ALGUIEN RIEGA MIS
FLORES
Herminio Martínez
Con frecuencia me
acuerdo de la tarde en que los habitantes de Maravatío me trajeron a enterrar.
Era uno de tantos días de junio, con retoños en los sauces y rebaños de reses
volviendo a sus corrales. Había perros ladrándole a la gente y multitud de cuervos
pregonando que estaba a punto de llover, pero nadie, ninguno de los que me
conocían, habría podido imaginar realmente el tamaño de nuestra desventura.
Entre el mujerío que lloraba, oí que Nicolasa Yerba se desmayó y que la
recostaron entre las tumbas de Gregorio Almanza y Nazarena Olalde, muertos a
balazos en los tiempos en que el presidente de la República mandó cerrar todos
los templos. Oí también que mi padrino Lalo Salazar juró sacrificar a la bestia
que me había inferido semejante mal, y que a mi mamá tuvieron que darle un
tratamiento con valeriana antes de llevarme al panteón, ya coronado y con el
trajecito de san Gabriel Arcángel con el que me vistió Dolores Oropeza.
Comprendí, entonces, cómo mis tíos y demás familiares habían pasado la noche velándome
sin hablar, pero bebiendo de una misma botella que se pasaban de boca en boca y
de mano en mano. Vuelvo a sentir la presencia de tantas personas trayéndome a
este lugar, donde pusieron una cruz con mi nombre y las fechas de nacimiento y
muerte en sus brazos, sobre el montoncito de tierra del sepulcro. Recuerdo el
viento chillando en los paraguas de la multitud y aquel aroma de hierbas a la
entrada de este cementerio del Potrerito.
—Pues ahora sí,
Ramiro, ya tienes un ángel que vele por ti en el cielo… —oí que le dijeron a mi
papá, pero él nada más hizo “mmm”.
—¡Un ángel tuyo en la
corte de Dios! ¡Date cuenta, Miro! —intervino otra voz a la hora en que el aire
se embravecía aún más por el lado de las tierras de Antelmo. Aquellas palabras
me devolvieron al instante mismo en que, al salir de la escuela, Liborio Noria
pasaba con Pasodoble ensillado y a mí se me ocurrió pedirle que me dejara dar
una vuelta en tan hermoso animal, y el hombre, a sabiendas de que yo era buen
jinete y de que su montura era mansa, no opuso ninguna objeción a mi súplica,
y me fui cuesta arriba, hasta que los perros de tía Goya Mares le mordieron los
corvejones al caballo y éste se espantó, tirándome de nuca contra las piedras
de la Loma Parada y de ahí en adelante fue rebotar, rebotar y rebotar el bulto
de mis huesos, atorado como iba en uno de los estribos de la silla. Recuerdo a
tantos señores que corrían detrás de nosotros con la ilusión de salvarme, pero
Pasodoble no se detuvo sino hasta que se cansó de correr entre peñascales y
senderos de abrojos y a mí ya no me quedaba nada de vida debajo de la carne,
pues la había regado a chorros por aquel rumbo desde donde una vez mi papá y
yo vimos la culebra de agua que causó muchos destrozos en el rancho de La
Maroma. Los alumnos y los maestros, al enterarse de mi desgracia, se
congregaron frente a la casa de mis padres, encabezados por don Eleazar, quien
sollozaba, sonándose estrepitosamente la bola de la nariz, como cuando en la
escuela nos daba clases de geografía o nos contaba cuentos. Me llevaron flores
y velas de cera blanca; listones y coronas de tul. Durante el velorio distinguí
la dicción maciza de los habitantes del Rodeo y la de los tartamudos de
Ocuaros, hecha una sola masa de gemidos con la de los de La Mocha y La
Sauceda, pueblos en los que se cree que cada primero de noviembre se oye pasar
un tren invisible. Leticia López Veneno, comadre de una prima segunda de mi
mamá, vino con toda su prole desde el pueblo de Ocurio, y al pasar por Urireo
invitó a unas amigas suyas para que la acompañaran en su “dolor”, de modo que
cuando mis hermanas las vieron llegar, ya sumaban casi un ejército. Albertina
Paz Borja bajó de Arreguín de Arriba, con sus hijos y dos medio hermanos que
eran músicos, a darle el pésame a mis padres, y aprovechó —así lo dijo al
saludarlos— para traerme una brazada de huellas de san Juan y otra de lirios.
Gregorio Urbina, el aguardientero de La Mora, cooperó con dos barricas, para
que aquello fuese más fácil de llevar allí en la calle donde los hombres
conversaban, mientras que Chema Vélez, el rezandero de Los Lugos, se dejaba
venir con sus mejores catequistas, dizque para ayudar a mi alma a guiar sus
pasos por los caminos de la vida eterna, ¡háganme el favor! Cohetes, llantos,
carreras, risas y perros vuelvo a oír al remontar aquella noche cuando, en una
mesa colmada de flores, estaba yo, o lo que sobró de mí, vestido de santo, con
las manos juntas y los ojos al revés. Habían hecho un altar, entre ramilletes y
veladoras, para tres vírgenes del tamaño de mi hermanito Rómulo. Ellas eran:
santa Inés, santa Rosa de Lima y santa Martha con todo y dragón. Fue una noche
muy laboriosa, pues tuvieron que darle de cenar a todos los invitados y a
cuantos lo pidieran después de haber visto cómo me quedó la cara y la corona de
mártir que me puso mi madrina Clemencia del rancho de La Moncada, donde a los
picados de alacrán —se cuenta— los mecen en una hamaca para que se curen de su
mal oyendo música. El camino hacia el cementerio no fue corto ni largo. Más bien
me pareció un vaivén tolerable, amenizado por el violín de Carmelo Espinasa y
la flauta de Filogonio Trujillo, el del anís. Cuando alcanzamos la orilla del
Escobar, los de La Cruz entonaron letanías y los del Romeral jaculatorias. Más
adelante, los nietos de don Jesús Alcántara se liaron a golpes por unos tenis
amarillos que alguien dejó colgados en las ramas de un pirul, situación que
aprovechó Cecilia Bucio Romero para rezarme otro rosario y decirme una más de
sus jaculatorias. Es verdad que sufro mucho al acordarme de la gente que corría
cuando empezó la lluvia. Los oía irse. Toser. Conversar. Sentí quedarme solo en
este espacio en el que apenas sí cupo la caja de madera en que me enterraron.
Me quedé en esta apretura habitada únicamente por mi voz. En este hueco
horrible donde ahora me encuentro sin poder hacer otra cosa que pensar en
tantas poblaciones que, en vida, recorrí con mi papá, cuando me llevaba a
vender quesos y dulces de los que hacía mi mamá con la leche de La Paloma.
Aquí siempre hay humedad. El agua se filtra hacia mi esqueleto por los agujeros
que dejan las hormigas. Lo que han de sufrir mis hermanas cuando alguien les
habla de mí. Igual que esa noche en que la casa se llenó de visitas, venidas a
darles el pésame al enterarse de que el caballo me había arrastrado por el
camino de Barradas. De todo me acuerdo aquí. Hasta del sacerdote que pronunció
un discurso ante la concurrencia, después de asperjar con agua bendita mi
cuerpo descuartizado. Llegó con sus abrazos y sus lutos, gimiendo como si en
verdad algo muy hondo le doliera, y asegurando que a esas horas ya estaba yo
gozando de la presencia de Dios en el cielo.
—Los niños muertos son
angelitos con unas ánforas al hombro, en las que cargan todas las lágrimas de
sus familiares y amigos. Y hay algunos que ya no pueden ni moverse bajo el
inmenso peso de la amargura. ¡Por favor, no sean ingratos! —decía—. Ya no le
lloren más a este pobre, ¿qué no ven que le están robando su gloria?
Muchas otras
versiones, acerca de los lazos con que los muertos se quedan atados al mundo,
propagó el religioso frente a la mesa donde me tendieron, y a la que las
mujeres colmaron de margaritas, aretes, chismes, fríos, camelinas, orejas de
ratón, copas de oro, ojos de pájaro y tronos de la sabiduría. Los oigo. Los
vuelvo a ver en este silencio. En esta intimidad donde mi ser palpita. De todo
me acuerdo aquí. Y aunque tenga miedo, no hay quien venga a hacerme compañía.
Nada más las raíces que a veces se me enredan en los huesos, creyendo que —en
su loca carrera— se tropezaron con algo nutritivo. Pero nadie piensa en mi
gran soledad. Nadie en esta zozobra de no saber qué hay más allá de la muerte,
porque, ¿quién se iba a imaginar el pánico que me causan las fallas geológicas
cuando rugen y hacen temblar la tierra? ¿Quién el rencor que siento en las
horas más ásperas del sepulcro? A nadie se le ha ocurrido pensar que no estoy
en el cielo cantando alabanzas entre los serafines, sino en esta oscuridad en
la que me aso en un infierno de impotencia y vigilia. Todos tienen la idea de
que de veras me fui a apartarles un lugar a la gloria. Viven en la
tranquilidad de que mi alma salió volando por la rajadura que se me hizo en la
frente. Eso creen todos y por eso ya ni misas me mandan celebrar. Han de decir
que no tiene caso seguir gastando dinero si ya estoy entre los coros
celestiales, ¡ojalá así fuera! Nada más para no estar esperando ese final… Esa
dura verdad que tanto me incomoda y que nada tiene que ver con lo que se dice y
se canta cuando a uno lo tienden y le ponen la túnica que, suponen, ha de
servir para las fiestas de la vida eterna. Todo esto y más quisiera decirle yo
a la señora que de vez en cuando aún viene a regar las flores de mi tumba. A
esa mujer que escucho llegar y me alegro en mí desde este estado de polvo en
que me encuentro. Al principio pensé que era alguien que se había equivocado
de muerto, pero a la larga me fui dando cuenta de que era a mí a quien venía a
llorarle. “¿Quién será?”, me preguntaba hecho una mezcla de sentimientos y angustia,
de pensamientos encontrados. “¿De qué ojos saldrán esas lágrimas que sin
mojarme me calientan?”, decía con un nudo en lo que entonces todavía me
quedaba de garganta. Después comprendí que era mi mamá quien venía a sentarse,
aunque fuera sólo un ratito, en la cabecera de mi tumba. Ahora mismo la estoy
esperando a que llegue con sus cubetas y su llanto, a refrescarme las petunias
y a pronunciar, como sólo ella sabe hacerlo, con tanto amor las letras de mi
nombre.
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Herminio Martínez,
poeta y narrador. Profesor jubilado de la Universidad de Guanajuato. Nació el
13 de marzo de 1949 en la Cañada de Caracheo, Cortazar, Gto.
Entre sus novelas más
conocidas en la literatura de México destacan: Hombres de temporal, Diario maldito
de Nuño de Guzmán, Las puertas del mundo, Invasores del paraíso y Lluvia para
la tumba de un loco. Ha publicado también los libros de cuentos, impresos y
audiolibro: La jaula del tordo, Los nardos del insomnio, Tan oscura noche de
tormenta y Manantial de cuentos infantiles.
Entre sus premios de
poesía, son de notarse el "Punto de Partida" de la Universidad
Nacional Autónoma de México; el "Manuel Torre Iglesias", de la Paz,
Baja California; el "Ramón López Velarde" (FONAPÁS), de Zacatecas; el
"Pablo Neruda", de Buenos Aires, Argentina y el “Clemencia Isaura de
la poesía”, del carnaval de Mazatlán, el cual obtuvo en 1985. Y el de las
“Justas Poéticas Castellanas”, de Palencia, España, en 1995. En ese mismo año
fue ganador del Premio "Lotería de Cuentos", de Editorial Planeta y
la Lotería Nacional.
En 1996 obtuvo el
Premio Nacional de Novela “José Rubén Romero”, otorgado por el Instituto
Michoacano de Cultura y el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes de la
república mexicana. Y en 1998 el Premio Internacional de Novela Corta “Ciudad
de Barbastro”, en Aragón, España, con El regreso, novela histórica ambientada
en la vida de Antonio Pigafetta, marino de Magallanes. Otros premios que ha
ganado, son: El Premio Nacional de Poesía Gilberto Owen, en Culiacán, Sinaloa,
1999. En el año 2000 fue distinguido con el Premio Internacional de Poesía
"Hermanos Argensola", en España, por su poemario: Música para
desventura y orquesta. En Argentina ganó el Premio Internacional de Poesía
"La Poesía y el Mar" de la Biblioteca Popular de Monte Hermoso,
Buenos, Aires. Y en 2001 recibió el Premio Internacional de Poesía Cáceres
Patrimonio de la Humanidad, por su poemario Animales de amor, publicado por
Editorial Algaida. En 2002, fue ganador del Premio Nacional de Poesía “Amado
Nervo”, con Monólogo del habitante. En 2011 obtuvo el Premio de Novela
“Valladolid a las Letras”.
Es autor también del
libro Donde viven mis muertos, historia de la Cañada de Caracheo, una comunidad
del municipio de Cortazar, estado de Guanajuato. Y Eterno esplendor, historia
de Celaya la Puerta de Oro del Bajío.
Es miembro de la
Academia de Artes y Ciencias de la UNAM –Enep Zaragoza-, de la Sociedad General
de Escritores de México (SOGEM), y, desde 1994, correspondiente de la Academia
Mexicana de la Lengua.
En 2013 La Universidad
Autónoma Metropolitana (UAM) , y la fundación cultural René Avilés Fabila,
publicaron una selección de narraciones de este autor guanajuatense, bajo el
título de La eternidad no tiene mirasoles. Y Ediciones Horson de México, en
conjunto con el Sistema Educativo Valladolid, preparan el lanzamiento de la
primera novela juvenil de Herminio Martínez, intitulada: El alma en la colina.
Actualmente es el Cronista de la ciudad de Celaya,
Guanajuato.
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