SI PUDIERA REGRESAR EL TIEMPO
-Dedicado a los padres-
*Fotografía por Cleo Gordoa
YO
NO HE MUERTO
Cleo
Gordoa
Yo
no he muerto para ti,
sigo
corriendo por tus venas,
en
los rincones de tus pensamientos
y en
cada nota de tu corazón que palpita.
Estoy
en cada recuerdo atesorado,
en
el lugar vacío que quedó sin mi presencia,
en
tus oraciones que elevas cada noche
y en
tus despertares, luego de los sueños.
Yo
no he muerto para ti
porque
eres parte de mí en esta vida,
y
estoy a tu lado en tus momentos tristes ,
y
estoy contigo en cada carcajada.
Tú
eres mi huella en el camino,
eres
mi historia para siempre,
eres
un poco de mí, desde tu nacimiento
y
eres mi reflejo en tu vivir continuo.
Por
eso no he muerto para ti,
no
llores con amargura por mi ausencia,
no
te lamentes de haberme perdido,
yo
vivo en ti y tú lo sabes.
Estoy
entre esas paredes que nos refugiaron,
en
los caminos que recorrimos juntos,
en
tu piel porque tienes mis abrazos
y en
tu alma, porque ella está conmigo.
Estoy
cuando dices mi nombre
y el
eco lo lleva hasta otras dimensiones,
estoy
cuando solo me piensas
y
vienen las añoranzas
y
vuelvo a estar contigo.
No,
no he muerto solo me he ido por un rato,
pero
caminaré contigo en los años,
en
todas tus experiencias nuevas
y
quizás hasta los dos tropecemos.
Y
seguiré siendo tú y seguiré estando en ti,
y
lloraremos a veces, luego nos consolaremos,
yo
cuidaré de tus pasos desde un espacio lejano
y yo
vivo estaré, si me sigues recordando.
**Fotografía por Enrique Soriano
A MI
PADRE
(la
última lección)
Enrique
R. Soriano Valencia
El propósito de
la vida es la única fortuna que vale la pena encontrar.
Robert L.
Stevenson
Mi
padre era una persona de tez muy morena, de nariz muy bien delineada, bigote
delgado, cejas pobladas, sienes totalmente plateadas... y de una serenidad como
no he conocido otra. Su actitud hacia la vida –esa eterna actitud
contemplativa, como quien se encuentra por encima de ella– le permitía gozar lo
que otros no podemos. Estoy seguro que no era apatía. Tengo la seguridad que
los golpes del destino sinceramente le afectaban. Pero, definitivamente, no era
aquél que tratase de amoldar la realidad a sus necesidades –condición para
frustrarse–. Era como aquel que no lucha contra la corriente y busca usar su
mismo impulso para llegar a la orilla, antes de verse despeñado en una
catarata.
Recuerdo
cuando era yo aún adolescente una ocasión en que le hice padecer un fuerte
disgusto y no fue capaz de lastimarme en lo más mínimo –ni con su voz o con su
mano–:
—Papá
¿por qué ves el box? –pregunté con toda malicia, preparado para su respuesta.
—Pues,
porque es un interesante deporte –respondió sin percatarse de mis intenciones y
sin dejar de ver la pelea.
—Pues
yo creo –respondí de inmediato, seguro de mi triunfo– que será deporte para los
que ahí se encuentran... y eso fuera del cuadrilátero, cuando saltan la cuerda
o corren; pero a los golpes, no les veo mucho deporte...
Papá
apartó su vista del televisor para plantarla sobre mí. Su gesto demostraba
desagrado por verse cuestionado por un mocoso que pretenciosamente sentía
comprender ya muy bien la vida.
—Bueno,
es cierto que sobre el cuadrilátero es más técnica y astucia, pero son personas
que gracias a su preparación física ganan mucho dinero –exclamó en un intento
final por salvar la situación–. Son personas que toda su vida han soñado con
riqueza y finalmente lo logran a través del boxeo.
—Pues
porque hay gente como tú, que paga por verlos o que los ve mediante la
televisión, y el patrocinio también se paga. A ver, ¡dame diez pesos y te pego
en la cara!
Papá
no dijo más. La prudencia –su gran prudencia– no llevó más allá la enorme
ofensa que acababa de hacerle. Sólo se limitó a apagar el televisor y se retiró
a su lectura nocturna, únicamente más temprano en aquella ocasión.
Yo,
por mi parte, creí haber tenido una contundente victoria (¡pírrico asunto!). Lo
pretencioso no me dejó ver en ese momento que mi padre me estaba dando una
lección de prudencia, de capacidad de comprensión hacia un hijo irreverente.
Hábilmente,
sabía evitar el golpe de frente –como la clásica respuesta de cualquiera de
responder igual–, para, poco a poco ir aprovechando ese ímpetu y encauzarlo
hacia mejores lares. Esta crónica es muestra, prueba contundente, de que la
lección cumplió su cometido: hizo que nunca se me olvidara esa desafortunada
ocasión y me generó una profunda reflexión. Sí, efectivamente, mi padre me supo
escuchar y encaminar mansamente...
Su
muerte fue súbita, sin el dolor para la familia de una prolongada agonía. Por
la mañana de ese mismo día, aún salió a hacer algunas compras. Muchos vecinos
lo saludaron y por la noche no daban crédito a la noticia de su fallecimiento.
Hasta en su muerte supo conducirse. Evitó lo más posible el rudo golpe de
debatirse por largo tiempo entre la vida y la muerte. Simplemente permitió que
lo inevitable –la muerte misma– hiciera su labor. Posiblemente fue su única
despeñada.
Días
antes de su fallecimiento me dijo algo que en su momento me disgustó, pero
después de su muerte comprendí que fue su última enseñanza.
—Papá
¿ya te tomaste tu medicina? –pregunté con el ceño fruncido, como quien llama la
atención a un hijo, pero de forma amable.
—No,
hijo –admitió, fingiendo arrepentimiento–. Perdona, se me ha olvidado.
Papá
tenía algunas semanas bajando de peso y todos suponíamos que era a causa de la
diabetes, padecimiento que arrastraba hacía años.
—Pues
debes hacerlo, papá. Recuerda cuando yo era pequeño y tú me insistías que para
crecer sano y fuerte debía ser puntual con mi medicina –recalqué todavía con la ufanía de quien cree
que puede enseñar algo a quien lleva mucho camino recorrido.
Los
instantes que siguieron a aquella frase están muy hondamente registrados en mi
alma. Me clavó su mirada –dulce, serena, limpia, tranquilizadora– y me dijo
algo que ha dado un sentido más intenso a la vida (mi hermano Carlos supone que
aquella respuesta fue una especie de despedida. Yo no lo siento así. Creo que
se trató de esa personalidad muy suya y que ahora admiro más. No pienso que
haya sabido que iba a morir, sino que prudente como siempre, supo dar mejor
sentido a la situación):
—Cuando
yo te decía eso –me explicó serenamente, con una sonrisa de padre que explica a
su pequeño hijo algo– era porque aún te faltaba mucho por recorrer. No estabas
completo, te faltaba cristalizar tus objetivos, alcanzar, por fin, una mañana
como la habías soñado. Yo, en cambio, ya he tenido esas mañanas. Tengo una
esposa que me hace muy feliz. Los hijos que tengo, son gente de bien; comienzan
a formar sus respectivas familias y observo que a sus hijos también los
conducen por caminos positivos, de provecho. Son felices a su manera y a su
estilo, porque cada uno ha hecho lo que mejor ha creído, lo más prudente, desde
su propio punto de vista. Todos han desarrollado su personalidad dentro de lo
que siempre esperamos de ustedes tu madre y yo. Esas fueron mis mañanas soñadas
de niño.
»Lo
que viva más allá de esto, será extra. Soy feliz, estoy feliz y eso nadie me lo
puede quitar...
Su
respuesta en el momento me disgustó. La creí una falta de deseo por vivir. ¡Qué
cosa más absurda! ¡Me faltaban unas horas para entenderlo!
Cuando
murió aquella noche, al verlo tranquilamente recostado, sus palabras resonaban
dentro de mí. Fue entonces cuando entendí su lección –mi papá seguía charlando
conmigo, seguía aleccionándome–. Hasta ese momento supe que el objetivo de la
vida es ser feliz, no sólo estar vivo. Existir no basta, hay que darle contenido...
y eso es cumplir consigo mismo.
Cuántos
no habrán pasado por la vida sin llegar a conocer la felicidad. Cuántos no
habrá que jamás vivirán una mañana como las soñadas.
Son
unos cuantos los privilegiados que logran lo deseado. Sólo unos pocos son los
que alcanzan lo que siempre esperaron. La mayoría, absurdamente, nos peleamos
con el mundo, esperando se haga lo que nos gustaría, sin ver que a nuestro
derredor hay tantas cosas que nos ofrecen felicidad... ese es, precisamente, el
único tesoro, la única fortuna, que vale la pena encontrar.
Papá
lo logró, a su manera, incomprendido por muchos de nosotros, pero él tuvo lo
que quiso... y además, nos lo dio a sus hijos.
Adiós
papá,
tu
hijo Enrique,
…a
siete meses de tu muerte física, porque no morirás mientras alguien te
recuerde... y yo charlo siempre contigo en mi corazón (diciembre de 1986).
SI
PUDIERA REGRESAR EL TIEMPO
(Con
motivo del día del padre) 18 de junio 2017
Arturo
Grimaldo
Papá:
(Don Luis Grimaldo Castillo)
¿Me
das permiso de gritar que “te amo”?.
Está bien, lo acepto es un poco tarde. Pero lo que no me puedes impedir es que
te agradezca el haberme dejado por herencia el baúl de tus recuerdos. Allí
encontré varios medios para no olvidarte. Un papel y una pluma; un corazón de
carne y tus caminos andados, llenos de destellos con sabor a ti; el eco de tu voz; tu casa, tu retrato, tus
pasos y la oportuna corrección. Hoy
comprendí que el tiempo regresa cuando invoco tu nombre, al recordar tu
enseñanza, cuando ansío que sigas vivo en este corazón tan pobre. De tu esencia
quedó impregnada mi alma y tus palabras aún taladran mis sentidos, porque están
cargadas de sabiduría, de amor… de cariño.
Hoy,
entiendo que la vida, -por obra del Creador- te dio un largo tiempo para
compartir conmigo.
Desde
el día de tu partida, el tiempo se detuvo entre mis manos. Tu nombre, tu cariño
y tu sonrisa, en mi piel se han grabado.
Tu figura se agiganta a diario, pero más cuando el murmullo humano, dice que
hoy se festeja “el día del padre”, que ¡Hay que felicitarlo!
Yo
no necesito de publicidad y comerciales que anuncian un regalo. El mayor don es
tenerte en mi alma, entregarte lo que soy y los valores que me has dejado. La
sorpresa más grande para mí, es que tu imagen, de mis ojos no se ha borrado, ni
tu nombre ha caído de mis labios.
“Padre
sólo hay uno” y tú aceptaste serlo para mí, por elección divina y convicción a
ti. Te alegraste por “mi nacer”, como el árbol, cuando le brotan renuevos de
vida, que más tarde, le han de fortalecer.
Me
llevaste de la mano por el mundo; aprendí de tu paciencia y sencillez. Hiciste
gala de prudencia, para no herir con tus palabras, para escuchar sin medida y
obrar con sensatez.
Disfrutaste
en el silencio. Tu voz sonora y callada pronunció alabanzas; hizo a un lado
las infamias. Luego, fue sepultada en
tierra de labranza.
Extiende
tu mano como siempre, levántame después de la caída. Regálame de tu paz, de tu
sonrisa, dame un poco de tu alegría; no desistas de ver un día, a tus hijos con
la palma de la victoria y en un tiempo no lejano, gozar de tu compañía.
Padre
mío: ¡ Tú nos has muerto!. Sólo duermes en mis brazos, ¡Eres parte de mi
tiempo!
Y
cuando me vaya de este mundo, tu sangre continuará fluyendo en otros hijos, en tus nietos, en
sus hijos y en los hijos de sus hijos;
en toda tu descendencia que por ti
seguirá pidiendo.
Esta
tu obra inmensa, es parte de la creación. Nos dejaste un legado, una herencia
de tu amor.
Ay
de mí, si de ti yo me olvidare. Si esto pudiera pasar, considérame hijo indigno y digno de
compasión; más, por saber que eres de noble cuna, a ti acudo arrepentido, cada
vez que lo amerite la ocasión.
Por eso ahora te pido, que en la tierra y
desde el cielo, me alcance tu bendición.
Te
quiero mucho pá.
Gracias
por ser mi padre y recibir en el cielo esta felicitación.
***Textos publicados en El Sol del Bajío, Celaya, Gto.