LA TEJEDORA DE HISTORIAS
-La obra de Paola Klug-
Paola
se define a ella misma como “la bruja de la palabra”. Es una escritora con un
enorme talento y disposición a contribuir con su arte a mejorar el mundo.
También es contestataria, propositiva y luchadora de causas sociales. Se ha
formado una carrera principalmente en el ambiente cibernético, donde su blog
recibe miles de visitas mensuales y la siguen miles de lectores. Además, ha
sido publicada en muchas antologías, organiza eventos culturales y ha
participado en foros donde siempre destaca por su calidad y calidez.
Dice
“supe desde muy pequeña que yo había nacido para escribir; otras niñas
recibieron belleza, otras una hermosa voz, incluso algunas la promesa dulce de
una muerte temprana; sin embargo mi bruja madrina me dio un telar con el que
tendría que tejer historias hasta el final de mis días”.
Para
el Taller Diezmo de Palabras, es un honor dedicarle este espacio a Paola, amiga
veracruzana y celayense por adopción, para que nos cuente, a su manera, como
llegó a escribir una de sus obras más difundidas y nos comparta algunas
historias que se han vuelto ya entrañables en el mundo virtual. Gracias a esta
“bruja de la palabra que con cada letra que escribe rinde tributo a su magia,
sus ancestros y sus raíces”.
Julio
Edgar Méndez
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SOBRE
TRENZARÉ MI TRISTEZA:
Mi
abuela paterna era una indígena chinanteca nacida en las altas montañas de
Veracruz. Su piel era morena como la mía, estatura baja y complexión delgada.
Sus ojos eran pequeños y un tanto rasgados, pero se enmarcaban perfectamente en
su rostro angular de pómulos altos.
Mi
abuela Ricarda tenía el cabello extremadamente largo, tanto que al soltárselo
le llegaba casi a los pies –eso era lo que mi padre nos contaba desde pequeños.
Mi
abuela Ricarda conoció a mi abuelo Ramón en los cañaverales, él era un mulato
con orígenes cubanos. Su relación no fue bien vista por la familia de mi abuela
y en lugar de boda hubo un escape. Ambos se alejaron de la costa, el monte y el
calor para llegar a la ciudad de México. Allí, sin nada más que lo que se
profesaban el uno al otro formaron un hogar y después una familia. Primero nació
mi padre, después dos tías. Esperanza -la más pequeña- falleció tres años
después de haber nacido, murió a causa del polio. Esa fue la primera gran
tristeza de mi abuela y con ella, la inspiración para mi cuento.
Mi
abuela tuvo una vida difícil, pero como todas las mujeres de su tiempo tuvo que
soportar su dolor en silencio; se alejó de su familia, vio morir a su hija más
pequeña, pasó hambre, frío, le arrebataron a mi padre cuando aún era un niño y
vio morir años más tarde al amor de su vida. Cuando mi abuelo murió, ella se
cortó su larga trenza y la enterró con él. Meses después también murió ella.
Una
tarde uní las historias contadas por mi padre con mi propia idealización de mi
abuela y “trenzaré mi tristeza” vio el mundo por primera vez; era la voz de mi
abuela usando mi voz, el eco distante de un fantasma cercano ayudándome a
materializar un recuerdo quizá.
Sé
cuán importante era el cabello de mi abuela para ella misma y también cuán
importante fue el dolor que la marcó una y otra vez a lo largo de su vida así
que “Trenzaré mi tristeza” es un homenaje a ella y a todas las mujeres que
tengo trenzadas en el ADN.
TRENZARÉ
MI TRISTEZA
Paola
Klug
Decía
mi abuela que cuando una mujer se sintiera triste lo mejor que podía hacer era
trenzarse el cabello; de esta manera el dolor quedaría atrapado entre los
cabellos y no podría llegar hasta el resto del cuerpo; había que tener cuidado
de que la tristeza no se metiera en los ojos pues los haría llover, tampoco era
bueno dejarla entrar en nuestros labios pues los obligaría a decir cosas que no
eran ciertas, que no se meta entre tus
manos -me decía- porque puedes tostar de
más el café o dejar cruda la masa; y es que a la tristeza le gusta el sabor
amargo. Cuando te sientas triste, niña, trénzate el cabello; atrapa el dolor en
la madeja y déjalo escapar cuando el viento
del norte pegue con fuerza. Nuestro cabello es una red capaz de atraparlo todo,
es fuerte como las raíces del ahuehuete y suave como la espuma del atole. Que
no te agarre desprevenida la melancolía, mi niña, aun si tienes el corazón roto o los huesos
fríos por alguna ausencia. No la dejes meterse en ti con tu cabello suelto,
porque fluirá en cascada por los canales
que la luna ha trazado entre tu cuerpo. Trenza tu tristeza, -decía-, siempre
trenza tu tristeza…
Y
mañana que despiertes con el canto del gorrión la encontrarás pálida y
desvanecida entre el telar de tu cabello.
MESTIZA
Paola
Klug
Dicen
que soy mestiza porque en mí convergen dos caminos distintos, dos historias
entrelazadas de muerte y destrucción. Soy el resultado de la violación y del
sometimiento. Engendrada en el vientre
de la culpa que clama venganza, que clama justicia.
Dicen
que soy mestiza porque mi piel es más clara que el cacao y más oscura que la
leche amarga. Porque tras el café de mis ojos se esconde el color de la hierba
que muere en otoño. Pero mi mirada es antigua como el valle en el que crece.
Dicen
que no pertenezco a ningún lado, que soy mitad caballo y mitad lobo. Porque mis
labios hablan una lengua distinta a la que habla mi corazón.
¿Y
qué saben ellos del canto de mi sangre que arde? ¿Qué saben de los recuerdos
que trenzan junto a mis cabellos las manos morenas de mi abuela venado?
Mi
voz es chinanteca y mi puño es Yoreme.
He
vaciado a Berlín, a Castilla y a la cruz de mis entrañas.
Soy
el guaje, la piedra dentro del capullo de mariposa recogida en el monte, las
grietas en los pies del anciano de Pascola.
Soy
el comal en el que el fuego cuece al olote, soy la hoja del árbol padre en el
cerro relámpago, un hilo en el bordado; soy los dos espíritus.
Dicen
que soy mestiza los que de mí no saben nada.
CURANDO
LAS PENAS
Paola
Klug
Doña
Chole traía un dolor muy fuerte en el pecho; ciertamente la molestia la había
tenido durante años pero últimamente se había hecho insoportable vivir así. Se
encaminó entre la maleza y subió cuesta arriba del cerro buscando el hogar de
la curandera. Allí estaba ella, afuera
de su jacal dando de comer a sus gallinas.
Doña
Chole le explicó a grandes rasgos los síntomas de su enfermedad:
—Me
duele el pecho y me cuesta respirar, a veces se me atoran los suspiros en la
garganta y me dan ganas de llorar.
—¿Desde
cuándo empezaste con ese dolor?
—Desde
muy chamaca, tendría yo unos 12 o 13 años -respondió Doña Chole mientras se sentaba
en la banquita de madera.
—A
ver cuéntame porque te empezó el dolor, acuérdate bien como fue porque de la
enfermedad depende el remedio.
Doña
Chole se quedó pensativa mirando hacia los granos que se disputaban las
gallinas, luego cerró sus ojos y una lágrima salió de ellos. La curandera la
miraba atenta sin decir nada.
—Me
empezó el dolor cuando él se fue. Como le dije, yo era una chamaca por aquellos
tiempos. Las familias no estaban de acuerdo en que nosotros estuviéramos
juntos, entonces me escapé con él y nos fuimos pal monte. Vivimos allí en una casita chiquita unos meses sin que
nadie nos molestara pero entonces llegaron
los milicos. Nos pegaron a los dos, a mí me violaron y me dejaron
tumbada entre la hierba dándome por muerta, a él se lo llevaron y nunca
regresó. No pude regresar con mi familia ni a mi pueblo y tuve que buscar otro
lugar pa vivir, pero de cuando en cuando
me iba a dar una vuelta a la casita que me construyo para ver si había vuelto,
pero nunca lo hizo.
—¿No
tuviste otro hombre?
—No.
La
curandera asintió con su cabeza sonriendo dulcemente a Doña Chole, luego
entró a su casa y sacó un racimo de hierbas; unas estaban frescas y otras estaban secas.
La vida y la muerte estaban entre sus manos arrugadas. Al regresar, la
curandera comenzó a cantar una canción que Doña Chole no entendía pero que le
sacaba las lágrimas. Luego prendió un
cigarro y le aventó el humo del tabaco en el rostro, para terminar dándole una
friega con las hierbas que traía en las manos.
El
dolor en su pecho desapareció inmediatamente, Doña Chole no recordaba lo que
era vivir sin dolor y sentía que algo le faltaba.
—Vas
a sentirte así unos días, después estarás bien.
—¿Que tenía?
—Penas
viejas en el buche. Quité de tu espíritu las manos de los milicos y le recordé
a tu alma que era libre y que nadie la había tocado, por eso chillaste. Te
arranque la culpa y la vergüenza que no tenías que sentir y las saqué al aire
con el tabaco. Tu hombre ya no está aquí, pero eso tú lo sabes desde hace
mucho. También solté el lazo con el que lo amarraste porque no lo dejabas ir y
hacías que también le doliera tu dolor, ahora los dos son libres. Quizá se
verán luego, se encontraran en otra vuelta o no, pero ya tienen que seguir con
su camino y su camino ya no los lleva juntos en esta vida.
Doña
Chole le pagó el favor a la curandera
con lechugas y tomates de su tierra, se despidió amablemente y le agradeció
curarle las penas. Y aunque nunca más tuvo otro hombre en su vida, ya no sentía
tristeza por no estar con aquél que le había sido arrebatado. Doña Chole por
fin pudo estar en paz consigo misma, cuando ya no deseó estar con sus
fantasmas.
LA
MUERTE Y EL COMAL
Paola
Klug
La
muerte se lo arrebató de repente, no hubo avisos previos ni un solo mensaje. No
cantó el tecolote, ni aulló el perro ni apareció la mariposa en el portal. Simplemente se fue, como se van las
aves volando o los peces siguiendo al río.
Ella
se había despertado temprano como todas las mañanas y había prendido el fogón.
Estaba de rodillas a punto de poner la masa de las tortillas cuando le dieron
la noticia. Dos lágrimas cayeron en el comal e hirvieron hasta consumirse entre
las grietas. Ella se quedó en silencio
con la mirada puesta entre las chispas de vida que brincaban entre los
maderos, entre el adobe que sostenía el
comal y en la olla de barro tiznado que contenía el agua para el café.
La
muerte se lo llevó y no pudieron
despedirse; ella ya no pudo ver sus ojos dormidos, ni sus manos largas. No le
pudo decir lo siento, ni hasta luego, ni te extrañaré siempre; ella tuvo que besar al viento y acariciar la
ceniza entre sus piernas, tuvo que gritar callada y consumir su dolor entre la
cal –tal como lo hicieron sus lágrimas.
El
ya no estaba. Y a ella solo le quedaba el comal, el fogón, la olla para el
café, el adobe quemado y los recuerdos que olvidó llevarse la muerte.
lindos contos!
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