EL MAR QUE NOS ESPERA
(Fragmento)
Herminio
Martínez
El mar que nos espera es una novela histórica, que
trata sobre una hija que el Rey de España, Felipe II, “Campeón del
Catolicismo”, tuvo fuera del matrimonio con la hermana del arzobispo y virrey
de México Pedro Moya y Contreras, a la que mandó encerrar en un convento de la
Nueva España.
1
Si
yo tuviese la oportunidad de hablar de nueva cuenta con el rey, le contaría que
el príncipe de las aguas es el Mar Océano. Que no hay otro. Y que su primer
descubridor fue un Vasco Núñez de Balboa, precisamente en Panamá, allí donde es
la cintura de esta tierra y poco falta para que los dos mares se junten. Le
diría que han platicado aquí y allá de romper los obstáculos y juntar así un
mar con el otro para hacer más rápido y fácil el camino hacia el Perú. Que hay
audaces para emprender tal cometido. Sólo que también hay frailes que
consideran vana esta pretensión, porque ningún poder humano hay ni habrá en
esta vida para mover el monte que Dios interpuso entre los dos océanos y que es
un desatino querer enmendar con un canal las obras que él fincara en semejante
armonía de su paciencia. Lo mismo se dijo en los tiempos del rey Sesostris,
cuando se trabajó por unir el Nilo con el Mar Rojo, lo cual no logró por
considerar y creer que el río estaba a un nivel más bajo y que, al
comunicarlos, todo el continente de África desaparecería para siempre tragado
por las olas. Le contaría de los animales llamados aloles, que paren una sola
vez. Y de cómo los ejemplares de esta especie de simios alguna vez pelearon a
pedradas contra los arcabuces manejados por hombres que, únicamente por
rendirle honores a su gusto, los disparaban contra los monos y las monas, las
aves y los frutos, los micos y las micas, los indios y las indias. Los bellos
bosques de estas tierras procrean un universo de seres dignos de amor y de
respeto. De asombro y gratitud, como uno que es una luciérnaga, sólo que del
tamaño de un murciélago. Se le llama cocuyo y abunda en La Española o donde
haya lugares pantanosos. Mi amigo Lucas Bustos dice que son inofensivos, menos
para los moscos, a los que buscan y devoran donde sea que éstos se hallen. Que
los frailes pueden rezar maitines a su luz e ir en la espesura a confesar a
algún cristiano arrepentido a la hora de su muerte. Me imagino lo que ha de
sentirse cenar al resplandor de sus destellos.
Hacer el amor con Micaela...
Leer..., soñar..., escribir. O simplemente conversar en noches como ésta. Son
unos escarabajos con las entrañas transparentes, en las cuales, si vuelan, la
luz que llevan dentro resplandece. Y si no, están todos oscuros, escondidos del
sol en sus guaridas. Cuentan las narraciones que el olor humano los atrae, de
manera que si alguien va lejos no se pierde, a no ser que lo maten. Imagino
cómo queda el aire por donde van volando: igual que otro camino de Santiago,
nada más que en la tierra. Algunos aborígenes, en sus fiestas nocturnas, se
embarraban el cuerpo con una pasta hecha de estos cocuyos y corrían por todas
partes como seres fantásticos. A un Lope Rojas, de la villa de Aldana, lo
asustaron al punto de pedir la confesión y de jurar que había visto en danzas a
muchos diablos del infierno y que era su voluntad la de ir a pedir asilo al
convento de Segovia, donde a la postre tomó hábitos e hizo votos de servir al
de arriba con humildad de lego, seguramente con la confianza de que sus muchos
crímenes y robos que cometió allá, al lado de sus capitanes, alguna vez le
fueran perdonados. Pienso en las mazorcas que da el maíz con granos dispuestos
en hileras. Y en el pan y en los dulces que de él sacan los indios. Aparte de
ser planta crecida comúnmente mucho más que la altura de un cantueso, con hojas
semejantes a las de la caña de Castilla. Es un amor contemplarla señoreando la
hierba. Aparte, le hablaría de cómo los indios cogen agua de los ríos y la
ponen al fuego hasta que no queda sino medio azumbre de sal pura. Y del cazabe
que es hijo de la yuca. Y de cuánto esta yuca quiere emparentarse con el
cáñamo, pero no por sus varas que tanto la distinguen de los raigones y
barbales que hunde la de nosotros debajo de la tierra... Le contaría que alguna
vez un hombre me describió unas cajas construidas a manera de alquitaras para
guardar abejas. Y le diría que en algunas provincias la cera cambia de color
por razón de las flores y que acá hay más miel que toda la que pudiera
recogerse en España, Francia, Italia y Portugal, con una calidad y precio
mejores que en el África. Le hablaría del capolíe que tiene el don para
endurecer los pechos, flojos ya por la edad o el mucho manoseo. Y de las
ceibas, que tienen grietas para que las colmenas hagan miel y túneles para
resguardar a quince hombres, de la lluvia o la noche. Su altura sobrepasa la de
la torre de Toledo y su tronco es un trébede;
cuya cáscara -dicen- a los gordos los pone enjutos y a los enjutos los
engorda; y que el solo follaje de tres de ellas puede abrigar hasta diez mil
personas en un día de mercado. Le contaría de los granizos que son del tamaño
de una pera. De las nieblas y de las exhalaciones meteorológicas que desde acá
abajo vemos muy levantadas en el aire, pero que allá arriba, en lo que llaman
cordillera, caen al paso de las mulas, espantándolas y chamuscándoles los
cascos. De los montes donde se anda pisando sobre nubes y el arco iris se ve tendido
cual escabel de los peatones. Y de la alba y alta materia de la nieve, la cual
llega a subir hasta diez lanzas, que así de cruel y copiosa cae en lo alto. Y
de los huracanes, que son adversidades en las que se ahogan muchos hombres, y
abaten árboles y desmadran ríos ¡Si lo sabremos!... Le explicaría de cómo
trompican barcos, por más áncoras y cables de seguridad que a éstos se les
pongan, porque dichos engendros no son sino una colonia de demonios libres para
averiar montes y mares. Acá todo es
mar... Todo se agita en el balanceo diurno que va del Este al Oeste... Le diría
que en Panamá, en la villa Nombre de Dios, el agua se retira tanto, que uno
puede meterse por el lecho, observando y asombrándose de los mil pormenores que
los mares resguardan. Y que es tanto el deleite, que la admiración aplasta a la
codicia. Que a los que van de La Española a las Canarias se les voltea la
Tierra y tardan más y combaten contra las furias invisibles que circundan el
orbe, naturalmente por culpa de los vientos, porque hay unos que enturbian el
agua y otros que la aclaran; unos que afectan el vaivén planetario y otros que
influyen en el afán del hombre, quitándole los ánimos, dejándolo sin nada en
qué pensar...Que hay vientos que engordan los ganados y vientos que los enflaquecen
hasta verlos morir. A mí me gusta su sabor, su olor. Sea aire bravo o aire
mesurado. Venga de allá o de acá. Sople a favor o en contra. El viento es el
milagro, la volubilidad, la sotileza. Fuente para el corazón y válido recurso
para saber que no es el camino de la mar como el que se anda en suelo, pues en
éste, por el que se va, por ahí mismo se vuelve, y en el mar éste se diluye
apenas hemos avanzado. Si lo sabré yo. Si lo sabremos todos cuantos acá andamos
paseando la tristeza. Le contaría -si
hubiese la ocasión- acerca de los que van y vienen a este Nuevo Mundo donde
ranchean y hacen desórdenes por adquirir más y más oro. De esas puntas de
niebla, festoneadas por débiles relumbres. Del escenario de las sombras. De
todos mis años transcurridos, que he visto correr de enero a enero. Del
invierno hacia la primavera. Desde cuando mis padres y yo aún vivíamos en
España, hasta este mar de días y de noches en que navega mi alma vestida ya de
serenidad más que de angustia. Le hablaría de estas patrias a las que muchos
vinieron cargados de obras tan horrendas, que hoy en día no hay quien se anime
a publicarlas tal cual son, sino que siempre no falta quien les ponga su
granito de adobo, pues la mayoría de las gentes de España son amables, y hay
aquí personas de gran capacidad… Le contaría de la provincia que ellos
bautizaron con el nombre de Nuevo Reino de Granada, por ser Granada la tierra
de un capitán que allá anduvo despanzurrando reyes. Casi se ve en la narración
cuando al rey Bogotá le echaban sebo ardiente en la barriga para que les dijera
donde tenía su casa, la cual era esplendorosa por sus muchos terrados de
esmeraldas, pero él se resistía y ellos le pusieron en cada pie una herradura
de caballo y lumbre brava en el pescuezo y el ombligo, hasta que habló, mas no
para entregarles su palacio, sino antes bien para clamar en lengua suya:
"¡Oh, crueles hombres!
¿De
dónde vienen?
¿Por
qué nos tratan así?
¿Qué
les hemos hecho?".
Y
dejó salir el alma de aquellas carnes al vapor.
Me cuenta Lucas Bustos, el amigo con quien a veces suelo conversar y
beber, que en el Perú a la gente que huía les llamaban rebeldes y subían a los
montes detrás de ellos, provistos de ballestas y perros muy sabios en el
ventear y en el abrir gargantas. Me pormenoriza los nombres de todos los
señores a quienes los capitanes dieron tortura y fuego. Ellos se llamaron:
Atabaliba, señor universal. Cochilimaca, gobernador del alba y de la fina
hierba. Chambá, señor de Quito. Chapera, el vigilante del agua que murmura y de
los jardines que nunca dejan de crecer. Alvis, gran hermano de los que saben
todo. Y Cuauhtémoc, el mexicano, a quien Hernán Cortés primero le quemó los
pies durante la guerra de conquista y después hizo ahorcar en marcas de
Tabasco. Le hablaría de las armas de burla de los indios, si las comparamos con
nuestros arcabuces. Se sabe que un tirano de éstos mandó cortar las narices con
los labios hasta el mentón a todos los reos que, en lugar de acémilas,
utilizaba para sus servicios, y así fueran a publicar por todas las aldeas que
los españoles eran cristianos y sólo obedecían al rey y al papa, y que si no
los ayudaban dándoles gabelas, entonces todos los habitantes de la región
quedarían así. Y fue obra del convencimiento o del temor que todos los
moradores: niños, mujeres, mozos y maduros, vinieron a entregarse
voluntariamente al real, para ser conducidos en esclavitud a Cuba y La
Española, sin suponer cuál iba a ser su fin. En Venezuela, por ejemplo, se
venden esclavos en pública almoneda. De todo esto le hablaría al Católico –todo
de negro hasta los pies vestido-, si hubiera la ocasión.
Le
diría que el reino de Yucatán tiene trescientas leguas de boja en torno y la
gente era sin vicios y con una muy ejemplar policía de sus asuntos mientras no
llegaron los de marras a hacer oro de sus cuerpos y entregar a barrisco todo
cuanto había, por el logro nefasto que a ellos los llevaba. Que no es isla ni
es punta, como algunos pensaron, pero que ocurren unas mareas que dejan mucho
légamo y bastantes peces como para mantener a todos los españoles que por allá
andan haciendo sus agostos. Que a tres leguas abajo de quién sabe qué río, se
tomaron dos piedras de esmeralda del tamaño de un yelmo, y que unos aborígenes
contaban que a tantos soles y tantas lunas había una joya de esas a la que
había que subir por escalones que tenía labrados en su cara. Que allá comen
raíces y maíz. Que hay papagayos que aprenden a hablar mejor que un académico y
aun a recitar en latín, cual Cicerón. Que es tierra muy igual, salvo entre
Campeche y Champotón, donde se miran serrezetas y un morro de ellas que llaman
de los Diablos. Y que en la costa hay muchos pizarrales. Le diría que allí la
gente vive mucho, puesto que alguien conoció a un hombre de ciento cincuenta
años y que el invierno comienza en San Francisco y dura hasta febrero. Que
corren los nortes y nos dan catarros, principalmente a los que no somos de
aquí. Le diría cómo un caballo viejo valía más que cien muchachos. Y una orza
de aceite costaba más que cinco pueblos juntos. A veces me entra la nostalgia y
me asomo a los mares y hablo con fantasmas. Admiro tumbas y contemplo vidas.
Sobre las tumbas siempre está lloviendo. En las vidas hay diversión y holganza.
El recuerdo de Micaela me persigue. Bromeamos y hasta me hace cosquillas si me
ve borracho. La siento cuando llega, siempre de buen humor. Me toca el hombro.
Me acaricia las espaldas, el vientre, la entrepierna... Me jala los cabellos,
un pie, una mano. Me pregunta, me sopla en el oído, repitiendo palabras: “Mi
niño de oro, mi muchachito amado, mi clavel encendido. Mi Alberto de las
distancias y los vientos, estoy contigo, oyéndote, queriéndote en cada resorte
suelto de tu cara. ¿Es que se te reventó el hilito de la risa? Mi Alberto
cintura de ángel. Piernas donde la eternidad se abraza a la belleza”... Conversamos...
Decimos... Volvemos a rodar. Otra vez nos besamos…