REVELACIÓN
-La narrativa de Patricia Ruíz-
Nuestra
compañera del taller Diezmo de Palabras, Patricia Ruíz Hernández, es originaria de Celaya. Tiene estudios en Administración
de Empresas y se desempeña en el sector educativo. De manera paralela gusta de
la literatura y escribe principalmente cuentos. Ha sido seleccionada para la
Antología de Letras con Arte con los microrrelatos: Predicción, Brevedad del ser
y Fuera de este mundo. Así mismo, por la Editorial El Sótano con el cuento La
Refranera y en la antologia Tótem: Minificciones Guanajuatenses con varios
micro-relatos. En el Foro el Tintero fue finalista con el cuento Retorno al
hogar. Sus historias siempre son una revelación de lo extraordinario dentro de
la cotidianidad. Vale.
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EL
MIRÓN
Patricia
Ruiz Hernández
—¡Agárrenlo!
¡Policía! ¡Ahí va el asaltante! –grité a todo pulmón.
Alrededor
del cadáver del hombre que se resistió al asalto se juntaron los curiosos, yo
era parte del grupo de mirones.
—Quiso
robarlo y la victima opuso resistencia, entonces le disparó. Yo lo vi –dije a
los otros transeúntes.
Por
la acción de un karma exprés, el maleante tropezó y cayó al piso, varios héroes
lo detuvieron y comenzaron a golpearlo; enseguida llegaron más personas y se
contagiaron de la indignación y el hartazgo colectivo. Vivimos la ausencia de
la autoridad, no sólo física sino moral. Hemos perdido la fe en la justicia. Se avecinaba un drama en el que habría dos
muertos. Deseaba que la policía demorara y la muchedumbre lograra ajusticiarlo,
¿para qué lo encerraban? ¿Para qué saturaban las cárceles?, seguro en unos días
saldría libre por falta de pruebas y seguiría su carrera delictiva.
Se
dirigió a mí un señor alto y muy delgado, vestido con un traje elegante pero
algo anticuado, me dio la mano presentándose.
—Soy Luciano Cruz. Es lamentable que la
víctima haya pasado a segundo término por el afán de venganza. Lo primero es
mostrar compasión por el finado, quizá no estaba preparado para morir y
seguramente dejó asuntos pendientes. Fallecer debe ser una experiencia
traumática, en la que se enfrenta soledad y confusión.
—Mucho
gusto, soy Santiago Fuentes –le dije al señor Cruz-, no entiendo muy bien de
qué habla. Para mí, lo mejor sería vivir como en el viejo oeste, con juicios
rápidos y de inmediato a la horca. Yo me apunto para preparar la soga y ser el
verdugo. ¡Bonitos tiempos vivimos! La delincuencia organizada hace de las suyas
en las barbas de la policía desorganizada.
—En
todo acto humano el amor debe prevalecer. No es conveniente juzgar a otros,
seamos hombres de Dios dando el perdón y compasión a nuestros semejantes
–comentó.
—¿Alguien
trae una cuerda? –pregunté a los presentes, ignorando groseramente al señor
Cruz, pues me enfadaba que hablara como predicador-. Ahí está ese poste o aquel
árbol que parece resistente, así no hay riesgo de que se quiebre y en lugar de
ahorcado, sólo quede fracturado. Por lo que veo nadie trae una cuerda, por
supuesto, ¿cuándo se ha visto que las personas echen una soga a su portafolio?,
ni las mujeres la cargan en la surtida miscelánea ambulante llamada bolsa.
Algunas
voces aisladas gritaban:
—¡Déjelo!
No se vale hacer justicia por propia mano, ya viene la policía. No somos
animales-. Pero nadie se detuvo y siguieron con la patiza. A punto de
lincharlo, la inoportuna policía llegó y repartió macanazos para rescatarlo.
—Me
siento con el deber de rendir testimonio. Presencié un crimen y no me importa
perder el tiempo en los juzgados, de cualquier manera no tengo un trabajo ni
horario al que me deba sujetar –le dije al señor Cruz.
Mi
ocupación habitual consistía en cobrar el alquiler de varias casas de las que
era dueño, además la gente me buscaba para que les prestara dinero. Sólo se
complicaba cuando algún cliente se negaba a pagar y tenía que recurrir a mis
ayudantes -que eran un poco rudos-, para convencer al moroso de cumplir con el
trato y evitar algún penoso accidente. Por otra parte, era lo que dicen, un
soltero empedernido, valoraba mucho mi libertad, nunca tuve hijos, ni molestos
parientes a quien atender, así que disponía del tiempo del mundo. Si me
solicitan para declarar, por supuesto que acudiré. Estaba parado junto a un
policía y le dije:
—Señor
policía, fui testigo de lo acontecido, reconozco al homicida sin temor a
equivocarme y me encuentro en la mejor disposición de ayudar. Yo nunca quise
linchar al delincuente, ni cooperé para golpearlo, le aseguro que no me gusta
la violencia. Pero, ¿qué podía hacer yo solito ante la turba enloquecida?
–enseguida le di mis datos personales, mientras el policía hacía
anotaciones.
—Bueno,
se acabó, debemos seguir nuestro camino –dijo el señor Cruz, quien me
incomodaba porque era de esa gente confianzuda que se porta como si me fuéramos
grandes amigos.
Poco
después asistí a las audiencias públicas del juicio, no lo hice por metiche,
sino porque tenía consciencia ciudadana. Atestigüé el interrogatorio.
—Soy
inocente –dijo el malhechor al juez–, me confundieron, yo nada más iba pasando.
Soy un honrado comerciante, padre de cinco hijos, trabajo muy duro para mi familia. Mire, aquí traigo las fotos de mis pequeños y
de mi amada esposa.
—¡Mentira!
¡Farsante! Lo mató para robarlo –grité indignado.
—Que
diga el acusado su nombre y domicilio –expuso
el fiscal.
—Juan
Trinquetes, callejón Emboscada número 13 de esta ciudad.
—Que
diga el acusado si pertenece a la conocida banda El baba y sus ladrones.
—Niego
pertenecer a cualquier banda.
—Qué
diga el acusado si su alias es el manitas.
—No,
ese es mi hermano gemelo.
—¿Por
qué huyó de la escena del crimen?
—No
huí, tenía prisa por alcanzar el autobús para ir a trabajar.
—¿Reconoce
el arma que tenía en su poder?
—Me
la sembraron.
—Anexo
como prueba documental los antecedentes penales del acusado, en donde se
demuestra que fue procesado en un juicio anterior y un video del día de los
hechos –dijo el fiscal.
Permanecí
a presenciar todo el juicio. El video permitió observar la escena del crimen y
al final el delincuente fue condenado gracias a las cámaras de seguridad
colocadas en la avenida. Esperé inútilmente a que el juez me llamara.
Apareció
el señor Cruz, de quien me había
olvidado y le dije:
—¿Tú
qué haces aquí? ¿Me andas siguiendo? ¿Quieres mi dinero?
—Mi
misión es ayudarte en la transición –y me lanzó una profunda mirada que
transmitió respuestas y me permitió comprender.
De
inmediato hubo en mí una revelación ¡Por supuesto! La víctima era yo. Hasta ese
momento me había evadido de la verdad. El asalto fue tan rápido, tan
inesperado, nunca pensé morir. Seguramente sufrí un estado que los psicólogos
llaman negación, es un mecanismo de defensa que consiste en desechar la
existencia de conflictos por considerarlos desagradables. Pues bien, ya me curé,
sin necesidad de acudir al loquero, sólo con la ayuda del señor Cruz, mi nuevo
amigo, a quien dócilmente me dispuse a seguir, no sé a dónde.
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DÍA
DE PERROS
Patricia
Ruiz Hernández
Abrí
los ojos sin comprender por qué el despertador no había sonado a la hora
programada. El sol ya daba sus primeros rayos, así que me levanté con
brusquedad. Cuando quise encender la lámpara, encontré que no había corriente
eléctrica, consulté el reloj de pared que sólo requería de una pequeña pila
para funcionar, ya era tardísimo. Me reprendí a mí misma por depender de un
aparato para despertar. No tendría tiempo de preparar el desayuno o realizar
las tareas habituales. Entré con rapidez al baño para ducharme a toda prisa,
recibí la desagradable sorpresa de que se había acabado el agua caliente. Sin
otra opción me bañé con aquella agua helada. Me vestí, bajé, subí, regresé; con
estas idas y venidas, ¡zaz!, tropecé con una silla mal puesta, caí dándome un
golpazo en la frente con la mesa y otro en la rodilla. Maldiciendo, me paré con
el orgullo lastimado; sin tiempo para la autocompasión, seguí cojeando de un
lado para otro. Mi compañera de apartamento, Sandra, que con el ruido se había
levantado, salió de su habitación y me detuvo cuando ya tenía las llaves en la
mano a punto de marcharme.
—¿A
dónde vas con esa herida en la frente? Ven, te voy a limpiar.
Del
botiquín sacó algodón y un líquido que me ardió horrores.
—Rápido,
se hace tarde. Si llego después de las ocho, el jefe me va a regañar.
—Espérate. No puedes ir con sangre en la cara.
—Gracias,
nos vemos, debo alcanzar el autobús –le dije cuando terminó la curación.
Caminaba
con prisa en dirección a la parada de autobuses, todo lo que me permitía mi
pierna lastimada, pero la carrera fue inútil, perdí el ómnibus que se alejó sin
detenerse, por lo que debí esperar el siguiente; mientras lo hacía, observé
como varios charcos permanecían en la calle, ya que una noche anterior había
llovido. Entonces, sin esperarlo, pasó un automóvil a toda velocidad mojándome
los pies y la falda, sentí el agua fría en el cuerpo. Volví a maldecir mi
suerte por segunda vez en aquella mañana. Sí mi madre escuchara, seguro me
regañaría por boquifloja. Consideré regresar a casa a cambiar la ropa y los
zapatos, pero deseché la idea por lo tarde que era.
Cuando
subí al camión descubrí que había olvidado la cartera; con nerviosismo busqué
en las profundidades de la bolsa, sin encontrar alguna moneda que me sacara del
apuro. Ante la impaciencia del chofer con cara de pocos amigos, encontré a mi
ángel de la guarda, personificado en un señor muy amable que ofreció pagarme el
boleto.
—No
se apure señorita, un día me lo paga, a fin que la conozco de vista, siempre
nos encontramos aquí.
—Gracias,
prometo que le pagaré, es que olvidé la cartera.
Unas
cuadras más adelante había congestionamiento vial, ignoraba si a causa de un
accidente o un desfile. Sólo sé que mi impaciencia crecía mientras los minutos
transcurrían. El chofer tomó la decisión de desviarse de su ruta habitual para
encontrar una salida por otra calle, lo que me alejó gran distancia de mi
destino. El camión presentaba un rechinido nada agradable y debí soportar el
irritante ruido de fierros. Pasó un rato
y detuvo su marcha para ya no funcionar más. ¡Era el colmo de la mala suerte!
Los pasajeros murmuraban su descontento, rumiando desesperados. El chofer bajó
a examinar el motor, pero sólo consumió valiosos minutos. Pidió que bajáramos
del vehículo, diciendo que llamaría a otro autobús para que nos trasladara.
Transcurrió mucho tiempo en la espera.
En suma, llegué a la conclusión que el universo se había confabulado
para hacerme la mañana difícil, hay días en que la suerte anda torcida.
Por
el móvil marqué a la inmobiliaria donde trabajaba para avisar de los
contratiempos, pero no obtuve respuesta. Seguro Juanita, la recepcionista,
también se había retrasado. Aunque yo
era una empleada puntual y eficiente, el jefe tenía fama, bien ganada, de
intransigente. Lo sabía por lo que le sucedió el otro día a mi compañera, Susana,
cuando se le ocurrió llegar tarde.
—¿Dónde
trabaja ahora, señorita Susana?, por lo visto aquí ya no –le dijo Don Perfecto en aquella ocasión.
Susana
explicó sus infortunios, pero él dijo que ésta era la última vez que permitía
la falta de puntualidad en su oficina, que exigía responsabilidad ante todo.
Cómo
extrañábamos al arquitecto Gómez, por ser más compresivo con nosotras, pero se
ausentaba con regularidad, dejándonos bajo la tiranía de Don Perfecto. Con ese
antecedente, me angustié pensando que tal vez perdería mi trabajo. Sin otra
opción, me resigné a esperar el autobús que llegaría al rescate, pues sin
dinero no podía darme el lujo de tomar un taxi.
Cuando
por fin me acerqué a la oficina, encontré un horrible cuadro que nunca
olvidaré. Ambulancias, bomberos y cuerpos de rescate trabajaban en lo que había
sido el edificio de la inmobiliaria. Una espantosa explosión –de origen todavía
desconocido- había terminado con la vida de los que ahí laboraban. Con gran
pena recibí la noticia de que no había sobrevivientes. Juanita, Susana, Don
Perfecto y muchos otros, eran ahora una irreconocible masa carbonizada.
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