domingo, 3 de enero de 2016

LAS BRUJAS DE LA NAVIDAD


LAS BRUJAS DE LA NAVIDAD

2016. Ya tenemos nuevo año. Con las hojas en blanco listas para que anotemos en ellas cada suceso, historia, alegría, anhelos y metas. Al final de cada día serán ya recuerdos de irrepetibles momentos. Llegó y se fue otra Navidad. Pasan los segundos como si fueran primeros. El tiempo es un inexorable enemigo para quienes procrastinamos la vida. Fluye con un alegre ruido de piedras arrastradas en el río de lo inevitable. Hay que desafiar al destino (no al nuestro, sino al que nos cuelgan como medalla los otros), hagamos algo interesante con nuestra vida, hagamos vida.
Nuestro querido maestro, Herminio Martínez, escribió cuento, poesía y novela con la intención de quien mira siempre hacia adelante. El año pasado estuvimos ya sin él todos los doce meses, pero sus lecciones han dado fruto. Queremos compartir un bello cuento infantil y una reflexión de uno de sus maravillosos poemas:

“¿A qué hora viene Dios?
De las ciudades se levanta el llanto
con un dolor de niños en el hombro,
y el sol,  espejo opaco, ya no suelta
sobre calles y páramos sus brillos.
Por eso, ¿a qué hora viene, a qué hora pone
una sonrisa en el mentón del surco
o un huevo de bondad en tanto prójimo
que escribe con los dientes su currículum?”

 Tenemos todo el año nuevo para escribir nuestros propios textos, que cada uno diga algo positivo, lo merecemos en estos tiempos terribles que nos ha tocado sufrir por la ambición desmedida de políticos y criminales, simbiosis maligna que algún día será nunca más recordada. Sólo lo bueno debe permanecer en la memoria del hombre, en el corazón de cada mujer. Vale.
Julio Edgar Méndez

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LAS BRUJAS DE LA NAVIDAD
Herminio Martínez (+)

Hubo una vez en que la tierra se iba a quedar sin Navidad. En ninguna nación habría cena, ni árbol, ni juguetes, ni calor, ni luces, porque el perverso Orilius, desde su castillo de la Montaña Negra, había lanzado un hechizo sobre el mundo para que nadie celebrara el nacimiento de Jesús.
A Orilius le molestaban las campanas, sentía un profundo odio por las flores rojas y las luces de colores. Cada año, al llegar la Navidad, siempre se molestaba, gritándole a sus criados:
-¡Otra vez! ¡No! ¿Qué no se dan cuenta que no soporto esos ruidos horrorosos de cascabeles y campanas? ¡Callen ese escándalo! ¡Odio la felicidad!
-Señor –le respondía tímidamente alguno-, son las fiestas de la Navidad. Los pueblos las celebran. A los niños les agradan. La raza humana ama esta tradición en la que se recuerda el nacimiento del Mesías.
-¡Niños! ¡Niños! ¡Mesías! ¡Aguinaldos! ¡Qué vulgares! ¡Tonterías! ¡Este será su último año! ¡No habrá más Navidad! ¡Prepararé una maldición! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!... -decidió un día.
Con ayuda de las ratas, los murciélagos y toda su maldad, creó un polvo oscuro que dejó caer desde la torre más alta del castillo.
-Llévatelo, viento; ponlo en las aguas, ponlo en los montes, ponlo en las casas, ponlo en todos los caminos, las ciudades y los pueblos. Ponlo en los ojos de la gente, en la boca de los niños, en la luz y que ninguna nación vuelva a saber lo que es la Navidad –exclamó, burlándose-. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!
-¿Y si no funciona? –le preguntó con humildad uno de sus asistentes, al que tenía transformado en perro.
-¡Funcionará! ¿Cuándo se ha visto que al gran Orilius le fallen sus poderes? ¡Odio la felicidad y con esto es suficiente! –repitió.
-Funcionará… -repitió, otro, al que tenía convertido en gato negro.
Moría el otoño. Las hojas de los árboles habían caído, pero la naturaleza se hallaba sin ganas de no hacer otra cosa que dormir. Algo la mantenía en ese estado. Las personas se sentían igual, como poseídas por un extraño sueño.
Ya era diciembre y aún a nadie se le ocurría poner el árbol, ir a comprar esferas, encender las luces, preparar los aguinaldos, como cada año. Las calles se veían oscuras, sin música, sin adornos en sus aparadores y sus tiendas. Las personas distraídas, los niños tristes.
Desde su castillo, Orilius todo lo observaba, carcajeándose de que, por fin, pasaría una Navidad feliz.
-Mi alegría es mayor que la tristeza de los niños…, porque odio la felicidad.
Insistía delante de sus criados, entre los cuales no sólo había perros y gatos negros, sino también ratones, víboras, mapaches y tarántulas del tamaño de una calabaza, que antes habían sido personas, pero que por una maldición del malvado hechicero vivían allí y le servían en forma de animales.
-¿Quién dudará de mis poderes? –exclamó, satisfecho.
-Nadie… -respondió un ratoncito blanco.
-Nadie… -agregó una tarántula con cara de mujer.
-Nadie… -dijo un extraño cuervo, que tenía una pata de conejo y, como si fuera hombre importante, se fumaba un puro.
-¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! –volvió a retumbar aquella horrible carcajada, entre las torres del castillo y la brillante luna.
Mientras tanto, el tiempo transcurría. Pero nadie hacía nada por preparar la Navidad. Ni en las iglesias, ni en las casas, ni en las oficinas de gobierno. A los niños les daba tanto sueño, que apenas se ponía el sol, se iban a dormir, sin acordarse del fin de año ni del Año Nuevo. A los adultos poco les importaba el calendario; habían borrado de su mente la gran celebración.
Sin embargo, no lejos de aquel castillo del poderoso mago, había una montaña con grandes cuevas, habitadas únicamente por lechuzas y uno que otro búho. En realidad no eran lechuzas ni viejos búhos, sino brujas y brujos buenos que, temerosos de caer bajo el poder de Orilius, allí habitaban, alimentándose únicamente de gotitas de  rocío y frutas de los bosques. Se transformaban en esta especie de aves para confundir a los espías del hechicero, que a todas partes iban por los caminos y los pueblos, buscando a quien lanzarle maleficios.
-¿Qué no desean comerse una galleta? -preguntó una de aquellas brujas, extendiendo sus alas.
-Yo sí.
-Yo también.
-Una galleta y un chocolate.
-Pues a como se ve el tiempo, este año no comeremos más que rocío, hojas, y frutos de la montaña.
-¿Qué habrá sucedido?
-No lo sé. Sospecho que algo ha hecho el malvado Orilius…
A ellos les encantaba ver y sentir la Navidad. Como eran brujas y brujos buenos,  solían volar a las ciudades para disfrutar las fiestas navideñas. Siempre en su figura de lechuzas, aunque de vez en cuando recobraban su forma de hombres y mujeres y se mezclaban con la gente, con el propósito de alcanzar una bolsita de galletas, chocolates, dulces de miel, bombones, antes de regresar a las cavernas, donde vivían a salvo de los poderes del malvado. 
-¿Qué podemos hacer? –preguntó un búho amarillo.
-Sí, ¿qué? –hablaron los demás.
-Primero, estar seguros de que esto es por causa de la maldad del hechicero. Hay que investigar.
-¡A investigar! –exclamaron, saliendo de la cueva.
De lo que se enteraron, por una paloma y un cuervo recién fugado del castillo, fue que ni en ese año ni nunca más habría Navidad.
-Se la robó el pérfido –graznó el cuervo.
-Hagamos algo… -suspiró la paloma triste.
Las brujas y los brujos celebraron un concejo y, tras veinte horas de discusión, decidieron recurrir al Gran Espejo, guardado en una de las cuevas.
-El nos dirá qué hacer.
-Vayamos –fue la respuesta general.
-Padre Espejo, imploramos tu auxilio –le dijeron.
El Gran Espejo les recomendó sacarlo a que le diera el sol.
-¡Pero apúrense! –les ordenó-. Ya casi estamos a 24 de diciembre y aún nadie despierta del sueño en que los encerró el malvado.
Entre todos lo trasladaron a una roca iluminada por el sol. El Gran Espejo, al sentir el calor de de la anhelada luz, comenzó a derramar destellos sobre los llanos y los montes, hasta alcanzar ciudades, pueblos, todo el mundo. La gente despertaba.
-Dios mío, ¿a cómo estamos ya? -decían.
-A veinticuatro.
-¿A veinticuatro?
Los niños se lanzaban a la calle, gritando:
-¡Llegó la Navidad!  ¡Llegó la Navidad!
La luz del Gran Espejo había roto el hechizo. Orilius no se daba cuenta. Hasta que entre las telarañas de sus sueños escuchó cantar los villancicos.
Noche de paz,
noche de amor,
todo duerme en derredor...
-¡Quién! ¡Quién! –se enfureció.
-Los niños… -le respondió una rata, fiel y temerosa de que le arrojara un zapatazo.
-¡Que los callen! –ordenó, pero nadie le hizo caso, porque la luz del Gran Espejo no sólo había destruido aquella maldición, sino que poco a poco fue regresándoles su figura de personas a tantos animales prisioneros en el castillo del malvado, quien, al final, también fue destruido, al convertirse en una masa gelatinosa que todos pisotearon.
Las brujas buenas y los brujos buenos también recobraron la tranquilidad y, como nunca, se divirtieron volando en sus escobas amarillas por todas las ciudades donde la gente tenía encendido su árbol y los niños jugaban, vestidos de pastores y de ángeles, sin ninguna novedad, ajenos a la desgracia que estuvo a punto de ocurrirles.
-¡Dios ha nacido ya! –decía alguna persona, encendiendo una lucecita o una vela.
-Alabado sea… –respondían-. Él nos ama.

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