MÁS PECADO SERÍA QUEDARNOS CON LAS GANAS
-La divertida narrativa de Luis Eduardo Vázquez-
Integrante
del Diezmo de Palabras desde algunos años y poseedor de un enorme sentido del
humor y de la ocasión, Lalo Vázquez ha sido vendedor de autopartes, conductor
de programas de televisión, modelo, cantante y cantautor, actor de teatro y
cortometrajes. Tiene una manera muy directa y sencilla para narrar situaciones
cotidianas desde su particular punto de vista. No hay eufemismos ni metáforas, su narrativa es lineal y con los adjetivos
justos. En eso radica su efectividad. Los cuentos aquí presentados son parte de
sus recuerdos y vivencias, pero también pueden ser anécdotas de cualquiera. Al
menos de cualquiera que se haya atrevido a vivirlas. Lalo nos dice con mucho acierto, “más pecado
sería quedarnos con las ganas”. Vale.
Julio
Edgar Méndez
TÍTERE
Lalo
Vázquez G.
Como
todos los días al caer la tarde, muchos de los chiquillos de la cuadra se
juntaban a jugar fútbol. Eran alrededor de veinte escuincles correteando una
pelota. Todos los vecinos eran muy amigables y la cuadra era muy segura por lo
que los papás de los niños no tenían ninguna desconfianza de que les fuera a
pasar algo.
Un
día, mientras todos los chamacos jugaban, llegó a su casa una vecina que
trabajaba de enfermera y al estar parada frente a su puerta, metió la mano a su
bolsa para buscar sus llaves y se dio cuenta de que no las traía. Su mamá y su
hijo, quienes vivían con ella, no estaban en el domicilio. Ellos normalmente
regresaban a las diez de la noche, por lo que decidió pedirle a un chamaco
vecino, llamado Lalo, de los que jugaban
futbol, “pues su casa estaba pegada a la de ella” que si no le hacía favor de
meterse a la casa por la azotea, que se descolgara por la barda, que no pasaba
nada, que ella tenía muchas macetas y que podrían amortiguar el golpe, que no
importaba que se rompieran varias.
El
chiquillo, de más o menos doce años, obediente, ni tardo ni perezoso se metió a
su propia casa y se subió a la azotea. Caminó por una barda de unos seis metros
de largo y llegó a la azotea de la casa de la enfermera, quien tendría unos 30
o 35 años de edad, llamada María Elena, que lo esperaba en la puerta de su
casa.
Desde
la azotea se asomó a la casa pero la oscuridad de la noche no le permitía
distinguir nada, por lo que optó por descolgarse. Pero de lo que nunca se
acordó la enfermera fue de que en el lugar donde se iba a descolgar se
encontraban los tendederos de alambre y cuando el niño se soltó, los alambres
lo hicieron quedar como títere: los brazos, las manos, la entrepierna, cuello y
cabeza se le enredaron para hacerlo caer en las macetas que tenían helechos,
los que sí muy atinadamente amortiguaron la caída. Eran tres macetones grandes
de esos que tienen adornos de espejos. Al estar en el suelo y espantado por no
ver nada, volteó hacia donde quedaba la puerta y solo se veía un hilito de luz
por debajo y, por el otro lado de la
puerta, la enfermera gritando desde afuera:
—Lalo,
Lalo, ¿estás bien? Abre, abre rápido.
Atontado
por los golpes caminó entre la tierra, las plantas y pedazos de maceta rotos,
alcanzó la puerta y pudo abrir. Inmediatamente entró la enfermera y prendió la
luz y le dijo: —¿Cómo estás, pues qué te
paso?
El
chico le dijo que se había atorado con los tendederos y ella dijo: —Si, cómo es posible que nunca me acordé de
los tendederos, pero ven conmigo.
Lo tomó
del brazo y lo llevó a su recámara, un cuarto pequeño con una cama matrimonial
y una colcha color rojo sangre.
—¿Te
duele mucho?, -preguntó la enfermera-, ¡a ver, quítate la ropa, voy a
revisarte! A lo que el muchacho accedió, pero con un miedo en el corazón por
temor a que le fuera a poner una inyección. Se quitó su camisita y se bajó los
pantalones y ella le dijo: —Quítate todo por favor y recuéstate en la cama, en
lo que tú te desvistes me voy a cambiar el uniforme.
El chiquillo
se quitó sus zapatos con mucha pena ya que le apestaban sus patitas, y se quitó los calzones y con más pena al
descubrir que traían la famosa marca tan conocida, los hizo bolita y los metió
debajo de la cama. Se recostó y se quedó derechito observándose los golpes que
tenía en todas partes del cuerpo producidas por los alambres, en eso entró la
enfermera vestida con un camisón blanco,
completamente transparente, un liguero y medias blancas de seda y sin ropa
interior. Al pobre escuincle hasta los ojos se le torcieron, le empezó a latir
el corazón a mil por segundo. Ella se sentó al borde de la cama, sus caderas
rozaron la cintura del chico, comenzó a revisarlo y al poner sus manos sobre su
cuerpo inmediatamente surgió una erección. De inmediato se dio cuenta María
Elena. Sobándole el pene le dijo: —Estás muy lastimado, pero ahorita te voy a
curar -se le acercó y le dijo- déjame checarte la cabeza. Lo tomó de la cabeza
y le pegó los pezones a la boca, el chico no sabía qué hacer, era la primera
vez que tenía unos pezones tan cerquita, estaba completamente paralizado, la
enfermera continuó: —A ver, vamos a ver.
Le manoseó el pene para luego hacerle sexo oral, después abrió sus piernas se
le subió encima y así pasó un rato hasta que la enfermera se acalambró y
terminando le dijo: —Bueno, vístete, yo creo que para que te compongas bien te
voy a tener que seguir curando. Mañana cuando me veas llegar te vienes a la
casa para curarte.
El
muchacho salió de la casa de María Elena con la sensación de miedo y con muchas
ganas de orinar. No entendía cómo era esa curación, pero pensaba que si era de
esa manera, la enfermera sabría muy bien el por qué.
Así
siguió yendo a la curación durante los dos meses siguientes. Meses en que la
enfermera lo hacía como títere. No lo dejaba juntarse con niñas y cuando ella
le gritaba su nombre, él tenía que acudir inmediatamente, hasta que por fin un
día la mujer y su familia se mudaron del barrio y nunca más se supo nada de
María Elena. De igual manera el chamaco nunca le platicó nada a nadie de
aquellas extrañas curaciones.
PRIMERA
CITA
Lalo
Vázquez G.
Antes
de salir de casa se arregló y perfumó el pelo y la camisa. Luego se desabrochó
el pantalón y se aventó un chisguete de perfume en las partes pudendas; salió
corriendo pues era la primera vez que salía con esa hermosa mujer que, aunque
estaba muy guapa, él sabía muy bien que tenía un carácter muy especial, más
bien tirándole a malhumorada o mejor dicho, media mula. Pero como la chica
aceptó pasar todo el día juntos, él no podía llegar tarde, así que a las nueve
en punto ya estaba en la puerta de la casa de su conquista. Sonó el claxon del
auto y la chica sacó la mano por la ventana haciendo una seña de “espérame
tantito”. Espera que se prolongó casi una hora, pero cuando salió la dama, él
pensó que sí valió la pena el tiempo perdido. Apareció con una minifalda azul
marino y una blusa blanca escotada, que la hacía lucir muy sexi. Saludó y se dirigieron
a desayunar a Sanborns. Ella pidió unos huevitos “a la albañil” con su jugo y
cafecito con pan y él, para no dejarla morir sola, pidió lo mismo. Al terminar
salieron de ahí rumbo a la Alameda a caminar. A ella se le antojó un elote y
más adelante una nieve de chocolate. Se acercaron a ver la exposición de
pinturas y después a los columpios. Cuando menos acordaron ya era la hora de la
comida. Él le comentó que sabía de un
lugar donde preparan unos mariscos deliciosos y se dirigieron al lugar
mencionado, y sí, la comida se veía apetitosa. Ella pidió unas tostadas de
ceviche y un “vuelve a la vida”, él solo
un coctel de camarón y una cerveza para calentar motores y, entre bocado y
bocado, tuvieron una amena plática y ahí se dio cuenta de que tenía
posibilidades de llegar más lejos con su nueva conquista. Salieron del
restaurante y llegaron al centro para ver algunos grupos de danza que
bailaban al aire libre. Después dieron
una vuelta por los portales, él le compró un globo, le tomó la mano y ella lo
aceptó. Como casi caía la noche el frío se hizo presente, se subieron al auto,
avanzaron varias cuadras, de pronto se pararon sobre el Bulevar para saborear
un rico beso. Ella, para enfriar la situación, le comentó de unas pacharelas
que vendían por ahí cerca y que sería buena idea ir a cenar, él aceptó. Como el
lugar apenas abría encontraron variedad de guisados. Ella pidió dos de tripas
con frijoles y salsa, una de barbacoa con chile verde y una de queso con
nopales y chile y su refresco de tapa rosca; él, solo dos de nopales. Al
terminar de cenar, él ya con más confianza le pasó el brazo por el hombro.
Subieron al auto y en un beso de amor él preguntó: —¿Y ahora, qué hacemos?
Ella
le contestó: —Llévame a donde quieras, pero que sea pronto.
Él
rápidamente se detuvo afuera de una farmacia, se bajó y compró condones y le
volvió a preguntar: —¿A dónde sea? Y la chica contestó: —Sí, pero rápido.
Se
metió al primer motel que encontró, al llegar al cuarto la chica se metió
rápido al baño. Mientras tanto él se quitó la ropa y se acostó en pose sexi a
esperar que saliera su chica. La muchacha salió del baño y al verlo, le gritó:
—¡Llévame a mi casa inmediatamente¡ Al
ver la cara que puso y sin preguntar nada, se volvió a vestir. Se subieron
al auto y se fueron de ahí. Ninguno de
los dos habló durante el regreso a casa. Al llegar a su casa la chica se bajó
del auto dando un fuerte portazo y sin despedirse, se fue. Jamás le volvió a
dirigir la palabra.
EL
PADRE
Lalo
Vázquez G.
—¡Lo
hubiera hecho madre!, ¡lo hubiera hecho de todos modos!, si no hubiera sido con
usted, seria con otra persona. Pero no se culpe usted, madre, hasta cierto
punto soy yo el culpable por insistirle tanto. El cuerpo es débil, a veces uno
no puede contenerse. La humanidad piensa que si uno es sacerdote no tiene
derecho a hacerlo y hacerlo hasta llenarse es peor todavía. Realmente no
podríamos llamarlo pecado porque no lo cometemos regularmente, usted y yo
sabemos bien que es solamente de repente. Pienso que no es tan malo disfrutar
de este bello placer de la vida, además no sería tan grave nuestra condena, en
el remoto caso de ser condenados. ¡Madre!, tres no es pecado, es simplemente un
número de buena suerte, recuerde usted que no somos los únicos que lo hacemos
dentro de este convento, hoy me tocó a mí convencerla, pero en unos días
seguramente será usted la que quiera convencerme, por eso es mejor relajarse y
disfrutar el momento y así los dos quedaremos muy satisfechos, usted seguirá
siendo la misma monja y yo el mismo padre. Más pecado seria quedarnos con las
ganas y desaprovechar esta oportunidad que nos brinda Dios. Ande, madre, sin
remordimiento, cómase su hamburguesa.
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