Las hadas verdaderas son de madera y alambre
Julio Edgar Méndez
Un anciano rey estaba
preocupado por las constantes quejas que llegaban de todas partes de su país.
Era un reino muy pequeño. Se podía recorrer a pie, empezabas el lunes y lo
terminabas el jueves. Había un bosque, tres lagos, seis montañas, dos valles sembrados
con frutas, flores, legumbres y algodón de azúcar. No tenía mar, ni playas, ni
barcos piratas.
Todos los
habitantes vivían más o menos felices, porque unos cuantos ciudadanos vivían
mejor que otros. Pocos eran ricos y muchos eran pobres. Así que al rey le
llegaban quejas de los abusos de los ricos. Solo que, como estaba ya muy
viejito, no podía ir a ver personalmente los problemas. Sus consejeros y las
personas que ocupaban los cargos públicos casi no le informaban lo que pasaba,
creían que era mejor dejarlo descansar en la ignorancia.
Se le
ocurrió una idea: Les pediría a sus tres hijos, porque no tenía hijas, que
recorrieran el país y observaran lo que sucedía y conocieran personalmente el
motivo de las quejas de los ciudadanos. Para motivarlos, les dijo que ya era
momento de pensar en la sucesión del reino. Así que, debían buscar una esposa,
conocer bien el país y proponer soluciones para mejorar las condiciones de
todos los habitantes. Así que llamó a sus consejeros, al primer ministro, al
director del tesoro y a sus hijos para darles la noticia.
—Hijos
míos –dijo el viejito con voz cansada–, ya es tiempo de que alguno de ustedes
se haga cargo del reino. Voy a heredar mi trono a quien sea capaz de lograr el
siguiente reto. Aquí están los testigos para que todo se haga conforme a la ley
de nuestro país.
Los
príncipes debían emprender un viaje recorriendo todo el reino. Empezarían en el
bosque, luego los tres lagos, las seis montañas, los dos valles sembrados con
frutas, flores, legumbres y algodón de azúcar. Y no tendrían que visitar el
mar, ni las playas, ni los barcos de piratas porque en ese país no los había.
Deberían documentar todo lo que vieran, lo bueno y lo malo, escuchar a los
habitantes y conocer el motivo de sus quejas.
La única
regla, muy importante, era viajar solos, a pie, sin sus guardias ni asistentes
y, además, debían buscar una posible esposa. Al hijo que volviera con los
mejores planes y una futura pareja, el rey le daría el reino cuando muriera.
Así que los tres príncipes
salieron a recorrer el país entero. El hijo mayor comenzaría el lunes, el hijo
mediano lo haría el martes y el más pequeño en miércoles.
El hijo
mayor era muy valiente y siempre andaba en pleitos para demostrar su valor.
El hijo
mediano siempre andaba muy bien vestido, comía en los mejores lugares y usaba
los mejores y más finos caballos.
El hijo
menor, que no le gustaban los pleitos ni gastar tanto dinero en caballos,
comida o ropa, prefería estudiar y platicar con toda la gente porque decía que
siempre se aprende algo de alguien.
Cuando el hijo mayor salió
del castillo, se le olvidó llevar un mapa, y como estaba acostumbrado a que
alguien le dijera por dónde ir, no tardó mucho en extraviarse. Andaba bien
perdido y con más hambre conforme pasaban las horas. Pronto llegó la noche y no
tenía la menor idea de dónde estaba y qué hacer para comer. Creía que sería
fácil cazar un venado de los muchos que abundaban en el bosque, pero como no
había quién asustara a los venados para que pasaran junto a él, pues no había
visto ni cazado algo. Ni siquiera un conejo.
Desesperado
y con hambre, empezó a maldecir a los árboles, que ni lo escuchaban, a los
animales, que no se veían por alguna parte y, finalmente, se puso a llorar de
coraje. Justo cuando estaba llorando y con rabia pateaba el suelo, escuchó una
voz que le decía:
—¿Necesitas
ayuda?
El
príncipe se limpió inmediatamente las lágrimas y con voz firme, dijo:
—El hijo
del rey no necesita nada, pero puedo comprarlo si tienes algo de comida.
—Tengo
comida, pero no está en venta, no es dinero lo que necesito –dijo la voz–.
El
príncipe seguía sin ver quién hablaba, pero era una voz de mujer, una voz muy
suave.
—Entonces,
¿qué necesitas? Yo te puedo dar lo que quieras por comida.
—Solo
quiero tu promesa de que me ayudarás a salir del bosque.
—Pues si
estás perdida, no te puedo ayudar porque yo tampoco sé dónde estoy, pero tengo
dinero y con él puedes pagarle a alguien más para que te saque de aquí, o más
bien, nos saque a los dos de aquí.
—Yo sí sé
cómo salir de aquí, el problema es que estoy atada con cadenas y no puedo
moverme de este sitio. Aquí tengo de todo y hay mucha comida, que yo no
necesito.
Entonces
el príncipe se acercó hacia donde salía la voz y casi brincó de la sorpresa.
Pero como era muy valiente no gritó ni se echó a correr. Ahí, frente a él,
¡estaba una mujer de palo! Parecía un espantapájaros con el pelo de alambre.
Alrededor
de los palos, que parecían las piernas, tenía una gran cadena que la sujetaba a
un enorme aro de acero. Podía moverse a gran distancia, pero no muy lejos. Un
poco hacia el fondo había una choza muy pequeña que debía ser la casa de esta
mujer de palo. El príncipe le dijo que aceptaba el trato. Si ella le daba de
comer, él la sacaría del bosque. Entonces la mujer, cojeando un poco por el
peso de la enorme cadena, entró a la casa y trajo de vuelta varios platillos
con una comida muy sabrosa.
Una vez
que el príncipe comió, le pidió a Dru, que así le dijo ella que se llamaba, que
le dibujara en la tierra el camino para salir del bosque.
—Así,
mientras aprendo el camino -dijo el príncipe-, te quito la cadena y te saco del
bosque.
Dru le
hizo un dibujo y le dio las instrucciones para salir de ahí, mientras aquel
hacía esfuerzos como de que intentaba zafar la cadena de la roca. Pero
entonces, cuando vio por el mapita que no era tan difícil salir de ahí, aventó
la cadena y le dijo a la mujer de palo con una gran carcajada:
—¡Ahí te
quedas, espantapájaros! Eres tan fea que no sé para qué quieres salir de aquí.
Ni para leña sirves por flaca.
Y siguió
su camino.
El segundo príncipe, que
empezó su viaje el martes, también se perdió y llegó al mismo lugar donde
estaba la mujer de palo. Cuando el joven vio a Dru, comenzó a gritar y a
decirle:
—¡Fuchi!,
¡fuchi! –como si fuera un animal–. Pero como tenía mucha hambre, también aceptó
el trato de sacarla de ahí a cambio de comida y un mapa. Pero Dru le dijo que
otro hombre le había prometido lo mismo y sólo se burló de ella, así que
necesitaba su palabra de que sí la ayudaría. El príncipe le dio su palabra.
Después de comer y que ella le dijera como salir de ahí, la aventó a un lado y
la amenazó con quemarla.
—La única
razón de que no te quemo –dijo el príncipe mediano–, es porque realmente tu
comida es muy rica y cuando yo sea el rey voy a llevarte de esclava al palacio
para que seas mi cocinera.
Y se fue.
El tercer príncipe, que
amaba mucho a su padre, comenzó su viaje el miércoles. Pensaba en todas las
cosas que la gente le comentaba sobre el reino. Aunque había tierras, no podían
sembrar porque nadie les prestaba para comprar semillas. Había mucha agua, pero
los ricos y los amigos de sus hermanos príncipes, la desviaban solo para sus
tierras. Y muchos problemas más de los que el rey no se daba cuenta porque
nadie le decía nada, pensando que era mejor que el viejito rey descansara en
paz.
Como el
jovencito conocía casi todo el reino, no se perdió igual que sus hermanos, pero
decidió ir a una parte del bosque donde nunca antes había estado. Y también se
encontró con Dru, la mujer de palo.
Ella le
aventó piedras y le pidió que no se acercara porque le lanzaría un hechizo que
lo volvería sapo. Pero como el joven príncipe no era temeroso, se acercó más y
entonces la vio. Pobrecita cosa, parecía una escoba con ropa y cabello de
alambre. Él Le preguntó por qué estaba así y ella dijo que no sabía. Dru no
recordaba nada de su vida excepto estar encadenada en ese lugar.
Compadecido
de la mujer, el joven le dijo que le gustaría ayudarla, a pesar de que tenía
mucha hambre y estaba buscando algo de caza para poder comer. Entonces ella le
dijo que podía darle de comer si él le prometía sacarla de ahí. El príncipe le
dijo que no era necesario que ella hiciera algo por él, sólo la ayudaría porque
no le gustaba ver a nadie sufriendo. Así que sacó de su mochila una pieza de
fierro y con ella hizo palanca entre los aros de la cadena para liberarla de
los pies. Cuando le tocó la pierna de palo, ella gritó de dolor.
—Si me
tocan me duele muchísimo, por eso es que no puedo jalar yo misma la cadena,
aparte de que me puedo quebrar muy fácilmente.
Entonces,
con mucho cuidado, el joven comenzó a limar poco a poco los eslabones. Como
tardarían mucho, Dru le dijo que ella le daría mientras de comer. La comida era
muy sabrosa, conversaron un buen rato y entonces comenzó a llover.
—¡Rápido!
–dijo Dru– métete a la casa, la lluvia me afecta muchísimo porque me hincho y
me duele más la cadena.
Se
metieron a la casa y entonces el príncipe quedó muy sorprendido. La casita
estaba muy limpia y era muy linda. Con ramas, hojas, flores y pétalos la mujer
de palo había construido una casita muy bella. Había nidos de pájaros, ardillas
y mariposas que parecían pinturas. Un pequeño fuego dentro de una chimenea
tenía una cazuelita donde estaba el guisado que ella le diera a probar.
—¿Como cazas la comida? –preguntó el príncipe–.
—No cazo
la comida, lo que estás comiendo son hongos y vegetales que siembro aquí mismo,
atrás de la casa. Yo no como, no puedo, preparo la comida por gusto y para los
animalitos que siempre me visitan.
Así que
siguieron platicando toda la tarde mientras llovía. Ella sabía mucho de
animales y de siembras y le dijo que había descubierto que hay una relación
entre los meses del año y la forma de sembrar. Conocía perfectamente cada
planta, árbol, fruto o semilla de su alrededor. Incluso, le dijo, que
observando a los animales se puede saber si una cosecha es buena o mala. Pero
de ella misma no recordaba nada. Con cada tema que hablaban, el joven príncipe
se interesaba más y más en Dru. Por momentos le parecía ver que sus ojos
cambiaban de color. El cabello de metal parecía menos áspero y la voz más
dulce.
Poco a
poco se fue quedando dormido por el cansancio. Entre sueños veía a Dru muy
distinta, el cabello era muy negro, los ojos de un café claro muy brillante y
el cuerpo no era de madera, por el contrario, era un cuerpo normal, de una
mujer muy linda. Al despertar, se dio cuenta de que Dru ya no tenía la cadena
que la sujetaba y estaba cantando mientras preparaba el desayuno.
Ella le
dijo que, como premio a su bondad, le había preparado comida para un largo
camino y le diría a todos los animales que conocía, que estuvieran cerca de él
por si llegaba a necesitar algo. El príncipe le preguntó que a donde iría ahora
que era libre, pero ella no sabía qué contestar porque aún le parecía un sueño
el ser libre.
El joven le dijo que lo
acompañara a recorrer el reino ya que como ella sabía tanto y de tantas cosas
le sería de mucha ayuda. Dru aceptó con mucho gusto y los dos salieron del
bosque a los caminos.
Lo que no
pensaron, es que Dru era tan extraña de apariencia, que la gente que los veía
inmediatamente se alejaba gritando o les aventaba piedras sin darles
oportunidad de explicar nada. Al acercarse a una pequeña aldea, la gente empezó
a decir que estaban embrujados, que él era un hechicero y cosas así.
Les
aventaron muchas piedras y la gente comenzó a pegarles. Dru gritaba mucho
porque cuando la tocaban era un dolor muy fuerte. El joven príncipe le decía a
la gente que él era el hijo del rey, pero no le creían, porque decían que ya
habían pasado por ahí los hijos del rey y eran muy distintos.
—¡Ellos
viajan con sus asistentes y en buenos caballos y tú pareces un pordiosero! –le
gritaban–.
Así que
el más pequeño de los hijos del rey se enteró de que sus hermanos hacían
trampa.
A gritos,
Dru les dijo que los convertiría en sapos si no los dejaban en paz y la gente
se alejó, todavía les siguieron un tramo de camino hasta que se perdieron al
internarse de nuevo en el bosque.
Todas
estas cosas le hacían pensar al joven príncipe que algo estaba mal en el reino
y es que tal vez la pobreza también era culpable de la ignorancia.
Mientras
seguían caminando de nuevo, Dru le contó de los otros dos jóvenes parecidos a
él, se habían burlado de ella cuando les pidió que la ayudaran. Pasaron los
días y cada vez platicaban más de otras cosas, incluso ya la gente comenzaba a
dejar de molestarlos al ver que Dru no era ni bruja ni mala, pero nadie
recordaba haberla visto antes.
Y
caminando, caminando, llegaron de vuelta al palacio. Una vez ahí, el Rey
recibió a sus tres hijos, que ya habían vuelto todos y los dos mayores le
presentaron a sus prometidas.
El Rey
felicitó al hijo mayor porque trajo a una mujer muy rica, de otro reino. Al
segundo también lo felicitó porque trajo a una mujer muy bella, de un reino
algo más lejano. Pero al ver a la mujer que acompañaba al más pequeño, sólo le
dijo:
—Ay,
hijo, de veras que eres un buen muchacho, siempre ayudando a los débiles y a
los pobres. En fin, ya veremos quién se queda con el reino.
No le dio
tiempo al príncipe de explicarle que Dru no era su novia, sino que la trajo
para que ayudara en las tierras con los campesinos. El Rey ya tenía todo
preparado para las bodas y las pruebas que debían pasar las futuras esposas y
sus hijos para heredar el reino.
El
anciano rey decía que un hombre inteligente y capaz escoge una esposa igual,
así que, para no dejarse llevar por el amor de padre, elegiría a su sucesor de
acuerdo a la capacidad de sus futuras nueras. Les pidió que escogieran una
propiedad, de las muchas que había cerca del palacio, la decoraran como la casa
de un príncipe y le prepararan un banquete digno de ganarse un reino.
La mujer
del hijo mayor escogió un palacio enorme y lleno de sirvientes. Decoró el lugar
con muebles de oro y plata, con lujo y esplendor. Luego organizó un banquete al
que invitó a todos los ricos de aquellas tierras y sirvieron la comida más cara
que pudieron preparar sus muchas cocineras.
El rey
dijo: —¡Qué gran fiesta!
La
prometida del segundo hijo, escogió un palacio con muchas torres y lo llenó de
muchos guardias, todos con uniformes muy bonitos y muy vistosos. Ella se compró
vestidos de todo el mundo y a cada hora se cambiaba de ropa. Vinieron
peluqueros de los más caros y la arreglaron con tanto esmero, que quedó como
toda una reina. El hijo del rey, mientras tanto, se encargó de que en la cocina
hicieran la comida más abundante que pudieran.
El día
del banquete, el Rey dijo: —¡Qué gran comida!
Y el hijo más pequeño, que
no sabía qué hacer porque ni Dru era su novia, ni le interesaban los banquetes
y los lujos inútiles, le preguntó a la mujer de palo cómo iban a resolver todo
este lío y aparte ayudar a su padre que ya era muy anciano y sus hijos mayores
sólo estaban interesados en el dinero y el poder.
Ella le
dijo que no se preocupara, pero él no estaba muy tranquilo. Ya con los días de
conocerla había notado que de veras era muy inteligente y bondadosa y el joven
se sentía muy bien con ella y Dru también lo veía con ojos distintos, pero esto
no servía de nada porque seguía siendo de palo y de alambre. El joven príncipe
decidió confiar en ella y mientras preparaba todo, él se fue a ayudarle a su
papá a revisar el reino y los problemas que todos los días se presentaban.
Sobre todo, ahora que trajo anotadas en su libreta cada una de las quejas de
los ciudadanos y la manera de resolverlas.
Dru
escogió una casa muy linda en una pequeña colina desde donde se veía el palacio
del rey y casi todo el pueblo donde vivían. De esa manera, decía, podrían saber
si al rey se le ofrecía algo o a alguna persona del pueblo. No buscó cocineras
ni sirvientes, sino que se puso a decorar ella misma la casa. Pero como era tan
amable y bondadosa, algunas mujeres le ayudaban de vez en cuando. Dru buscó
muebles muy cómodos y que no fueran caros pero muy bonitos. Preparó una comida
muy sabrosa y abundante, porque dijo:
—Si
le gusta al rey, seguro le gustará que también su familia y todo el pueblo la
pruebe, sobre todo los pobres, que son muchos.
Así llegó
el día del banquete y Dru le pidió al príncipe menor que invitara a sus
hermanos y a sus futuras esposas y a todos los del pueblo que quisieran
asistir. El Rey estaba algo desconcertado con tanta gente, pero al sentarse en
los muebles del comedor le encantaron por cómodos y se puso de buen humor.
A los hermanos príncipes les
disgustaba estar cerca de la mujer de palo porque se habían burlado de ella y
consideraban a su hermano menor un tonto, por no haber hecho lo mismo que ellos
y dejarla abandonada en el camino.
Las
futuras esposas de los príncipes estaban molestas porque a una le chocaba la
modestia de la casa, la falta de criados y la fealdad de Dru. A la otra le
molestaba ver a los pobres comer con ellos porque le daban asco. Tenía miedo de
que algo les pasara porque no había guardias cuidando la casa. Pero al hijo
menor la comida le encantaba, la casa lo hacía sentirse muy cómodo y a gusto y
le parecía correcto que también los invitados pobres tuvieran algo sabroso que
comer en ese día especial. Y no le importaba que Dru fuese de palo, porque su
corazón era suave y era dulce. El rey dijo:
—¡Qué buena comida, qué conversación tan agradable, qué casa tan linda y qué mujer tan amable! Mañana les diré mi decisión.
Al otro día, las futuras
esposas llegaron al palacio del rey. La novia del hijo mayor venía llena de
joyas para demostrar cómo debe verse una reina. La prometida del segundo hijo
venia con muchos adornos en el pelo y mucho maquillaje en la cara, porque decía
que así debe verse una reina. Y Dru, con el cuerpo de palo, como escoba, con
los cabellos de alambre, venía con un vestido sencillo pero muy bonito y con
una sonrisa muy contagiosa. Ella le dijo al príncipe más joven,
—Pase lo
que pase, el Rey siempre tiene la razón.
Entonces
el rey dijo:
—Hijos
míos, he tomado mi decisión. El mayor de ustedes tendrá una esposa elegante que
lo hará muy feliz con tanto lujo y derroche, por eso no le dejo el reino,
porque no le duraría mucho tiempo. Mi segundo hijo será muy feliz con su bella
esposa y tendrán hijos muy bonitos llenos de mucha seguridad, por eso no le
dejo el reino, porque usarán tantos guardias para cuidarse que van a descuidar
al pueblo. Y mi hijo pequeño, que siempre ha demostrado ser más inteligente,
escogió a la mejor mujer porque es sabia, trabajadora, precavida, y quiere
tanto a mi hijo, que a pesar de las burlas que todo el mundo le hace a ella y a
él, Dru a todos los trata con amabilidad y se ha ganado el amor y la confianza
de mi pueblo, aún más que yo mismo. El reino será para mi hijo menor.
Unos
aplaudieron y otros se quejaron, pero la decisión estaba tomada.
Esa misma
semana se casaron las dos parejas mayores, pero el más joven estaba un poco
triste. Se había dado cuenta de que amaba a Dru, pero ella era como una escoba
y ni siquiera podía tocarla porque le producía dolor.
Dru le
dijo que ella se había enamorado de él, aunque entendía que no era posible que
ellos fueran una pareja. ¿Cómo se vería que el futuro rey se casara con una
escoba? Una noche, mientras todos dormían, la mujer de palo salió despacito de
su casa y se volvió al bosque.
Cuando el
joven príncipe se enteró, la fue buscar hasta que le encontró. Dru estaba
sentada junto a un pequeño arroyo de agua cristalina. La luz del sol hacía
brillar su cabello. El joven se acercó, incrédulo, porque en ese momento, los
hombros de la joven se ensancharon, el cabello creció y se hizo de un color
negro brillante. Dru volteó a verlo y su rostro ya no era de madera. Tenía los
mismos ojos inteligentes, la sonrisa bondadosa y el cuerpo como cualquier
mujer.
Tal vez solo era necesario
ver más allá de lo aparente. Porque nadie encontró una explicación porqué Dru
antes era de palo y dejó de serlo.
Esta historia me la contó mi
mamá, Sarita, cuando yo era niño. Ella me enseñó que las hadas verdaderas
también son de madera y de alambre, de cepillos, escobas y trapeadores, de sopa
caliente en medio del frío, de risas, de besos y abrazos. De noches enteras
cuidando a sus hijos enfermos, llenas de amor, de paciencia y de cuentos.
FIN
Julio Edgar Méndez es coordinador del Taller Literario Diezmo de Palabras.
Este cuento forma parte del libro Cuentos para no caerse de la cama de 2024.
Disponible en Amazon.
También se encuentra publicado en el libro Las hadas verdaderas son de madera y alambre.
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