HONDURAS Y LIVIANDADES
-Mujeres de Palabras-
“Yo
soy cóncava y convexa; dos medios mundos a un tiempo: el turbio que muestro
afuera, y el mío que llevo dentro. Son mis dos curvas-mitades tan auténticas en
mí, que a honduras y liviandades toda mi esencia les di”. Con estos versos la
inmortal poeta mexicana, Pita Amor, precursora de la liberación sexual
femenina, definía en los años cincuenta la perfecta contradicción que algunas
mujeres muestran en su carácter. Pero es que son tan misteriosas,
incomprendidas y lamentablemente desconocidas, que los hombres apenas
alcanzamos a aceptarlas –en el mejor de los casos- o amarlas, si es que así se
puede llamar a la domesticación del hombre/mono. En nuestro taller literario
tenemos el enorme gusto de contar con varias compañeras cuyas voces son
divergentes en apariencia, casuales en su lirismo y completas en su inacabada
versión de ellas mismas. Estos son sus textos. Vale.
Julio
Edgar Méndez
CENIZAS
Paola
Juárez
Te
dejo mi silencio,
la
humedad amarga de mis lágrimas,
el
dolor que callé y grité,
una,
dos, tres, infinitamente.
Te
dejo las horas más tristes de mi vida,
el
hastío de mis tardes solitarias
que
nunca comprendiste por falta de interés.
Te
dejo mis mañanas somnolientas,
un
recuerdo en mi taza de café
y
cenizas de cigarro olvidadas con las cuales pretendí llenar el pozo sin fondo
que a tu lado fue mi corazón.
Te
dejo lo más oscuro de mi vida,
mi
luz fue menguando junto a ti.
Te
dejo las raíces más secas de mi alma,
lo
más putrefacto de mí; lo mejor lo llevo conmigo.
Sin
ti volaré en libertad.
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MUJER
SIN ZAPATOS
Rosaura
Tamayo
Mujer
que no usas zapatos y los traes colgados del cuello, tus pies descalzos y
empolvados se levantan con el alba y se duermen tardía la noche. Tus dedos ya
no los sientes. ¿Cómo no vas a usar zapatos? la verdad no los usas, estás
acostumbrada a pisar sobre los zapatos del hombre. Él camina, tú como sombra detrás
de él. Te rezagas como muchas otras, pensamiento efímero de sexo débil. Deberías
por un momento mirar al cielo, no a la tierra, al pavimento o las piedras. Quítate
esos zapatos pesados sobre tus hombros -piensas que sólo eso mereces- y ponerte
unos a tu medida; voltea y ve que también dejas huellas al caminar. Dejas
marcas en la arena y en el corazón de madre, huellas de ternura en voz y actos,
pies pequeños y tu inteligencia grandiosa, peso menor pero magna tu fuerza
femenina. Superas todo y todas aquellas adversidades de la vida. Fueron muchos
años de ser una mujer sin calzado, sin voz ni voto, tus pies ya tienen grietas
y sangran. Se podrán curar, midiéndote
no de la tierra al pelo sino de tu corona al infinito, como ese mismo amor de
madre y mujer. Aprender que cada una tiene sus propios zapatos mandándolos
hacer a la medida de la inteligencia y del amor que te tienes. Y jamás volverte
a sentir descalza en tu camino por la vida.
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ENSAMBLE
DE AMOR
Laura
Margarita Medina
Ésta
es la última tonada de mi vientre.
Surge de la bruma del pasado.
Tú,
como se acaricia a un niño,
recorrías
mis hemisferios
mientras
mí desbocado corazón
se
anclaba a tus deseos.
Te amaba
y me dejaba llevar
por
la corriente de tu río.
En
un beso
entregamos todo nuestro ser.
La
estrechez de mi cintura
enloquecía
tus antojos,
mientras
tus manos juguetonas
tocaban
ansiosas los volcanes de mis senos
con
los que te endulzabas cada noche.
Tus
dedos adormecían mi cuerpo
y tu respiración era nota de magia en mis
oídos.
Pude sentirme como un ave
cuando
acurrucaba el alma entre tus brazos
y
así dejarte deslizar en mi cálido tesoro.
Ése,
que se prende hoy por un instante
para
grabarte sólo en letras de recuerdo.
ENUNCIADOS
DE NATURALIA
Diana
Alejandra Aboytes
Sol
que camina.
Ave
que ríe.
Tierra
que escucha.
Agua
que canta.
Montaña
que sostiene.
Fuego
que acaricia.
Lluvia
que llora.
Sangre
que germina.
Fruto
que muerde
Luna
que arrulla.
Raíces
que gritan.
Sombra
que sueña…
Mujer.
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AQUEL
POETA
Zhely
Alceda
—Qué
bueno que llegas, te esperaba. ¡No!, por favor no digas nada, sólo escúchame;
sé que vienes del trabajo y estás cansada, intentaré ser breve. Te dejé un poco
de carne sobre tu plato y te hice un café como tanto te gusta -dos de café, una
de azúcar, agua tibia hasta la mitad-. ¿No quieres cenar? Seguro vienes de
estar con él…
¡Espera!, no quiero reprocharte ya nada; es
solo que…
Dime, ¿cómo te fue en el día?… Entiendo, no
quieres hablar. Lo haré yo.
Es solo que te he estado observando, ya no me
miras más, casi no reconozco tu aroma y no dejas ya silueta entre las sábanas;
se quedan los platos sin tocar y el café sin tomar; ni el gato busca tu caricia
mientras sobre el sillón te pierdes en alguna lectura; tu ropa parece llena de
polvo y tus zapatos acabados. A veces, mientras duermes, toco tu cuello intentando
sentir esos latidos de un corazón que no distingo.
Por favor, no bajes la mirada, no tienes nada
por lo cual debas sentir vergüenza. Te he descubierto suspirando a la luna por
él, viendo su rostro en las estrellas, besando el sol; aquél sol que también
besa él.
Lamento mucho haberte tenido aquí, atada, todo
este tiempo. Yo solo quería hacerte feliz; fracasé.
Creo que ya es tiempo de que vayas con quien
ilumina tu sonrisa y alimenta tus alegrías… ¿Qué haces? ¡No, para! ¡No
necesitas fingir! No comas esa carne fría ni tomes ese café viejo, no mires
hacia atrás ni preguntes qué será de de mí; voy a estar bien. Deja la ropa en
el suelo y los trastes en cualquier rincón, no te molestes en abrir las
cortinas ni pienses más en el gato que alguna vez te regalé. Anda, seguro está
esperando en esa cama, donde tus sueños duermen hace tiempo. Espera, solo un
favor más… Alcánzame aquella copa y tráeme la botella, la de siempre…
Ella
lo vio y se desvaneció, así como se desvanece un recuerdo, así como se
desvanecen las memorias; así se fue ella. Así le dijo adiós aquel poeta a su
amada cuando entendió que no podía hacerla feliz, ni siquiera esa versión de
ella, la que cobraba vida desde su imaginación.
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NOMOFOBIA
Patricia
Ruiz Hernández
Una
fuerte lluvia me sorprendió en el centro de la ciudad. De inmediato las calles se anegaron,
provocando largas filas de autos que avanzaban con lentitud. Numerosas
personas, sin la previsión de portar paraguas, se resguardaban del aguacero
donde podían; otras, caminaban resignadas a empaparse. Por mi parte, abandoné
la banca del parque, donde esperaba a mi amiga Estela, la siempre impuntual
Estela, quien, con seguridad, llegaría muy tarde con alguna creativa y
fantástica excusa. Me apresuré a mandarle un whatsapp. Al cruzar la calle,
sentí un golpe en el cuerpo, al voltear vi un automóvil. Por la nula
visibilidad no distinguí al conductor, sólo escuché la bocina estridente que me
atacó con agresividad y respondí en el mismo sentido, gritando palabras ofensivas
que saqué de mi abundante repertorio. Con el susto encima, me puse a salvo en
la banqueta. Bajo una cornisa metí mi cuerpo tembloroso. Noté que la breve
pestaña sería insuficiente para protegerme de la copiosa lluvia. Decidí llamar
a Estela para saber si venía en camino. Fue cuando recibí la más desagradable
sorpresa: ¡Mi celular se había quedado sin batería! Grité: “¡Maldito aparato!,
¿por qué me haces esto?” No me importó exhibirme como iracunda y estúpida al
hablarle a un objeto. Con frecuencia, cuando algún artefacto fallaba,
acostumbraba decir en voz alta: “¡Maldita sea, no me falles! Hoy no, por favor,
¡anda!” Si se observa bien, esta conducta no es tan inusual, pues, de acuerdo a
las estadísticas, a las que soy aficionada, el noventa por ciento de las
personas le hablan a su computadora, a su celular o a su automóvil en
situaciones similares. Me reproché por no haber comprado una batería portátil.
Tenía que implementar un plan de emergencia, así que caminé a buscar una
cafetería. Por suerte había una a pocos metros. Entré a ella con el único
propósito de encontrar un enchufe para conectarlo. Con urgencia, elegí una mesa
ubicada cerca de una conexión. “¡Me trae un café americano!”, le grité a la atareada mesera que hacía malabares para
atender a los clientes. Cada pocos segundos, consultaba la carga, pero no
prosperaba. Me vi atrapada en una madeja caótica de pensamientos. “¡Qué mala
suerte! ¿Cuántas cosas estarán pasando en estos momentos?” Ya tenía hambre de
novedades. Estela acostumbraba informarme
de un joven que me gustaba y era su vecino; ella lo espiaba por la ventana y me
ponía al tanto de lo que hacía. Además, estaba la fiesta del sábado; todo el
mundo hablaba de ella, cada minuto había comentarios de mis amigos. Pensé que
cuando recuperara la conexión tendría que ponerme al día. Y eso no sería nada
fácil. Seguro llegaría despistada a la conversación y me dirían con burla:
“Bienvenida al tema”. Era imperioso comprobar si Estela me había enviado algún
mensaje para explicar su retraso. Mi congoja y ansiedad crecían hasta el
infinito. La paciencia no era una de mis virtudes. En aquellos momentos, se
podría decir que era habitante de una isla desierta o viajera en un universo
distante. Luego, recordé la despedida de soltera de Mirna. Me moría de ganas
por ver las fotos que la autoproclamada fotógrafa del grupo prometió compartir
y no lo había hecho. ¡Qué angustiosa
espera! Yo y mi maldita impaciencia se ahogaban en un mar turbulento.
Finalmente, fui consciente de que caminaba en círculos con esos pensamientos
repetitivos. Mis emociones mutaron de la desesperación a la calma. Repasé la
explosión de enojo que había tenido, cuando por un impulso irracional habría
tirado el aparatejo a la basura. Mis amigos decían que tenía tendencia al
melodrama. Recordé un video donde aparecía una mujer que enloqueció en el tren
metropolitano cuando su celular se quedó sin batería. Ella lo golpeaba contra
el asiento y gritaba sin importar que la observaran. ¿Así de loca me veía? ¡Qué falta de lógica y
sentido común! Estela, como buena amiga, era conocedora de mis debilidades, me
dijo un día: “Padeces nomofobia”, “¿eso qué es?” pregunté, “es el miedo a estar
sin el teléfono”, contestó. Nunca lo había enfocado de esa manera; ciertamente,
era incapaz de observar con objetividad la situación cuando yo misma era parte
de lo observado. En la cafetería transcurría el tiempo y el teléfono seguía
muerto. El aullido de la sirena de una ambulancia llamó mi atención. Miré por la ventanilla. Visualicé a un
pequeño grupo de personas, quienes con morbo echaban un vistazo a lo que
parecía un accidente. La lluvia había menguado y permitía la visibilidad de la
antes nublada calle. Salí para ser parte
del grupo de fisgones. Una mujer estaba tirada en la calle. Me acerqué y con
enorme tristeza vi que, ¡era yo! Estaba descalza. Di un rápido vistazo a la
escena. Mis zapatos negros de tacón estaban tirados cerca de la alcantarilla.
Mi cuerpo ya era como una estatua encantada que mantenía cerrado el puño con el
invaluable teléfono aprisionado. Absurdamente, sólo atiné a preguntarme por qué
aún nadie me cubría con una sábana.
BONSAI
Rayo
Rincón
Retuerce
la sangre, las venas,
tala
inconsciente y “estética”
figurita
del “debería ” con ramitas del “es que, así es”.
—Córtale
más.
(“Pecaditos”)
—Que
sea perfecto, el mejor, tendrá buen precio, irá al cielo.
Salta,
rueda, hazte el muerto, si, así ¡el muerto!
¡No
puedes!
Calla, shh, al cabo ni le
duele, no lo nota, por eso esto se hace desde pequeño.
¡Mírate!
Te ves tan bonito.
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INFINITO
Rayo
Rincón
Miró
el carbón de sus ojos
en
ella brota un manantial volátil
mujer
de rutas peregrinas.
¿Qué
parte en su boca incita a sonreír?
su
casa de flores
o su casa de galaxias invisibles.
¿Qué de ella
,danzara en las manos
de
un artista?
*Imágen: Pita Amor, por Diego Rivera.
Contacto con Taller Literario Diezmo de Palabras: www.julioedgarmendez.com
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