A LA DISTANCIA
-Tres relatos-
EL
ÚLTIMO JUEGO
Vicente
Almanza Huerta
En
aquella escuela primaria todo estaba listo para presenciar la final del torneo
de basquetbol entre el 5˚A y el 5˚C. Se hizo la invitación a los padres de
familia para que pudieran ver jugar a sus hijos.
Diego,
uno de los jugadores que representaba al grupo C le comentó a su papá:
—Papá,
mi amigo Max no va venir porque salió de viaje con su familia.
—No
te preocupes. Ustedes van a ganar.
El
partido comenzó a las diez de la mañana tomando ventaja el grupo A, que se
mantuvo hasta el medio tiempo. Comenzando el segundo tiempo llegó corriendo
Max, eran las diez con treinta y ocho minutos. El entrenador lo metió a jugar.
Todos se alegraron, no solamente era el anotador sino que también los animaba.
El
juego se equilibró tornándose un partido reñido. Finalmente los del grupo C se
alzaron con la victoria. Eran campeones. Todos se abrazaron, después cada quien
se fue con sus padres.
Diego
invitó a su amigo Max a su casa donde les prepararon hamburguesas, palomitas,
vieron películas, jugaron futbolito. Ya entrada la tarde, Max le pidió a don
Luis, el papá de Diego, que lo llevara a su casa. Iban los dos niños en el
asiento trasero. Pronto se quedaron dormidos. Al llegar a la casa del amigo de
su hijo, notó que había bastante gente y la puerta estaba abierta. Estacionó el
auto y se encaminó para ver qué pasaba. Cuando vio al papá de Max, éste lo
abrazo, tenía unas enormes ojeras y un semblante triste; sollozando le dijo:
—Gracias
por venir, no sabe cuánto se lo agradezco.
Antes
de que don Luis preguntara algo, comentó:
—Tuvimos
un accidente en la carretera, mi esposa está hospitalizada y mi hijo murió.
Dijeron los paramédicos que su muerte fue instantánea.
—¿A
qué hora fue el accidente?
—A
las diez con treinta y ocho minutos
“¡No
puede ser!”−pensó don Luis-. “¿Qué clase de broma es esta? A esa hora llegó a
jugar, toda la tarde estuvo en mi casa”.
Corrió
hacia donde estaba el ataúd. Y efectivamente, ahí dentro estaba Max, parecía
dormido, una sonrisa se dibujaba en su carita, se sentía una gran paz y
tranquilidad. No pudo más, comenzó a llorar, sintió una mano que se posaba en
su hombro, era el papá de Max
—Mi
hijo me comentó que hoy era la final de basquetbol. Iba llorando porque quería
jugar.
—Ganaron.
Ese triunfo se lo dedicaron a su hijo.
“¿Cómo
decirle que Max jugó su último partido? Que fue el motivador para lograr el
triunfo”.
Cabizbajo
llegó a su auto, tenía tantas preguntas y ninguna respuesta. Abrió la puerta,
dirigió su mirada hacia el asiento trasero. Solamente se encontraba su hijo.
BAJO
LA LUNA DE PARÍS
Javier
Mendoza
¡Ha
pasado tanto tiempo!, sin embargo, hay amores efímeros que duran para
siempre.
¡Qué
afortunado fui! Tenía veintitantos años
cuando conocí París. La capital de la
elegancia era bulliciosa de día; por las noches se convertía en la eterna
Ciudad Luz.
Fue maravilloso deambular entre las
callejuelas y conquistar sus puentes y palacios. Muy lejos estaba de imaginar que la mejor
obra de arte la encontraría, no en sus prestigiados museos o galerías. Di con ella, ahí, perdida entre las mesas de
una cafetería. ¡Qué hermosa era!, con
ese pelo escondido del viento y su cautivador acento con sonido de buen gusto. En un susurrado idioma, del que no entendí
nada, ofreció la carta. Era su trabajo;
mi destino. Al azar elegí algo, resultó
ser un cuernito de pan acompañado de chocolate; toda una delicia al saborearlo
mientras me deleitaba viéndola ir y venir entre ruidosos comensales.
Mi suerte fue mayor cuando el fin de
mi cena coincidió con la hora de salida de la hermosa chica, que como un ángel
compasivo se apiadó de mi soledad.
Como reyes de la noche caminamos
abrazados por la avenida de los Campos Elíseos, bañados por luces y
rocíos. Caminamos sin decir nada. Ella no hablaba español; yo no sabía palabra
en francés. Sonrisas y caricias fueron
nuestro idioma.
A las pocas horas de conocerla
empecé a creer en el amor. Lo más
cercano a esa mítica leyenda éramos los dos.
Mis
mejores vacaciones fueron un suspiro, dividido entre paseos diurnos y noches de
pasión cobijados por la luna de París.
Mi linda compañía era tan hábil, que sin problemas superó la barrera del
lenguaje. Una boca dispuesta puede hacer
mucho más que hablar. Como muestra de
buena actitud, incluso aprendió el uso de algunas malas palabras muy dichas por
mí. Salidas de ella sonaban con
armoniosa picardía.
Por mi parte, después de saborear
repetidamente el famoso beso francés aprendí a decir: “Te quiero”, con una
fuerza como nunca antes lo había sentido.
Los días fueron tan ideales, que
engañaron a dos enamorados, hasta hacerlos creer que el momento de la despedida
nunca llegaría. Pero incluso el sueño
más bello tiene que acabar.
Al instante del adiós juré volver, y
ella, esperar.
Muy lejos de ahí, los deberes y
raíces retrasaron mi regreso. Anhelando
ese momento contemplaba la luna que nos arropó, muy seguro que a miles de
kilómetros, la linda joven que me amaba también ponía sus ojos en ella,
pensando en mí.
Contra
mis deseos, los días no otorgaron tregua, hasta formar un interminable
año. Cumplida la condena, era lógico que
el destino de mis nuevas vacaciones no pudiera ser otro.
Cuando estuve nuevamente en la
capital francesa, con la ilusión de un chiquillo corrí en busca de la mujer más
linda, pero ella ya no paseaba entre las mesas de la cafetería. Con fluidez y desesperación puse en práctica
el lenguaje aprendido. Las palabras
existentes no lograron expresar cuánto necesitaba reencontrarme con mi gran
amor, mas nunca la volví a ver. El
pasado y lugares no lograron dar razón de ella.
Sus huellas se perdieron sobre una ruidosa urbe que se empeñó en devorar
los recuerdos. O quizás aquel ángel
nunca existió. Tal vez fue sólo el sueño
de un solitario.
Varias veces más volví a Francia, aferrándome
a una ilusión que no deseaba morir. Pese
a su inimaginable belleza, sin la compañía de la mujer amada, Campos Elíseos
parecía sólo una desértica calzada.
Con el deseo de poner mis ojos en el
cielo contemplaba al lucero que parecía ser sostenido por la Torre Eiffel. La duda era saber si alguien más la
contemplaba, pensando en mí.
Después
de varios intentos no regresé más a la Ciudad Luz. Con la vista puesta en otro horizonte
pretendí que los kilómetros acabaran con los sentimientos, aunque una herida en
el corazón se empeñara en mantenerlos vivos.
Ha
pasado tanto tiempo, que ya no recuerdo ni su nombre. Por salud olvidé hasta el arco de sus
cejas. Hoy a la distancia, del sueño
inconcluso sólo recuerdo que conocí la felicidad con un amor que nació bajo la
luna de París.
UN
DÍA CUALQUIERA DE MI VIDA
Lalo
Vázquez G.
Un
día como cualquiera de mi vida, mientras humildemente huevoneaba muy feliz,
como siempre, (tampoco voy a presumir de trabajador, mucha gente sabe bien que
eso no es lo mío). Mamá, papá y el resto de la familia decidieron salir a
pasear y se llevaron hasta el perro.
Yo
decidí quedarme solo en casa acostado muy cómodamente, no sé qué hora seria, ya
que llevaba todo el día dormido, pero aún había luz de Sol. Me llamó la
atención un ruc, ruc, ruc, un ruido como cuando alguien roe algo. Me puse
atento y escuché que salía por detrás
del refrigerador. Y pensé “¿no se habrá descompuesto el refri?”
Tumbado
en mi sillón favorito, desde ahí levanté mi cabecita, solo para descubrir que
de la parte de abajo del aparato enfriador había una cola de rata, color rosa,
de no menos de quince centímetros y del grueso de un lápiz. “¡Pinche animal!, ¿cuándo se habrá metido? Y yo con esta
maldita flojera, no me voy a poner a atraparla ahorita”.
Por
mucho tiempo la rata estuvo tan entretenida mordisqueando algo, que nunca movió
su cochina cola, hasta que me fui acercando minuciosamente y al sentirme, la
escondió. Con toda calma pensé “aquí tienes que salir, méndiga Rattus”.
Como
no tenía ninguna prisa bostecé y me acosté en el suelo, a un ladito de donde
debería de salir el animal. Me quedé esperando hasta que me ganó el sueño. Ya no supe si seguía ahí o no. Así
que después de un corto tiempo, me volví a subir a mi sillón favorito.
Pasó
un rato más cuando volví a escuchar el mismo ruc, ruc, ruc, pero ahora detrás
del mueble de la televisión. Entonces pensé, “bueno, pues esta rata que se está
pensando”.
Me
fui despacito y me esperé al lado derecho del mueble. Quedaba despegado de la
pared diez centímetros, muy incómodo para meterme sin que se diera cuenta la
rata y saliera corriendo, así que decidí esperar una vez más con toda calma,
pero ahora sí, sin dormirme.
Como
no salía, me asomé por abajo del mueble y el animal al verme, salió corriendo
por toda la orilla de la sala. Luego enfiló hacia la cocina metiéndose por
detrás de la estufa, escondiéndose en el horno.
“Caray, ahí sí que está muy difícil sacarla pues está lleno de ollas,
cazuelas y moldes para pastel”. Al agacharme para ver por debajo volvió a salir
corriendo de un lado para otro y yo siguiéndola como loco, hasta que ella
solita quedó atrapada entre la puerta de la alacena y el mueble del agua. “Je,
je, je, te atrapé, rata apestosa”.
Le
puse unas cuantas cachetadas para que se diera cuenta de quién es el jefe aquí.
Quería correr y le volví a poner otra buena
dotación de madrazos, hasta llegué a pensar que me estaba sonriendo pero me
estaba pelando los dientes de lo enojada que estaba.
La
solté para que creyera que la había dejado libre y luego la volví a atrapar.
Así jugué con ella un poco, y ya cuando me fastidié, decidí morderle muy fuerte
la cabeza, hasta que se le botaron los ojos. Aventó un gran chillido de dolor,
después me fui saboreando parte por parte todo ese cuerpecito, sus huesitos,
las tripas y sus patitas, pero lo que si me disgusta un poco, es la cola. Esa
no. Por más que le he buscado el buen gusto no se lo encuentro. Nada más con
verla siento que se me paran los pelos, me da como asquito.
Solo
quedaron los huesos del cráneo y la cola tirados a un lado del mueble del agua.
Pensé, “misión cumplida, rata, ¿creíste que te ibas a burlar de mí?”
Ya
casi era de noche cuando mamá, papá y
toda la familia regresaron a casa. Mamá dejó sus cosas en uno de los sillones
dispuesta a preparar la cena. Al caminar por donde se encontraban los restos
del roedor, dijo gritando:
—¡Heeey,
chicos, miren! Dormilón eliminó la rata que se metió a la casa.
Todos
gritaron con gran algarabía acercándose hasta donde yo estaba. Me cargaron y
empezaron a acariciarme. Mamá sacó un cojín muy calientito, no sé de dónde, junto
con una bola de estambre para que yo jugara y lo puso en mi sillón favorito y
me dijo:
—Éste
es tu premio por portarte bien. Gracias, Dormilón, te queremos.
**Textos publicados en El Sol del Bajío, Celaya, Gto.