jueves, 20 de noviembre de 2025

Sepa la bola

 


SEPA LA BOLA 

Patricia Ruiz Hernández

¿Cuándo acabaría aquella lucha?, se preguntó Gabino mientras permanecía hipnotizado con la llama de una fogata. Habían pasado siete años desde que se unió a los alzados, viviendo en una orgía destructiva. Debía espantar el miedo y cuidarse de que el los federales le dieran un tiro. Los compañeros caídos yacían en tumbas colectivas y otros fueron incinerados en torres humanas después de las batallas. La tropa estaba acuartelada en la hacienda Los Alacranes. Fue abandonada por sus moradores originales. Ellos huyeron al saber que se acercaban los revolucionarios.

A su lado estaba Melitón, un señor recién llegado a la hacienda. Los acompañaban una docena de hombres. Para domar el sueño se pusieron a conversar.  

─¿De dónde eres, muchacho? ─preguntó Melitón.

─De un rancho, allá por Salvatierra ─contestó Gabino, envuelto en una cobija multicolor.

─Andas muy lejos de tu tierra. ¿Qué hacías en tu pueblo? ─preguntó Melitón, acomodándose el sarape para cubrir el frío de la noche.

─Sembraba máiz con mi pa.

─Te miras muy tierno  ─afirmó  Melitón─. ¿Cuánto hace que andas con la tropa?

─Desde que empezó este argüende. Yo tenía como diecisiete cuando me junté con los agraristas, pelié contra el presidente Díaz. Mi pa era recio conmigo, a puros cuerazos me traía. Antonces vi la oportunida.

─Eres traga años, muchacho. Yo soy de Durango, antes trabajaba en las minas. Llegué acá andando con la bola.

─Aquí nos hacemos hombres a juerzas, ¿o no?

─Sí. Se me afigura que ustedes, los de la tropa, nos miran con disconfianza a los recién llegados, ¿será porque algunos jueron porfiristas, huertistas, o pior: carrancistas? ─preguntó Melitón estirando las piernas entumecidas y tronando las rodillas–. Yo Jui maderista, pero cuando mataron a don Panchito me volví villista.

─ Sí,  pa que es más que la verda, hay disconfianza. No vaya a resultar que sólo vengan a echar tanteadas -Gabino hizo una pausa para terminar el espinoso tema-. Aquí todos semos leales a mi general Villa.  Vamos a unirnos a su tropa en Chihuahua.  

─Todo sea por la causa. Dios mediante, cuando termine este mitote, tendremos un pedazo de tierra que nos dé pa comer ─a Melitón le brillaron los ojos por la ilusión de ser propietario de una parcela─.  Manque ya estoy viejo, quien quita y se haga el milagro.

─Seremos libres –agregó Gabino-. Ya no trabajaremos como mulas.

            La libertad era el ideal por conquistar, se repetía como un rezo.

Poco después dejaron las confidencias para compartir una botella y desentonar canciones.   

En la madrugada, Gabino se fue a dormir junto a Eufrosina, una mujer viuda. Ella perdió a su marido en batalla. No había tiempo ni disposición para guardar luto. Se convirtió en su maestra en el despertar sexual. Era común que el muchacho durmiera con ella en el petate del muerto. En días apacibles, ambos retozaban en el campo y a las trincheras le daban uso nada bélico. Cuando la tropa saqueaba algún pueblo o hacienda, Gabino le regalaba rebozos de seda, vestidos, perfumes u otros afeites. Ella los usaba para emular a las catrinas que vivieron en la Casa Grande, cuyos retratos colgaban en la sala.

Por la mañana, Eufrosina se unió al grupo de mujeres que molían el maíz en el metate, enseguida hacían tortillas, frijoles y huevos. Las raciones debían alcanzar para todos. ”Ya están echando tortillas”, dijo Gabino a Melitón al observar el humo salir de los fogones. Se acercó a la improvisada cocina sin disimular su impaciencia. “Están güenas las gordas”, expresó al saborear el primer taco. “Ya no alcancé blanquillos”, se quejó Melitón. “Los caballos tragan mejor que nosotros”, añadió con amargura. Sólo en días especiales comían cecina o pollo, pues el corral estaba semivacío.  

Con el último taco en mano, Gabino acudió al patio de la hacienda al escuchar los gritos del coronel Hernández, quien estaba malhumorado y aderezaba las órdenes con palabrotas. “¡Tú, tísico, ven para acá! –señaló a Gabino-.  Tú y tú…­” ─eligió a una docena de hombres. El joven le perdió el miedo. Con el tiempo aprendió que era más grande su ladrido que su mordida.  Hernández formó una brigada para ir al pueblo cercano a descargar vagones. La comitiva acudió en varias carretas a la estación de ferrocarril. Para decepción de Gabino, la carga sólo contenía armas y municiones. Prefería que trajeran maíz, trigo o frijol. Los sacos de granos eran cada vez más escasos. Le pasó por la mente protestar. La tropa estaba maltragada. La única panza llena era la de los caballos, sin embargo, la queja se la guardó para sí mismo: “Mejor no digo nada. Por andar de hocicón capaz y me fusilan”.

Al llegar con el cargamento a la hacienda, el coronel Hernández fue cuestionado por el general Solís del por qué la dotación de armas era menor a lo esperado. ”¡Me hierve el buche!, ¿por qué diantres no llegó todo el parque? ¿Cómo vamos a pelear con eso?”, gritó. Nadie lo sabía.  

Ese día llegó un emisario con novedades. Dio santo y seña del número de bajas y heridos en diferentes batallas. Habló de la muerte de algunos caudillos insurgentes. Contó que hubo una masacre en el pueblo de los Saltamontes donde un batallón insurrecto intentó tomar esa población, mas los federales los superaron en soldados y armas.  “Se metieron entre las patas de los caballos”, afirmaron algunos oyentes al conocer el relato.  “¡Ya vienen los federales y son como cinco mil!”, dijo con preocupación el enviado. Sin embargo, el general Solís se mostró tranquilo y desmintió al emisario. Argumentó que de acuerdo con otra versión sólo eran quinientos soldados federales.  “¡Con esos sí podemos!”, “¡Vamos ganando! ¡Viva la revolución! ¡Viva la libertad!”, exclamó con viril orgullo el coronel Hernández, encargado del discurso motivacional. Otros oficiales, por el contrario, hablaban con preocupación de las notables victorias federales. Gabino no sabía qué pensar. Separar hechos de rumores era imposible. Las gacetas publicaban: “La revuelta del norte está agonizando”, de lo que se hubiera enterado si supiera leer.

Los oficiales comenzaron a dar órdenes y contraórdenes. Un confundido Gabino preguntó a Melitón qué era lo que se escuchaba en el ir y venir de personas en la hacienda. El hombre informó: “¿No oyites que los pelones mataron con granadas a muchos, a cuántos?, ve tú a saber. También se traen una alegata por las ideas quesque anarquistas del general Solís. Y para acabarla de joder, dicen que anda cerquita la banda de los Colorados. Esos nadamas queren amolar al prójimo.”

La última instrucción a la tropa fue que debían esperar en la hacienda hasta nuevo aviso. Todos decían estar preparados para entrar en acción. Al parecer pronto se escucharía el toque de diana y la estridencia de las ametralladoras.  

 

Al día siguiente, Gabino fue al granero en donde su voz producía eco por la ausencia de granos. Ahí estaba Melitón, acostado con la panza para arriba, tomando una siesta. El muchacho ya le tenía paternal cariño al viejo. Fueron a caminar al campo, ambos pensaban que quizá era la última vez que estuvieran juntos. Cortaron unas raquíticas tunas de la nopalera y se fueron a sentar bajo un árbol. En una cerca de piedra colocaron sus sombreros.  

─Esas nubes son de agua, va a llover -afirmó Melitón, señalando el cielo─.  Vienen muy abajo y cargaditas. Ya es tiempo de la siembra de temporal. Las nubes que parecen borregos son de frío.

─¿Usté era gente de campo?

─Sí, eso fue antes de entrar a las minas. Pero le sigo teniendo querencia a la tierra.

Mientras conversaban, Gabino dibujó en la tierra un rectángulo con una rama. A la figura le agregó líneas paralelas que imitaban surcos de siembra. La agricultura fue su primer oficio antes de aprender el lenguaje de los tiros. Sentía, más que nunca, la necesidad de ser el campesino que participa en la magia de transformar la semilla en alimento.

─Me cuadran harto las parcelas llenitas de máiz –afirmó Gabino.

─Y a mí me gustan los árboles cargaditos de frutas –a Melitón se le pusieron los ojos llorosos-. Crioque pronto me van agujerar el pellejo, ya no miraré una huerta tupidita que sea mía. Por eso traigo una tristeza muy grande. Hasta me encorajino con diosito.

─Eso mesmo siento –dijo Gabino-. En la tropa semos muy machitos, aun así, antes de peliar rezamos a los santos con disimulo, quedito. Nuestras mujeres, esas sí rezan juerte, pidiendo que matemos hartos federales. Antonces, ¿por qué siempre hay un moridero tanto de los nuestros como de los pelones?

─Pos –Melitón se rascó la cabeza, buscando con este gesto invocar la sabiduría-, crioque porque los otros también rezan por lo mismo. Los santos deben ser muy acomedidos y nos dan gusto a los dos.  

─Pos sí, verda- dijo Gabino, ante la lógica indiscutible de su amigo.

─Me estoy malisiando que nos queren ver la cara de majes. Te fijas que se traen pura boruca -dijo Melitón-. Ya no hay parque pa peliar, ni comida. Cada vez semos menos, ¡hartos valientes son dijuntos!

─Y pa acabarla de joder, en los pueblos están los que se dicen Pacíficos y no queren peliar, nomás están de mirones.

Después de tales reflexiones guardaron silencio por un rato. Cada uno estuvo inmerso en sus propios pensamientos, hasta que Melitón preguntó:

─¿Qué tanto divisas a lo lejos, muchacho?

─Tengo unas ganas locas de correr y largarme a mi tierra.

─¿Pa qué te irías? Seguro ya no tienes a naiden. Yo crioque que tus hermanas jueron mancilladas. Se me afigura que los de tu familia ya son almas en pena. Eres guerfanito.

─¡Quen sabe! Son tantos años sin saber de mi madrecita –exclamó Gabino. La nostalgia le trajo la última imagen de doña Cuca, su madre, amamantaba al más pequeño de sus hermanos. Cómo olvidar a su familia reunida alrededor de un molcajete-. ¿Y si me jusilan por desertor?

─Tengo más experencia que tú en estos mitotes. Esta guerra corre igual que una gallina sin cabeza. ¡Vete! Tú que puedes. Yo, manque quiera, tengo la pata coja que me quedó de cuando dinamité el puente de las Brujas -dijo Meliton, al tiempo que se subía el pantalón para enseñar la herida de guerra-. Y me duelen todos los guesos. No ti creas, también estoy hasta el cogote de los catorrazos. Voy a estirar la pata siendo probe.  

Por la noche, el muchacho no durmió. Recordó cuando se unió a los revolucionarios, lo movió las ansias de aventura y hartazgo de la tiranía paterna. Actualmente, los golpes de su padre ya no parecían tan graves. Había perdido sentido abandonar el arado por un ideal. Ahora su yugo era un fusil. Concluyó que dejar la lucha no era cobardía, sino cansancio.

 

Varios días después recibieron órdenes de desmantelar el cuartel para marchar al norte, a la ciudad de Chihuahua.  “Tropas federales se están movilizando y nos van a caer”, dijeron. A Gabino le pareció claro que vivía el ocaso de aquella guerra. En vez de seguir al batallón, se despidió de su amigo, mas no de Eufrosina. Caminó por los rieles hasta trepar al ferrocarril que lo llevaría al centro del país. En el camino tuvo tiempo de reflexionar: ¿quién ganó?, ¿qué ganaron?, ¿dónde estaba la tierra prometida o la intangible libertad soñada? Por lo que a él respecta, el ganador indiscutible de esa revolución fue el hambre.  

 


Paty Ruíz es integrante del Taller Literario Diezmo de Palabras en Celaya, Gto.

https://diezmodepalabras.com/patricia-ruiz.html

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