EL
BORREGUERO
Arturo
Grimaldo Méndez
A Mariano
Colmenero le parecía muy injusta la vida, porque pensaba que si sus
padres no lo hubieran obligado a trabajar desde pequeño, no tendría por qué
estar viviendo solo, sin la más mínima preparación académica y sin la menor idea de lo que sucede en el
mundo y sus por qué´s, ahora que estaba
a punto de cumplir sesenta y cinco años. Desde la infancia, fue siempre todo un
personaje, mitad niño, mitad adulto, responsable en sus quehaceres, callado y
sumiso en la relación con los demás, noble por convicción, hábil para tocar
su armonía, (su inseparable compañera)
que embelesaba a los que solían sentarse a su alrededor a escuchar las bellas
melodías que interpretaba con aquel instrumento de aliento. Alegre y sonriente,
sabía ocultar muy bien las tristezas del alma. Su sombrero de ala ancha y en
malas condiciones, le hacía verse mayor de lo que en realidad era.
Su pantalón roto de mezclilla y sus viejos
huaraches con suela de llanta, eran ya un distintivo propio, en su forma de
vestir. Poseedor de una gran capacidad para reconocer a sus animales,
solía guiarlos hasta los verdes campos,
yendo al frente del rebaño y tocando una gran variedad de música, que parecía
encantaba a cada borreguita, las cuales,
le seguían confiadas en que les llevaría
a buenos pastos. Cuidaba de cada una como ningún otro pastor y
distinguía perfectamente cuál era la madre de una nueva cría; cuál de las
hembras estaba preñada, o a qué semental
debía separar del rebaño por ser agresivo con los demás. O
qué decir cuando algunas ovejas de otros rebaños se acercaban a las suyas; las
separaba y entregaba a sus dueños como si las conociera de años. Sin embargo,
el tiempo y la historia parecieron ensañarse con Marianito y tras la muerte de sus padres y la forma de vida
que sus hermanos decidieron seguir, hicieron que se quedara totalmente sólo; incapaz de
preparase su propio alimento, de valerse por sí mismo. No tuvo tiempo para
pensar en el amor, ni se detuvo a escuchar la orientación de maestro alguno.
Vivió para cuidar borregas y para vivir de ellas. Traía siempre mucho dinero,
pero era incapaz de saber utilizarlo en cosas de bien, ni para sí mismo, ni
para los demás. Pasó hambre, miedo,
golpes, robos y todo por el trabajo asignado y todo por el oficio elegido.
—Noventa
y ocho, noventa y nueve, cien. ¡Todo bien!. Han salido todas, -dijo, al mismo
tiempo que cerraba la reja del improvisado corral donde las encerraba- . Las
mismas de siempre. Espero que esta vez, el mal tiempo no me vaya a traicionar
de nuevo.
Aquel
día, una vez que hubo llegado al lugar de pastoreo y entre melodía y melodía,
sentado a la fresca sombra de un árbol, se quedó profundamente dormido. Al
despertar, el ganado se había dispersado, con lo cual entró en tremenda
angustia. Corrió a buscarlas y para su tranquilidad, las divisó a lo lejos. La
mayoría del rebaño estaba en un mismo lugar, cerca de una ladera, donde la
hierba era abundante. Contó señalando con el dedo índice a cada uno de sus
animales -muy a su manera-,
arrojando al suelo una piedra por
cada una y vio que no estaba “la chueca”. Con miedo, se acercó hasta el
acantilado y como pudo, agarrándose fuertemente de la raíz saliente de un
árbol, se inclinó para mirar hacia el fondo del mismo, descubriendo que la
oveja faltante estaba atorada en unos arbustos y a punto de caer al precipicio.
Sin pensarlo dos veces, se quitó una cuerda que siempre traía atada a la
cintura y la amarró fuertemente al tronco de otro árbol, para poder bajar a
salvar a la oveja en peligro. Con dificultad y sin medir las consecuencias,
bajó lentamente hasta donde se encontraba el animal, quien maltrecho por los
golpes de la caída, sangraba y estaba a punto de desfallecer. Aquella situación
facilitó las maniobras de rescate. La ató a su espalda y con muchas dificultad,
volvió a emprender el ascenso, desde varios metros abajo. Cuando ya las fuerzas
estaban a punto de abandonarle, alcanzó la cima y exhausto, se desplomó con su
valiosa carga. La revisó cuidadosamente. Le curó las heridas. La acarició
compadecido y recuperadas las fuerzas, la cargó nuevamente en sus hombros para
llevarla donde el rebaño.
Al
llegar junto a las demás ovejas, ya lo esperaban tres pastores, que en un tono
humillante se dirigieron a él:
—Pensábamos
que eras el mejor pastor de la región, pero qué equivocados estábamos, -dijo
uno de ellos-.
—No
creímos que fueras capaz de abandonar a todo el rebaño para ir a buscar la
oveja que se te perdió,-opinó el segundo-.
—Pusiste
en riesgo a todo tu rebaño al dejarlas solas, por ir por la más miserable de
ellas, -terminó de decir el último-.
—Un
verdadero pastor, no deja lo más por lo menos, -volvió a hablar el que había
comenzado los reclamos.
Marianito
los escuchó con toda la paciencia del mundo y con una muestra de tristeza por
las palabras de sus amigos, les dijo:
—Güeno
y ultimadamente a ustedes qué les importa. Yo siempre he sido ansina. Me
preocupo por todas. Pos pa´ mí cada una vale lo mesmo. “La chueca” es la más
vieja de mis borregas; la que más trabajo le cuesta caminar, pero también es la
que más crías me ha dao. Además, ¿No les parece que la que más me necesitaba en
este momento era ella? A mí me ha dao más alegría rescatar a una, que a noventa
y nueve que no estaban en riesgo. En fin, si eso les parece mal de mi proceder,
que me juzguen por mi exceso de amor y no por mi falta de caridá. Y ya no les
quito su tiempo…
Dicho
esto, bajó con cuidado de sus hombros a la oveja herida y ésta, aún
tambaleante, se unió a las demás para seguir pastando. Aquellos hombres se
miraron el uno al otro y no supieron qué contestar, optando por retirarse del
lugar.
Ya a
solas, Marianito pensaba para sus adentros:
“Pos
yo no sé leer ni escribir. No tengo amigos con quien platicar. He sido un
avaro. Nunca he dao un consejo a naiden, ni los he oído. Hasta pienso que no
merezco lo que tengo. A lo mejor y hasta he cometido cosas que no debía. Nunca
me ha interesao saber de Dios, ni lo que de Él se dice. Pero de una cosa sí
estoy seguro: que así como me lo imagino, así debe ser.
Y
por si las dudas, ahí te encargo, Señor, que yo sea esa Chueca”.
LA
NIÑA DE CRISTAL
Javier
Alejandro Mendoza González
Andrea
era una pequeñita delgada y frágil para quien el tiempo era una eternidad
triste y aburrida. Los días transcurrían
siempre igual: sin ninguna alegría y
llenos de prohibiciones. La casa -su
cárcel- lucía muy vacía, sin muebles con puntas afiladas ni juguetes pesados. No había nada en ella que la pudiera
lastimar. Incluso, en un acto que
parecía cruel y que la niña no alcanzaba a comprender, los cariños de papá y
mamá se habían convertido en un regalo escaso que no iba más allá de caricias
superficiales, nunca un fuerte abrazo que la hiciera traspasar el pecho de sus
seres más queridos. Para crear la
ilusión de un deseado contacto la chiquilla tenía que estrechar a sus muñecas,
que sólo podían ser de trapo y de ningún otro material. En los grises días de
su infancia Andrea tenía prohibido casi todo:
saltar, correr o salir a la calle.
Parecía que nadie notaba que con todo ello también se le impedía reír y
hasta vivir. Como paradoja, las duras
restricciones sólo buscaban el bien de la menor. Las miles de prohibiciones eran decretadas
por los padres de la jovencita, mas no por falta de amor, así que también para
ellos era una pena reconocer que lo único permitido a su hija era
respirar. La inocente tenía menos de
seis años, por lo que aún no se le podía explicar del todo que padecía
osteogénesis imperfecta, la enfermedad de los huesos frágiles. Intentando que Andrea comprendiera la
situación su madre solía decirle que ella era muy especial; una niña de cristal
que de no ser tratada con todos los cuidados requeridos podría romperse. Por
ello, la enseñanza escolar era impartida en la silenciosa sala de la morada,
donde no había un recreo para compartirlo con alumnos de la misma edad. La amistad para la pequeña era algo
desconocido, pues la inocente brusquedad de otros jovencitos era un riesgo
total para su cuerpo. Andrea no lograba
entender su delicada situación y como cualquier niño sólo quería ser feliz. Ante
el acecho de la soledad con frecuencia se paraba frente a una ventana de la
planta alta, desde donde lograba ver el parque que había muy cerca de ahí, un
lugar donde los niños eran libres para correr tras una cometa, pasear sus
mascotas o patear una pelota. Ante el
calor de las lágrimas que Andrea derramaba el vidrio se empañaba. Con sumo cuidado (como le había enseñado mamá
que tenía que ser tratado algo tan frágil como el cristal) tocaba aquel muro
transparente para sentirlo frío e inerte.
No era como ella, que a pesar de sus músculos secos tenía vida y muchas
ganas de volar hacia el jardín para experimentar la sensación de deslizarse por
la resbaladilla y caer sobre el pasto sin importar que el costoso vestido se
ensuciara. Andrea tenía varios días espiando a los habitantes de la residencia,
tanto familiares como empleados. Ya
había memorizado la hora de salida y entrada de cada uno de ellos. Incluso había descubierto el lugar secreto
donde se guardaban las llaves de la puerta principal. Una tarde, aprovechando
la ausencia de algunos mayores la chiquilla tomó el llavero, le dio vuelta a la
cerradura y al abrir sintió con alegría el aire en su cara. Luego de respirar profundamente a toda prisa
se dirigió al parque donde la gente se divertía. Pese a que sus huesos crujían una y otra vez
Andrea corrió feliz al lado de otros niños, se balanceó sobre los columpios y
en repetidas ocasiones alcanzó el cielo en un sube y baja.
Mientras
tanto, en casa, rápidamente fue detectada la ausencia del delicado
angelito. Sin escatimar recursos su
cuerpecito frágil fue rastreado por familiares y miembros policiacos. Más tarde, luego de una extenuante búsqueda
la angustia de los padres de Andrea se convirtió en un dolor insoportable,
cuando se abrieron paso entre una multitud que se aglutinaba en el parque,
donde la niña de cristal fue encontrada sin vida, víctima de múltiples
fracturas, con el vestido sucio y una sonrisa en su rostro.
EL
TESORO
Javier
Alejandro Mendoza González
El
bullicio en una gruta secreta y algo húmeda ya era exagerado. Los duendes se habían reunido nuevamente y
hablaban todos a una sola vez. Sus
vestimentas eran graciosas: botas
puntiagudas, mallas y gorros o capuchas de vivos colores; los nombres, breves y
sencillos: Pun, Pin, Pan y muchos
más. Cientos de acentos se fundían,
mientras se manoteaba con cierto desespero.
En aquella ocasión el congreso de los seres pequeñitos no tenía la
intención de fijar las horas de trabajo en las minas de diamante, ni tampoco
dar con el pillo que a escondidas se comía las preciadas provisiones del
almacén. El fin de la sesión era uno más
noble: otorgarle al ser humano (esa criatura tan carente en todo), un presente
de alto valor. Ya que los hombres ansían riquezas, y porque mucho en esta vida
se consigue con ellas, el duende mayor, un viejo sabio y de barbas largas,
propuso ofrecer como regalo una olla de oro llena de joyas y monedas. Mas no sería para cualquier persona, sólo
para aquellos que perseveran en la búsqueda, que vencieran los obstáculos y
fueran valientes frente a las adversidades.
Para mantener el secreto, luego de ahuyentar a varias hadas curiosas que
por ahí revoloteaban, se acordó colocar el tesoro al final del arcoíris, a donde
muy pocos podrían llegar. Satisfechos con el propósito, cada uno de los seres
mágicos depositó en el interior de la olla un objeto de valor: monedas, joyas,
piedras preciosas y demás, hasta que el recipiente dorado comenzó a
desbordarse. ¡Aquello deslumbraba! La alegría de los pequeñitos era
contagiosa. Pese a todo, el viejo
patriarca notó un hueco en el brillante cazo, para luego decir en voz alta y firme,
que apagó la algarabía: “¡Un momento!
¡Alguien no puso su parte en el tesoro!”
Entonces Puc, un joven noble y de buenos sentimientos, con la cabeza un
poco baja se abrió paso desde atrás, llevando consigo un cofrecito. Ante la obvia pregunta que deseaba saber el
motivo de su falta de cooperación, él contestó: “El regalo que deseo compartir
con los hombres no puede ir entre el oro y las monedas, así que lo coloqué
aquí, en esta cajita. Lo que contiene es amor, esperanza y amistad”. El duende mayor sonrió con satisfacción al
reconocer el buen gesto de Puc, por ello añadió: “Sin duda será un gran
presente, de mucho más valor que el oro y las monedas; pero no será para
cualquier persona, sólo para aquellos que logren acercarse a un hermano. Por ello, en la noche, mientras los hombres
duerman, tú colocaras ese diminuto baúl en el órgano palpitante de cada uno de
ellos. De la gente dependerá buscar el
tesoro que mejor le convenga: el oro al final del arcoíris o los sentimientos
que guarda el corazón de los seres humanos.
¡Ah! Una cosa más, no coloques
llaves, la forma de abrir el cofre será con una sonrisa”.
++++++++++++++++
No hay comentarios:
Publicar un comentario