domingo, 30 de septiembre de 2018

EL CANTO DEL SAHUAR



EL CANTO DEL SAHUAR
Por: Georgina Gómez Chavarín

Guillermina Carreño Arreguín, maestra de profesión, escritora y poeta, es miembro de la asociación El Sabino de los Poetas, que agrupa artistas de diversa índole y ella aporta en tales eventos su prolífera obra.  Participa como expositora en ferias del libro de la ciudad de Celaya y en otros eventos culturales. Cuenta con publicación de libros propios y antologías con diversos autores. Además, fue  pionera de grupos literarios en la ciudad. Actualmente es integrante del Taller literario Diezmo de Palabras.
            Rescata las costumbres y el folklore de México para darles forma de cuentos. Tiene gran capacidad para crear metáforas que integra a su narrativa. Crea personajes fantásticos y los trae a nuestra realidad para coexistir con seres de carne y hueso. Tal es el caso de su personaje el Señor de los Sahuares, quien habita sobre todo en regiones desérticas y gusta de la región del Bajío.  En donde se comunica  con el ser humano, pero no con cualquiera, sólo con quien es capaz de ver el mundo con una perspectiva mágica y sobrenatural. Hay en sus cuentos un entendimiento con seres fabulosos: los Sahuares, a decir de la escritora, son las almas de los seres que por diferentes razones fueron atrapadas por el desierto.
            En el cuento Sus Pasos en el Desierto el protagonista  establece una comunicación con el mítico personaje y nos sumerge en un ambiente metafísico, cuando este se encuentra visitando a la Momia con quien tiene un entendimiento útopico, como cuando "el canto del Sahuar lleva plegarias y sueños".
Su obra poetica es reflexiva, toca temas de amor filial y desamor.  La naturaleza tiene un papel primordial pues parece fundirse en ella  como "el torrente de inquietas olas  hacia el suspenso de finitud".  Sus versos tienen musicalidad y sentimiento,  como "huella latente de una estrella fugaz, como luz pasajera en el ocaso gris de la exstencia".

            Así, la poesía de la maestra Guillermina nos transporta dentro de nosotros mismos para reencontrarnos con sentimientos y recuerdos abandonados, removiendo vivencias que nos hermanan con su sentir.



HUELLA Y AÑORANZA
Guillermina Carreño Arreguín

En el torrente
de inquietas olas
se consagró mi juventud,
viajó en el eco de la fragancia
hacia el suspenso de finitud.

No hay esperanza
la llevó el viento sobre sus hombros
en esas aguas de atardecer.

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HUELLA LATENTE
Guillermina Carreño Arreguín

Juventud, estrella fugaz
en ese espacio azul del firmamento
luz pasajera, reflejo del océano
que se guardó con el eco
en el ocaso gris de la existencia.

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PUESTA DE SOL
Guillermina Carreño Arreguín

El sol atesora al mar
en cada ocaso se dibujan
los  destellos de colores
Para vestir al atardecer.

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OFRENDA
Guillermina Carreño Arreguín

El encanto entre mar y sol
en la cuesta se detiene
hace brillar las olas
para regalarle a la tarde
un adorno de colores.

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DE PASO
Guillermina Carreño Arreguín

Una ráfaga de viento
pasó por mi corazón
se llevó el poco amor
que habitaba en mi pecho.

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DEDICATORIA
Guillermina Carreño Arreguín

A mis noches de insomnio.
A mis días de soledad
Dedico este clamor de silencio.

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HABLAS
Guillermina Carreño Arreguín

Tus palabras hieren mis sentidos
cuando escucho tu voz
sentenciar mi destino.

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CONTIGO
Guillermina Carreño Arreguín

Cada lluvia que se aleja
lleva mi corazón aferrado a tu ser
hacia el ocaso de mi primavera.




SUS PASOS EN EL DESIERTO
Guillermina Carreño Arreguín

El Señor de los  sahuares  me visita.  Viene para que lo acompañe a la Cañada de
Caracheo.  Cuando algo le atormenta en su corazón,  recurre a mí,  lo comparte y de esta forma  encuentra solución.  Aprovecha el  lugar,  cambia el  Desierto por la  grandeza del Bajío,  donde encuentra la mano de sus amigas las momias y para él,  es también un reino.
            Con palabras de cariño me saluda, él sabe de la emoción que me causa su presencia. Le interesa relacionarse con los restos del sacerdote mártir que se encuentran en este  pueblo. La Cañada de Dolores,  como lo llaman ahora,  está anclada  en la  falda del cerro de Culiacán. Un pueblo empedrado, limpio y hace poco logró dos calles de pavimento: la entrada y la salida a las ciudades cercanas, Salvatierra y Cortázar. En el caer de la lluvia, las lajas se lavan con el escurrir de agua que baja del cerro. El caserío se perfuma, despide un  aroma a humedad, a hierba  fresca y  limpia,  única en la región.  Sus costumbres están arraigadas al pasado. La mayoría de los hombres trabajan en la Unión americana. Las  mujeres viven  por lo regular  solas,  con sus hijos o algún  otro familiar,  entre  casas vacías, abandonadas. Hay quienes emigran, se van familias completas.  Pero todos conservan en su credo un rasgo del padre Elías del Socorro Nieves Castillo.            Sus restos fueron sepultados, primero en el cementerio del lugar, después  los cambiaron a un costado del altar mayor, en la Parroquia de la Virgen de los Dolores. Beatificado y ya canonizado, reposan al pie del altar, en la Parroquia mencionada, donde él ofició la misas a sus fieles.
            A partir de su Canonización le están construyendo su propia Iglesia. El padre  Elías Nieves, fraile de la orden de San Agustín, fue sacrificado en tiempos de la persecución Sacerdotal que inició en el año de 1926. Murió al darles el perdón y bendecir a sus asesinos -un regimiento  federal-,  quienes lo fusilaron  bajo  un  mezquite,  en la salida de Cortázar rumbo a la Cañada.  El día 10 del mes de  marzo del  año de 1928. Por esto  en los monumentos que lo representan, su brazo está en señal de bendecir.
            El Señor de los sahuares me dice:
            ─ Vienen dos autobuses de Oaxaca,  la gente desea  venerar y agradecer,  al Varón de la Cañada.  Como misionero su labor ha caminado en varios estados del país.
            Me habla de un tráiler conducido por polleros o coyotes, quienes abandonaron en pleno desierto a un grupo de hombres dentro de la caja principal, bien cerrada, sin aire ni luz,  al amparo del  calor que produce el lugar,  donde iban más de treinta braceros, la mayoría eran hombres. Se les terminó el agua, perlados en sudor, sin alimento, cansados a punto de desfallecer rompieron en  gritos desesperados:
            ─¡Abran por piedad!
            ─ ¡Sáquenos de aquí!
            ─¡Abran por favor, nos ahogamos.
            Arañaban las paredes de acero, otros se retorcían al  implorar en la esperanza de conservar la vida. Uno de ellos sacó de su cartera la imagen del Padre Nieves. Con trabajos se arrodilló  y  sacando aire de no quién sabe dónde,  gritó:
            —¡Padre Elías del Socorro Nieves, no nos abandones, sácanos de aquí!
            A su lado, otro rezaba:
            —¡Santo Padre Elías Nieves, escucha, escúchanos!
            En silencio rezaban el Credo. De repente se escuchó un estruendo, algo así como un rayo. Las puertas de la caja se abrieron de par en par. Rodando y en desorden pudieron lograr el aire. Los primeros en salir dieron fe de que un hombre vestido de fraile,  descalzo,  se deslizaba  sobre la arena cálida,  movida a su  paso por el desierto. Los demás fueron testigos de su sombra. Un resplandor con forma humana, se perdía en las lejanías del halo, donde parecía unirse el temblor del sol, con la arena movida por el viento.
            Los dos hombres, quienes invocaron al sacerdote Elías del Socorro, eran de la Cañada. Viajaban siempre al abrigo del Santo Varón. Todos se abrazaron,  incrédulos de estar vivos, a la vez que agradecían al cielo por el milagro.  La estampa del padre agustino pasó por todas las  manos de los que iban a la frontera.  La mayoría  venían de Oaxaca,  otros de  Chiapas, Michoacán, Guanajuato y unos cuantos centroamericanos que pasaban por oaxaquitas.
            El Señor de los Sahuares, respiró profundo y comentó:
            —Cosas del desierto, quienes lo retan, pasan a ser, en el reglamento,  un Sahuaro más, anclado al tiempo. En esta ocasión nadie pereció, gracias al milagro bendito. Hay quienes no tienen la misma suerte, quedan sobre arena traicionera o son sepultados por las dunas guiadas por el viento.
            ”Los autobuses que venían de aquel lejano lugar, traían las familias para agradecer y venerar, llenas de fervor, con oraciones, cantos y rodillas. Entregaron medallas y figuritas de oro,  retablos y flores,  además de otros adornos, para colocarlos en donde reposan los restos del fraile agustino, por haber salvado a sus hombres, padres y hermanos de perecer en el abandono.  El santo varón no descansa. Día y noche sale a proteger a todos los que lo llaman, creen y confían en él, ese día también dejó su huella entre la arena.
           
            Al regresar de la Cañada, el Señor de los sahuares, pasó a despedirse de las momias que habitan en el panteón municipal de mi tierra, mientras agrega:
            ─Tengo en mi corazón, este clima y los paisajes del Bajío. Les robo un poco, para llevarlo al refugio donde moran los que en el desierto se quedan a vagar sus almas, con el sueño dorado y su intento de cruzar la frontera. 



*Textos publicados en El Sol del Bajío, Celaya, Gto.
**Fotografías tomadas de:
https://mulieres.com.mx/2016/01/25/soledad-gusto-o-necesidad/
https://tucson.com/entertainment/outdoors/photos-of-tucson-s-quirkiest-saguaros/collection_73459bac-3f97-11e5-a11c-2fe0fdbbd870.html#9
A saguaro appears to embrace the sunset in Sabino Canyon along the final stretch of a hike on the Phoneline Trail. Photo taken January 10, 2015. Doug Kreutz / Arizona Daily Star



domingo, 23 de septiembre de 2018

OCHENTA KILOS DE ALEGRÍA



JULIO EDGAR MÉNDEZ
Por. Guillermina Carreño Arreguín

Conocí a Julio Edgar Méndez hace años en diciembre del 2007. Obtuvo el Primer lugar en poesía, en  los  Primeros Juegos Florales de Celaya. Me llena de orgullo compartir su gran talento, ahora como coordinador del grupo Diezmo de Palabras.
            He leído y escuchado parte de su obra literaria. Poca, quizás, por darnos primero el lugar para corregir nuestros trabajos de narrativa y poesía, los miércoles de cada mes.
            Tengo ante mis ojos tres trabajos suyos. Disfruto la manera en que sus personajes llevan a la cama a tres mujeres, seducidas finamente hasta lograr el propósito. Son temas donde  resalta la  preocupación del autor  por la figura estética y antiestética de la mujer y el hombre con algunos kilos de más. Delinea sus personajes con detalle y esmero. Deleita la lectura al usar frases coloquiales como: “ochenta kilos de alegría”.
            El ambiente donde se desarrolla De lomo, de tinga y de cabeza, es un puesto de tacos. Imagino a la mujer cuando el texto dice: “ella se movía con gracia de ballenita”. Marianelo, el galán del cuento, le  fue llegando a “la musa de los glotones” suavecito,  con palabras  empalagosas; la invita a ver películas. Él, flaco y bigotón como era, conquista a la mujer y la lleva a la cama.
            En La señora López, describe a un hombre gordo, lonjudo, ladino y  degenerado sexualmente. Este gordo enamora a la señora, de más de sesenta años, quien se dejó  inquietar y  puso su corazón y sus ojos en Pancho Benavidez, el cual tiene “cabeza grasosa con media raya en el pelo y media nalga salida por fuera de los  pantalones”. Un  vividor cualquiera, desempleado, cincuentón, de muy bajos modales, quien conquistó a la flaca  viuda. Los hechos van de lo normal a lo placentero, como detalles cotidianos que se viven en la esfera social y aparentan pasar desapercibidos.
            Las letras de Julio Edgar Méndez, son recomendables por sus personajes bien definidos y reales.
       


DE LOMO, DE TINGA Y DE CABEZA
Julio Edgar Méndez

No es que estuviera tan gorda, sino que la felicidad se le desbordaba por los cuatro costados. Ciento ochenta kilos de pura alegría, si hubiera tenido un cascabelito alrededor de su inmenso chamorro, aquella mujer lo hubiera hecho sonar como un despertador.
            Capitaneando el navío de su puesto de tacos, se mueve con la gracia de ballenita. Simpaticona, con su rostro bonachón maquillado al estilo de las estrellas de tevenovelas. Siempre fiel a los principios del Cosmopolitan, sin que las flacas modelos andróginas mellen su ánimo en lo más mínimo, ni en lo menos máximo.       Al fin que para ella el mundo no se contempla a través de un espejo, sino del rostro sonriente de cada comensal que le alaba sus guisos, sus salsas; sus piernotas y senos oriundos del monte del Chichonal. Los ojos de sus parroquianos le dicen lo que ella ya sabe: “estás buena, gordota, lástima que no tenga los tamaños pa’ tirarte los perros”. Esos perros que mantienen los prejuicios latentes.        ¿Cuántos hombres podrían presumir a esa tonina con carita de ángel? Pero a la maja del comalón todo eso le vale madres. Ella se ríe, departe con machos y machas, degusta su desayuno (el primero de tres) con la fruición de niño con mamila.

            Aquella mujer era la musa de todos los glotones con un gusto gourmet por los tacos de lomo, de tinga y de cabeza. Jamás nadie le preguntó por su vida privada, sus quehaceres after hours, sueños y amores que en su caso debían ser bastante grandes y pesados. ¿A quién pitos le importa lo que hace una gorda con su tiempo libre? Sin embargo, a Marianelo del Niño Jesús le importaba. Y mucho.
            La miraba despacio, relamiendo su bigote de perro de aguas, saboreando mentalmente cada corte fino de la epidermis (la mucha epidermis), de su amor secreto.
            “Quién fuera delantal para estar sentadito en esas piernotas”, piensa con lujuria el carapendejo de Marianelo. Y pide otros dos con todo. Los besa como besando los cachetes de la taquera que deben saber a salsita martajada en molcajete. Cuando se los baja (los tacos) con un Boing de tamarindo, imagina que le chupa los pezones, que seguro son como monedas de a cien de las antes y a lo mejor hasta saben igual. A plata caliente, a héroe de la nación, a manos y manos que vuelan atrás en el tiempo. “¡Ay gorda!”.
            Dicen que hasta el acero se quiebra a fuerza de tiempo y constancia, cuánto más fácil fue que la gorda Marilú se quebrara. Marianelo le fue llegando suavecito: “oiga usté, qué ricos tacos, qué salsas, qué mano tan suavecita, casi ni se sienten los callos (y ni siquiera se alcanzan a ver las uñas), póngame otros tres de cabeza, no, no se ría, no lo digo en albur, lo digo de corazón. Sus tacos me ponen de buenas pa’ todo el día, subo a la combi y me importa poco que me empujen, en el trabajo me dicen que ando cacheteando las banquetas por usted Marilú, ya casi ni como si no pasan mis tacos primero por sus manitas, mire, no me lo tome a mal, pero yo quisiera invitarle al cine, ¿le gustan las películas de los Almada? ¿Ya vio usté esa dónde le rompen su madre a todo el pueblo de vaqueros, que resultaron ser travestis extraterrestres? ¿No? ¡Hombre! si es casi casi de colección, venga conmigo el sábado en la tarde. Ande, no sea usté mal pensada, yo soy hombre de bien, ni tan pobre ni tan honrado, pero yo la respeto y aunque no niego que me gustaría mucho besarle esa boquita color caramelo de fresa, primero me mocho una mano que faltarle al respeto”.
            A la gorda se le iba en suspiros a cada palabra. No, si este flaco carajo tenía más lengua que bigote y eso que su bigote le cubría tres cuartas partes de cara. Y ahí fue la gorda, al cine primero, a los mariachis después y a la cama con todo y botella de vino -tinto tinto, pero más bien coloradito con tapa de rosca-, tres citas más tarde. Aquello fue de película y no precisamente por lo bien actuado, sino por lo pornográfico del asunto. La gorda montada en Marianelo del Niño Jesús, a quien casi le quiebra la espalda y le troncha el único adminículo de ser hombre. Marianelo cabalgando a la taquera: “¡Dime vaquero, dime vaquero!” Y aquellos sesentaynueves combinados con setentaydoces a los que el flaco era tan adicto. No, si ya lo sospechaba, esa Marilú tenía de kilos lo que le faltaba en pudor, hasta besos de nies  practicaba. Y a la hora del orgasmo, gritaba como locomotora: “¡Hay de lomo, de tinga y de cabeza!”
            Por dos meses corridos los amantes se viven de la cama a los tacos, de los tacos a la bailada, de la bailada a la cama y vuelta a empezar. Se relamen los labios cada que se ven con ojos de coito. Al flaco le brincan las ojeras de tanto guayabo, y a la gorda le brillan los ojos detrás de sus pestañas Pixie. Se tocan, se mandan besitos con guiños cachondos. Nadie sabe, ni se imagina, que los dos se dedican a darse hasta con la cubeta durante las noches. ¿A quién le importa un flaco bigotes de perro y una gorda taquera? Y ellos la gozan, la sufren (sobre todo él, que cuando la gorda quiere ella encima, le deja todos los huesos molidos).
            Así pasa cuando sucede, nadie sospecha lo que detrás de las puertas suena a motor diesel, a ballena varada, a mujer en celo y a hombre en orgía. Y nadie sospecha cuando la gorda desaparece de su puesto y tres días después, se abre otra taquería con el nombre de “Tacos La Gorda”, de lomo de tinga y de cabeza, aunque la cabeza más que de puerco parece de puerca, con todo y sus pestañotas Pixie.



LA SEÑORA LÓPEZ
Julio Edgar Méndez

¡Pobre señora López! Mira que venir a enamorarse, a sus sesentaypico años, de una bola de sebo prieto como Pancho Benavidez. ¡Ah, Pancho!, el galán de barrio, todo un gato prieto entre las gatas, cabeza grasosa con la media raya en el pelo y media raya de nalgas salidas por fuera de los pantalones a media panza. Dizque de cadera caída, decía él, más bien de sebo desfajado.
            Cuando Pancho bailaba en las posadas de la colonia, sus caderotas de barril se movían al lado opuesto de su prominente y sexy barriga. Así, sexy, como se oye. Dicen que a algunas mujeres les parecen excitantes las pancitas cheleras, así que la de Pancho debía hacerlas tener hasta orgasmos. Lo cual explica por qué doña Mariquita López fue flechada esa infausta noche de diciembre. Había en el aire un olor a frío, mezclado con ponche mezclado con frutas mezclado con tequila mezclado con los eructos del gordo sexy, quien tenía los prietos ojos puestos en los huesitos de la doña. Huesitos que, además, estaban llenos de carne sesentona dispuesta a dirimir en la cama las eternas dudas sobre si a los ancianos todavía se les debe permitir tener sexo. El hecho de que fuera viuda y con un poquillo de dinero producto de la usura, no estaba de más, sobre todo tomando en cuenta que el prieto Benavidez no tenía un centavo, sólo la mesada que su octogenario padre aún le pasaba fielmente. Era un junior de cincuenta años, ciento veinte kilos de peso y tres manos. Dos manos como todo mundo y la de chapopote que Dios le puso en la piel. Pero Pancho, feliz de la vida. Todas las mañanas le empezó a caer a Mariquita para desayunar, más tarde también a comer y al paso de dos semanas, ya de plano nomás le faltaba quedarse a dormir. Usaba la casa de la beata y enamorada mujer como si fuera la suya.
            Las cuentonas de teléfono que el gordo le dejaba a la doña, casi le mataban el deseo, pero ella sólo veía esas carnitas con ojos de lujuria, y lo demás era lo de menos. Que si Pancho quería unos chilaquilitos, que si unos huevitos divorciados, que si huevos prensados a la valenciana, que si los tamalitos en la noche, la arrachera para comer; acompañado todo por un seis de Soles. Soles que a la mujer se le hacían más calientes al verles resbalar por la colosal garganta del junior sexy. La babacheve bajaba voluptuosamente del pico de la botella hasta la panza de tambor que sonaba hueco, igual de hueco que el cerebro de su dueño.        Pero la señora López ya soñaba con verse convertida en sangüich. Pancho en un lado, la cama del otro y ella en medio, sin más aderezo que sus gemidos: “¡Ya bájate, gordo, que me matas!”. Y al fin se le hizo, después de haber puesto a más de cuatro San Antonios de cabeza.
            Esa noche llegaron en el viejo auto de ella hasta el motel Risueño, sitio de menos tres estrellas lleno de golfas estrelladas en la realidad de ser golfas sin estrella. Pero la doña, ni en cuenta, sólo veía todo color rojo. Como sus pantaletas rojas, su corpiño rojo, sus medias rojas y su gordo rojo, rojo, de tanto tomar cheves. Entraron y ella pagó el cuarto, of course, luego todo fue como si el averno se hubiera convertido en película tres equis. El gordo, todo dizque lleno de pasión, le desgarró el vestido a la sesentona con un grito de: “¡Ora sí vas a ver lo que es bueno!”. Pero nunca lo llegó a ver doña Mariquita, que estaba toda pintada de rojo y Pancho rojo de ira porque la doña le exigía lo que al buen galán no le funcionaba.    Aquello era patético, ella besando las orejas del gordo y diciéndole con voz cavernosa: “¡ándale Pancho, que ya me urge!” y Pancho que nomás no sabía dónde meterse porque no podía meter lo que le exigían. ¡Pobre gordo! Cualquiera que haya estado metido (o más bien salido) en esa situación, sabe de la desesperación que afecta al susodicho. Pero no el gordo, ¡no!, él comenzó a darle de madrazos a Mariquita mientras le gritaba: “¡Pinche bruja, algo me hiciste! ¡Yo siempre puedo hasta de a dos y tres sin zacatecas! ¡Eso me pasa por meterme con cacatúas!”. Y la señora López nomás agarrada a las piernas y calzones mal fajados de Pancho: “¡No me pegues, Pancho! ¡Mira que esas cosas pasan! ¡Si quieres nos quedamos quietos viendo la tele con esas mujeres que te gustan y hacen todas las cosas que dijiste que me ibas a hacer! ¡Pero ya no me pegues!”. Pero al gordo nadie le sonaba la campana, ni a ella le arrojaban la toalla, hasta que se cansó y la dejó en el suelo más roja que cuando llegaron.
            Afuera, en la triste noche del motel de noche, los grillos siguieron cantando, los autos arribando con parejas más disparejas conforme entraba la madrugada y las golfas siguieron golfeando, porque a fin de cuentas, que le peguen a una mujer no tiene nada de novedad y menos en ese lugar. En todo caso, la novedad sería que de tanto golpear a la mujer, ella se comenzó a excitar y Pancho también, hasta que ambos gemían a cada golpazo y la doña gritaba: “¡Más abajo, Pancho! ¡Más nalgadas, mi rey!”. Así fue como los dos terminaron en el suelo todos sudados y sin aliento. Cuando Mariquita se durmió, el cincuentón junior aprovechó y le vació la bolsa. Sólo traía quinientos pesos, en puros billetes mugrosos de veinte y cincuenta, azules y rosas, ni modo, con eso le alcanzaría. Eso, las llaves del auto y las llaves de la casa que ahorita sí estaba seguro de que se hallaba sola. Se vistió y salió dejando a la señora roncando como sierra eléctrica medio encuerada y medio pendeja por haberse dejado timar por un Pancho más tranza que gordo.
            Cuando la doña abandonó el motel, con el vestido todo rasgado, las medias rotas y el rímel corrido, bajo las risas y miradas de lástima de la gente, tuvo que caminar hasta su casa, sólo para llegar y encontrarse con que ya no había muebles. ¡Nada! Ni siquiera los clavos en donde colgaba las fotos del prieto Pancho, vestido de Niño Dios, que aquél le regalara para recordarle lo buena gente que era, cuando en su cocina devoraba los chilaquilitos en salsa verde hechos con tanto amor, con tanta cebolla y tantos frijoles refritos. Refritos como los sueños de la señora López; aquellos geriátricos sueños olvidados al lado de sus rojas pantaletas en el motel de las golfas risueñas, de una de tantas ciudades de paso.




Julio Edgar Méndez - Enciclopedia de la Literatura en México

*Textos publicados en El Sol del Bajío, Celaya, Gto.
**Grabado de Mario Reyes
***Pintura de Fernando Botero

domingo, 16 de septiembre de 2018

EL MAESTRO PREGONERO



EL MAESTRO PREGONERO
Por: Soco Uribe

Arturo Grimaldo (ejido La Esperanza, municipio de Dolores Hidalgo, Gto.) es un prolífero escritor tanto de poesía como de cuentos. En ellos narra, con un lenguaje sencillo, historias que atrapan al lector de principio a fin. Sus escritos son, en su mayoría, costumbristas; aunque también se aventura en describir con fidelidad, realidades actuales que, en ocasiones, provoca que los lectores explotemos de frustración o de satisfacción; de indignación o de contento; de alegría o de tristeza; así como de orgullo o de vergüenza.
            Sin darnos cuenta, con gran sutileza y astucia, nos sumerge dentro del escenario de sus narraciones para hacernos sentir como si fuésemos un personaje más de sus variadas historias. Aunque sus textos nos describen la cotidianidad que con frecuencia advierte un panorama amargo del futuro, Arturo Grimaldo se da a la tarea de lanzar sobre ese dramatismo dulces chispas de humor, muy fino, salpicando al lector de esperanza, cuando éste piensa haberla perdido.
            Por medio de sus letras, mueve nuestros sentidos al ofrecernos una gama de  colores, sabores, texturas, sonidos e imágenes interesantes, atractivas y divertidas para los que gustamos de la lectura. Con lo que este escritor trata de compensar y balancear las insatisfacciones de la vida y despierta en nosotros la expectativa de encontrar una luz en la oscuridad que nos devuelva la confianza.
            Gracias a su trabajo en la docencia, aprovecha su prodigiosa voz para capturar y someter sabiamente a sus alumnos dentro de una ardua tarea aleccionadora, en el análisis de textos provenientes de todo clase de obras literarias; de sus libros de poesía y narrativa; así como del más reciente de ellos, llamado: Cuenta Lee, Sueños y Reflexiones.
            Debido a su vasta generosidad también incluye en sus cátedras algunos libros de sus compañeros en letras para compartir lecturas con sus pupilos.
            De este modo y de muchas otras formas, conduce a sus diversos lectores, como si fuese un padre evangelizador, a beber y saborear de la literatura lo más suculento y nutritivo.
            También, el maestro Arturo Grimaldo opina, demanda, propone, denuncia y presenta la cruda realidad en sus textos. Así lo podemos ver en algunos de sus cuentos como Leche de Abuela, en el que Amalia sufre una gran carencia de amor por parte de sus padres y la lleva a probar satisfactores erróneos que, en poco tiempo, desencadenan consecuencias graves.
            En el cuento Ensayo y Error, el escritor presenta el juego del gato y el ratón entre el profesor Roberto y su joven alumna, Hellen. En dicho juego, cada uno cambia, con alternancia y sutileza, sus papeles para hacerlo más adictivo. Al final, cuando el lector termine de leerlo, se dará cuenta de quién es… quién.
            En Flor de Medianoche, nos muestra una realidad desgarradora, tan ancestral como actual, para que reflexionemos acerca de los juicios que en ocasiones emitimos de las personas como Leandro Erubiel quien, a pesar de la carencia de amor de sus progenitores desde su nacimiento, es un ser humano lleno de bondad; la cual, por fortuna, la aprendió de su nana. La ausencia afectiva de quienes él tanto amaba, opacó por muchos años su alegría de vivir. La felicidad jamás fue su constante compañera y a pesar de la solvencia económica de sus padres, él no abusó de esos privilegios.
            Puedo asegurarles que al leer los textos de este maestro y escritor, se llevarán consigo lecciones, no sólo literarias sino también de vida muy valiosas, ya que Arturo Grimaldo escribe, cuenta, lee, pregona literatura y sin lugar a dudas es: EL MAESTRO PREGONERO.




ENSEÑANZA DE AMOR
Arturo Grimaldo

Capítulo I
Ensayo y error

Apenas había sonado el timbre que anunciaba la terminación de las clases, los alumnos salieron casi corriendo del salón en medio de una enorme algarabía, por el hecho de saberse libres de materias aburridas, del mal gusto por el uniforme y de la exigencia de los maestros, entre otras cosas. Sin embargo, la señorita Hellen Peñaflor, se acercó con toda la calma del mundo y un poco temerosa a que el profesor Roberto Padierna le revisara el  Ensayo sobre Valores que una hora antes había pedido a todo el grupo.
            Por su comportamiento similar ya en otras ocasiones, todo hacía suponer que a esta hermosa joven de ondulante  cuerpo y cadencioso andar, le gustaba ver reflejado en el rostro del profesor el manojo de nervios que le provocaba su presencia y cercanía, su melodiosa voz y las frecuentes súplicas de ser escuchada o cuando le pedía que le recibiera, aunque  fuera tarde, sus trabajos.
Segura de sí misma y con más experiencia de la vida que sus compañeras por ser la mayor del grupo, se acercó suavemente, sin que el profesor se diera cuenta, pues éste se hallaba absorto ordenando y revisando algunos de los trabajos que sus compañeros ya habían entregado.
            —Profe Roberto, ahora sí me va a revisar? quise decir, a calificar, bueno, como la vez anterior  dijo que ya era muy tarde y que no me podía recibir la actividad, pues… -casi al mismo tiempo que terminaba la última frase, dejaba suavemente en el escritorio el trabajo y aprovechaba para rosar intencionalmente con su mano la del profesor, quien hasta ese instante, volteó a verla con un poco de asombro y malicia.
            —Señorita Peñaflor, ¿Por qué siempre entrega sus trabajos hasta el último minuto de la clase y cuando ya todos sus compañeros se han ido? -preguntó el docente.
            —Será porque disfruto mucho que me revise… y también porque me encanta que califique mis trabajos de manera más personalizada  -comentó ella.
            —Bueno, pero si eso le molesta, me puedo retirar -dijo, como tratando de que el maestro comentara todo lo contrario.
            —No, no se vaya, en este momento calificaré su Ensayo y aprovecharé para hacerle algunas observaciones respecto de su conducta,  -dijo el mentor, al mismo tiempo que de reojo miraba aquella figura tan inquietante y que tan solo separaba de él un pequeño escritorio de madera.
            Ella lo miraba con admiración y respeto, aunque le encantaba la idea de poner a prueba su demostrada rectitud como docente, quien pese a su juventud, siempre había sido considerado uno de los mejores maestros y un observador exagerado del Reglamento de aquella Institución y de otras en las que su fama no era menor.
            Hellen sabía que aquel lugar nada tenía de semejanza con el paraíso bíblico, pero estaba   decidida a darle a probar a su “profe consen” de aquella fruta, esperando escuchar de sus labios algo distinto a un buen resultado por el trabajo.
            En el fondo, aquella jovencita se sabía conocedora de sus atributos y también de la admiración que le mostraban sus compañeros y  algunos  maestros, quienes por encima de sus anteojos y de manera disimulada no perdían la oportunidad de dirigirle sus miradas cargadas de lascivia y de pasión prohibida, al menos no aceptada  por la moral, el Código de Ética y el Reglamento Escolar.
            Aquella Preparatoria había sido fundada desde hacía más de ochenta años y no era conveniente ir en contra de la gran reputación y enorme prestigio académico que con tanto esfuerzo habían ido construyendo las más de veinticinco generaciones de alumnos que habían pasado por sus aulas, así como por la dedicación de sus directores y maestros de antaño y  actuales, quienes aún en contra de las reformas educativas hacían su trabajo lo mejor que podían.
            —Valores se escribe con V, y la Sensualidad “mal encausada”, más bien es un contravalor, señorita,   -dijo el profe Roberto.
            —Ay, maestro, no sea tan estricto conmigo, pues de verdad, esta vez lo que escribí en el Ensayo me lo dictó el corazón y no lo que dice el libro de Taller de Literatura, -dijo la chica, al mismo tiempo que con una gran rapidez se colocaba al lado derecho del profesor, como queriendo susurrarle al oído cada palabra que salía de su boca.
            —Además, usted es el único maestro que me inspira a trabajar, aunque reconozco que su presencia me inquieta y me… -no pudo terminar la frase, porque sus brazos ya rodeaban el cuello del maestro y atrayéndolo, le robó un “beso a la fuerza”,  o más bien, a la “debilidad” del docente.
Aún sin salir de su asombro, el maestro se dirigió a la chica y le dijo:
            —Helen, le pido por favor que no lo vuelva a hacer. No es el lugar ni el momento, -al mismo tiempo que la apartaba con suavidad.
            —Pero profesor, usted me podrá prohibir que hable mal de mis compañeros, que sea grosera con otros maestros, que juegue en clases, etc, pero no puede hacer lo mismo con mis sentimientos.
            —Además, por si no lo sabe, desde hace dos días he cumplido la mayoría de edad y como siempre logro lo que quiero, pues me pareció divertido hacer esto.
            —Bueno, prometo no volverlo a hacer dentro de la escuela, -comentó de una manera un tanto pícara.
            —Creo que por hoy es suficiente. Ha sido un día de emociones fuertes, -dijo el maestro, al mismo tiempo que se disponía a guardar los trabajos en su portafolio para terminar la jornada laboral.



            Mirando el reloj, el profesor se dio cuenta que se había hecho un poco tarde y se volvió a dirigir a la estudiante:
            —Si gusta la puedo acercar un  poco a su domicilio, es la misma ruta  que frecuento para ir a mi casa.
            A Hellen le pareció un poco extraño y emocionante el hecho de que él supiera cuál era el rumbo por donde vivía.
            —Está bien, acepto, -dijo ella.
            Durante el trayecto que no ara mayor a nueve cuadras de distancia, el auto se invadió de un enorme silencio creado por ambos personajes,  como si cada uno hubiera estado repasando el momento vivido en el salón de clases marcado con el número 12.
            —Le gustó profesor? No me dijo nada luego de haberlo recibido, –rompió el silencio ella.
            —Está bien, pero creo que hay un error de fondo y forma, -dijo Roberto.
            —No me refería al trabajo, sino al beso, - volvió a insistir la joven.
            —Reconozco que no me lo esperaba, pero como anécdota curiosa del día, me pareció muy agradable.  -contestó él.
            Nuevamente hubo un espacio donde las palabras se esfumaron, como el humo del cigarrillo que el profesor aprovechó para encender  en el “alto” del semáforo anterior.
            —Entonces, lo tendré qué repetir –volvió a decir la chica para sus adentros y con una voz casi imperceptible, como si pensara en “voz alta” respecto de su atrevimiento.
            —Creo que no será necesario, con lo mostrado en la escuela, usted me ha hecho comprender que el  tema de los valores, es poco atractivo y que le interesa más la práctica que la teoría, -dijo el profesor, justo cuando frenaba porque la luz del siguiente semáforo había cambiado al color ámbar.
            —Si gusta, me bajo aquí, aprovechando que está en rojo… y el semáforo también; no quiero que se incomode más con mi presencia por este día  -dijo la jovencita.
            Y justo cuando bajaba del auto, el profesor se dirigió a ella para decirle:
            —Pensándolo bien, lo mejor será que se repita, pues con la práctica usted mejorará mucho en el bello arte de… la redacción, la ortografía, la gramática y sobre todo, en ordenar y clarificar sus ideas.
            A Helen se le perdió la sonrisa que minutos antes se le había dibujado en su rostro, cuando se dio cuenta que aquel maestro que tanto le gustaba se refería no al error anterior, sino al Ensayo inmediato.
            En fin….






*Textos publicados en El Sol del Bajío, Celaya, Gto.

**Diezmo de palabras en la Enciclopedia de la literatura mexicana.


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