DESMORONANDO EL TIEMPO
Recibí
una llamada del Director del Museo de Historia de Celaya, el historiador Rafael
Soldara Luna, con quien he coincidido en diferentes ocasiones sobre temas
literarios, para invitarme a leer el primer libro del escritor Israel Mendoza
Torres.
Rafael
me pidió que los acompañara en la lectura de la presentación aquí en la Casa de
la Cultura. Cuando leí los primeros cuentos de inmediato me atrapó la sensibilidad
de Israel. Escribe con el puño del alma. Las historias en su libro,
Desmoronando el tiempo, son reminiscencias personales de otro tiempo, otro
lugar y otras circunstancias. Pero cualquier lector puede identificarse
plenamente. En cada una de ellas el paisaje nos muestra las tonalidades de una
liberación plena. El cuento que hoy presentamos a nuestros lectores es
pertinente a nuestros días. Israel nos relata de manera lineal, pletórica de
emociones, una historia muy actual.
Julio
Edgar Méndez
EL
REGRESO A CASA DEL PELIRROJO SAMUEL
Israel
Mendoza Torres
Samuel
siempre fue un chico saludable, lleno de energía. Con sus escasos 17 años y
lleno de muchos sueños se sentaba, todos los días, a la orilla de un monte,
cerca de su casa. Ese era su lugar favorito después de la larga y pesada
jornada de trabajo al lado de su madre en los sembradíos. Samuel, con sus
cabellos rojizos, miraba a lo lejos imaginándose aquel día en que todo
cambiaría en su vida. Y así pasaban las horas hasta que el sol amenazaba con
dormir. Era momento de ir a lavarse los pies y las manos para sentarse a cenar.
—
¡La mesa está servida! —anunciaba Doña Antonia, mamá de Samuel, Rosa, Martina y
Gonzalo, de 17, 15, 13 y 6 años respectivamente. Como era costumbre, y a falta
de su padre, el hermano mayor tendría que oficiar la oración de los alimentos.
Frijoles remolidos y servidos con chorizo y queso rallado, atole de avena y, un
bolillo cada quien. El aroma del brasero y el ruido que los pollos hacían era
el ambiente de todos los días. Rosa y Martina ayudaban a levantar los trastos
sucios y lo que se ocupó en la cena. Doña Antonia lavaba los trastos. Samuel y
Gonzalo corrían al baño para lavarse los dientes antes de dormir. La luna se
filtraba entre las rendijas de la ventana de madera que se encontraba del lado
izquierdo.
Amaneció.
Samuel le dijo a su mamá que quería hablar con ella a la hora de la comida. —¿Estás
bien, te ocurre algo? Seguro peleaste con los hijos de Don Silvestre, ¿verdad?
—Doña Antonia cuestionó a su hijo. —No mamá, no es eso, es sobre algo que he
estado pensando. Lo hablamos en la tarde, ya se nos hace tarde y los burros ya
terminaron de comer. Hay que irnos—. Y fue así como Samuel se montó a un burro,
el cual cargaba una carretilla vacía; Rosa y la mamá se montaron a otro
trasladando consigo dos canastas grandes.
Enervados,
con el sudor en la frente y espalda retornaron a casa. Martina se encargaba de
cocinar para su mamá y sus hermanos. Gonzalo, al regreso de la primaria, les
daba de comer a los pollos y a los dos cerditos que tenían. Sentados en la
mesa, comiendo huevo con nopales, acompañados con frijoles recién hechos en la
olla, agua de limón y tortillas de maíz hechas a mano. Martina se paraba a cada
momento para ir a traer las tortillas que terminaban de hacerse en el comal.
En
el ir y venir de Martina, —Mamá, voy a irme a trabajar a la ciudad de México—
inesperadamente aseveró Samuel a su mamá. Martina con las tortillas en la mano
se sentó y, al igual que todos, se quedó en silencio, como si un ruido enorme
los hubiera mantenido así. —Pero ¿qué vas a hacer allá tan lejos, sin nadie? ¿A
dónde vas a vivir?— con los ojos inundándose por las lágrimas Doña Antonia le
preguntó a su hijo. Severa pero sin ocultar el dolor que le provocaba la
decisión de Samuel, dejo la cuchara de peltre sobre la mesa.
—Sólo
faltan dos días para que cumpla los 18 años, podré trabajar allá y mandar
dinero para que salgamos de ésta pobreza. No quiero que nos la pasemos comiendo
frijoles, huevo, salsa y tortillas para siempre. Ya está próxima la navidad y
ni árbol podemos tener. Gonzalito no tiene más que un par de juguetes; los
mismos que usamos nosotros—. Con la voz quebrantada, el hijo mayor participaba
de su decisión.
La
mamá no podía creerlo, sentía que al irse el hombre de la casa (como hace años
el padre se fue, en busca de un buen empleo y una mejor vida, y nunca volvió)
no regresaría jamás. Pero con la fuerza que siempre identificó a Doña Antonia
le dijo —que Dios te bendiga hijo mío. No sé si volverás, pero siempre estarás
en nuestro corazón. Haz lo que mejor creas conveniente y vuelve si no tienes
éxito, aquí te estaremos esperando—.
El
23 de diciembre, a las seis de la mañana, Samuel con sus maletas en mano se
dirigía a la puerta de madera, vieja y con rechinidos al abrirla o cerrarla,
donde sus hermanos y su madre lo esperaban con la tristeza enorme que los
embargaba.
—No
se pongan así, volveré; les juro que volveré. No sé cuándo pero me tendrán de
regreso. Rosa, ahora tú eres la que llevará las riendas de la casa después de
mi mamá. Martina, tendrás que poner más empeño para ayudar en la casa.
Gonzalito, prométeme que seguirás estudiando y que harás tu tarea como hasta
ahora; te vas a portar bien con mamá y con tus hermanas. . . Mamá, le prometo
que regresaré por ustedes y nos iremos a vivir a una casa donde no pasemos
frío, hambre, ni padezcamos la temporada de lluvias—. Doña Antonia abrazó a
Samuel.
El
autobús salía a las 7:10 de la mañana de la estación del pueblo, en Chiapas.
Samuel, quien se caracterizaba por su cabello rojizo y pecas en las mejillas,
se separaba de la comunidad que lo vio nacer, pero de la que también recibió
golpizas a causa de la pobreza extrema en la que vivía. Viajaba con una maleta
grande y una caja de cartón amarrada con mecate, sentado en la parte media del
autobús, recargando su cabeza en el cristal de la ventana, veía como se
separaba de su pueblo.
Llegó
a la Terminal de la ciudad de México, bajó del autobús y sin rumbo fijo caminó
hasta llegar a un restaurante que solicitaban lava lozas. Preguntó sobre el
empleo. Lo consiguió. Dormía en el establecimiento, en un cuarto que se
encontraba junto a la cocina; fue por un arreglo que sostuvo con los dueños del
lugar. Samuel, como siempre lo hizo en su natal pueblo, su trabajo fue la mejor
carta de presentación. El restaurante no era grande, tampoco chico. Pero
siempre estaba lleno porque recibía a todos los viajeros de la terminal de
autobuses de la capital mexicana. Así pasaron varias semanas. Su sueldo era muy
poco, pero lo que podía lo ahorraba. En su hora de descanso, acostumbraba a
leer los periódicos. Siempre en la sección de empleos. Un anuncio le arrancó la
comida de la boca. Buscaban a hombres delgados, altos y atractivos sin
experiencia para una nueva agencia publicitaria. Pidió permiso al matrimonio,
dueños del lugar, y fue.
Con
un pantalón de mezclilla y una playera negra lo acompañaban. Se sentó en una
pequeña salita donde, le indicaron, le llamarían para entrevista. Estaba muy
nervioso. En momentos, Samuel veía pasar a muchos jóvenes y su inseguridad no
abrazaba. Parecía un desfile de modas al que no estaba acostumbrado. En cierta
ocasión, sentado en la barra del restaurante, Samuel veía un canal de
televisión donde desfilaban hombres con ropa colorida. Caminaban con mucha
seguridad. Samuel tendía a encorvarse debido a su trabajo de carga que siempre
llevó en casa de su madre. Apareció una mujer muy arreglada y lo llamó. Entró a
un set donde estaba una pantalla blanca, como si fuera un muro de cortina.
Cámaras por todos lados. Samuel sólo observaba sorprendido. Le indicaron que se
sentara en un banquito en medio de todo eso que lo cautivó. Lo contrataron. Así
surgió su primer empleo. Dentro del contrato que firmó, mencionaba que estaría
en una escuela para capacitarse en muchas áreas de modelaje. Era una inversión
que la agencia tenía para preparar modelos que fueran contratados por grandes
marcas y así contar con excelentes comisiones. Ganaba dinero mientras acudía a
la escuela por las mañanas. Por las tardes se iba al restaurante.
Comenzó
a tener llamados para diversas marcas de prestigio. Ahí conoció a un compañero,
quien le dijo que necesitaba a alguien para compartir departamento. Los gastos
eran muchos y si se compartían el gasto era menor. Samuel se mudó. Dio las
gracias al matrimonio que le brindó la oportunidad de trabajar y vivir cuando
estaba solo en esta ciudad.
Emmanuel,
de piel blanca, cabello castaño claro, ojos grandes, organizó una cena de
cumpleaños para Samuel, quien ya cumplía la mayoría de edad. Cuando el
pelirrojo entró a casa, todo estaba apagado. Encendió las luces. Sobre el piso
había una tarjeta. La levantó y abrió. “Te tengo una sorpresa”. Siguió
avanzando entre la casa y llegó hasta el comedor. La mesa estaba servida para
dos: copas, vino tinto, pasta y salmón. En medio un enorme pastel que tenía en
la cubierta una frase “feliz cumpleaños”. Samuel fue sorprendido aún más cuando
sintió que unas manos cálidas y suaves envolvían sus ojos. Volvió hacia quien
le cubría la mirada y estaba ahí Emmanuel. —Feliz cumpleaños, Samuel—, le
susurraba mientras le brindaba un fuerte abrazo.
La relación
de amistad que sostenían Samuel y Emmanuel se fue tornando en algo más
estrecho. Una mañana de domingo, mientras Samuel preparaba el desayuno,
Emmanuel llegó de correr por el vecindario y se fue directo a la ducha. Salió
con un pants negro y se dirigió a la cocina. —¿Qué hace falta?—, le preguntaba
a Samuel mientras sacaba del refrigerador una jarra con jugo de naranja.
Un
día, los compañeros de cuarto decidieron ser más que amigos. Comenzaron a
enamorarse y no podían ocultarlo. Samuel se sentía muy bien al lado de
Emmanuel. Desde siempre se dio cuenta que era homosexual (por eso es que los
hijos de Don Silvestre lo molestaban), pero no quiso mortificar a su madre
diciéndole algo que podría lastimarla, sobre todo porque era el encargado de la
familia desde que su padre los abandonó.
Samuel
abrió una cuenta a nombre de su mamá en donde mes con mes le depositaba dinero;
cada vez era más la cantidad. Doña Antonia, por un lado estaba tranquila de que
su muchacho estuviera bien y con trabajo; pero por el otro, le preocupaba la
forma tan rápida de ganar dinero. Samuel le decía, a través de sus cartas, que
era producto de su desempeño en el restaurante, pero no era así. La razón por
la cual Samuel le escondía a su madre la forma en que ganaba el dinero era porque
él vivía en un departamento con otro chico, su novio.
Pasaron
así cinco años. El departamento de Samuel cada vez se hacía más lujoso. Una
noche, sentado en su sofá que se encontraba en el cuarto de televisión, pasaron
un anuncio comercial sobre la navidad. Necesitaba sentir el abrazo de su
familia y recordó lo que le dijo aquella tarde, a la hora de la comida, su mamá
—No sé si volverás, pero siempre estarás en nuestro corazón—, una lágrima
recorrió su mejilla hasta que cayó en su mano. Se paró, se fue a su habitación,
se metió a las cobijas, abrazó a Emmanuel y se dispuso a dormir.
Cada
navidad era más dura, sabía que estaba ganando dinero y que su familia estaba
viviendo mejor que antes, pero no se sentía bien porque le faltaba el abrazo de
su madre. Nunca nadie le dijo que era un chico guapo, y cuando comenzaron a
contratarlo, precisamente por aquello que según él no tenía, vino un choque de
emociones. Hasta que encontró a Emmanuel, quien le recordó que era importante
la familia, que a pesar de vivir juntos, la familia no sólo eran ellas dos,
también su madre y sus hermanos. Necesitaba ir a verlos.
Sábado
24 de diciembre; siete años después.
La
familia de Samuel preparaba los alimentos que ofrecerían a Dios antes de
llevárselos a la boca. Martina de pronto oyó que la cerdita, que se encontraba
en el corral, estaba a punto de dar a luz. Todos salieron a auxiliarla. Eran
casi las 10:10 de la noche. Dos cerditos nacieron; buscaban a su mamá, quien
estaba cansada del proceso de parto. Felices todos por la llegada de dos
animalitos más.
Doña
Antonia dijo —vayámonos a arrullar al niño que ya casi es hora de cenar y se va
a enfriar todo. Entraron a la casa y se dirigieron al árbol de navidad que les
enviara el hijo mayor desde la ciudad de México; vaya sorpresa que se llevaron,
el niño Dios no estaba. Comenzaron a buscarlo y no aparecía. Las manecillas del
reloj amenazaban con colocarse a las 11:50 de la noche
—No
puede ser, pero si lo dejamos hace un momento aquí, ¿no lo dejaríamos en el
corral?— dijo Rosa. —No, pues antes de irnos lo dejamos en su pesebre— aseguró
Gonzalo, quien ya había cumplido los 13 años de edad. De pronto la luz se fue,
había que correr por las velas. Las encendieron y decidieron irse a sentar a la
mesa, pues ya casi darían las doce de la noche, momento de orar, brindar y
cenar. Llegó la luz. A lo lejos, cerca de la sala se oía una letanía. Y todos
voltearon y descubrieron que era Samuel. Salió de atrás de uno de los sillones
y traía consigo al niño Dios. Todos corrieron a abrazarlo.
Samuel
era todo un hombre, guapo, fornido y vestido con muy buena ropa. Había dejado
su automóvil cerca de la casa. Traía regalos para todos, un pavo ya preparado.
Doña Antonia sabia que lo que había ocurrido con el alumbramiento de la cerdita
era un muy buen augurio —sabía que regresarías; tarde o temprano volverías a
casa—. El chico pelirrojo tomó entre sus brazos a su madre —y yo le dije que
regresaría por ustedes—. Las doce exactas marcaban el reloj — ¡Feliz navidad!;
otra vez juntos— gritó entusiasmado Gonzalito.
Ya
para el año nuevo, Samuel llevó a Emmanuel, con quien toda la familia se sentía
a gusto. Realmente no importaba lo que fuera su hijo, lo importante es que era
feliz y todos así lo eran también.
*Israel
Mendoza Torres se formó profesionalmente con la carrera en ciencias de la
comunicación. Especializado en literatura y periodismo. Cuenta con 10 años de
trabajo literario. Ha escrito más de 300 artículos periodísticos y de
investigación publicados en diversos medios de información de Estados Unidos,
México, Chile, Ecuador, Argentina, Venezuela, Brasil, Costa Rica, Cuba, El
Salvador, España. Y posee más de 50 entrevistas a personajes públicos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario