LAS BRUJAS DE LA NAVIDAD
2016.
Ya tenemos nuevo año. Con las hojas en blanco listas para que anotemos en ellas
cada suceso, historia, alegría, anhelos y metas. Al final de cada día serán ya
recuerdos de irrepetibles momentos. Llegó y se fue otra Navidad. Pasan los
segundos como si fueran primeros. El tiempo es un inexorable enemigo para
quienes procrastinamos la vida. Fluye con un alegre ruido de piedras
arrastradas en el río de lo inevitable. Hay que desafiar al destino (no al
nuestro, sino al que nos cuelgan como medalla los otros), hagamos algo
interesante con nuestra vida, hagamos vida.
Nuestro
querido maestro, Herminio Martínez, escribió cuento, poesía y novela con la
intención de quien mira siempre hacia adelante. El año pasado estuvimos ya sin
él todos los doce meses, pero sus lecciones han dado fruto. Queremos compartir
un bello cuento infantil y una reflexión de uno de sus maravillosos poemas:
“¿A qué hora viene Dios?
De las ciudades se levanta el llanto
con un dolor de niños en el hombro,
y el sol,
espejo opaco, ya no suelta
sobre calles y páramos sus brillos.
Por eso, ¿a qué hora viene, a qué hora pone
una sonrisa en el mentón del surco
o un huevo de bondad en tanto prójimo
que escribe con los dientes su currículum?”
Tenemos todo el año nuevo para escribir
nuestros propios textos, que cada uno diga algo positivo, lo merecemos en estos
tiempos terribles que nos ha tocado sufrir por la ambición desmedida de
políticos y criminales, simbiosis maligna que algún día será nunca más
recordada. Sólo lo bueno debe permanecer en la memoria del hombre, en el
corazón de cada mujer. Vale.
Julio
Edgar Méndez
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LAS
BRUJAS DE LA NAVIDAD
Herminio
Martínez (+)
Hubo
una vez en que la tierra se iba a quedar sin Navidad. En ninguna nación habría
cena, ni árbol, ni juguetes, ni calor, ni luces, porque el perverso Orilius,
desde su castillo de la Montaña Negra, había lanzado un hechizo sobre el mundo
para que nadie celebrara el nacimiento de Jesús.
A
Orilius le molestaban las campanas, sentía un profundo odio por las flores
rojas y las luces de colores. Cada año, al llegar la Navidad, siempre se
molestaba, gritándole a sus criados:
-¡Otra
vez! ¡No! ¿Qué no se dan cuenta que no soporto esos ruidos horrorosos de
cascabeles y campanas? ¡Callen ese escándalo! ¡Odio la felicidad!
-Señor
–le respondía tímidamente alguno-, son las fiestas de la Navidad. Los pueblos
las celebran. A los niños les agradan. La raza humana ama esta tradición en la
que se recuerda el nacimiento del Mesías.
-¡Niños!
¡Niños! ¡Mesías! ¡Aguinaldos! ¡Qué vulgares! ¡Tonterías! ¡Este será su último
año! ¡No habrá más Navidad! ¡Prepararé una maldición! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!
¡Ja!... -decidió un día.
Con ayuda
de las ratas, los murciélagos y toda su maldad, creó un polvo oscuro que dejó
caer desde la torre más alta del castillo.
-Llévatelo,
viento; ponlo en las aguas, ponlo en los montes, ponlo en las casas, ponlo en
todos los caminos, las ciudades y los pueblos. Ponlo en los ojos de la gente,
en la boca de los niños, en la luz y que ninguna nación vuelva a saber lo que
es la Navidad –exclamó, burlándose-. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!
-¿Y
si no funciona? –le preguntó con humildad uno de sus asistentes, al que tenía
transformado en perro.
-¡Funcionará!
¿Cuándo se ha visto que al gran Orilius le fallen sus poderes? ¡Odio la
felicidad y con esto es suficiente! –repitió.
-Funcionará…
-repitió, otro, al que tenía convertido en gato negro.
Moría
el otoño. Las hojas de los árboles habían caído, pero la naturaleza se hallaba
sin ganas de no hacer otra cosa que dormir. Algo la mantenía en ese estado. Las
personas se sentían igual, como poseídas por un extraño sueño.
Ya
era diciembre y aún a nadie se le ocurría poner el árbol, ir a comprar esferas,
encender las luces, preparar los aguinaldos, como cada año. Las calles se veían
oscuras, sin música, sin adornos en sus aparadores y sus tiendas. Las personas
distraídas, los niños tristes.
Desde
su castillo, Orilius todo lo observaba, carcajeándose de que, por fin, pasaría
una Navidad feliz.
-Mi
alegría es mayor que la tristeza de los niños…, porque odio la felicidad.
Insistía
delante de sus criados, entre los cuales no sólo había perros y gatos negros,
sino también ratones, víboras, mapaches y tarántulas del tamaño de una
calabaza, que antes habían sido personas, pero que por una maldición del
malvado hechicero vivían allí y le servían en forma de animales.
-¿Quién
dudará de mis poderes? –exclamó, satisfecho.
-Nadie…
-respondió un ratoncito blanco.
-Nadie…
-agregó una tarántula con cara de mujer.
-Nadie…
-dijo un extraño cuervo, que tenía una pata de conejo y, como si fuera hombre
importante, se fumaba un puro.
-¡Ja!
¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! –volvió a retumbar aquella horrible carcajada, entre
las torres del castillo y la brillante luna.
Mientras
tanto, el tiempo transcurría. Pero nadie hacía nada por preparar la Navidad. Ni
en las iglesias, ni en las casas, ni en las oficinas de gobierno. A los niños
les daba tanto sueño, que apenas se ponía el sol, se iban a dormir, sin
acordarse del fin de año ni del Año Nuevo. A los adultos poco les importaba el
calendario; habían borrado de su mente la gran celebración.
Sin
embargo, no lejos de aquel castillo del poderoso mago, había una montaña con
grandes cuevas, habitadas únicamente por lechuzas y uno que otro búho. En
realidad no eran lechuzas ni viejos búhos, sino brujas y brujos buenos que,
temerosos de caer bajo el poder de Orilius, allí habitaban, alimentándose
únicamente de gotitas de rocío y frutas
de los bosques. Se transformaban en esta especie de aves para confundir a los
espías del hechicero, que a todas partes iban por los caminos y los pueblos,
buscando a quien lanzarle maleficios.
-¿Qué
no desean comerse una galleta? -preguntó una de aquellas brujas, extendiendo
sus alas.
-Yo
sí.
-Yo
también.
-Una
galleta y un chocolate.
-Pues
a como se ve el tiempo, este año no comeremos más que rocío, hojas, y frutos de
la montaña.
-¿Qué
habrá sucedido?
-No
lo sé. Sospecho que algo ha hecho el malvado Orilius…
A
ellos les encantaba ver y sentir la Navidad. Como eran brujas y brujos
buenos, solían volar a las ciudades para
disfrutar las fiestas navideñas. Siempre en su figura de lechuzas, aunque de
vez en cuando recobraban su forma de hombres y mujeres y se mezclaban con la
gente, con el propósito de alcanzar una bolsita de galletas, chocolates, dulces
de miel, bombones, antes de regresar a las cavernas, donde vivían a salvo de
los poderes del malvado.
-¿Qué
podemos hacer? –preguntó un búho amarillo.
-Sí,
¿qué? –hablaron los demás.
-Primero,
estar seguros de que esto es por causa de la maldad del hechicero. Hay que
investigar.
-¡A
investigar! –exclamaron, saliendo de la cueva.
De
lo que se enteraron, por una paloma y un cuervo recién fugado del castillo, fue
que ni en ese año ni nunca más habría Navidad.
-Se
la robó el pérfido –graznó el cuervo.
-Hagamos
algo… -suspiró la paloma triste.
Las
brujas y los brujos celebraron un concejo y, tras veinte horas de discusión,
decidieron recurrir al Gran Espejo, guardado en una de las cuevas.
-El
nos dirá qué hacer.
-Vayamos
–fue la respuesta general.
-Padre
Espejo, imploramos tu auxilio –le dijeron.
El
Gran Espejo les recomendó sacarlo a que le diera el sol.
-¡Pero
apúrense! –les ordenó-. Ya casi estamos a 24 de diciembre y aún nadie despierta
del sueño en que los encerró el malvado.
Entre
todos lo trasladaron a una roca iluminada por el sol. El Gran Espejo, al sentir
el calor de de la anhelada luz, comenzó a derramar destellos sobre los llanos y
los montes, hasta alcanzar ciudades, pueblos, todo el mundo. La gente
despertaba.
-Dios
mío, ¿a cómo estamos ya? -decían.
-A
veinticuatro.
-¿A
veinticuatro?
Los
niños se lanzaban a la calle, gritando:
-¡Llegó
la Navidad! ¡Llegó la Navidad!
La
luz del Gran Espejo había roto el hechizo. Orilius no se daba cuenta. Hasta que
entre las telarañas de sus sueños escuchó cantar los villancicos.
Noche
de paz,
noche
de amor,
todo
duerme en derredor...
-¡Quién!
¡Quién! –se enfureció.
-Los
niños… -le respondió una rata, fiel y temerosa de que le arrojara un zapatazo.
-¡Que
los callen! –ordenó, pero nadie le hizo caso, porque la luz del Gran Espejo no
sólo había destruido aquella maldición, sino que poco a poco fue regresándoles
su figura de personas a tantos animales prisioneros en el castillo del malvado,
quien, al final, también fue destruido, al convertirse en una masa gelatinosa
que todos pisotearon.
Las
brujas buenas y los brujos buenos también recobraron la tranquilidad y, como
nunca, se divirtieron volando en sus escobas amarillas por todas las ciudades
donde la gente tenía encendido su árbol y los niños jugaban, vestidos de
pastores y de ángeles, sin ninguna novedad, ajenos a la desgracia que estuvo a
punto de ocurrirles.
-¡Dios
ha nacido ya! –decía alguna persona, encendiendo una lucecita o una vela.
-Alabado
sea… –respondían-. Él nos ama.
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