domingo, 2 de noviembre de 2025

Las hadas verdaderas son de madera y alambre



 Las hadas verdaderas son de madera y alambre

Julio Edgar Méndez


Un anciano rey estaba preocupado por las constantes quejas que llegaban de todas partes de su país. Era un reino muy pequeño. Se podía recorrer a pie, empezabas el lunes y lo terminabas el jueves. Había un bosque, tres lagos, seis montañas, dos valles sembrados con frutas, flores, legumbres y algodón de azúcar. No tenía mar, ni playas, ni barcos piratas.

Todos los habitantes vivían más o menos felices, porque unos cuantos ciudadanos vivían mejor que otros. Pocos eran ricos y muchos eran pobres. Así que al rey le llegaban quejas de los abusos de los ricos. Solo que, como estaba ya muy viejito, no podía ir a ver personalmente los problemas. Sus consejeros y las personas que ocupaban los cargos públicos casi no le informaban lo que pasaba, creían que era mejor dejarlo descansar en la ignorancia.

Se le ocurrió una idea: Les pediría a sus tres hijos, porque no tenía hijas, que recorrieran el país y observaran lo que sucedía y conocieran personalmente el motivo de las quejas de los ciudadanos. Para motivarlos, les dijo que ya era momento de pensar en la sucesión del reino. Así que, debían buscar una esposa, conocer bien el país y proponer soluciones para mejorar las condiciones de todos los habitantes. Así que llamó a sus consejeros, al primer ministro, al director del tesoro y a sus hijos para darles la noticia.

—Hijos míos –dijo el viejito con voz cansada–, ya es tiempo de que alguno de ustedes se haga cargo del reino. Voy a heredar mi trono a quien sea capaz de lograr el siguiente reto. Aquí están los testigos para que todo se haga conforme a la ley de nuestro país.

Los príncipes debían emprender un viaje recorriendo todo el reino. Empezarían en el bosque, luego los tres lagos, las seis montañas, los dos valles sembrados con frutas, flores, legumbres y algodón de azúcar. Y no tendrían que visitar el mar, ni las playas, ni los barcos de piratas porque en ese país no los había. Deberían documentar todo lo que vieran, lo bueno y lo malo, escuchar a los habitantes y conocer el motivo de sus quejas.

La única regla, muy importante, era viajar solos, a pie, sin sus guardias ni asistentes y, además, debían buscar una posible esposa. Al hijo que volviera con los mejores planes y una futura pareja, el rey le daría el reino cuando muriera.

Así que los tres príncipes salieron a recorrer el país entero. El hijo mayor comenzaría el lunes, el hijo mediano lo haría el martes y el más pequeño en miércoles.

El hijo mayor era muy valiente y siempre andaba en pleitos para demostrar su valor.

El hijo mediano siempre andaba muy bien vestido, comía en los mejores lugares y usaba los mejores y más finos caballos.

El hijo menor, que no le gustaban los pleitos ni gastar tanto dinero en caballos, comida o ropa, prefería estudiar y platicar con toda la gente porque decía que siempre se aprende algo de alguien.

Cuando el hijo mayor salió del castillo, se le olvidó llevar un mapa, y como estaba acostumbrado a que alguien le dijera por dónde ir, no tardó mucho en extraviarse. Andaba bien perdido y con más hambre conforme pasaban las horas. Pronto llegó la noche y no tenía la menor idea de dónde estaba y qué hacer para comer. Creía que sería fácil cazar un venado de los muchos que abundaban en el bosque, pero como no había quién asustara a los venados para que pasaran junto a él, pues no había visto ni cazado algo. Ni siquiera un conejo.

Desesperado y con hambre, empezó a maldecir a los árboles, que ni lo escuchaban, a los animales, que no se veían por alguna parte y, finalmente, se puso a llorar de coraje. Justo cuando estaba llorando y con rabia pateaba el suelo, escuchó una voz que le decía:

—¿Necesitas ayuda?

El príncipe se limpió inmediatamente las lágrimas y con voz firme, dijo:

—El hijo del rey no necesita nada, pero puedo comprarlo si tienes algo de comida.

—Tengo comida, pero no está en venta, no es dinero lo que necesito –dijo la voz–.

El príncipe seguía sin ver quién hablaba, pero era una voz de mujer, una voz muy suave.

—Entonces, ¿qué necesitas? Yo te puedo dar lo que quieras por comida.

—Solo quiero tu promesa de que me ayudarás a salir del bosque.

—Pues si estás perdida, no te puedo ayudar porque yo tampoco sé dónde estoy, pero tengo dinero y con él puedes pagarle a alguien más para que te saque de aquí, o más bien, nos saque a los dos de aquí.

—Yo sí sé cómo salir de aquí, el problema es que estoy atada con cadenas y no puedo moverme de este sitio. Aquí tengo de todo y hay mucha comida, que yo no necesito.

 

Entonces el príncipe se acercó hacia donde salía la voz y casi brincó de la sorpresa. Pero como era muy valiente no gritó ni se echó a correr. Ahí, frente a él, ¡estaba una mujer de palo! Parecía un espantapájaros con el pelo de alambre.

            Alrededor de los palos, que parecían las piernas, tenía una gran cadena que la sujetaba a un enorme aro de acero. Podía moverse a gran distancia, pero no muy lejos. Un poco hacia el fondo había una choza muy pequeña que debía ser la casa de esta mujer de palo. El príncipe le dijo que aceptaba el trato. Si ella le daba de comer, él la sacaría del bosque. Entonces la mujer, cojeando un poco por el peso de la enorme cadena, entró a la casa y trajo de vuelta varios platillos con una comida muy sabrosa.

Una vez que el príncipe comió, le pidió a Dru, que así le dijo ella que se llamaba, que le dibujara en la tierra el camino para salir del bosque.

—Así, mientras aprendo el camino -dijo el príncipe-, te quito la cadena y te saco del bosque.

Dru le hizo un dibujo y le dio las instrucciones para salir de ahí, mientras aquel hacía esfuerzos como de que intentaba zafar la cadena de la roca. Pero entonces, cuando vio por el mapita que no era tan difícil salir de ahí, aventó la cadena y le dijo a la mujer de palo con una gran carcajada:

—¡Ahí te quedas, espantapájaros! Eres tan fea que no sé para qué quieres salir de aquí. Ni para leña sirves por flaca.

Y siguió su camino.

 

El segundo príncipe, que empezó su viaje el martes, también se perdió y llegó al mismo lugar donde estaba la mujer de palo. Cuando el joven vio a Dru, comenzó a gritar y a decirle:

—¡Fuchi!, ¡fuchi! –como si fuera un animal–. Pero como tenía mucha hambre, también aceptó el trato de sacarla de ahí a cambio de comida y un mapa. Pero Dru le dijo que otro hombre le había prometido lo mismo y sólo se burló de ella, así que necesitaba su palabra de que sí la ayudaría. El príncipe le dio su palabra. Después de comer y que ella le dijera como salir de ahí, la aventó a un lado y la amenazó con quemarla.

—La única razón de que no te quemo –dijo el príncipe mediano–, es porque realmente tu comida es muy rica y cuando yo sea el rey voy a llevarte de esclava al palacio para que seas mi cocinera.

Y se fue.

 

 

El tercer príncipe, que amaba mucho a su padre, comenzó su viaje el miércoles. Pensaba en todas las cosas que la gente le comentaba sobre el reino. Aunque había tierras, no podían sembrar porque nadie les prestaba para comprar semillas. Había mucha agua, pero los ricos y los amigos de sus hermanos príncipes, la desviaban solo para sus tierras. Y muchos problemas más de los que el rey no se daba cuenta porque nadie le decía nada, pensando que era mejor que el viejito rey descansara en paz.

Como el jovencito conocía casi todo el reino, no se perdió igual que sus hermanos, pero decidió ir a una parte del bosque donde nunca antes había estado. Y también se encontró con Dru, la mujer de palo.

Ella le aventó piedras y le pidió que no se acercara porque le lanzaría un hechizo que lo volvería sapo. Pero como el joven príncipe no era temeroso, se acercó más y entonces la vio. Pobrecita cosa, parecía una escoba con ropa y cabello de alambre. Él Le preguntó por qué estaba así y ella dijo que no sabía. Dru no recordaba nada de su vida excepto estar encadenada en ese lugar.

Compadecido de la mujer, el joven le dijo que le gustaría ayudarla, a pesar de que tenía mucha hambre y estaba buscando algo de caza para poder comer. Entonces ella le dijo que podía darle de comer si él le prometía sacarla de ahí. El príncipe le dijo que no era necesario que ella hiciera algo por él, sólo la ayudaría porque no le gustaba ver a nadie sufriendo. Así que sacó de su mochila una pieza de fierro y con ella hizo palanca entre los aros de la cadena para liberarla de los pies. Cuando le tocó la pierna de palo, ella gritó de dolor.

—Si me tocan me duele muchísimo, por eso es que no puedo jalar yo misma la cadena, aparte de que me puedo quebrar muy fácilmente.

Entonces, con mucho cuidado, el joven comenzó a limar poco a poco los eslabones. Como tardarían mucho, Dru le dijo que ella le daría mientras de comer. La comida era muy sabrosa, conversaron un buen rato y entonces comenzó a llover.

—¡Rápido! –dijo Dru– métete a la casa, la lluvia me afecta muchísimo porque me hincho y me duele más la cadena.

Se metieron a la casa y entonces el príncipe quedó muy sorprendido. La casita estaba muy limpia y era muy linda. Con ramas, hojas, flores y pétalos la mujer de palo había construido una casita muy bella. Había nidos de pájaros, ardillas y mariposas que parecían pinturas. Un pequeño fuego dentro de una chimenea tenía una cazuelita donde estaba el guisado que ella le diera a probar.

—¿Como cazas la comida? –preguntó el príncipe–.

—No cazo la comida, lo que estás comiendo son hongos y vegetales que siembro aquí mismo, atrás de la casa. Yo no como, no puedo, preparo la comida por gusto y para los animalitos que siempre me visitan.

Así que siguieron platicando toda la tarde mientras llovía. Ella sabía mucho de animales y de siembras y le dijo que había descubierto que hay una relación entre los meses del año y la forma de sembrar. Conocía perfectamente cada planta, árbol, fruto o semilla de su alrededor. Incluso, le dijo, que observando a los animales se puede saber si una cosecha es buena o mala. Pero de ella misma no recordaba nada. Con cada tema que hablaban, el joven príncipe se interesaba más y más en Dru. Por momentos le parecía ver que sus ojos cambiaban de color. El cabello de metal parecía menos áspero y la voz más dulce.

Poco a poco se fue quedando dormido por el cansancio. Entre sueños veía a Dru muy distinta, el cabello era muy negro, los ojos de un café claro muy brillante y el cuerpo no era de madera, por el contrario, era un cuerpo normal, de una mujer muy linda. Al despertar, se dio cuenta de que Dru ya no tenía la cadena que la sujetaba y estaba cantando mientras preparaba el desayuno.

Ella le dijo que, como premio a su bondad, le había preparado comida para un largo camino y le diría a todos los animales que conocía, que estuvieran cerca de él por si llegaba a necesitar algo. El príncipe le preguntó que a donde iría ahora que era libre, pero ella no sabía qué contestar porque aún le parecía un sueño el ser libre.

 

 

El joven le dijo que lo acompañara a recorrer el reino ya que como ella sabía tanto y de tantas cosas le sería de mucha ayuda. Dru aceptó con mucho gusto y los dos salieron del bosque a los caminos.

Lo que no pensaron, es que Dru era tan extraña de apariencia, que la gente que los veía inmediatamente se alejaba gritando o les aventaba piedras sin darles oportunidad de explicar nada. Al acercarse a una pequeña aldea, la gente empezó a decir que estaban embrujados, que él era un hechicero y cosas así.

Les aventaron muchas piedras y la gente comenzó a pegarles. Dru gritaba mucho porque cuando la tocaban era un dolor muy fuerte. El joven príncipe le decía a la gente que él era el hijo del rey, pero no le creían, porque decían que ya habían pasado por ahí los hijos del rey y eran muy distintos.

—¡Ellos viajan con sus asistentes y en buenos caballos y tú pareces un pordiosero! –le gritaban–.

Así que el más pequeño de los hijos del rey se enteró de que sus hermanos hacían trampa.

A gritos, Dru les dijo que los convertiría en sapos si no los dejaban en paz y la gente se alejó, todavía les siguieron un tramo de camino hasta que se perdieron al internarse de nuevo en el bosque.

Todas estas cosas le hacían pensar al joven príncipe que algo estaba mal en el reino y es que tal vez la pobreza también era culpable de la ignorancia.

Mientras seguían caminando de nuevo, Dru le contó de los otros dos jóvenes parecidos a él, se habían burlado de ella cuando les pidió que la ayudaran. Pasaron los días y cada vez platicaban más de otras cosas, incluso ya la gente comenzaba a dejar de molestarlos al ver que Dru no era ni bruja ni mala, pero nadie recordaba haberla visto antes.

Y caminando, caminando, llegaron de vuelta al palacio. Una vez ahí, el Rey recibió a sus tres hijos, que ya habían vuelto todos y los dos mayores le presentaron a sus prometidas.

El Rey felicitó al hijo mayor porque trajo a una mujer muy rica, de otro reino. Al segundo también lo felicitó porque trajo a una mujer muy bella, de un reino algo más lejano. Pero al ver a la mujer que acompañaba al más pequeño, sólo le dijo:

—Ay, hijo, de veras que eres un buen muchacho, siempre ayudando a los débiles y a los pobres. En fin, ya veremos quién se queda con el reino.

No le dio tiempo al príncipe de explicarle que Dru no era su novia, sino que la trajo para que ayudara en las tierras con los campesinos. El Rey ya tenía todo preparado para las bodas y las pruebas que debían pasar las futuras esposas y sus hijos para heredar el reino.

El anciano rey decía que un hombre inteligente y capaz escoge una esposa igual, así que, para no dejarse llevar por el amor de padre, elegiría a su sucesor de acuerdo a la capacidad de sus futuras nueras. Les pidió que escogieran una propiedad, de las muchas que había cerca del palacio, la decoraran como la casa de un príncipe y le prepararan un banquete digno de ganarse un reino.

La mujer del hijo mayor escogió un palacio enorme y lleno de sirvientes. Decoró el lugar con muebles de oro y plata, con lujo y esplendor. Luego organizó un banquete al que invitó a todos los ricos de aquellas tierras y sirvieron la comida más cara que pudieron preparar sus muchas cocineras.

El rey dijo: —¡Qué gran fiesta!

La prometida del segundo hijo, escogió un palacio con muchas torres y lo llenó de muchos guardias, todos con uniformes muy bonitos y muy vistosos. Ella se compró vestidos de todo el mundo y a cada hora se cambiaba de ropa. Vinieron peluqueros de los más caros y la arreglaron con tanto esmero, que quedó como toda una reina. El hijo del rey, mientras tanto, se encargó de que en la cocina hicieran la comida más abundante que pudieran.

El día del banquete, el Rey dijo: —¡Qué gran comida!

 

 

Y el hijo más pequeño, que no sabía qué hacer porque ni Dru era su novia, ni le interesaban los banquetes y los lujos inútiles, le preguntó a la mujer de palo cómo iban a resolver todo este lío y aparte ayudar a su padre que ya era muy anciano y sus hijos mayores sólo estaban interesados en el dinero y el poder.

Ella le dijo que no se preocupara, pero él no estaba muy tranquilo. Ya con los días de conocerla había notado que de veras era muy inteligente y bondadosa y el joven se sentía muy bien con ella y Dru también lo veía con ojos distintos, pero esto no servía de nada porque seguía siendo de palo y de alambre. El joven príncipe decidió confiar en ella y mientras preparaba todo, él se fue a ayudarle a su papá a revisar el reino y los problemas que todos los días se presentaban. Sobre todo, ahora que trajo anotadas en su libreta cada una de las quejas de los ciudadanos y la manera de resolverlas.

Dru escogió una casa muy linda en una pequeña colina desde donde se veía el palacio del rey y casi todo el pueblo donde vivían. De esa manera, decía, podrían saber si al rey se le ofrecía algo o a alguna persona del pueblo. No buscó cocineras ni sirvientes, sino que se puso a decorar ella misma la casa. Pero como era tan amable y bondadosa, algunas mujeres le ayudaban de vez en cuando. Dru buscó muebles muy cómodos y que no fueran caros pero muy bonitos. Preparó una comida muy sabrosa y abundante, porque dijo:

            —Si le gusta al rey, seguro le gustará que también su familia y todo el pueblo la pruebe, sobre todo los pobres, que son muchos.

Así llegó el día del banquete y Dru le pidió al príncipe menor que invitara a sus hermanos y a sus futuras esposas y a todos los del pueblo que quisieran asistir. El Rey estaba algo desconcertado con tanta gente, pero al sentarse en los muebles del comedor le encantaron por cómodos y se puso de buen humor.

A los hermanos príncipes les disgustaba estar cerca de la mujer de palo porque se habían burlado de ella y consideraban a su hermano menor un tonto, por no haber hecho lo mismo que ellos y dejarla abandonada en el camino.

Las futuras esposas de los príncipes estaban molestas porque a una le chocaba la modestia de la casa, la falta de criados y la fealdad de Dru. A la otra le molestaba ver a los pobres comer con ellos porque le daban asco. Tenía miedo de que algo les pasara porque no había guardias cuidando la casa. Pero al hijo menor la comida le encantaba, la casa lo hacía sentirse muy cómodo y a gusto y le parecía correcto que también los invitados pobres tuvieran algo sabroso que comer en ese día especial. Y no le importaba que Dru fuese de palo, porque su corazón era suave y era dulce. El rey dijo:

—¡Qué buena comida, qué conversación tan agradable, qué casa tan linda y qué mujer tan amable! Mañana les diré mi decisión.

Al otro día, las futuras esposas llegaron al palacio del rey. La novia del hijo mayor venía llena de joyas para demostrar cómo debe verse una reina. La prometida del segundo hijo venia con muchos adornos en el pelo y mucho maquillaje en la cara, porque decía que así debe verse una reina. Y Dru, con el cuerpo de palo, como escoba, con los cabellos de alambre, venía con un vestido sencillo pero muy bonito y con una sonrisa muy contagiosa. Ella le dijo al príncipe más joven,

—Pase lo que pase, el Rey siempre tiene la razón.

Entonces el rey dijo:

—Hijos míos, he tomado mi decisión. El mayor de ustedes tendrá una esposa elegante que lo hará muy feliz con tanto lujo y derroche, por eso no le dejo el reino, porque no le duraría mucho tiempo. Mi segundo hijo será muy feliz con su bella esposa y tendrán hijos muy bonitos llenos de mucha seguridad, por eso no le dejo el reino, porque usarán tantos guardias para cuidarse que van a descuidar al pueblo. Y mi hijo pequeño, que siempre ha demostrado ser más inteligente, escogió a la mejor mujer porque es sabia, trabajadora, precavida, y quiere tanto a mi hijo, que a pesar de las burlas que todo el mundo le hace a ella y a él, Dru a todos los trata con amabilidad y se ha ganado el amor y la confianza de mi pueblo, aún más que yo mismo. El reino será para mi hijo menor.

Unos aplaudieron y otros se quejaron, pero la decisión estaba tomada.

Esa misma semana se casaron las dos parejas mayores, pero el más joven estaba un poco triste. Se había dado cuenta de que amaba a Dru, pero ella era como una escoba y ni siquiera podía tocarla porque le producía dolor.

Dru le dijo que ella se había enamorado de él, aunque entendía que no era posible que ellos fueran una pareja. ¿Cómo se vería que el futuro rey se casara con una escoba? Una noche, mientras todos dormían, la mujer de palo salió despacito de su casa y se volvió al bosque.

Cuando el joven príncipe se enteró, la fue buscar hasta que le encontró. Dru estaba sentada junto a un pequeño arroyo de agua cristalina. La luz del sol hacía brillar su cabello. El joven se acercó, incrédulo, porque en ese momento, los hombros de la joven se ensancharon, el cabello creció y se hizo de un color negro brillante. Dru volteó a verlo y su rostro ya no era de madera. Tenía los mismos ojos inteligentes, la sonrisa bondadosa y el cuerpo como cualquier mujer.

Tal vez solo era necesario ver más allá de lo aparente. Porque nadie encontró una explicación porqué Dru antes era de palo y dejó de serlo.

 

Esta historia me la contó mi mamá, Sarita, cuando yo era niño. Ella me enseñó que las hadas verdaderas también son de madera y de alambre, de cepillos, escobas y trapeadores, de sopa caliente en medio del frío, de risas, de besos y abrazos. De noches enteras cuidando a sus hijos enfermos, llenas de amor, de paciencia y de cuentos.

FIN




Julio Edgar Méndez es coordinador del Taller Literario Diezmo de Palabras. 

Este cuento forma parte del libro Cuentos para no caerse de la cama de 2024.


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También se encuentra publicado en el libro Las hadas verdaderas son de madera y alambre.


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www.julioedgarmendez.com

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