domingo, 26 de noviembre de 2017

A LA DISTANCIA


A LA DISTANCIA
-Tres relatos-


* Vicente Almanza Huerta, Javier Mendoza y Lalo Vázquez son integrantes del taller literario Diezmo de Palabras que sesiona todos los miércoles en la Casa de la Cultura de Celaya.



EL ÚLTIMO JUEGO
Vicente Almanza Huerta

En aquella escuela primaria todo estaba listo para presenciar la final del torneo de basquetbol entre el 5˚A y el 5˚C. Se hizo la invitación a los padres de familia para que pudieran ver jugar a sus hijos.
Diego, uno de los jugadores que representaba al grupo C le comentó a su papá:
—Papá, mi amigo Max no va venir porque salió de viaje con su familia.
—No te preocupes. Ustedes van a ganar.
El partido comenzó a las diez de la mañana tomando ventaja el grupo A, que se mantuvo hasta el medio tiempo. Comenzando el segundo tiempo llegó corriendo Max, eran las diez con treinta y ocho minutos. El entrenador lo metió a jugar. Todos se alegraron, no solamente era el anotador sino que también los animaba.
El juego se equilibró tornándose un partido reñido. Finalmente los del grupo C se alzaron con la victoria. Eran campeones. Todos se abrazaron, después cada quien se fue con sus padres.
Diego invitó a su amigo Max a su casa donde les prepararon hamburguesas, palomitas, vieron películas, jugaron futbolito. Ya entrada la tarde, Max le pidió a don Luis, el papá de Diego, que lo llevara a su casa. Iban los dos niños en el asiento trasero. Pronto se quedaron dormidos. Al llegar a la casa del amigo de su hijo, notó que había bastante gente y la puerta estaba abierta. Estacionó el auto y se encaminó para ver qué pasaba. Cuando vio al papá de Max, éste lo abrazo, tenía unas enormes ojeras y un semblante triste; sollozando le dijo:
—Gracias por venir, no sabe cuánto se lo agradezco.
Antes de que don Luis preguntara algo, comentó:
—Tuvimos un accidente en la carretera, mi esposa está hospitalizada y mi hijo murió. Dijeron los paramédicos que su muerte fue instantánea.
—¿A qué hora fue el accidente?
—A las diez con treinta y ocho minutos
“¡No puede ser!”−pensó don Luis-. “¿Qué clase de broma es esta? A esa hora llegó a jugar, toda la tarde estuvo en mi casa”.
Corrió hacia donde estaba el ataúd. Y efectivamente, ahí dentro estaba Max, parecía dormido, una sonrisa se dibujaba en su carita, se sentía una gran paz y tranquilidad. No pudo más, comenzó a llorar, sintió una mano que se posaba en su hombro, era el papá de Max
—Mi hijo me comentó que hoy era la final de basquetbol. Iba llorando porque quería jugar.
—Ganaron. Ese triunfo se lo dedicaron a su hijo.
“¿Cómo decirle que Max jugó su último partido? Que fue el motivador para lograr el triunfo”.
Cabizbajo llegó a su auto, tenía tantas preguntas y ninguna respuesta. Abrió la puerta, dirigió su mirada hacia el asiento trasero. Solamente se encontraba su hijo.




BAJO LA LUNA DE PARÍS
Javier Mendoza

¡Ha pasado tanto tiempo!, sin embargo, hay amores efímeros que duran para siempre. 
¡Qué afortunado fui!  Tenía veintitantos años cuando conocí París.  La capital de la elegancia era bulliciosa de día; por las noches se convertía en la eterna Ciudad Luz.
            Fue maravilloso deambular entre las callejuelas y conquistar sus puentes y palacios.  Muy lejos estaba de imaginar que la mejor obra de arte la encontraría, no en sus prestigiados museos o galerías.  Di con ella, ahí, perdida entre las mesas de una cafetería.  ¡Qué hermosa era!, con ese pelo escondido del viento y su cautivador acento con sonido de buen gusto.  En un susurrado idioma, del que no entendí nada, ofreció la carta.  Era su trabajo; mi destino.   Al azar elegí algo, resultó ser un cuernito de pan acompañado de chocolate; toda una delicia al saborearlo mientras me deleitaba viéndola ir y venir entre ruidosos comensales.
            Mi suerte fue mayor cuando el fin de mi cena coincidió con la hora de salida de la hermosa chica, que como un ángel compasivo se apiadó de mi soledad.  
            Como reyes de la noche caminamos abrazados por la avenida de los Campos Elíseos, bañados por luces y rocíos.  Caminamos sin decir nada.  Ella no hablaba español; yo no sabía palabra en francés.  Sonrisas y caricias fueron nuestro idioma. 
            A las pocas horas de conocerla empecé a creer en el amor.  Lo más cercano a esa mítica leyenda éramos los dos.      

Mis mejores vacaciones fueron un suspiro, dividido entre paseos diurnos y noches de pasión cobijados por la luna de París.  Mi linda compañía era tan hábil, que sin problemas superó la barrera del lenguaje.  Una boca dispuesta puede hacer mucho más que hablar.  Como muestra de buena actitud, incluso aprendió el uso de algunas malas palabras muy dichas por mí.  Salidas de ella sonaban con armoniosa picardía.
            Por mi parte, después de saborear repetidamente el famoso beso francés aprendí a decir: “Te quiero”, con una fuerza como nunca antes lo había sentido.
            Los días fueron tan ideales, que engañaron a dos enamorados, hasta hacerlos creer que el momento de la despedida nunca llegaría.  Pero incluso el sueño más bello tiene que acabar.
            Al instante del adiós juré volver, y ella, esperar.

            Muy lejos de ahí, los deberes y raíces retrasaron mi regreso.  Anhelando ese momento contemplaba la luna que nos arropó, muy seguro que a miles de kilómetros, la linda joven que me amaba también ponía sus ojos en ella, pensando en mí.    
Contra mis deseos, los días no otorgaron tregua, hasta formar un interminable año.  Cumplida la condena, era lógico que el destino de mis nuevas vacaciones no pudiera ser otro.
            Cuando estuve nuevamente en la capital francesa, con la ilusión de un chiquillo corrí en busca de la mujer más linda, pero ella ya no paseaba entre las mesas de la cafetería.  Con fluidez y desesperación puse en práctica el lenguaje aprendido.  Las palabras existentes no lograron expresar cuánto necesitaba reencontrarme con mi gran amor, mas nunca la volví a ver.  El pasado y lugares no lograron dar razón de ella.  Sus huellas se perdieron sobre una ruidosa urbe que se empeñó en devorar los recuerdos.  O quizás aquel ángel nunca existió.  Tal vez fue sólo el sueño de un solitario.

             Varias veces más volví a Francia, aferrándome a una ilusión que no deseaba morir.  Pese a su inimaginable belleza, sin la compañía de la mujer amada, Campos Elíseos parecía sólo una desértica calzada.
            Con el deseo de poner mis ojos en el cielo contemplaba al lucero que parecía ser sostenido por la Torre Eiffel.  La duda era saber si alguien más la contemplaba, pensando en mí.         
Después de varios intentos no regresé más a la Ciudad Luz.  Con la vista puesta en otro horizonte pretendí que los kilómetros acabaran con los sentimientos, aunque una herida en el corazón se empeñara en mantenerlos vivos.
           
Ha pasado tanto tiempo, que ya no recuerdo ni su nombre.  Por salud olvidé hasta el arco de sus cejas.  Hoy a la distancia, del sueño inconcluso sólo recuerdo que conocí la felicidad con un amor que nació bajo la luna de París.




UN DÍA CUALQUIERA DE MI VIDA
Lalo Vázquez G.

Un día como cualquiera de mi vida, mientras humildemente huevoneaba muy feliz, como siempre, (tampoco voy a presumir de trabajador, mucha gente sabe bien que eso no es lo mío). Mamá, papá y el resto de la familia decidieron salir a pasear y se llevaron hasta el perro.
Yo decidí quedarme solo en casa acostado muy cómodamente, no sé qué hora seria, ya que llevaba todo el día dormido, pero aún había luz de Sol. Me llamó la atención un ruc, ruc, ruc, un ruido como cuando alguien roe algo. Me puse atento  y escuché que salía por detrás del refrigerador. Y pensé “¿no se habrá descompuesto el refri?”
Tumbado en mi sillón favorito, desde ahí levanté mi cabecita, solo para descubrir que de la parte de abajo del aparato enfriador había una cola de rata, color rosa, de no menos de quince centímetros y del grueso de un lápiz.           “¡Pinche animal!,  ¿cuándo se habrá metido? Y yo con esta maldita flojera, no me voy a poner a atraparla ahorita”.
Por mucho tiempo la rata estuvo tan entretenida mordisqueando algo, que nunca movió su cochina cola, hasta que me fui acercando minuciosamente y al sentirme, la escondió. Con toda calma pensé “aquí tienes que salir, méndiga Rattus”.
Como no tenía ninguna prisa bostecé y me acosté en el suelo, a un ladito de donde debería de salir el animal. Me quedé esperando hasta que me ganó  el sueño. Ya no supe si seguía ahí o no. Así que después de un corto tiempo, me volví a subir a mi sillón favorito.
Pasó un rato más cuando volví a escuchar el mismo ruc, ruc, ruc, pero ahora detrás del mueble de la televisión. Entonces pensé, “bueno, pues esta rata que se está pensando”. 
Me fui despacito y me esperé al lado derecho del mueble. Quedaba despegado de la pared diez centímetros, muy incómodo para meterme sin que se diera cuenta la rata y saliera corriendo, así que decidí esperar una vez más con toda calma, pero ahora sí, sin dormirme.
Como no salía, me asomé por abajo del mueble y el animal al verme, salió corriendo por toda la orilla de la sala. Luego enfiló hacia la cocina metiéndose por detrás de la estufa, escondiéndose en el horno.  “Caray, ahí sí que está muy difícil sacarla pues está lleno de ollas, cazuelas y moldes para pastel”. Al agacharme para ver por debajo volvió a salir corriendo de un lado para otro y yo siguiéndola como loco, hasta que ella solita quedó atrapada entre la puerta de la alacena y el mueble del agua. “Je, je, je, te atrapé, rata apestosa”.
Le puse unas cuantas cachetadas para que se diera cuenta de quién es el jefe aquí. Quería correr y le volví a poner  otra buena dotación de madrazos, hasta llegué a pensar que me estaba sonriendo pero me estaba pelando los dientes de lo enojada que estaba. 
La solté para que creyera que la había dejado libre y luego la volví a atrapar. Así jugué con ella un poco, y ya cuando me fastidié, decidí morderle muy fuerte la cabeza, hasta que se le botaron los ojos. Aventó un gran chillido de dolor, después me fui saboreando parte por parte todo ese cuerpecito, sus huesitos, las tripas y sus patitas, pero lo que si me disgusta un poco, es la cola. Esa no. Por más que le he buscado el buen gusto no se lo encuentro. Nada más con verla siento que se me paran los pelos, me da como asquito.
Solo quedaron los huesos del cráneo y la cola tirados a un lado del mueble del agua. Pensé, “misión cumplida, rata, ¿creíste que te ibas a burlar de mí?”
Ya casi era de noche cuando  mamá, papá y toda la familia regresaron a casa. Mamá dejó sus cosas en uno de los sillones dispuesta a preparar la cena. Al caminar por donde se encontraban los restos del roedor, dijo gritando:
—¡Heeey, chicos, miren! Dormilón eliminó la rata que se metió a la casa.
Todos gritaron con gran algarabía acercándose hasta donde yo estaba. Me cargaron y empezaron a acariciarme. Mamá sacó un cojín muy calientito, no sé de dónde, junto con una bola de estambre para que yo jugara y lo puso en mi sillón favorito y me dijo:
—Éste es tu premio por portarte bien. Gracias, Dormilón, te queremos.




**Textos publicados en El Sol del Bajío, Celaya, Gto. 

domingo, 19 de noviembre de 2017

DE TERREMOTOS EN LA ESCRITURA


DE TERREMOTOS EN LA ESCRITURA
-Sobre la novela de Alí Rendón,  Lo que escuché mientras caía-
Por Elizabeth Vargas Quince

¿Qué se puede esperar de una primera novela? ¿Qué se puede esperar de un autor que adoptó hace mucho tiempo el mantra de “No soy escritor”? ¿Qué esperar de una obra que transita por el sismo del ‘85 ahora que otro sismo nos agrieta la esperanza?
            La primera pregunta se podría responder con la novela misma. Hablo de la novela “Lo que escuché mientras caía” del celayense Alí Rendón, editada por el sello independiente Editorial Montea, de León, Guanajuato. De una primera novela se puede esperar lo mismo que de un primer terremoto, es decir, que venga una réplica, ya de los lectores, ya de sus posibles revisitadores o del tiempo..., y que regrese el espanto de la tragedia que puede ser la condición humana al tiempo que se duda del suelo movedizo sobre el que nos arrodillamos a rezar, que se le implore por que nos deje levantarnos.
            Incluyo un fragmento de Lo que escuché mientras caía:
«Días después [del sismo], en el diario “El vocero de Guanajuato”, yo publiqué mi primer anuncio clasificado: ESCUCHO TUS PROBLEMAS. LLÁMAME 3-51-71. 21:00-00:00hrs. VALENTINA CANSINO. ABSOLUTA DISCRECIÓN
Mi nombre nunca sería Valentina Cansino, pero creí que les daría confianza a las personas para contarme sus secretos dolorosos. La gente me telefonearía de noche. Esto ahora me recuerda al niño que pide un cuento antes de dormir, como si la historia fuera un escudo en las tierras desconocidas del sueño que tanto emparentamos a los continentes que tiene la muerte. Quizá nadie en ésta última frontera se resistiría a un recién llegado con una buena historia. Hasta podría ser la llave para hacer buenos amigos. Nadie serio llamó durante mucho tiempo. Imaginé que cuando lo hicieran, por lo general algún martes gris o un domingo por la tarde, sabría que se trataría de algún solitario, un tipo o una tipa pidiendo escuchar a alguien que le dijera que le comprendía, un interlocutor imaginando a una mujer de nombre Valentina escuchándole alarmada, asombrada, y quizá hasta llorando. Luego se darían cuenta de que era (y soy) hombre; dudarían, y este sería mi primer filtro. Los que decidieran colgar pasarían por un proceso de maduración de sus problemas hasta que, con suerte, llegarían al punto de volver a llamar ya más decididos. Los que no cortaran la primera llamada, sufrirían la picadura de la curiosidad, habrían escuchado algo que “no estaba bien”, algo que parecería una broma. En este punto había más posibilidades. Algunos se enojarían, otros simplemente no serían sinceros y otros más empezarían a molestarme con frecuencia. Pero una vez que diera con uno de los buenos, escucharía una historia, buena o mala, pero escucharía una y entonces quizá podría después redactarla. Uno de estos buenos narradores se reconoce por la textura que agarra su voz, por las grietas como raíces, y toda caída es raíz, digo yo; entonces comenzaría presionando un botón en el aparato viejo de telefonía del trabajo y se comenzaría a grabar la conversación en un microcasete. A veces los interrumpiría -eso los dejaría más interesados- para acercar algo de música con una radiograbadora. Pondría algo que quizá no hubieran escuchado, no sé, Chacona en mi menor. El caso sería que ya en este momento vería la sombra del ahorcado en la semilla del árbol. Hay algo importante: les aclararía varias veces que no resuelvo problemas, ni doy consejos. Yo sólo escucharía. Me contarían cosas que podrían ser verídicas; pero ellos tenderían a magnificarlas, luego empezarían a corregir el pasado. Yo les preguntaría más y llevaría la charla hacia donde quisiera. Sería el último sinodal de sus mentiras; los forzaría a que inventaran algo sobre la marcha que tuviera más brillo y esta improvisación podría convertirse en creación. ¿Por qué se iban a dejar confesar así? Les haría la promesa de contarles sobre mí al terminar ellos su relato, de por qué me hacía llamar Valentina siendo que soy hombre. Casi nadie se resistiría. Y así como lo imaginé terminó siendo casi dos años después (por ahí del ‘87). La primera persona que dijo que terminaría con su vida no se resistió nada. Siempre, mi interlocutor y yo fuimos como dos niños turnándose el papel del padre (o la madre) que cuenta un cuento antes de dormir. Sólo que yo nunca tomé el papel del niño que ya no despertaría mañana.»

            En una entrevista para la sección de Escritores Mexicanos Nueva Generación del portal Suplemento de Libros, el editor y periodista cultural Nahum Torres Rivera escribió:
            «Nacido en 1980 en Celaya, Guanajuato, Alí Rendón debuta como novelista con “Lo que escuché mientras caía” (Ed. Montea, 2017), obra en la que los personajes están inmersos en una especie de catástrofe existencial similar al derrumbe del sismo del ’85; sin embargo, lo vital se va apoderando de las 220 páginas, por lo que la tragedia se va superando mediante una incansable búsqueda del verdadero amor por parte del narrador-protagonista, Juan Chávez, quien rememora sus ligues fallidos intentando superar aquel momento en que un doctor le tocó los genitales y lo besó.»
            Quiero hacer hincapié en esto último, el beso que sufre de parte de un hombre, pues significa para Juan Chávez, personaje en ese momento adolescente, una maldición y una fractura en ese constructo psicológico llamado identidad masculina. Será ese beso, a partir de entonces, el opuesto a aquel beso mítico que despertó a La Bella Durmiente, una maldición para Juanito Chávez. Y un sueño profundo y encantado, será el que caiga sobre la madre de Juan, Betty Novaro, en forma de una enfermedad llamada simplemente “letargia”. Así se establece un juego muy sutil con ese arquetipo de cuento de hadas, que subyace en el andamiaje de una novela que podríamos resumir como de corte realista si no hacemos caso a otros escarceos con la literatura fantástica que hallamos en, por ejemplo, el planteamiento de una extraña hipótesis -“La Teoría del Surf Tectónico”, como le llama uno de los personajes- que parece haber sido la única explicación plausible de que un edificio, conocido como La torrecita, no sólo no hubiera sufrido los mismos daños que las edificaciones vecinas durante el sismo, sino que aparte se hubiera desplazado varios metros como si fuera un surfista sobre una gigantesca “ola de tierra”. También lo fantástico parece subyacer en algunos personajes como la Camposantera, una suerte de sepulturera que tiene una prótesis de pinza en vez de la mano derecha que Juan Chávez mira como si fuera una de las llaves de san Pedro. O en Sonia, una mujer que mientras habla parece transmitir simultáneamente una voz de niña haciéndole segunda.
            Esos me parecen los únicos elementos cuasi-fantásticos que se alcanzan a vislumbrar en la novela en una primera lectura, aunque podría agregar el anacronismo que comete la novela, alrededor del año ‘95, al mencionar a un superviviente imposible del infausto Domingo negro cuyas explosiones convocarían, hasta el ‘99, el infierno en Celaya. Me confunde también hacia esa dirección de la fantasía el hecho de que las descripciones que hace Rendón de los ambientes me parezcan insuficientes, es como si también el sismo se las hubiera llevado. Parece, mejor, invertir su descripción en otras cosas, como en decirnos a qué huele el fantasma de una víctima del sismo: «Sonia y yo fuimos a ver el lugar el sábado. No le dije nada; pero para mí entre la contaminación estaba el aroma inconfundible de un fantasma: algo entre sudor, madera resinosa y un hilito de humo de guayaba quemada en un comal sordo». O en presentarnos de forma muy atípica lo que es un hombre: «Es óvulo de su madre la mitad superior de un hombre».
            Al protagonista parece agobiarle tanto la realidad que le termina brotando, por episodios, un zumbido en los oídos, un tinnitus imbricado en todo lo fuerte que le sucede. Este acúfeno -que me recuerda a ese zumbido semejante a una motocicleta gigantesca que ruge en las escenas de ciudad en Blade Runner 2049, pero en un tono agudo- es como si fuera un finísimo hilo de acero al cual Juan Chávez tiene que sujetarse para llegar hasta el final de un laberinto de escombros, pero al costo de sangrar ante su filo.


La cuarta de forros consignada al editor Adrián Martínez fue ligeramente censurada. En su versión más fiel a la obra intentaba resumirla así:
            «Para el mundo del telefonista Juan Chávez, oscurecido por un abuso en la adolescencia, el perdón puede ser una ventana. Pero esta búsqueda de luz lo vuelve una doctora corazón -con el alias de “Valentín Cansino”- y le revelará su ser más gris y su mayor dilema. De las tres mujeres de su vida: una madre poeta que está enferma de letargia, una esposa protectora, y una amante afectada por el terremoto del ’85 en México, tendrá que elegir con cuál permanecer, y tomar en cuenta que sólo podrá destruir a una de las dos restantes.
Este joven telefonista no atina sino a vivir en continua protesta y registrando en un cuaderno los días que marcaron su identidad entre abusos en la adolescencia, el terremoto del ’85, las llamadas de la gente contándole sus problemas, y una madre afectada por su pasado, y por un terrible letargo, a la cual intentará inmortalizar a través de la publicación de sus poemas. Por si fuera poco, su esposa está dejando ver secretos y de pronto surge una amante que parece albergar la voz de una niña que habla a través de su vagina.»
Retomo y contrasto la introducción de Nahum Torres:
            «En esta novela rosa y gris sobre los vínculos afectivos, el protagonista aprovecha su trabajo como operador en una compañía telefónica para fungir como doctor corazón bajo el seudónimo de “Valentín Cansino”»
Este será otro hito importante en la obra, la figura de un confidente que no llega siquiera a ser una doctora corazón, pues no da consejos, sólo escucha, graba en casete todo un desfile de problemas que le cuentan varios personajes como la Camposantera, Sonia y un adolescente suicida, por mencionar algunos.
Decir que la novela de Alí es un monólogo descoyuntado que pasa por el sismo del ’85 y le pone el nombre de El Gigante, sería dar una respuesta pronta, casi tanto como la huida del celayense Rendón cuando sale corriendo de los escombros de su propia escritura que se le ha venido atribuyendo como de autoficción. Pareciera deslindarse, de los efectos de escribir a través de la primera persona del singular, diciendo: “Yo tenía 5 años cuando el terremoto”. La investigación parece provenir de fuentes diversas, charlas, documentales, libros del Sabio de los terremotos: Cinna Lomnitz, ensayos de Ignacio Padilla, crónicas de Poniatowska y Monsiváis, entre otros. Sin embargo, Alí remata: “el pasado es un lenguaje y la memoria un balbuceo”. 
Sobre la novela, el escritor Alfredo Carrera (premio de poesía “Desiderio Macías Silva 2017”) escribe en el prólogo:
            «Alí Rendón toma uno de esos gigantes, de esos a los que le dan la vuelta los provincianos, sobre todo, va de frente para llegar al temblor del `85 en el ex-Distrito Federal, pero desde un pueblo de Guanajuato. Lo que escuché mientras caía le da voz a Juan, que se permite contar su vida, partida y marcada por ese acontecimiento que apareció dando golpes que tocaron al país. El inicio es una anécdota que parece incidental, la pérdida de inocencia en varios sentidos, pero que le da al personaje un rasgo que detona muchos elementos de su vida. Nos entrega un personaje con una pérdida de identidad que le dicta muchas veces el camino equivocado como el correcto y en contraparte una conexión con su madre que lo lleva al rescate de poemas que marcan el pulso de la historia.
Rendón retrata una visión muy concreta de lo vivido en México en un momento y en una época, con sus consecuencias o daños colaterales que casi nunca se han explorado. El título de la novela, que de inicio podría parecer casi una decisión o capricho personal, a la vuelta de cada página, toma un significado. ¿Qué se puede escuchar mientras se va cayendo y cómo se interpreta eso? La respuesta es una novela breve, escrita desde la oralidad, esa sensación da, es la exploración de una voz, del protagonista y de Alí, que demuestra un trabajo muy serio respecto al oficio de escuchar hablar, pero sobre todo, de tener claridad sobre qué es lo que viene después en la historia. Los personajes son cercanos, cómo debe de suceder en las buenas historias, y les pasa la vida encima como a nosotros. Se agradecen los capítulos breves, el seguimiento de cada uno de los personajes, la ausencia de vacíos o silencios, la coherencia del personaje que, pueda molestarnos o no, es coherente a lo que cree, a lo que considera que es lo mejor y, me parece un punto central de la novela, la libertad que se toma para realizar lo que él considera buenas acciones, a pesar de él mismo.»
            Entonces, pues, para responder a la segunda pregunta, esa de qué se puede esperar de un autor que se dice que no es escritor, bastaría decir que Alí se encontraba de visita en la Ciudad de México este pasado martes 19 de septiembre –“septiemble” diría su protagonista Juan Chávez– cuando este novísimo Gigante del 2017 le asestó renovadas oscilaciones, una rima en la conciencia y algunos requiebros hallados en las preguntas de un par de sus conocidos quienes le dijeron: “Ahí tienes para la segunda parte de tu novela”. Y la respuesta es la que se espera de un autor quien afirma que no le conviene decirse “soy un escritor”, sino decirse en cambio “voy a escribir algo hoy”. Pero Alí no escribe nada sobre el nuevo terremoto, ni sobre aquellas personas y perros que le hacen frente al Gigante del 2017. No, escribe desde su formación como brigadista un agradecimiento porque la Secretaría de Cultura de la Ciudad de México pondrá en salas de lectura algunos ejemplares de su novela. Agradece porque no se haya tomado con morbo, ni por oportunismo accidental, pues esta novela se escribió antes del pasado sismo. Fue realizada dentro del Seminario de novela “Jorge Ibargüengoitia 2015” del Fondo para las Letras Guanajuatenses que convocó el IEC y el Fondo Guanajuato, teniendo como tutor al escritor mexicano Eusebio Ruvalcaba (q.e.p.d.), a quien dedica Alí su obra.
            Para responder a la última pregunta de las planteadas al inicio, esa de qué esperar de una obra que transita por el sismo del ‘85 ahora que otro sismo nos quebranta la esperanza, bastaría hacer un acopio de esta novela y otras obras, no sólo de la narrativa, sino también del ensayo, de la crónica, y por supuesto de la poesía; Juan Villoro ya nos entregó un videopoema sobre el nuevo terremoto con la misma pasión con que David Huerta nos había dado su poema sobre los normalistas desaparecidos de Ayotzinapa. La respuesta entonces quedará en manos de los lectores inquietos que se introducen a las obras llenos de preguntas y salen con el descubrimiento de que el autor será siempre un fiel compañero de dudas.
            Destaco, por último, sin ser menos importante, la presencia estética de la poesía durante la novela, ya sea en la oralidad del discurso narrativo que pasa por los neologismos y otras invenciones sobre la palabra –como aquel “septiemble”- o en la transcripción directa de los poemas que Betty Novaro, madre del protagonista, escribía.
Debo decir que estamos ante una novela fragmentaria (sus capítulos son muy breves, hay uno de sólo tres renglones), y asimétrica (las 3 partes que la componen tienen un tamaño desigual) que apuesta por constituir una de esas novelas en las que la fuerza no está supeditada a lo que sucede, sino a una especie de emoción regente que las cimenta como un pilote que quizá quede indemne tras una serie de fuertes sacudidas como estas últimas que ha venido conmocionando a todo el país.

*Alí Rendón (Celaya, 1980). Narrador y poeta, autor del libro de cuentos La realidad con capacidades diferentes (Pictographia-INBA-Conaculta, 2013). Recibió el premio del Festival Internacional de Escritores y Literatura San Miguel de Allende 2016 en la categoría Minificción. Beneficiario del PECDA en 2010. Ha publicado en la revista Playboy y en antologías de cuento y poesía. Parte de su obra ha sido traducida al polaco y utilizada en Polonia Imaginada, trabajo postdoctoral de la dra. Maja Zawierzeniec (Univ. Varsovia, 2009), y en la tesis Movimiento y metáfora: narrativa sobre la migración mexicana de la época Pos-Gatekeeper de la dra. Ruth Brown (Univ. de Kentucky, 2013). Recientemente fue seleccionado en Territorio Ficción, antología de narradores mexicanos menores de 40 años, publicada por la SEP para distribuirse en las escuelas normales de todo el país. Lo que escuché mientras caía es su primera novela. Tuitea desde la cuenta @espectronico.


**Elizabeth Vargas Quince (Austin, 1977). Artista conceptual y escritora. Le gusta redactar cuartas de forros para libros de narrativa y poesía. Se dedica al periodismo cultural.

***Texto publicado en El Sol del Bajío, Celaya, Gto.

domingo, 12 de noviembre de 2017

BOCAS QUE DICEN NUESTROS NOMBRES


BOCAS QUE DICEN NUESTROS NOMBRES
-2a. Parte-

Desde hace un tiempo están allí incólumes, pacientes, esperando. Poco notamos su presencia, su llamado. ¿Qué apuro tienen? ¿Por qué desesperar? La tranquilidad de quien ya ha ganado una batalla, una guerra, reflejan sus rostros.
Nos observan, acechan desde lo anónimo.
Podemos oírlas, cuántas noches sin dormir, cuántas veces las vimos ahí frente a frente o las espiamos desde lejos sin querer. “No me van a vencer, yo no soy de esa clase”, dijimos todos.
¿Qué harán cuando solas y vacías esperen el ritual? Pasos aplastados, almas quebradas, abrazos que no son, la vanidad de un suspiro, pero siguen allí, observando desde la espesura del corazón.
Hoy te tocó a vos, mañana a mí, pude sentirlas elevando su voz, con un grito demencial, las sentí alrededor y desperté empapado en sudor. El sonido se acerca, tal vez no escaparé, ayer sentí el tuyo también, hoy ya todo terminó, el silencio ganado a fuerza de cavar y tapar.
Siempre supe que las bocas que dicen nuestros nombres saciarían su sed.
Mañana vendrán por ti y dirán inclementes: Q.E.P.D.
Joselo Marinozzi
(Argentina)

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BOCAS QUE DICEN NUESTROS NOMBRES
Alan Varelas

Para seguir en la noria
a la que llaman amor,
amén de tener valor
se ocupa mala memoria,
pues para una nueva historia,
hoja blanca, blanco augura.
Curarse de lo que cura
es difícil sin igual;
¡Cuando la miel causa el mal
tinta es que mucho perdura!
Quedará en alguna boca
tu nombre como una flor
o (cual Midas por autor)
en otras como una roca.
Peso o pétalo nos toca
ser cuando el fruto madura,
al llegar la hora más dura
¿de qué forma nos iremos?
¿En el viento danzaremos
o será caída oscura?
Nos añoran, nos maldicen,
(natural, si en este juego
habitan la paz y el fuego)
nos blasfeman, nos bendicen.
Las santas bocas que aún dicen
nuestros nombres en el alba
sacrificando su calma
-las que renunciando a amar
olvidaron olvidar-
de morir ellas nos salvan.

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INEVITABLE
María Guadalupe Rivera Núñez

A través del baldío,
el viento trajo las ausencias
que traspasan
las paredes de mi casa.
Sus voces salen
de los muros
y toman los relatos
que patean la pelota
olvidada en el jardín.
El silencio se pasma
en el mezcal
que quema mi sangre.
Voy tras el blues
de mis pasos,
mientras el último llamado
escribe mi nombre
sobre una lápida.



FALTAN…
Sandra Morales Vázquez

Yo también soy testigo de que he muerto,
has muerto tú al cabo de los siglos,
dejaste un silencio de lluvia
impregnado al trote suave
de un mes sin horas.
Aún tengo húmedos los nervios
y la carne más desnuda,
la memoria sigue sangrando,
manosea versos sin terminar.
Estoy huérfana de sol,
fragmento de aquellos dedos soy
en mi ciudad de agua,
fragmento a cielo abierto.
Los ojos yacen sobre mi cara,
símbolo de re-encarnaciones
constantes y antiguas.
Faltan tus labios donde naufragué
al darme tierra.
Falta a ras de la insolencia mi ausente,
la frase larga repitiéndose,
falta el fuego de bocas
que dicen nuestros nombres en el aire,
al refugiarse. Falta.
Falta ese eco armado ya de frío
para salvar el alma…

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ECOS
Gilda García

Poco a poco tus ojos de cristal verde se esfuman,
las gotas de agua de mar mojan mi interior.
Un estallido de fuegos artificiales me dejan absorta.
Tus últimas palabras coronan mi silencio.
¿Por qué no estás?
Sé que las bocas que dicen nuestros nombres
solo murmuran y dejan ecos discontinuos,
pero yo te llamo, aún te busco en medio de la negritud.
Por más que huyamos la evocación de sinsentidos nos une.
Esa nota aguda en el piano destruye mi ensoñación,
y es cuando tu mano se suelta de la mía sin fuerza.
Tus pies descalzos dejan una marca en mi territorio.
Sé que no has hallado el camino de los girasoles.
Esas flores que ahora no tienen el mismo significado.
Por lo pronto deletreo tu cabello en mis horas.
Aún está tibio el café de la tarde.
Sin ti ya no puedo soñar.
Las imágenes no son figuras veladas.
Todo ha vuelto a enfundarse de simple realidad.



TODOS LOS DÍAS
Ricardo Pérez Campos

Todos los días/apenas despertar
derrama sobre mi almohada la miel de sus enormes ojos
Me mira intensamente
Acaricia mi cabello en silencio/Sonríe
A mitad de la mañana/le contemplo
Quita un mechón castaño que cubre sus ojos pequeños
Su mirada parece gris/también olivo/pero ambas y ninguna
Su sonrisa es una mueca triste
Su pálida belleza –luna radiante de mis noches oscuras–
dice a gritos que me ama
eso me asusta
A veces quiero huir del espejo de sus ojos de obsidiana
Su voz es una súplica:
“Quiero que me sostengas en la paz de tus abrazos
que las dagas de tus besos marquen mi piel morena
que hagan tajos de mi mapa
que vuelvas a mí/como en el principio de los tiempos
que me explores siempre
que sacies tu sed y tu curiosidad
en el manantial de infinita frescura donde nacen mis besos ”
Café/negro/gris/miel/azul/pasto seco
Todos los días cambian sus ojos/su cabello
Sus labios/el color de su piel/el tono de su voz
Son diferentes a cada instante
y siempre son las mismas almas
las mismas bocas
que dicen nuestros nombres
con la costra del amor apretando su garganta
La noche me observa con su ojo bien abierto
me juzga/me desprecia/me llama cobarde
intento escapar/caigo rendido de cansancio
los huesos y los músculos agotados de luchar
de correr en círculos con los puños y los dientes apretados
El sueño me vence y al despertar se vuelve a repetir la historia
Todos los días la misma historia
en un continuum eterno
incontenible/inagotable…

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DESPERTARÁ
A Mane, In memoriam
José Luz Sierra Enríquez

Mamá: ¿Por qué no despierta mi papi?, salió el sol, él no duerme de día.Mi mamamía no deja de llorar, lleva la mañana abrazada a esa caja color de tierra, sí, esa donde él duerme, ese mueble frío y feo que huele a panteón. Corta una flor del ramo que pusieron encima, guárdala, te la regalo, ya no llores, huele bonito, no como este lugar extraño y sin muebles, solo sillas y una mesa donde hay café, estaría más cómodo en la cama, en la casa que es de nosotros; también tengo sueño y quisiera que me subieran donde se encuentra él, un ratito nada más y luego lo despierto. Tita: no tardará en levantarse, le he hablado para que se despierte, casi en silencio con murmullos, como hablan todos aquí. No sé, si me escucha, por qué no le alcanzo a ver, hace rato mi tía me alzó para verlo y lo miré raro, como tú cuando te maquillas, es el polvo o el humo de esas velas grandotas que pusieron, quítalas a de tener calor. Le vi la cara muy blanca, está vestido de traje, no lo regañes si se le arruga, luego se lo planchamos. Mamá, no llores, él despertará.

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DOS MUERTES
Claudia Paola Martínez Klug

Lluvia, Otoño, Soledad: son los nombres que me has dado.
Lluvia, por llorar en las noches tristes a tu lado.
Otoño, por morir contigo cada que tus hojas caían marchitas a tus pies.
Soledad, por cada madrugada en que te ausentabas de ti mismo perdiéndonos a ambos en la oscuridad.
Hoy ya no hay más nombres, ni noches de lluvia.
Hoy ya no hay más nombres, ni muertes carmín.
Hoy ya no hay más nombres, ni madrugadas, ni ausencias.
En mis manos quedan solo las máscaras, los recuerdos rotos, las palabras huecas.
El vacío que se niega a nombrarse a sí mismo. ¿Cómo podríamos llamar a nuestra muerte?
¿Cómo podríamos llamar a nuestro fin?
El silencio nos ha cubierto, en él no hay redención, ni sinfonías.
Solo nuestros labios entreabiertos con palabras convertidas en espectros que se deslizan más allá de nuestros dientes, hasta llegar a nuestras lenguas, hasta congelar nuestro corazón que angustiosamente esperaba el último beso, el último adiós.
Mi nombre es nada,
tu nombre es siempre.
Nuestro nombre es nunca.




BOCAS QUE DICEN NUESTROS NOMBRES
Marco Antonio Regalado

Bocas
cientos de bocas
por todas partes bocas
y distintas lenguas
y distintas palabras
en ciertos instantes
todas las bocas
de nuestras vidas
emiten sentencias
como oráculos
de nuestro destino
bocas que dicen nuestro nombre
y otras nuestro olvido
bocas que nos hablan como niños
y otras que nos hablan como ancianos
bocas que dicen saber todo de nosotros
y bocas donde se aloja
nuestro nombre
nuestro olvido
nuestra muerte.

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*Bocas que dicen nuestros nombres nació por iniciativa del poeta Martín Campa a través de nuestro taller virtual en FB. Con la participación de diez mujeres y diez hombres, en dos partes. 

**Textos publicados en El Sol del Bajío, Celaya, Gto. 

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