SUCEDIÓ A ORILLAS DEL MAR
-La narrativa de Javier Mendoza-
“Necesito del mar porque me enseña:
no sé si aprendo música o conciencia:
no sé si es ola sola o ser profundo
o sólo ronca voz o deslumbrante
suposición de peces y navios”.
Pablo
Neruda, El mar
Javier
Alejandro Mendoza González nació en Celaya, dentro de una familia humilde y
numerosa. Pese a obstáculos económicos
acreditó sus estudios profesionales en la Universidad del Centro del
Bajío. Aunque su verdadera pasión ha sido el deporte y la lectura. El gusto por las letras fue despertado en él
durante la preparatoria “gracias a su querida maestra Rita”, para tener en el realismo
mágico su género favorito. “Cien años de
soledad”, del maestro García Márquez, fue el libro que marcó su vida y lo
inició en la lectura.
Por
la inquietud de plasmar ideas y sueños surgieron los primeros escritos compartidos
con las personas más cercanas. A
invitación de su buen amigo, Eduardo
Vázquez, se integró al Taller Literario
Diezmo de Palabras, donde impulsado por los colaboradores del mismo “se ha adentrado
un poco más en el maravillo universo de la lectura y escritura”.
Ha
desarrollado su propia “voz” con un estilo ameno, de agradable lectura,
propuestas originales sobre temas consentidos y sobre todo, con muchas ganas de
que el lector disfrute una buena historia bien contada. Vale.
ROSAS
EN EL MAR
Javier
Mendoza
Como
de costumbre, entre la brisa y el volar de gaviotas, la voluptuosa figura de
Rosa se abría paso, mientras sus pequeños pies se enterraban entre la inestable
y cálida arena; refrescados constantemente con el resto de las olas que
acariciaban la playa. Con su pelo suelto
jalado por el aire, sin esfuerzo cargaba un pequeño canasto con fragantes
flores. Margaritas para ser deshojadas,
diademas de buganvilias, tocados para el pelo y ramos de rosas que declararan
amor, eran ofrecidos con un lindo gesto a los paseantes que jugaban entre la
espuma del agua, así como a los muchos marineros que desembarcaban en el
ruidoso puerto.
Con
su cara coqueta y una sonrisa de ángel, por unas cuantas monedas Rosa colocaba
entre su clientela, collares de coloridos pétalos y pulseras que se marchitaban
con el alba. Nadie era capaz de resistir
a sus encantos de niña y sus formas de mujer.
Un alto y fuerte marinero, que en lo ancho de su brazo presumía un ancla
tatuada, no fue la excepción, por lo que al tocar tierra quedó cautivado por
aquella morena que reinaba entre las flores y el mar. En total correspondencia, la joven reconoció
en los latidos de su corazón, que el hombre que acababa de llegar sería el
dueño de su vida. Haciendo cierta la
mítica creencia del amor a primera vista, con seguridad el marinero se acercó a
ella y tomando del canasto aquel una corona florida, la hizo su reina.
La
tarde se consumió entre risas y charla; la noche fue un momento de fantasía en
una playa desolada, caminado sin un fin mientras eran bañados por la luz de la
luna. Ya para la madrugada sólo fueron
ellos dos, el mundo había quedado afuera de una palapa en donde los besos y
caricias suplicaron que el tiempo se detuviera, para hacer de un segundo algo
infinito. Fue un deseo no cumplido, pues
inevitablemente el amanecer llegó y con ello el marinero tuvo que partir. No lo hizo sin antes abrazar con cariño a la
rosa del mar, prometiendo volver. La
verdad se sentía en sus palabras y el amor en la mirada. Sin poder detener sus lágrimas o la partida,
Rosa juró esperarlo. En ese puerto que
fue testigo de su pasión aguardaría, siempre fiel, siempre hermosa.
Desde
aquel día cuando se quedó sola, la muchacha de las flores se colocaba a la
orilla de la playa y tomando un ramo de rosas lo estrechaba con ternura, para
impregnarlo con su aroma, mientras que con un susurro decía: “Vayan con él y
díganle que lo estoy esperando. Díganle
que soy su Rosa. Díganle que sigo hermosa”. Luego abría sus brazos para que las flores
cayeran al agua salada y en todas direcciones buscaran a quien juró volver.
Las
rosas en el mar se convirtieron en un signo del puerto, pues pasaron los días,
pero el marinero esperado no volvió. De
él sólo estaba su promesa y el recuerdo.
Las semanas se hicieron meses, con la chica enamorada en espera y las
flores a la deriva. Firme en sus
sentimientos, no hubo ocasión en la que Rosa faltara a la playa, tampoco en la
que, cautivados por su belleza, los hombres y sus reinos no se pusieran a sus
pies, sin embargo ella reservaba su cuerpo y alma para aquel que tenía que
volver.
Así
pasaron muchos años, con sus guerras y tormentas, pero el navegante no
regresó. Quizás estaba atrapado en
alguna marejada o entre los brazos de otra mujer, si es que seguía vivo, si es
que vivió alguna vez. Pese a los
insoportables gritos de la razón, sin falta alguna, todos los días una vieja
lenta y marchita arrojaba un puñado de rosas al mar. La gente decía que estaba loca porque aún
aguardaba a quien nunca volvió; porque en secreto le hablaba a las flores,
diciéndoles siempre lo mismo: que seguía esperando, que seguía hermosa.
Y
sucedió que esas olas, que como manos del destino, sin descanso llevan y traen,
cierta mañana acercaron un pequeño navío a la costa, para que de él
desembarcara un débil marinero, que escondía en su brazo, ya flácido y seco,
los restos de un tatuaje. Pese a la
distancia y una nube en sus ojos, sin ninguna duda, Rosa lo reconoció. Era aquel de quien por unas horas fue reina y
corcel. Al verlo en su realidad, tuvo que
aceptar que el insensible tiempo había hecho estragos en él y en ella. Mientras que con asombro veía sus propias
manos y tocaba su piel, la vergüenza hizo que bajara la mirada, pues sus
mejillas estaban arrugadas y las extremidades huesudas y pecosas; ya no eran
aquéllas lozanas que con tanto amor lo acariciaron.
Sin
dar tiempo a más reacciones, el marinero se colocó frente a ella y con una
pregunta hizo que la mujer levantara la mirada: “¿Tú eres mi reina?, me lo han
dicho las rosas en el mar”. En respuesta,
la anciana dijo a media voz: “Se equivoca, señor, aquella a la que busca es una
flor leal y hermosa, que no sé a dónde se fue; yo sólo soy una vieja loca que
le habla a las rosas”. Y dando media vuelta, lentamente se retiró, creyendo que
sus palabras confundieron al hombre que una vez tanto la amó.
Con
sólo dos pasos, él la alcanzó y formando una sonrisa de cariño preguntó: “Si
usted no es aquella joven que me aguardaba, ¿no podría ser la compañera para el
resto de mi vida?”, para luego ofrecer su brazo como bastón, que al ser
aceptado borró toda vergüenza dejada por el devastador paso de los años. Con la calma de su edad, un par de ancianos
se fue caminando rumbo a un nuevo horizonte.
Concluida la espera no hubo más rosas en el mar, sólo en las sienes de
una mujer que por fidelidad y paciencia volvió a ser tratada como toda una reina.
ALMA,
VIDA Y CORAZÓN
Javier
Mendoza
En
aquel tiempo el pueblo costero se conmocionó con los supuestos avistamientos de
una sirena en sus playas. El sobresalto
fue entendible, pues alrededor de los mares se hablaba de esas creaturas de
perfecto torso femenino, cara angelical y pelo largo y sedoso, pero vanas en su
interior. Su canto era muy temido por
los marineros, pues era bello y seductor, o tan perturbador, que reventaba los
tímpanos y acababa con la razón, pero invariablemente encantaba y atraía a los
hombres, para que los malvados seres del mar satisficieran su lujuria con ellos
o devoraran a trozos su carne. Pese a
todo, lo más temido de ellas eran sus besos, pues según afirmaban las antiguas
leyendas, robaban el alma, para darles vida a las reinas del océano, y el poder
de transformarse a su antojo en mujeres completas.
En
la pequeña iglesia del poblado colaboraba Armando, un seminarista noble y
dedicado, que sin tomar en cuenta las habladurías gustaba de ver el rojo
atardecer sentado entre la fina arena de la playa. Bajo la sotana, aquel joven era un verdadero
santo con rostro griego y cuerpo de inmortal.
Los latidos de su corazón eran tan puros, que retumbaban en lo profundo
del mar. Atraída por ellos, de la espuma
emergió una hermosa sirena, que sigilosa se acercó hasta colocarse junto a
aquel hombre, para quedar encantada ante quien evidentemente no era como el
resto de los humanos. En
correspondencia, él también se mostró asombrado con el inesperado encuentro,
aunque arriesgando la vida, no huyó.
Entonces, con una sonrisa subyugante y esa malicia que caracterizaba a
su especie, la hibrida dama, que presumía una larga cola de pez, llena de
escamas brillantes y coloridas, preguntó: “¿Acaso no me temes?” Armando la miró con ternura y compasión, para
contestar extasiado, pero sin miedo: “Alguien tan bella como tú no puede ser
del mal”. La sirena quedó complacida con
la valiente reacción del caballero, por lo que postergó sus planes de saciar
deseos y apetito.
El
día siguiente la historia se repitió.
Una vez que la sirena brotó de las profundidades y estuvo junto al
seminarista, sin dejar su astucia cuestionó: “¿No tienes miedo a ser devorado o
a que mi canto acabe con tu razón?”
Destruyendo las malas intenciones con lo más leve de una sonrisa,
Armando respondió: “De quererlo, lo hubieras hecho ya. Ahora dime tú, ¿a qué le temes, si se dice
que no hay nada en tu interior?, ¿a enamorarte?” Ella no dijo palabra y recibiendo en el
rostro la brisa, contempló junto al joven, el momento en el que, muy dispuesto
a descansar, el sol se ocultaba al final del horizonte.
Haciendo
de ello una rutina placentera, dos seres de mundos distintos se reunían en el
ocaso, para compartir los últimos rayos de luz y los primeros días de su
amor. En tan inusual idilio había
tiernas miradas y si acaso un tibio beso en la mejilla. No podía haber más, ya que el contacto de sus
labios era un peligro latente. Aludiendo
a ello, la sirena preguntaba: “¿Qué pasaría si con uno de mis besos te arrebato
el alma?” Muy seguro de sus palabras,
Armando respondía: “No puedes apoderarte de ella, pues le pertenece a
Dios. En cambio ya te has robado mi
corazón”.
Sin
tomar en cuenta miedos o tabúes, dos siluetas se confundían entre las sombras
del atardecer. En tan ideales momentos,
la mirada de los enamorados sólo era puesta en quien estaba a su lado, y en el
sol, que ante tan bella muestra de cariño parecía derrumbarse lentamente, hasta
fundirse con las aguas del inmenso mar.
Sin embargo, otros ojos estaban atentos y vigilantes a lo que ocurría en
la vida ajena; eran aquellos de la gente prejuiciosa, entrometida y cobarde,
que al descubrir la constante presencia de la sirena en la costa (quien por el
sólo hecho de ser diferente a ellos causaba miedo, escandalo y envidia),
conspiraba acabar con tan mal afamada creatura; esa que con sus encantos
seducía a un hombre bueno, pero prohibido, ya que el supuesto fin de Armando
era la consagración, por lo que no debía pensar en una pareja, ni sobre la
tierra ni bajo los océanos.
Para
terminar con la felicidad de otros se formó una turba, que oculta aguardó con
cautela el instante en que los clandestinos amantes derritieran la arena con su
calor. Entonces, de mil escondrijos
salieron los cazadores armados con machetes, antorchas y escopetas. Desde lejos, varios disparos intentaron hacer
daño, hasta que uno lo logró al alojarse en el pecho de la sirena. Al verla herida de muerte y temiendo que
fueran los últimos suspiros de su enamorada, sin perder ni un segundo, Armando
intentó besarla en la boca, pero con estas palabras, ella sutilmente lo
rechazó: “¡No! No debes. Además dijiste que tu alma era de un
dios”. Sin miedo al sacrificio, él le
respondió: “Ahora también será tuya.
¡Tómala y déjame vivir en ti!”
Con el deseo, no de apoderarse del espíritu del muchacho, más bien para
disfrutar, aunque fuera por única vez de su dulce cariño, la dama del mar
aceptó unir su boca a la de su compañero.
Luego de compartir un beso reparador, ya sanada de su herida y llena de
vida, la sirena salió huyendo con rapidez, hasta perderse entre las aguas,
donde sus lágrimas de dolor se hicieron sal; muerto sobre la playa quedó
tendido el seminarista, ante docenas de testigos, que arrepentidos y
avergonzados de su hecho, presenciaron lo que son capaces de hacer aquellos que
se aman de verdad.
Desde
aquel día, tan pronto cae el atardecer, la gente del pueblo se resguarda en sus
casas, hasta dejar las calles desoladas, pues en ese momento, cubierta por un
largo velo hecho de algas, una mujer emerge del mar, y sin levantar su triste
mirada se dirige a la tumba de Armando.
Ahí, con un canto angelical, pero triste y pausado, glorifica al hombre
que por amor le dio alma, vida y corazón.
+++++++++++++++
*One of the iron men of the Antony Gormley
sculpture Another Place located on Crosby beach
No hay comentarios:
Publicar un comentario