domingo, 2 de septiembre de 2018

CUANDO EL LENGUAJE ES UNA MINUCIOSA VOCACIÓN




CUANDO EL LENGUAJE ES UNA MINUCIOSA VOCACIÓN

La narrativa de Enrique R. Soriano Valencia, al igual que sus artículos periodísticos y sus ensayos sobre la gramática del español, se desplazan con mucha seguridad. Tal vez esa que nace del buen uso y conocimiento del lenguaje que es propio del autor. Soriano Valencia nació en la Ciudad de México y actualmente radica en Celaya, Guanajuato. Ha publicado tres libros: Chispitas del lenguaje (Temas ortográficos), Chispitas del lenguaje (Temas de Redacción), que son ambos una recopilación de los artículos de su autoría publicados en su columna Chispitas del Lenguaje. Su tercer libro, de reciente publicación, es de narrativa y se titula Tlaquetzalli. Esta palabra náhuatl —que se refiere a relatos o fábulas, así como también a un objeto precioso—, son un conjunto de cuentos eslabonados referentes a nuestro pasado prehispánico, su vínculo con la naturaleza, los dioses y la relación que guardan con nosotros en su herencia.
Enrique es periodista, catedrático, locutor y escritor. Acude al taller literario Diezmo de Palabras fundado por el cronista Herminio Martínez y su presencia siempre es valiosa en las sugerencias de corrección de estilo, de su aguda crítica gramatical y de sus atinados comentarios e impresiones para mejorar la construcción literaria. 
            Una de las características de la personalidad del autor no solo es su experiencia. Entre sus narraciones cortas entregadas cada miércoles en el taller, están, por ejemplo el relato futurista: ¿Escribir a mano? En él nos cuenta de un niño que debe cumplir con la tarea solicitada por su maestra, que consiste en escribir a mano con un bolígrafo. ¿Cómo puede ser que se le pida a un menor algo tan arcaico como escribir a mano?, considera el padre. Es un futuro que no se antoja muy lejano. Finlandia en la actualidad ya ha abandonado la enseñanza de la escritura a mano. ¿Escribir a mano? es una narración corta que nos muestra cómo una acción tan simple podría evitarnos caer en el futuro distópico que tanto tememos, pero además tiene un sorpresivo final que nos invita a reflexionar sobre el papel de la tecnología y el de la educación en la familia.
            Otro de estos cuentos cortos es el de Una palabra para iniciar un mito. Un viaje al pasado, en el que Enrique muestra una gran capacidad literaria para recrear lo sucedido. En lo personal lo llamo «nostalgia fantasma» porque es algo que muchos no vivimos, pero que los resultados de esos hechos los tenemos muy presentes. Incluso con esta narración nos sentimos testigos de uno de los momentos clave de la historia de la música. Se nos cuenta un día común en la vida de un productor musical y su visita al icónico lugar que sería la plataforma de lanzamiento y el punto de reunión de varios genios: los creadores y el descubridor que los daría a conocer.
            En El Maleficio, nos muestra una conversación telefónica entre un denunciante y una persona de la Comisión de Derechos Humanos. El denunciante, con agravio, le explica al personal cuál es su queja, en ella vierte una descripción muy peculiar porque en él hay situaciones que no son comunes en una queja: “he sido objeto de un maleficio y mi comunidad también fue hechizada”, afirma el denunciante, y aquí comienza una descripción de su mundo que nos llevan a pensar que ha perdido la razón, o por lo menos que se ha equivocado de número, pero poco a poco vemos que la denuncia se da por un ataque a un derecho que aparenta estar basado en la magia, como si la comunidad de la que habla fuera bastante arcaica, descendiente de un pueblo que conserva raíces antiguas y se viera afectada por invasores. El final no sólo es cómico, es sorpresivo, y sobre todo nos lleva nuevamente —y esto lo logra el autor con gran precisión— a una reflexión importante que concilia nuestra manera de entender la historia con la de los personajes.

El oficio del maestro Enrique R. Soriano Valencia es fundamental, es cabal. Su vocación es minuciosa: escribe, analiza, fundamenta, insiste y lleva hasta nosotros no solo la ardua y noble tarea de contar historias, sino también la de aportar conocimiento, promover el estudio de la gramática española y con todo ello, defender y amar sus expresiones, como en este caso, la literatura. Tarea que debiera asumir todo escritor; incluso, toda persona.
Héctor Ortega




¿ESCRIBIR A MANO?
Enrique R. Soriano Valencia

—¡¿Qué?! –reaccionó el padre–. Pero, ¿qué imbecilidad es esa?
            —Me lo pidieron donde me lleva mamá –le respondió el niño.
            —¿Pero, cómo una experta en Ciencias de la Educación puede pedir eso? –volteó de inmediato a ver a su pareja, quien solo se encogió de hombros y asintió con la cabeza–. Esto es una locura. Me podría creer una broma de parte de ambos, pero esto es un atentado contra la salud. Mañana mismo resuelvo esto.
            El padre de familia se presentó al día siguiente en la escuela de su hijo. Y sin mediar saludo, de inmediato increpó a la profesora.
            —¿Me quiere explicar por qué nos pidió conseguir un aparato prehistórico y dejó a mi hijo como actividad a usarlo?
            —Buenos días, señor…
            —Créame –la interrumpió– que tampoco soy partidario de este retroceso evolutivo que los románticos del pasado están poniendo de moda. El conocimiento, como todo niño normal, puede recibirlo mi hijo en línea, en casa, a través del monitor como sucede con cada niño normal en este mundo. Esta tontería de traerlos a un local fue una locura de su madre. De saberla partidaria de los absurdos de esa moda, jamás me habría reproducido con ella. Debí imaginarlo cuando propuso traer a nuestro hijo a una… a una…
            —… escuela –completó la profesora, sin alterarse.
            —¡Como se llame! Eso, escuela… ¿De dónde han sacado tan semejantes ideas?
            —Permítame invitarle un café. Vayamos al cuarto de profesores –extendió la profesora el brazo para indicar la banda transportadora que les acercaría al sitio.
            —Bien. Pero le advierto que nada me moverá de lo absurdo de esta situación a la que someten a los pobres niños –respondió mientras subía a la banda.
            En el trayecto no dijo una sola palabra el padre de familia. Su cara de irritación y sus gestos revelaban que repasaba una y otra vez sus argumentos.
            En la sala, la profesora de inmediato se dio a la tarea de preparar el café.
            —¡Aquí viven en el pasado! –exclamó el padre el ver la a la maestra.
Extrajo una cafetera, la rellenó de agua y vació los granos para su preparación. Un aroma a café al poco invadió el lugar. El padre se restregó la nariz.
            —No tan en el pasado –dijo la profesora–. Porque sabrá que aún no veo una semilla de café en mis manos, solo estos paquetes donde ya está molida. Mucho me gustaría, incluso, conocer el cafeto, tostar el grano –porque dicen que se quema un poco– y la forma en que se muele para preparar la bebida. Todo ello, según leí, se relaciona con su sabor.
            —¡¿Es una planta?! –reaccionó el padre–. Yo solo ordeno café al despachador automático de casa y es todo. Lo más que aventuro es ver las bolsas con un polvo del mismo color introducido por el personal de mantenimiento. Pero no tenía idea que era un vegetal… y francamente, tampoco me importa; no lo necesito saber para consumirlo.
            —Saboree –le dijo, mientras le alargaba una taza–. Aprecie la diferencia a lo que nos dan las máquinas de las cocinas de las casas. Incluso su sabor varía según lo prepare…
            —No crea que con una bebida extraña y exótica hará de mí una presa fácil de convencer.
            —No pretendo, señor. Es solo que buscamos un punto de regreso a…
            —Al primitivismo –volvió a interrumpir–.  ¿Cómo les convencieron esas corrientes añorantes de absurdos naturalismos? Véame, soy gente normal, no tengo traumas en absoluto, sé usar mis derechos, respeto a los demás. Yo crecí sin ir a un sitio como este. Toda mi generación fue así. Y, véame, soy feliz y los que tienen mi edad también lo son. No necesitamos regresar al pasado. Así estamos bien.
            —Me da gusto su felicidad –la profesora se sirvió café y se ubicó en el asiento frente al padre de familia–. Sin embargo, estudios revelan un poco de egocentrismo de su generación y dificultades para establecer relaciones interpersonales.
            —Eso es falso. La prueba es que tengo mujer con la cual reproducirme. Cierto que algunos de mi edad jamás lo han hecho. Pero de todo debe haber en la vida.
            —En efecto, tuvo un hijo, nuestro alumno… –nuevamente, no terminó la idea la profesora.
            —¿Nuestro qué?, ¿qué es eso de alu…? –no supo terminar la palabra.
            —Alumno, señor. Así se les llama a los estudiantes que asisten a una escuela y tienen un profesor.
            El hombre puso cara de fastidio.
            —¡Encima nombres exóticos también!
            »Pero no vine a hablar de vocablos y corrientes. Por dar gusto a su madre, estuve de acuerdo en que mi hijo fuera inscrito en este… este… ¡experimento! o lo que sea. Pero estoy en total desacuerdo en eso que pretenden, con esa última actividad. No hay razón para que utilicen la primitiva… vara electrónica para escribir sobre una pantalla. ¡Por la galaxia de Andrómeda!, ¡van a deformar la mano de mi hijo!
            »En la actualidad, nadie usa sus manos para escribir. ¿Dónde se ha visto eso? Si queremos dejar algo perdurable, dictamos a la máquina central desde donde nos encontremos. Para eso hay millones de terminales y lo almacena en nuestros archivos gracias a que la misma máquina reconoce nuestra voz. Entonces, ¿a qué viene eso de propiciar la deformación de las manos de los pobres niños? Estaría, incluso, de acuerdo si fuera selección de letras en un teclado o que se usara más dedos que el índice para ello. Pero empuñar un varo o palo electrónico y hacer movimientos suaves con la mano, ¡eso ya raya en el límite de lo normal!
            La profesora sonrió de forma indulgente.
            —Entiendo su preocupación. Es legítima. Déjeme ponerle en antecedentes.
            »Cuando aún había división territorial, que en aquel entonces, llamaban naciones, en Finlandia…
            —¡Andrómeda!, ¿hace cuántos tiempo de eso?
            —Dos siglos para ser exacta.
            »Decía a usted que Finlandia decidió dejar de enseñar a los alumnos a escribir a mano letra caligráfica. Como era el país más adelantado en Educación, muchos otros países quisieron ganarle la partida y suprimieron totalmente la escritura sin procesadores.
            —O sea, se dejó de enseñar a sus estudiantes a usar la mano en algo así.
            —Exacto, a alumnos que asistían a escuelas.
»Cincuenta años después, todas las naciones asumieron la misma decisión. A causa de la tecnología, ya nadie usaba bolígrafos. Primero fueron teclados y después la voz…
             —¿Qué era eso?
            —¿Qué era qué?
            —Dijo algo como boli…
            —¡Bolígrafos!, como el electrónico de su hijo, lo que usted llamó antes varas. Pero aquellos estaban rellenos de tinta para así registrar la escritura sobre la superficie de algo que se llamó papel, finas películas de material orgánico obtenidas de los árboles.
            —¡Qué de barbaridades! No me extraña con lo salvaje que era la humanidad hace escasos dos siglos ¡destruir plantas para esos propósitos! Pero no sé a qué viene tanto cuento –recapacitó el padre–, si en estos momentos lo que nos ocupa es la salud de mi hijo. 
            —Se ha detenido la evolución de la humanidad –dijo la profesora sin mayor rodeo.
            El padre se quedó perplejo. Un silencio general se hizo por segundos.
            —Pe…, pe…, pero, ¿cómo se relaciona mi hijo con eso?
            —Al notar esta falta de avances en la evolución de la sociedad, alguien de forma fortuita empezó a alimentar la computadora central. Entonces, propio de sus procesos y rutinas, emitió de forma automática un reporte para el Consejo Mundial. De momento fue incomprensible. Pero leerlo una y otra vez permitió entender de qué se trataba: hace 60 años no hay variaciones en la forma de vida, ni avances tecnológicos, ni cambios en todas las rutinas mundiales.


            —Ya me había espantado. ¿Qué hay contra la estabilidad? Por lo que sé, antes todo era caos. En la antigüedad, cada uno tomaba decisiones, no eran consultadas ni ordenadas por la computadora central. Hoy, por fortuna, todo ese caos se superó. Todo está organizado.
            —Contra la estabilidad, no estoy en contra. La sistematicidad es imperativa para que algo marche en un sentido y rinda frutos. Pero, también como humanidad podemos errar el camino. Antes se podía achacar a alguien los errores. Ahora con todos los sistemas controlados por una computadora central y un Consejo Mundial, que coinciden sus miembros plenamente unos con otros hasta en las propuestas de solución de la computadora central, nos ha llevado al estancamiento.
            »Creer que los niños solo son acumulación de datos y que su preparación se debe centrar solo en lo que harán, los vuelve rutinarios, cero creatividad. Se les forma para repetir procesos ya planeados.
            —No me convence. Menos aún si debemos sacrificar las manos de los niños.
            La profesora le sirvió más café al padre de familia.
            —No hemos escrito por generaciones. Todo mensaje lo dictamos. Decir las ideas como las pensamos impide la reflexión. Expresamos lo primero que nos viene a la mente y lo dejamos tal cual. Y, para desgracia, muchas veces eso que respondemos es idéntico a lo que nos enseñaron a repetir.
            »Escribir a mano, por ser un proceso más lento, obliga a valorar las ideas, a meditar cómo se expresa una intención. Eso lleva a seleccionar mejor las palabras, a ser más precisos. Vea que ahora nuestro vocabulario es muy reducido. No necesitamos más porque cada día es igual al anterior. Nuestros pensamientos ahora son muy superficiales.
            »Si esto sucede eternamente, nuestra habilidad para profundizar más en una idea se pierde. Entonces, no buscamos alternativas de cómo mejorar algo o, simplemente, no nos interesamos más en los asuntos y los aceptamos así, sin más ni más.
            »A ello, debemos agregar que como se abandonaron las escuelas, la socialización, la habilidad para relacionarnos con los demás, se deterioró. Entonces, no hay intercambio de ideas, no hay debates, se pierde el pensamiento reflexivo. No pensamientos ni conversaciones diferentes porque los mensajes electrónicos entre personas se basan en recomendar tal o cual sitio de placer en la red.
            El padre se sintió algo confundido.
            »Y todavía más, algunas zonas del cerebro, antes estimuladas con la escritura, ahora no se ocupan. Nuestra cavidad craneana también tiende a modificarse. Cada vez los niños actuales presentan depresiones en la zona prefrontal del hemisferio izquierdo. Así como desaparecieron los colmillos de nuestra dentadura, se modifica el cráneo.
            —Sigo sin enterarme –dijo ahora sin el ímpetu inicial–, qué tiene que ver mi hijo en todo esto.
            La profesora reflejó un poco de impaciencia. Estaba a punto de explicar que el niño y sus compañeros serían la generación que rompería las inercias, pero decidió cambiar de estrategia. Firme, reveló:
            —La computadora central decidió que su hijo realizará tareas superiores y para ello requiere de las habilidades de escritura, enriquecimiento del idioma y socialización.
            —¡Ah!, bien. Y yo preocupado.  Gracias, profesora. El niño mañana estará aquí.
            El padre dejó la taza y se marchó tranquilo.




*Textos publicados en El Sol del Bajío, Celaya, Gto. 

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