domingo, 26 de noviembre de 2017

A LA DISTANCIA


A LA DISTANCIA
-Tres relatos-


* Vicente Almanza Huerta, Javier Mendoza y Lalo Vázquez son integrantes del taller literario Diezmo de Palabras que sesiona todos los miércoles en la Casa de la Cultura de Celaya.



EL ÚLTIMO JUEGO
Vicente Almanza Huerta

En aquella escuela primaria todo estaba listo para presenciar la final del torneo de basquetbol entre el 5˚A y el 5˚C. Se hizo la invitación a los padres de familia para que pudieran ver jugar a sus hijos.
Diego, uno de los jugadores que representaba al grupo C le comentó a su papá:
—Papá, mi amigo Max no va venir porque salió de viaje con su familia.
—No te preocupes. Ustedes van a ganar.
El partido comenzó a las diez de la mañana tomando ventaja el grupo A, que se mantuvo hasta el medio tiempo. Comenzando el segundo tiempo llegó corriendo Max, eran las diez con treinta y ocho minutos. El entrenador lo metió a jugar. Todos se alegraron, no solamente era el anotador sino que también los animaba.
El juego se equilibró tornándose un partido reñido. Finalmente los del grupo C se alzaron con la victoria. Eran campeones. Todos se abrazaron, después cada quien se fue con sus padres.
Diego invitó a su amigo Max a su casa donde les prepararon hamburguesas, palomitas, vieron películas, jugaron futbolito. Ya entrada la tarde, Max le pidió a don Luis, el papá de Diego, que lo llevara a su casa. Iban los dos niños en el asiento trasero. Pronto se quedaron dormidos. Al llegar a la casa del amigo de su hijo, notó que había bastante gente y la puerta estaba abierta. Estacionó el auto y se encaminó para ver qué pasaba. Cuando vio al papá de Max, éste lo abrazo, tenía unas enormes ojeras y un semblante triste; sollozando le dijo:
—Gracias por venir, no sabe cuánto se lo agradezco.
Antes de que don Luis preguntara algo, comentó:
—Tuvimos un accidente en la carretera, mi esposa está hospitalizada y mi hijo murió. Dijeron los paramédicos que su muerte fue instantánea.
—¿A qué hora fue el accidente?
—A las diez con treinta y ocho minutos
“¡No puede ser!”−pensó don Luis-. “¿Qué clase de broma es esta? A esa hora llegó a jugar, toda la tarde estuvo en mi casa”.
Corrió hacia donde estaba el ataúd. Y efectivamente, ahí dentro estaba Max, parecía dormido, una sonrisa se dibujaba en su carita, se sentía una gran paz y tranquilidad. No pudo más, comenzó a llorar, sintió una mano que se posaba en su hombro, era el papá de Max
—Mi hijo me comentó que hoy era la final de basquetbol. Iba llorando porque quería jugar.
—Ganaron. Ese triunfo se lo dedicaron a su hijo.
“¿Cómo decirle que Max jugó su último partido? Que fue el motivador para lograr el triunfo”.
Cabizbajo llegó a su auto, tenía tantas preguntas y ninguna respuesta. Abrió la puerta, dirigió su mirada hacia el asiento trasero. Solamente se encontraba su hijo.




BAJO LA LUNA DE PARÍS
Javier Mendoza

¡Ha pasado tanto tiempo!, sin embargo, hay amores efímeros que duran para siempre. 
¡Qué afortunado fui!  Tenía veintitantos años cuando conocí París.  La capital de la elegancia era bulliciosa de día; por las noches se convertía en la eterna Ciudad Luz.
            Fue maravilloso deambular entre las callejuelas y conquistar sus puentes y palacios.  Muy lejos estaba de imaginar que la mejor obra de arte la encontraría, no en sus prestigiados museos o galerías.  Di con ella, ahí, perdida entre las mesas de una cafetería.  ¡Qué hermosa era!, con ese pelo escondido del viento y su cautivador acento con sonido de buen gusto.  En un susurrado idioma, del que no entendí nada, ofreció la carta.  Era su trabajo; mi destino.   Al azar elegí algo, resultó ser un cuernito de pan acompañado de chocolate; toda una delicia al saborearlo mientras me deleitaba viéndola ir y venir entre ruidosos comensales.
            Mi suerte fue mayor cuando el fin de mi cena coincidió con la hora de salida de la hermosa chica, que como un ángel compasivo se apiadó de mi soledad.  
            Como reyes de la noche caminamos abrazados por la avenida de los Campos Elíseos, bañados por luces y rocíos.  Caminamos sin decir nada.  Ella no hablaba español; yo no sabía palabra en francés.  Sonrisas y caricias fueron nuestro idioma. 
            A las pocas horas de conocerla empecé a creer en el amor.  Lo más cercano a esa mítica leyenda éramos los dos.      

Mis mejores vacaciones fueron un suspiro, dividido entre paseos diurnos y noches de pasión cobijados por la luna de París.  Mi linda compañía era tan hábil, que sin problemas superó la barrera del lenguaje.  Una boca dispuesta puede hacer mucho más que hablar.  Como muestra de buena actitud, incluso aprendió el uso de algunas malas palabras muy dichas por mí.  Salidas de ella sonaban con armoniosa picardía.
            Por mi parte, después de saborear repetidamente el famoso beso francés aprendí a decir: “Te quiero”, con una fuerza como nunca antes lo había sentido.
            Los días fueron tan ideales, que engañaron a dos enamorados, hasta hacerlos creer que el momento de la despedida nunca llegaría.  Pero incluso el sueño más bello tiene que acabar.
            Al instante del adiós juré volver, y ella, esperar.

            Muy lejos de ahí, los deberes y raíces retrasaron mi regreso.  Anhelando ese momento contemplaba la luna que nos arropó, muy seguro que a miles de kilómetros, la linda joven que me amaba también ponía sus ojos en ella, pensando en mí.    
Contra mis deseos, los días no otorgaron tregua, hasta formar un interminable año.  Cumplida la condena, era lógico que el destino de mis nuevas vacaciones no pudiera ser otro.
            Cuando estuve nuevamente en la capital francesa, con la ilusión de un chiquillo corrí en busca de la mujer más linda, pero ella ya no paseaba entre las mesas de la cafetería.  Con fluidez y desesperación puse en práctica el lenguaje aprendido.  Las palabras existentes no lograron expresar cuánto necesitaba reencontrarme con mi gran amor, mas nunca la volví a ver.  El pasado y lugares no lograron dar razón de ella.  Sus huellas se perdieron sobre una ruidosa urbe que se empeñó en devorar los recuerdos.  O quizás aquel ángel nunca existió.  Tal vez fue sólo el sueño de un solitario.

             Varias veces más volví a Francia, aferrándome a una ilusión que no deseaba morir.  Pese a su inimaginable belleza, sin la compañía de la mujer amada, Campos Elíseos parecía sólo una desértica calzada.
            Con el deseo de poner mis ojos en el cielo contemplaba al lucero que parecía ser sostenido por la Torre Eiffel.  La duda era saber si alguien más la contemplaba, pensando en mí.         
Después de varios intentos no regresé más a la Ciudad Luz.  Con la vista puesta en otro horizonte pretendí que los kilómetros acabaran con los sentimientos, aunque una herida en el corazón se empeñara en mantenerlos vivos.
           
Ha pasado tanto tiempo, que ya no recuerdo ni su nombre.  Por salud olvidé hasta el arco de sus cejas.  Hoy a la distancia, del sueño inconcluso sólo recuerdo que conocí la felicidad con un amor que nació bajo la luna de París.




UN DÍA CUALQUIERA DE MI VIDA
Lalo Vázquez G.

Un día como cualquiera de mi vida, mientras humildemente huevoneaba muy feliz, como siempre, (tampoco voy a presumir de trabajador, mucha gente sabe bien que eso no es lo mío). Mamá, papá y el resto de la familia decidieron salir a pasear y se llevaron hasta el perro.
Yo decidí quedarme solo en casa acostado muy cómodamente, no sé qué hora seria, ya que llevaba todo el día dormido, pero aún había luz de Sol. Me llamó la atención un ruc, ruc, ruc, un ruido como cuando alguien roe algo. Me puse atento  y escuché que salía por detrás del refrigerador. Y pensé “¿no se habrá descompuesto el refri?”
Tumbado en mi sillón favorito, desde ahí levanté mi cabecita, solo para descubrir que de la parte de abajo del aparato enfriador había una cola de rata, color rosa, de no menos de quince centímetros y del grueso de un lápiz.           “¡Pinche animal!,  ¿cuándo se habrá metido? Y yo con esta maldita flojera, no me voy a poner a atraparla ahorita”.
Por mucho tiempo la rata estuvo tan entretenida mordisqueando algo, que nunca movió su cochina cola, hasta que me fui acercando minuciosamente y al sentirme, la escondió. Con toda calma pensé “aquí tienes que salir, méndiga Rattus”.
Como no tenía ninguna prisa bostecé y me acosté en el suelo, a un ladito de donde debería de salir el animal. Me quedé esperando hasta que me ganó  el sueño. Ya no supe si seguía ahí o no. Así que después de un corto tiempo, me volví a subir a mi sillón favorito.
Pasó un rato más cuando volví a escuchar el mismo ruc, ruc, ruc, pero ahora detrás del mueble de la televisión. Entonces pensé, “bueno, pues esta rata que se está pensando”. 
Me fui despacito y me esperé al lado derecho del mueble. Quedaba despegado de la pared diez centímetros, muy incómodo para meterme sin que se diera cuenta la rata y saliera corriendo, así que decidí esperar una vez más con toda calma, pero ahora sí, sin dormirme.
Como no salía, me asomé por abajo del mueble y el animal al verme, salió corriendo por toda la orilla de la sala. Luego enfiló hacia la cocina metiéndose por detrás de la estufa, escondiéndose en el horno.  “Caray, ahí sí que está muy difícil sacarla pues está lleno de ollas, cazuelas y moldes para pastel”. Al agacharme para ver por debajo volvió a salir corriendo de un lado para otro y yo siguiéndola como loco, hasta que ella solita quedó atrapada entre la puerta de la alacena y el mueble del agua. “Je, je, je, te atrapé, rata apestosa”.
Le puse unas cuantas cachetadas para que se diera cuenta de quién es el jefe aquí. Quería correr y le volví a poner  otra buena dotación de madrazos, hasta llegué a pensar que me estaba sonriendo pero me estaba pelando los dientes de lo enojada que estaba. 
La solté para que creyera que la había dejado libre y luego la volví a atrapar. Así jugué con ella un poco, y ya cuando me fastidié, decidí morderle muy fuerte la cabeza, hasta que se le botaron los ojos. Aventó un gran chillido de dolor, después me fui saboreando parte por parte todo ese cuerpecito, sus huesitos, las tripas y sus patitas, pero lo que si me disgusta un poco, es la cola. Esa no. Por más que le he buscado el buen gusto no se lo encuentro. Nada más con verla siento que se me paran los pelos, me da como asquito.
Solo quedaron los huesos del cráneo y la cola tirados a un lado del mueble del agua. Pensé, “misión cumplida, rata, ¿creíste que te ibas a burlar de mí?”
Ya casi era de noche cuando  mamá, papá y toda la familia regresaron a casa. Mamá dejó sus cosas en uno de los sillones dispuesta a preparar la cena. Al caminar por donde se encontraban los restos del roedor, dijo gritando:
—¡Heeey, chicos, miren! Dormilón eliminó la rata que se metió a la casa.
Todos gritaron con gran algarabía acercándose hasta donde yo estaba. Me cargaron y empezaron a acariciarme. Mamá sacó un cojín muy calientito, no sé de dónde, junto con una bola de estambre para que yo jugara y lo puso en mi sillón favorito y me dijo:
—Éste es tu premio por portarte bien. Gracias, Dormilón, te queremos.




**Textos publicados en El Sol del Bajío, Celaya, Gto. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario

A la memoria de Herminio Martínez

      Herminio Martínez, maestro, guía, luz, manantial, amigo entrañable y forjador de lectores y aspirantes a escritores. Bajo sus enseñanz...