SEPA LA BOLA
Patricia Ruiz Hernández
¿Cuándo acabaría aquella
lucha?, se preguntó Gabino mientras permanecía hipnotizado con la llama de una
fogata. Habían pasado siete años desde que se unió a los alzados, viviendo en una
orgía destructiva. Debía espantar el miedo y cuidarse de que el los federales
le dieran un tiro. Los compañeros caídos yacían en tumbas colectivas y otros
fueron incinerados en torres humanas después de las batallas. La tropa estaba acuartelada
en la hacienda Los Alacranes. Fue abandonada
por sus moradores originales. Ellos huyeron al saber que se acercaban los revolucionarios.
A su lado
estaba Melitón, un señor recién llegado a la hacienda. Los acompañaban una
docena de hombres. Para domar el sueño se pusieron a conversar.
─¿De
dónde eres, muchacho? ─preguntó Melitón.
─De un
rancho, allá por Salvatierra ─contestó Gabino, envuelto en una cobija
multicolor.
─Andas
muy lejos de tu tierra. ¿Qué hacías en tu pueblo? ─preguntó Melitón,
acomodándose el sarape para cubrir el frío de la noche.
─Sembraba
máiz con mi pa.
─Te miras
muy tierno ─afirmó Melitón─. ¿Cuánto hace que andas con la
tropa?
─Desde
que empezó este argüende. Yo tenía como diecisiete cuando me junté con los
agraristas, pelié contra el presidente Díaz. Mi pa era recio conmigo, a puros
cuerazos me traía. Antonces vi la oportunida.
─Eres
traga años, muchacho. Yo soy de Durango, antes trabajaba en las minas. Llegué
acá andando con la bola.
─Aquí nos
hacemos hombres a juerzas, ¿o no?
─Sí. Se
me afigura que ustedes, los de la tropa, nos miran con disconfianza a los
recién llegados, ¿será porque algunos jueron porfiristas, huertistas, o pior:
carrancistas? ─preguntó Melitón estirando las piernas entumecidas y tronando las
rodillas–. Yo Jui maderista, pero cuando mataron a don Panchito me volví
villista.
─ Sí, pa que es más que la verda, hay disconfianza. No
vaya a resultar que sólo vengan a echar tanteadas -Gabino hizo una pausa para
terminar el espinoso tema-. Aquí todos semos leales a mi general Villa. Vamos a unirnos a su tropa en Chihuahua.
─Todo sea
por la causa. Dios mediante, cuando termine este mitote, tendremos un pedazo de
tierra que nos dé pa comer ─a Melitón le brillaron los ojos por la ilusión de ser
propietario de una parcela─. Manque ya
estoy viejo, quien quita y se haga el milagro.
─Seremos
libres –agregó Gabino-. Ya no trabajaremos como mulas.
La libertad era el ideal por conquistar, se repetía como
un rezo.
Poco después
dejaron las confidencias para compartir una botella y desentonar canciones.
En la
madrugada, Gabino se fue a dormir junto a Eufrosina, una mujer viuda. Ella perdió
a su marido en batalla. No había tiempo ni disposición para guardar luto. Se convirtió en su maestra en el despertar
sexual. Era común que el muchacho durmiera con ella en el petate del muerto. En
días apacibles, ambos retozaban en el campo y a las trincheras le daban uso nada
bélico. Cuando la tropa saqueaba algún pueblo o hacienda, Gabino le regalaba rebozos
de seda, vestidos, perfumes u otros afeites. Ella los usaba para emular a las catrinas que vivieron en la Casa Grande,
cuyos retratos colgaban en la sala.
Por la
mañana, Eufrosina se unió al grupo de mujeres que molían el maíz en el metate,
enseguida hacían tortillas, frijoles y huevos. Las raciones debían alcanzar
para todos. ”Ya están echando tortillas”, dijo Gabino a Melitón al observar el
humo salir de los fogones. Se acercó a la improvisada cocina sin disimular su
impaciencia. “Están güenas las gordas”, expresó al saborear el primer taco. “Ya
no alcancé blanquillos”, se quejó Melitón. “Los caballos tragan mejor que
nosotros”, añadió con amargura. Sólo en días especiales comían cecina o pollo, pues
el corral estaba semivacío.
Con el último
taco en mano, Gabino acudió al patio de la hacienda al escuchar los gritos del coronel
Hernández, quien estaba malhumorado y aderezaba las órdenes con palabrotas. “¡Tú,
tísico, ven para acá! –señaló a Gabino-.
Tú y tú…” ─eligió a una docena de hombres. El joven le perdió el miedo.
Con el tiempo aprendió que era más grande su ladrido que su mordida. Hernández formó una brigada para ir al pueblo cercano
a descargar vagones. La comitiva acudió en varias carretas a la estación de
ferrocarril. Para decepción de Gabino, la carga sólo contenía armas y
municiones. Prefería que trajeran maíz, trigo o frijol. Los sacos de granos eran
cada vez más escasos. Le pasó por la mente protestar. La tropa estaba maltragada. La única panza llena era la
de los caballos, sin embargo, la
queja se la guardó para sí mismo: “Mejor no digo nada. Por andar de hocicón capaz
y me fusilan”.
Al llegar
con el cargamento a la hacienda, el coronel Hernández fue cuestionado por el general
Solís del por qué la dotación de armas era menor a lo esperado. ”¡Me hierve el
buche!, ¿por qué diantres no llegó todo el parque? ¿Cómo vamos a pelear con
eso?”, gritó. Nadie lo sabía.
Ese día llegó
un emisario con novedades. Dio santo y seña del número de bajas y heridos en
diferentes batallas. Habló de la muerte de algunos caudillos insurgentes. Contó
que hubo una masacre en el pueblo de los Saltamontes
donde un batallón insurrecto intentó tomar esa población, mas los federales los
superaron en soldados y armas. “Se
metieron entre las patas de los caballos”, afirmaron algunos oyentes al conocer
el relato. “¡Ya vienen los federales y
son como cinco mil!”, dijo con preocupación el enviado. Sin embargo, el general
Solís se mostró tranquilo y desmintió al emisario. Argumentó que de acuerdo con
otra versión sólo eran quinientos soldados federales. “¡Con esos sí podemos!”, “¡Vamos ganando! ¡Viva
la revolución! ¡Viva la libertad!”, exclamó con viril orgullo el coronel
Hernández, encargado del discurso motivacional. Otros oficiales, por el
contrario, hablaban con preocupación de las notables victorias federales. Gabino
no sabía qué pensar. Separar hechos de rumores era imposible. Las gacetas
publicaban: “La revuelta del norte está agonizando”, de lo que se hubiera
enterado si supiera leer.
Los
oficiales comenzaron a dar órdenes y contraórdenes. Un confundido Gabino
preguntó a Melitón qué era lo que se escuchaba en el ir y venir de personas en
la hacienda. El hombre informó: “¿No oyites que los pelones mataron con
granadas a muchos, a cuántos?, ve tú a saber. También se traen una alegata por
las ideas quesque anarquistas del general Solís. Y para acabarla de joder, dicen
que anda cerquita la banda de los Colorados. Esos nadamas queren amolar al
prójimo.”
La última
instrucción a la tropa fue que debían esperar en la hacienda hasta nuevo aviso.
Todos decían estar preparados para entrar en acción. Al parecer pronto se
escucharía el toque de diana y la estridencia de las ametralladoras.
Al día
siguiente, Gabino fue al granero en donde su voz producía eco por la ausencia
de granos. Ahí estaba Melitón, acostado con la panza para arriba, tomando una
siesta. El muchacho ya le tenía paternal cariño al viejo. Fueron a caminar al
campo, ambos pensaban que quizá era la última vez que estuvieran juntos. Cortaron
unas raquíticas tunas de la nopalera y se fueron a sentar bajo un árbol. En una
cerca de piedra colocaron sus sombreros.
─Esas nubes son de agua, va a llover -afirmó Melitón,
señalando el cielo─. Vienen muy abajo y
cargaditas. Ya es tiempo de la siembra de temporal. Las nubes que parecen
borregos son de frío.
─¿Usté era gente de campo?
─Sí, eso fue antes de entrar a las minas. Pero le sigo teniendo
querencia a la tierra.
Mientras
conversaban, Gabino dibujó en la tierra un rectángulo con una rama. A la figura
le agregó líneas paralelas que imitaban surcos de siembra. La agricultura fue
su primer oficio antes de aprender el lenguaje de los tiros. Sentía, más que
nunca, la necesidad de ser el campesino que participa en la magia de
transformar la semilla en alimento.
─Me
cuadran harto las parcelas llenitas de máiz –afirmó Gabino.
─Y a mí me
gustan los árboles cargaditos de frutas –a Melitón se le pusieron los ojos
llorosos-. Crioque pronto me van agujerar el pellejo, ya no miraré una huerta
tupidita que sea mía. Por eso traigo una tristeza muy grande. Hasta me
encorajino con diosito.
─Eso
mesmo siento –dijo Gabino-. En la tropa semos muy machitos, aun así, antes de
peliar rezamos a los santos con disimulo, quedito. Nuestras mujeres, esas sí
rezan juerte, pidiendo que matemos hartos federales. Antonces, ¿por qué siempre
hay un moridero tanto de los nuestros como de los pelones?
─Pos
–Melitón se rascó la cabeza, buscando con este gesto invocar la sabiduría-, crioque
porque los otros también rezan por lo mismo. Los santos deben ser muy
acomedidos y nos dan gusto a los dos.
─Pos sí,
verda- dijo Gabino, ante la lógica indiscutible de su amigo.
─Me estoy
malisiando que nos queren ver la cara de majes. Te fijas que se traen pura
boruca -dijo Melitón-. Ya no hay parque pa peliar, ni comida. Cada vez semos
menos, ¡hartos valientes son dijuntos!
─Y pa
acabarla de joder, en los pueblos están los que se dicen Pacíficos y no queren
peliar, nomás están de mirones.
Después
de tales reflexiones guardaron silencio por un rato. Cada uno estuvo inmerso en
sus propios pensamientos, hasta que Melitón preguntó:
─¿Qué
tanto divisas a lo lejos, muchacho?
─Tengo
unas ganas locas de correr y largarme a mi tierra.
─¿Pa qué
te irías? Seguro ya no tienes a naiden. Yo crioque que tus hermanas jueron
mancilladas. Se me afigura que los de tu familia ya son almas en pena. Eres
guerfanito.
─¡Quen
sabe! Son tantos años sin saber de mi madrecita –exclamó Gabino. La nostalgia
le trajo la última imagen de doña Cuca, su madre, amamantaba al más pequeño de
sus hermanos. Cómo olvidar a su familia reunida alrededor de un molcajete-. ¿Y
si me jusilan por desertor?
─Tengo más
experencia que tú en estos mitotes. Esta guerra corre igual que una gallina sin
cabeza. ¡Vete! Tú que puedes. Yo, manque quiera, tengo la pata coja que me quedó de
cuando dinamité el puente de las Brujas -dijo Meliton, al tiempo que se subía
el pantalón para enseñar la herida de guerra-. Y me duelen todos los guesos. No
ti creas, también estoy hasta el cogote de los catorrazos. Voy a estirar la
pata siendo probe.
Por la
noche, el muchacho no durmió. Recordó cuando se unió a los revolucionarios, lo
movió las ansias de aventura y hartazgo de la tiranía paterna. Actualmente, los
golpes de su padre ya no parecían tan graves. Había perdido sentido abandonar
el arado por un ideal. Ahora su yugo era un fusil. Concluyó que dejar la lucha
no era cobardía, sino cansancio.
Varios días después recibieron
órdenes de desmantelar el cuartel para marchar al norte, a la ciudad de
Chihuahua. “Tropas federales se están
movilizando y nos van a caer”, dijeron. A Gabino le pareció claro que vivía el
ocaso de aquella guerra. En vez de seguir al batallón, se despidió de su amigo,
mas no de Eufrosina. Caminó por los rieles hasta trepar al ferrocarril que lo
llevaría al centro del país. En el camino tuvo tiempo de reflexionar: ¿quién
ganó?, ¿qué ganaron?, ¿dónde estaba la tierra prometida o la intangible libertad
soñada? Por lo que a él respecta, el ganador indiscutible de esa revolución fue
el hambre.
Paty Ruíz es integrante del Taller Literario Diezmo de Palabras en Celaya, Gto.
Me encanto, excelente relato.
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