra: un líquido verde, espeso.
—Beba este jarabe y acuéstese boca arriba sobre el camastro -ordenó con gentileza-.
Obedecí sin decir nada, resignado a cualquiera que fuese mi destino en aquella promesa de amor nunca vivido. Ya recostado en el catre y habiendo bebido la pócima con un sabor entre menta y albahaca, ambas mujeres se aproximaron. Una se dirigió hacia la cabeza y la otra hacia mis pies. La primera colocó sus manos, una en cada una de mis sienes, y la segunda posó las manos sobre el empeine de mis pies. Luego sentí aproximarse a la adolescente quien colocó sus manos sobre mi vientre. Eran más que tibias, quemantes. Comencé a sentir un sudor frío recorrer mi rostro, los brazos, muslos, entre pierna y por la espalda hasta los glúteos. Después, un sueño profundo se apoderó de todo mi ser y me sentí caer en un remolino repleto de imágenes. Luces increíbles y una música jamás imaginada ni escuchada invadió mis oídos y quizás mi alma. Los más increíbles paisajes, llanuras pobladas de miles de caballos, montañas, ríos y mares fabulosos y mujeres de belleza incomparable, como nunca había tenido ante mis ojos. Allí me quedé por no sé cuánto tiempo, y quería seguir allí por el tiempo que quisiera la intemporalidad. Pero de pronto percibí otra vez el aroma penetrante del incienso; escuché voces femeninas junto a mí: eran las ancianas gemelas y la adolescente, que cantaban algo así:
—No dejes que el mundo te subyugue, busca la esencia del amor en el fondo de tu ser; vuelve a tu origen, olvida lo que fue, recorre el camino de lo que es y lleva tus pasos a lo que será. Eres tierra, eres montaña, eres mar; eres carne y eres sangre, eres amor, eres dolor; eres vida, eres muerte... al final, la nada.
Cuando terminaron su canto abrí los ojos, me incorporé con lentitud. Las mujeres no estaban allí. Alcé la mirada hacia la puerta: lo único que había era un lienzo blanco colgado con la leyenda: “Tu amor es más fuerte que tú. Sal de aquí y derrámalo entre las almas. Gracias”.
Leí varias veces el mensaje. Y con una sensación de bienestar profundo me vestí, fui a donde mis amigos. Me recibieron sonrientes. Salimos por donde entramos, abordamos el coche y, ya de madrugada, emprendimos el regreso.

En el camino supe que mi encuentro amoroso duró una hora y media y que las gemelas se llaman Eulalia y Artemisa y que mi amigo el guía ya había vivido esa experiencia.


domingo, 4 de diciembre de 2016

POR EL OJO DE LA CERRADURA


POR EL OJO DE LA CERRADURA

“Con religiosidad esperaba yo todos los días la hora apetecible y tierna en que sonaría la voz grave de mi tía avisándome que era el momento de pasar a la recámara e instalarme a las puertas de ese paraíso que me ofrecía, por el ojo de la cerradura, la visión insospechada de la felicidad”.
Alejandro Aura, Los baños de Celeste.



“Imagínense que quieren saber lo que pasa en el interior de una recámara o habitación y solo hay un pequeño espacio por la cerradura de la puerta para observar”...
Con estas palabras nuestra compañera Diana Alejandra Aboytes invitó a los talleristas del Diezmo de palabras a crear un pequeño texto en un tiempo límite.
Aquí puedes leer el resultado, con una presentación de Arturo Grimaldo.

La palabra Voyeur, en francés, deriva del verbo voir (ver) con el sufijo de agente -eur y significa “ El que ve”. De ella procede el castellano Voyeurista o voyerista, que literalmente significa “mirón” u “observador”.
La persona voyeurista suele observar la situación desde lejos, bien mirando por la cerradura de una puerta, o por un resquicio, o utilizando medios técnicos como un espejo, una cámara portátil con linterna pegada debajo de la mesa, etc. La masturbación acompaña, a menudo, al acto voyeurista. Esta práctica se asocia frecuentemente con la tendencia exhibicionista, esto es, disfrutar mostrándose, más o menos abiertamente, semidesnudo o completamente desnudo y se diferencia con la actividad sexual en cuanto que no cuenta con el conocimiento ni el consentimiento de la persona observada.
La presente selección de historias es el resultado de uno de tantos ejercicios de escritura que se realizan en el Taller Literario Diezmo de Palabras.
A una indicación concreta y la creatividad literaria se puso en práctica.
“imagínense que quieren saber lo que pasa en el interior de una recámara o habitación y sólo hay un pequeño espacio por la cerradura de la puerta para observar”...
Con el placer de compartir con ustedes nuestra pasión por las letras, les presentamos a este grupo de “Voyeuers”…
Vale.


FANTASMA ROSA
Antonio Leal

En el laberinto de penumbras
Donde descansan los placeres
Nace la fuente de la sed,
que alimenta las flores
la tumba
horizonte de las nadas
Las cenizas son cenizas y humo
Son nada y nada son
Sin la pregunta
¿Para qué me dieron llave
si no me dieron cerradura?



LA CERRADURA INDISCRETA
Arturo Grimaldo

Don Felipe del Valle, rico hacendado del Bajío, tenía entre muchas aficiones −por cierto, nada dignas de ser contadas−, la de mirar lo que acontecía en el interior de las habitaciones de la servidumbre.
Aquella noche, se acercó sigilosamente y miró por la cerradura a Florencia, la más joven de las recamareras. Ésta, sin imaginar que alguien la observaba, se quitó lentamente el uniforme de trabajo. Se daría un baño de agua caliente en la enorme tina de madera, que unos días antes el patrón le había regalado. Todo su cuerpo quedó al descubierto e iluminado por la luz de una linterna, se podía apreciar perfectamente el contorno de su cuerpo.
Se inclinó para tocar el agua y sus caderas mostraron toda su belleza. Humedeció sus oídos y frotó sus pechos, para evitar un resfriado.
Don Felipe no perdía detalle de la escena. Se enderezó un poco para sacar de su bolsillo un pañuelo y limpiar las gruesas gotas de sudor que ya rodaban por su frente. Jamás se imaginó ver un cuerpo tan bien delineado, bajo un ropaje de labores.
Terminado el baño, la joven salió de la tina con la misma lentitud con la que había entrado, como invitando a contemplar su belleza. Se dirigió hasta un armario que tenía las puertas abiertas e hizo señas al amante oculto para que saliera de su escondite.
Del interior, totalmente desnudo, salió Simón, el hijo menor de Don Felipe, quien dócil y temeroso se dejó conducir hasta la recámara.
El rostro de incredulidad del hacendado buscaba una explicación lógica, pero no encontró respuesta. Incapaz de contemplar aquella escena de amor correspondido, entre iguales, encaminó sus pasos a en dirección a la recámara de su mujer.
La noche de luna invitaba a amar, aunque estaba consciente que entre ellos, la pasión… ya había muerto.


PSEUDOPERSONALIDAD
Patricia Ruiz Hernández

A través de una cerradura observé a mi vecino. Era un señor que se distinguía por su amabilidad. En la convivencia diaria mostraba buena dosis de urbanidad. Destacaba en las juntas de colonos por realizar propuestas asertivas y enfocadas al bien común. Por supuesto cooperaba con las tareas asignadas.  No obstante,  lo que vi por la mirilla me llenó de sorpresa. Ante mi ojo,  el hombre se transformó en un ser de naturaleza maligna.  Entre insultos y gritos golpeó a su esposa y a su hijo, hasta pateó al perro que dormía plácidamente.  Cuando su familia salió de mi campo de visión, el hombre comenzó a lanzar dardos a una foto colocada en la pared. Más tarde deduje que se trataba de su jefe.  Entre maldiciones arrojaba los proyectiles mientras decía: “Hijo de… aquí tienes tus malditos informes.  ¡Malnacido! Por tu culpa me quedé a trabajar hasta muy tarde. ¡Mira cómo me río de tus estúpidos chistes! Dices puras idioteces. ¿Y el aumento de sueldo que prometiste? ”  Así continuó con una cólera que no menguaba. De pronto, su cuerpo se transformó en un ente amorfo del cual emanaba una energía negruzca desconocida.  Sobreponiéndome al espanto, permanecí como mudo testigo de tal metamorfosis. Al cabo de un tiempo transmutó gradualmente  para volver a ser el señor afable y tierno que todos conocíamos.


UN OJO ME OBSERVA
Vero Salazar G.

Tenía dudas, siempre las tuve. ¿Qué será lo que hay detrás de la puerta, de la habitación donde la tía Lucía no me deja entrar?
Así que estas vacaciones me las voy a ingeniar para observar por la cerradura,  lo bueno que ya crecí varios centímetros y ya la alcanzo. Así que decidida me  encamino al lugar, en lo que la tía regresa de sus compras. Con expectación me asomo por la cerradura y me quedo estática al observar lo poco que se alcanza a  ver. Es una habitación con iluminación tenue, solo es la luz que se filtra entre las  cortinas rotas. Observo un ojo que me mira interrogante. Mi corazón palpita  acelerado. En eso llega mi tía, quien, al tocarme el hombro, hace que salte hacia  atrás impresionada y pálida por el susto al recordar ese ojo que me veía fijamente.  Después de una reprimenda por desobedecer, la tía Lucía abre la puerta y yo, expectante, contemplo al frente y veo un gran espejo donde mi imagen se refleja.


LA MIRADA EN EL OJO DE LA CERRADURA
Diana Alejandra Aboytes

De pronto escuché los sonidos del amor cuando se hace. Esa cosquilleante sensación que provoca la imaginaria, es lo que yo experimenté al saberme ante esa puerta cerrada… palpé la madera de la que estaba hecha, mis dedos sintieron la hendidura donde se introduce la llave.
El ojo de la cerradura parecía coquetear con mi curiosidad. Incliné la cabeza. Intenté mirar.
Sin embargo, recordé que soy ciega.


ESPIANDO A UNA BAILARINA CLANDESTINA
Gilda García

Isaac caminaba lentamente a través de ese parque lleno de hojas amarillentas, la tarde se iba como el agua entre los dedos. Los minutos uno a uno  se dejaban llevar y ella no aparecía por ninguna parte.
Quizá era otra jornada sin suerte. Era el quinto día de espera. Ella siempre pasaba por la calle Hidalgo a las siete de la tarde.
A lo lejos esa impresionante silueta se acercó a paso veloz. Ella caminaba alegre y grácil. Isaac la siguió por varias calles. La chica entró en una casa vieja de paredes mohosas. Él se acercó a la puerta para curiosear que podría haber en el interior, le hacía falta proveer de más material a sus pupilas.
Descubrió que era un cuartucho destartalado y caótico. Ella dejó su bolsa de lado, puso agua a hervir y encendió la radio. La música invadió el espacio poco a poco, llenándola de notas apacibles. Él seguía espiando, nada podría alejarlo de ahí.
Ella lentamente se dejó caer sobre la cama destendida de sábanas verdes. Isaac la observó plácida y relajada, casi podía oler la fragancia de su cabellera rojiza. De pronto, la mujer  se levantó y comenzó a desvestirse. Primero se deshizo de la falda negra, la cual, dejó caer aumentando el número de prendas en el suelo. Luego se quitó la blusa delicada de seda blanca. Dejó la piel blanca al descubierto. Tan sólo quedaban entre las pupilas de de Isaac y el frágil cuerpo de la chica las prendas de ropa interior.
Ella comenzó a bailar sin saber que tenía público, sus movimientos genuinos lo hechizaron por completo. Él no podía moverse, pues su voluntad estaba atada a ella. La chica se detuvo. Procedía a quitarse las últimas prendas, cuando una mano helada tocó el hombro del observador y con voz inquisidora le preguntó: ¿Qué haces aquí?


LA PUERTA ES UNA LÍNEA SANGRIENTA
Julio Edgar Méndez

Entre muchos recuerdos borrosos
emerge tan sólo una sombra
a través del ojo de la cerradura.
La misma de siempre, de nunca
la risa sin risa, carcajada a destiempo
un cuerpo pequeño, los ojos en alto.
Pies diminutos con pocas historias
versos cortados en ripios.
Avanzan confusos los engranes de sus manecillas,
retroceden, pierden la lógica, se engañan.
La puerta es una línea sangrienta entre mi espacio y el suyo.



*Textos publicados en El Sol del Bajío. Celaya, Gto.

Cuentos para no caerse de la cama

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