domingo, 23 de septiembre de 2018

OCHENTA KILOS DE ALEGRÍA



JULIO EDGAR MÉNDEZ
Por. Guillermina Carreño Arreguín

Conocí a Julio Edgar Méndez hace años en diciembre del 2007. Obtuvo el Primer lugar en poesía, en  los  Primeros Juegos Florales de Celaya. Me llena de orgullo compartir su gran talento, ahora como coordinador del grupo Diezmo de Palabras.
            He leído y escuchado parte de su obra literaria. Poca, quizás, por darnos primero el lugar para corregir nuestros trabajos de narrativa y poesía, los miércoles de cada mes.
            Tengo ante mis ojos tres trabajos suyos. Disfruto la manera en que sus personajes llevan a la cama a tres mujeres, seducidas finamente hasta lograr el propósito. Son temas donde  resalta la  preocupación del autor  por la figura estética y antiestética de la mujer y el hombre con algunos kilos de más. Delinea sus personajes con detalle y esmero. Deleita la lectura al usar frases coloquiales como: “ochenta kilos de alegría”.
            El ambiente donde se desarrolla De lomo, de tinga y de cabeza, es un puesto de tacos. Imagino a la mujer cuando el texto dice: “ella se movía con gracia de ballenita”. Marianelo, el galán del cuento, le  fue llegando a “la musa de los glotones” suavecito,  con palabras  empalagosas; la invita a ver películas. Él, flaco y bigotón como era, conquista a la mujer y la lleva a la cama.
            En La señora López, describe a un hombre gordo, lonjudo, ladino y  degenerado sexualmente. Este gordo enamora a la señora, de más de sesenta años, quien se dejó  inquietar y  puso su corazón y sus ojos en Pancho Benavidez, el cual tiene “cabeza grasosa con media raya en el pelo y media nalga salida por fuera de los  pantalones”. Un  vividor cualquiera, desempleado, cincuentón, de muy bajos modales, quien conquistó a la flaca  viuda. Los hechos van de lo normal a lo placentero, como detalles cotidianos que se viven en la esfera social y aparentan pasar desapercibidos.
            Las letras de Julio Edgar Méndez, son recomendables por sus personajes bien definidos y reales.
       


DE LOMO, DE TINGA Y DE CABEZA
Julio Edgar Méndez

No es que estuviera tan gorda, sino que la felicidad se le desbordaba por los cuatro costados. Ciento ochenta kilos de pura alegría, si hubiera tenido un cascabelito alrededor de su inmenso chamorro, aquella mujer lo hubiera hecho sonar como un despertador.
            Capitaneando el navío de su puesto de tacos, se mueve con la gracia de ballenita. Simpaticona, con su rostro bonachón maquillado al estilo de las estrellas de tevenovelas. Siempre fiel a los principios del Cosmopolitan, sin que las flacas modelos andróginas mellen su ánimo en lo más mínimo, ni en lo menos máximo.       Al fin que para ella el mundo no se contempla a través de un espejo, sino del rostro sonriente de cada comensal que le alaba sus guisos, sus salsas; sus piernotas y senos oriundos del monte del Chichonal. Los ojos de sus parroquianos le dicen lo que ella ya sabe: “estás buena, gordota, lástima que no tenga los tamaños pa’ tirarte los perros”. Esos perros que mantienen los prejuicios latentes.        ¿Cuántos hombres podrían presumir a esa tonina con carita de ángel? Pero a la maja del comalón todo eso le vale madres. Ella se ríe, departe con machos y machas, degusta su desayuno (el primero de tres) con la fruición de niño con mamila.

            Aquella mujer era la musa de todos los glotones con un gusto gourmet por los tacos de lomo, de tinga y de cabeza. Jamás nadie le preguntó por su vida privada, sus quehaceres after hours, sueños y amores que en su caso debían ser bastante grandes y pesados. ¿A quién pitos le importa lo que hace una gorda con su tiempo libre? Sin embargo, a Marianelo del Niño Jesús le importaba. Y mucho.
            La miraba despacio, relamiendo su bigote de perro de aguas, saboreando mentalmente cada corte fino de la epidermis (la mucha epidermis), de su amor secreto.
            “Quién fuera delantal para estar sentadito en esas piernotas”, piensa con lujuria el carapendejo de Marianelo. Y pide otros dos con todo. Los besa como besando los cachetes de la taquera que deben saber a salsita martajada en molcajete. Cuando se los baja (los tacos) con un Boing de tamarindo, imagina que le chupa los pezones, que seguro son como monedas de a cien de las antes y a lo mejor hasta saben igual. A plata caliente, a héroe de la nación, a manos y manos que vuelan atrás en el tiempo. “¡Ay gorda!”.
            Dicen que hasta el acero se quiebra a fuerza de tiempo y constancia, cuánto más fácil fue que la gorda Marilú se quebrara. Marianelo le fue llegando suavecito: “oiga usté, qué ricos tacos, qué salsas, qué mano tan suavecita, casi ni se sienten los callos (y ni siquiera se alcanzan a ver las uñas), póngame otros tres de cabeza, no, no se ría, no lo digo en albur, lo digo de corazón. Sus tacos me ponen de buenas pa’ todo el día, subo a la combi y me importa poco que me empujen, en el trabajo me dicen que ando cacheteando las banquetas por usted Marilú, ya casi ni como si no pasan mis tacos primero por sus manitas, mire, no me lo tome a mal, pero yo quisiera invitarle al cine, ¿le gustan las películas de los Almada? ¿Ya vio usté esa dónde le rompen su madre a todo el pueblo de vaqueros, que resultaron ser travestis extraterrestres? ¿No? ¡Hombre! si es casi casi de colección, venga conmigo el sábado en la tarde. Ande, no sea usté mal pensada, yo soy hombre de bien, ni tan pobre ni tan honrado, pero yo la respeto y aunque no niego que me gustaría mucho besarle esa boquita color caramelo de fresa, primero me mocho una mano que faltarle al respeto”.
            A la gorda se le iba en suspiros a cada palabra. No, si este flaco carajo tenía más lengua que bigote y eso que su bigote le cubría tres cuartas partes de cara. Y ahí fue la gorda, al cine primero, a los mariachis después y a la cama con todo y botella de vino -tinto tinto, pero más bien coloradito con tapa de rosca-, tres citas más tarde. Aquello fue de película y no precisamente por lo bien actuado, sino por lo pornográfico del asunto. La gorda montada en Marianelo del Niño Jesús, a quien casi le quiebra la espalda y le troncha el único adminículo de ser hombre. Marianelo cabalgando a la taquera: “¡Dime vaquero, dime vaquero!” Y aquellos sesentaynueves combinados con setentaydoces a los que el flaco era tan adicto. No, si ya lo sospechaba, esa Marilú tenía de kilos lo que le faltaba en pudor, hasta besos de nies  practicaba. Y a la hora del orgasmo, gritaba como locomotora: “¡Hay de lomo, de tinga y de cabeza!”
            Por dos meses corridos los amantes se viven de la cama a los tacos, de los tacos a la bailada, de la bailada a la cama y vuelta a empezar. Se relamen los labios cada que se ven con ojos de coito. Al flaco le brincan las ojeras de tanto guayabo, y a la gorda le brillan los ojos detrás de sus pestañas Pixie. Se tocan, se mandan besitos con guiños cachondos. Nadie sabe, ni se imagina, que los dos se dedican a darse hasta con la cubeta durante las noches. ¿A quién le importa un flaco bigotes de perro y una gorda taquera? Y ellos la gozan, la sufren (sobre todo él, que cuando la gorda quiere ella encima, le deja todos los huesos molidos).
            Así pasa cuando sucede, nadie sospecha lo que detrás de las puertas suena a motor diesel, a ballena varada, a mujer en celo y a hombre en orgía. Y nadie sospecha cuando la gorda desaparece de su puesto y tres días después, se abre otra taquería con el nombre de “Tacos La Gorda”, de lomo de tinga y de cabeza, aunque la cabeza más que de puerco parece de puerca, con todo y sus pestañotas Pixie.



LA SEÑORA LÓPEZ
Julio Edgar Méndez

¡Pobre señora López! Mira que venir a enamorarse, a sus sesentaypico años, de una bola de sebo prieto como Pancho Benavidez. ¡Ah, Pancho!, el galán de barrio, todo un gato prieto entre las gatas, cabeza grasosa con la media raya en el pelo y media raya de nalgas salidas por fuera de los pantalones a media panza. Dizque de cadera caída, decía él, más bien de sebo desfajado.
            Cuando Pancho bailaba en las posadas de la colonia, sus caderotas de barril se movían al lado opuesto de su prominente y sexy barriga. Así, sexy, como se oye. Dicen que a algunas mujeres les parecen excitantes las pancitas cheleras, así que la de Pancho debía hacerlas tener hasta orgasmos. Lo cual explica por qué doña Mariquita López fue flechada esa infausta noche de diciembre. Había en el aire un olor a frío, mezclado con ponche mezclado con frutas mezclado con tequila mezclado con los eructos del gordo sexy, quien tenía los prietos ojos puestos en los huesitos de la doña. Huesitos que, además, estaban llenos de carne sesentona dispuesta a dirimir en la cama las eternas dudas sobre si a los ancianos todavía se les debe permitir tener sexo. El hecho de que fuera viuda y con un poquillo de dinero producto de la usura, no estaba de más, sobre todo tomando en cuenta que el prieto Benavidez no tenía un centavo, sólo la mesada que su octogenario padre aún le pasaba fielmente. Era un junior de cincuenta años, ciento veinte kilos de peso y tres manos. Dos manos como todo mundo y la de chapopote que Dios le puso en la piel. Pero Pancho, feliz de la vida. Todas las mañanas le empezó a caer a Mariquita para desayunar, más tarde también a comer y al paso de dos semanas, ya de plano nomás le faltaba quedarse a dormir. Usaba la casa de la beata y enamorada mujer como si fuera la suya.
            Las cuentonas de teléfono que el gordo le dejaba a la doña, casi le mataban el deseo, pero ella sólo veía esas carnitas con ojos de lujuria, y lo demás era lo de menos. Que si Pancho quería unos chilaquilitos, que si unos huevitos divorciados, que si huevos prensados a la valenciana, que si los tamalitos en la noche, la arrachera para comer; acompañado todo por un seis de Soles. Soles que a la mujer se le hacían más calientes al verles resbalar por la colosal garganta del junior sexy. La babacheve bajaba voluptuosamente del pico de la botella hasta la panza de tambor que sonaba hueco, igual de hueco que el cerebro de su dueño.        Pero la señora López ya soñaba con verse convertida en sangüich. Pancho en un lado, la cama del otro y ella en medio, sin más aderezo que sus gemidos: “¡Ya bájate, gordo, que me matas!”. Y al fin se le hizo, después de haber puesto a más de cuatro San Antonios de cabeza.
            Esa noche llegaron en el viejo auto de ella hasta el motel Risueño, sitio de menos tres estrellas lleno de golfas estrelladas en la realidad de ser golfas sin estrella. Pero la doña, ni en cuenta, sólo veía todo color rojo. Como sus pantaletas rojas, su corpiño rojo, sus medias rojas y su gordo rojo, rojo, de tanto tomar cheves. Entraron y ella pagó el cuarto, of course, luego todo fue como si el averno se hubiera convertido en película tres equis. El gordo, todo dizque lleno de pasión, le desgarró el vestido a la sesentona con un grito de: “¡Ora sí vas a ver lo que es bueno!”. Pero nunca lo llegó a ver doña Mariquita, que estaba toda pintada de rojo y Pancho rojo de ira porque la doña le exigía lo que al buen galán no le funcionaba.    Aquello era patético, ella besando las orejas del gordo y diciéndole con voz cavernosa: “¡ándale Pancho, que ya me urge!” y Pancho que nomás no sabía dónde meterse porque no podía meter lo que le exigían. ¡Pobre gordo! Cualquiera que haya estado metido (o más bien salido) en esa situación, sabe de la desesperación que afecta al susodicho. Pero no el gordo, ¡no!, él comenzó a darle de madrazos a Mariquita mientras le gritaba: “¡Pinche bruja, algo me hiciste! ¡Yo siempre puedo hasta de a dos y tres sin zacatecas! ¡Eso me pasa por meterme con cacatúas!”. Y la señora López nomás agarrada a las piernas y calzones mal fajados de Pancho: “¡No me pegues, Pancho! ¡Mira que esas cosas pasan! ¡Si quieres nos quedamos quietos viendo la tele con esas mujeres que te gustan y hacen todas las cosas que dijiste que me ibas a hacer! ¡Pero ya no me pegues!”. Pero al gordo nadie le sonaba la campana, ni a ella le arrojaban la toalla, hasta que se cansó y la dejó en el suelo más roja que cuando llegaron.
            Afuera, en la triste noche del motel de noche, los grillos siguieron cantando, los autos arribando con parejas más disparejas conforme entraba la madrugada y las golfas siguieron golfeando, porque a fin de cuentas, que le peguen a una mujer no tiene nada de novedad y menos en ese lugar. En todo caso, la novedad sería que de tanto golpear a la mujer, ella se comenzó a excitar y Pancho también, hasta que ambos gemían a cada golpazo y la doña gritaba: “¡Más abajo, Pancho! ¡Más nalgadas, mi rey!”. Así fue como los dos terminaron en el suelo todos sudados y sin aliento. Cuando Mariquita se durmió, el cincuentón junior aprovechó y le vació la bolsa. Sólo traía quinientos pesos, en puros billetes mugrosos de veinte y cincuenta, azules y rosas, ni modo, con eso le alcanzaría. Eso, las llaves del auto y las llaves de la casa que ahorita sí estaba seguro de que se hallaba sola. Se vistió y salió dejando a la señora roncando como sierra eléctrica medio encuerada y medio pendeja por haberse dejado timar por un Pancho más tranza que gordo.
            Cuando la doña abandonó el motel, con el vestido todo rasgado, las medias rotas y el rímel corrido, bajo las risas y miradas de lástima de la gente, tuvo que caminar hasta su casa, sólo para llegar y encontrarse con que ya no había muebles. ¡Nada! Ni siquiera los clavos en donde colgaba las fotos del prieto Pancho, vestido de Niño Dios, que aquél le regalara para recordarle lo buena gente que era, cuando en su cocina devoraba los chilaquilitos en salsa verde hechos con tanto amor, con tanta cebolla y tantos frijoles refritos. Refritos como los sueños de la señora López; aquellos geriátricos sueños olvidados al lado de sus rojas pantaletas en el motel de las golfas risueñas, de una de tantas ciudades de paso.




Julio Edgar Méndez - Enciclopedia de la Literatura en México

*Textos publicados en El Sol del Bajío, Celaya, Gto.
**Grabado de Mario Reyes
***Pintura de Fernando Botero

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