HABÍA UNA VEZ...
A
todos nos gustan las historias fantásticas, son parte de nuestro desarrollo
como seres pensantes. Queremos participar del suspenso, del terror, y disfrutar
la adrenalina que nos recorre el cuerpo para sentirnos más vivos -paradójicamente,
escuchando historias de muertos- siempre y cuando sea en la comodidad de
nuestro cuarto y contenido dentro de una pantalla o en las letras de algún
libro. Los compañeros del Diezmo de Palabras nos ofrecen estas historias para
gozarlas o sufrirlas. Vale.
Julio
Edgar Méndez
EL
CARTÉL
Laura
Margarita Medina
Salvador
y Ernesto, dos grandes amigos y compañeros de estudios, paseaban por los
pasillos de la facultad entretenidos en sus juveniles anécdotas. Al pasar por
uno de los pizarrones del corredor de la entrada, se detuvieron ante un anuncio
que les llamó la atención: “ESTÁS INVITADO A NUESTRA REUNIÓN JUVENIL ANUAL DE
NOCHE DE BRUJAS. Habrá sexy sorpresas”.
Al final de la hoja se encontraba con letras pequeñas un número de
teléfono para una mayor información. Los
chicos, que acostumbraban buscar nuevas aventuras, quedaron de acuerdo en
llamar y asistir al evento. Era la noche de un viernes de octubre, el cual
coincidía con la fecha del festejo más llamativo para los norteamericanos, el
llamado “halloween”. Los jóvenes usaban
un disfraz muy llamativo y terrorífico para la fiesta. Pidieron un taxi, el cual los llevó a las afueras de
la ciudad y se detuvo en una vieja finca que tenía un portón de madera.
Salvador, emocionado, tocó el timbre. Apareció de pronto un joven con una
capucha que le cubría el rostro y un manto que le envolvía todo el cuerpo.
—Pasen
–dijo, seriamente.
—Ja,
ja, ja -rió Ernesto con sarcasmo. ¡Qué
original tu vestuario!
Caminaron
por un largo pasillo hasta llegar a un extenso jardín, que poco a poco se abría
ante sus ojos, y hasta el fondo de la finca se encontraba aquel salón.
—Es
aquí –dijo el hombre desconocido.
El
espectáculo era maravilloso. Un grupo de personas estaban reunidas. Todas vestidas de igual manera: tapadas por una
manta y con capuchas de color oscuro. La música sonaba con mucho ambiente. Las
bebidas circulaban por doquier sin restricción. Los jóvenes se sintieron
contentos de estar en aquel sitio que les prometía una noche de emociones
excitantes bajo aquellas tenues luces. Se pararon en el centro de la pista y la
música se detuvo. Un hombre con voz recia dijo por el altavoz. “Los que falten,
favor de desvestirse, deben quedar totalmente desnudos”. Ernesto, sin pensarlo, se apresuró a
despojarse de todo lo que traía puesto, incluyendo zapatos y calcetines.
—Esto
se va a poner bueno –le dijo con
picardía a Salvador.
Una
bella mujer les acercó una túnica y una capucha para que la usaran. Ernesto le
pregunto: —¿También estás encuerada?
—¡Cállate,
no seas grosero. Y… yo no pienso quitarme todo. -dijo Salvador.
El
tiempo transcurría entre alcohol y algunas drogas. Todo empezaba a dar la
impresión de que terminaría en una orgía. Uno de los invitados llevaba en la mano una jarra y pasaba con
cada uno de los presentes para servirles la bebida especial de la casa. Los
jóvenes universitarios estaban preparados para brindar con ella, pero al final
Salvador se negó a beberla arrojándola con discreción al piso. Ernesto se la
bebió de un sorbo y en unos segundos se empezó a sentir mal. Todo a su
alrededor daba vueltas y vueltas. La gente
se arremolinaba haciendo un círculo y entonando cantos de difícil
interpretación. Una estrella de cinco picos se alumbró de pronto por unas
antorchas de fuego que fueron encendidas al ser recorrida una cortina, al
parecer de terciopelo. El momento había llegado. Y el llanto de un bebé se
escuchó de entre la multitud.
—¡Sacrifíquenlo! -el líder gritó, mientras miraba como
colocaban a la criatura sobre una mesa.
Cuando iba a concluir la ejecución, una
expresión de sorpresa, acompañada de un “¡nooo!”, salió de la boca de Ernesto y detuvo el acto.
—Tú -dijo el macabro personaje-, tendrás ahora
que matarlo. Ven aquí.
—¡Corre!
-Gritó Salvador.
Al
verlos dispuestos a huir, el que encabezaba el rito sacó una daga.
—¡Atrápenlos
y mátenlos¡ ¡Saquen a los perros!
Los
desesperados amigos corrieron empujando a todos a su paso. Para Salvador no fue
tan difícil, pero Ernesto, que no traía zapatos, tenía deshechos los pies por
tropezar en su huida. El portón estaba cerrado con llave y al ver acercarse a
dos enormes perros negros, los muchachos no supieron cómo se treparon a un
árbol y saltaron la barda para escapar.
El resto de la noche los acompañó el silencio después de un pacto de
olvidarlo todo, sin imaginar que días después una noticia de nota roja les
marcaria para siempre: “Descubre la policía fosa clandestina con veinte
cuerpos, incluyendo el de un bebé recién nacido”.
DOÑA
BELLA
(Si
alguna vez te encuentras con ella, corre).
Javier
Mendoza
Cuenta
una antigua historia que Marina era una mujer hermosa, a tal grado que, con acierto, la gente la llamó Doña
Bella. Su talle era perfecto. Su porte,
el de una reina a quien no la merecía el suelo que la sostenía. Tanta gracia la
convirtió en una escultura vanidosa, soberbia y altanera; fuera del alcance de
los simples mortales. De día o de noche,
desde el ventanal que había en su casona sonreía con una maligna coquetería,
para que ante ella se rindieran títulos y reinos. Miles de pretendientes morían por sus
encantos, mas para ella ninguno fue digno de ser correspondido. Para la hermosa dama, los hombres sólo eran
el medio para incrementar su egolatría, sin importar que éstos le ofrecieran
regalos, piropos o el corazón. Cierta tarde, mientras Marina leía indiferente
tras las rejas de la ventana, un jorobado de mal aspecto se acercó con
mansedumbre. Con timidez y respeto
ofreció una exquisita rosa, junto a
todos sus sentimientos, que contrastando con su deforme aspecto parecían buenos
y limpios, como la misma flor. Ante tal
atrevimiento, Doña Bella cerró con
brusquedad su libro y luego de recorrer con una mirada de repulsión al
iluso que estaba ante ella, rió a carcajadas.
Al recuperar la postura, la altiva señorita aclaró: “Ni ricos, ni
hacendados, ni jóvenes, ni fuertes han logrado mis favores, mucho menos un
despojo feo y chueco como tú. ¡Óyelo
bien! Ningún hombre de este mundo me
merece”. Decepcionado de ver que lo
único bello de Marina estaba en su exterior el jorobado se alejó, pero antes de
ir muy lejos, señalando con el dedo extendido, sentenció: “Tu boca lo ha dicho
y por ella llegará tu desgracia”.
Días
después, como de costumbre, Doña Bella reinaba desde lo alto del balcón, cuando
pasó ante ella un caballero fino, elegante y atractivo, quien sin detenerse
inclinó el sombrero y con respeto sonrió.
Al ver que el desconocido no se puso a sus pies como todos los demás,
Marina sintió el impulso de seguirlo. Un
par de cuadras más adelante el joven se adentró en un callejón oscuro y
solitario. Sin ningún tipo de
consideración la dama lo alcanzó.
Repentinamente, el subyugante don Juan emergió de las sombras para tomar
a la beldad entre sus brazos y llenarla de besos en las manos, el cuello, la
cara. La mujer estaba tan extasiada que
cerró los ojos para gozar con plenitud el apasionante encuentro; fugaz instante
que terminó cuando se percató de un fuerte olor a azufre. Al separar los parpados quedó temblando de
miedo, pues el rostro de su amante ya era el del mismísimo demonio, uno cruel y
desfigurado, que con malicia le recordó: “Dijiste que ningún hombre de este
mundo te merecía, pues bien, yo soy del más allá”. Luego, la oscura figura se marchó, burlándose
con sonoras carcajadas, para que en su andar tomara la forma del jorobado. Marina
gritó de terror y dolor, pues al instante la saliva que la había bañado se
convirtió en un ácido ardiente que le quemó la piel. Avergonzada de su nueva apariencia, a toda
prisa corrió a casa. Llena de rencor
juró venganza y, atando una soga del balcón a su cuello, se arrojó de él para
quitarse la vida, pues sin su lindo rostro ya no deseaba vivir.
Desde
entonces se cuenta que algunas noche desoladas, entre el silencio, se escucha
el lento andar de unos zapatos de tacón, porque tras de aquel ventanal o en los
callejones aledaños aparece una hermosa dama que porta un vestido largo y
elegante, con el que seduce a los hombres lujuriosos, quienes en busca de
placer se rinden ante ella. Luego de
conducirlos con coquetería a lugares apartados, con un alarido les muestra su
verdadero y horroroso semblante, el de una calavera con rastros de carne fruncida
y colorada. Aquellos que han sobrevivido a su encuentro dicen que su saliva es
venenosa y corrosiva. Dicen que es el
alma en pena de Doña Bella, mejor conocida como “La Quemada”.
LÁGRIMAS
DE LLUVIA
Arturo
Grimaldo
A
sus escasos nueve años de edad, Anselmo Tavares era el más preocupado de
aquella pequeña y pobre familia y más cuando se avecinaba una tormenta; cuando
el cielo se encapotaba y de las oscuras nubes brotaban amenazadores
destellos y rayos que iluminaban
la densa noche. Tal vez, el temor del
niño era por su corta incapacidad para comprender la situación familiar
tan precaria en la que vivían, o porque con seguridad, el pequeño cuarto donde
dormía se inundaría de nuevo. O mejor
aún, porque no le alcanzaría el tiempo
para dialogar con su “amigo secreto”, como él mismo le llamaba al Creador y
Responsable de aquel espectáculo que vivía junto a su familia.
Don
Luis Tavares y doña Trinidad Rendón, sus padres, más acostumbrados a
situaciones parecidas, tomaban con más calma las cosas, pues su resignación era
más firme ante lo imprevisible. También sabían que en ésta, como en otras
ocasiones, aquella noche sería una vigilia más, por las condiciones tan
humildes en las que vivían en aquella casita hecha de adobe, techos de ramas y pencas de maguey, que con
sus propias manos habían construido.
—Papá, ¿te ayudo a meter la leña al jacal antes que
llegue la lluvia? -preguntó el pequeño.
—Sí,
m’hijo, hay que darnos prisa antes de que comience a llover, -le respondió don
Luis.
Una
vez terminada la faena, los tres se sentaron a la humilde mesa para cenar, no
sin antes hacer una oración de agradecimiento y bendición por parte del jefe de
la casa.
—Gracias,
Señor, por tu generosidad. Por darnos el
pan para comer y esta lluvia que es una muestra
de tu cercanía hacia nosotros. Gracias porque al empapar la tierra,
haces que broten los frutos del campo para alimentar a los que de él vivimos. Tú eres Tres; nosotros
tres te bendecimos. AMÉN.
Por
unos instantes, en silencio, cada uno terminó de orar en su interior y luego,
se dispusieron a comer lo que había servido doña “Trini” en aquellas rústicas jícaras de madera. Sin perder en ningún
momento la paz, el ruido ensordecedor de la lluvia irrumpió la quietud de la
noche, y con ello, también llegó el desasosiego, por saber si de nuevo
soportarían las inclemencias del tiempo. Por aquél rumbo era muy habitual que
cayeran esas tormentas. Por eso, el pequeño Anselmo tenía por costumbre irse a
dormir en cuanto comenzaba el espectáculo de ver iluminado el cielo por los
rayos, los truenos y el aullido del viento, pues en medio de su inocencia,
pensaba que era el mismo Dios quien les
visitaba en aquellas Teofanías. Para él era muy importante aprovechar ese momento en el que podía dialogar con tan distinguido
visitante y salir de sus tiernas dudas…
—Pero
Señor, la vez anterior no me respondiste si el trueno es señal de que estás
enojado, -dijo el niño.
—Anselmo,
Anselmo, ya te había dicho que es sólo un signo de poder y no un grito, -respondió una voz potente y
misteriosa.
—Entonces, dime, ¿por qué tanta oscuridad en medio de la
tormenta?
—Porque así brilla aún más mi amor por ti.
—Está
bien, -dijo Anselmo-, ¿Y tanta lluvia,
era necesaria?
—Claro,
pequeño. Eso también es signo de mi abundancia. Has de saber que yo doy sin
reserva ni medida. Porque así de vasto es mi amor por ti y por todos los
pobres.
Luego,
un silencio… afuera, los estanques vacíos se habían llenado y el canto de
millares de ranas alegraba casi el final de la noche. Saltaban una y otra vez
al agua, en señal de agradecimiento con su Creador. El tiempo seguía avanzando
y era el único testigo del diálogo profundo entre Anselmo y el Dios de todas
sus creencias. Y justo cuando unas
lágrimas escurrían de sus ojos, se confundieron con las gotas de lluvia que habían
empezado a caer del techo. Luego, se dispuso a formular la última pregunta de
la noche.
—Señor, y nosotros, ¿toda la vida seremos así
de….pobres?
—No
siempre; pero recuerda una cosa importante: De los pobres es el Reino de los cielos.
El
niño movió afirmativamente su cabeza y dijo:
—Gracias
otra vez por estar conmigo y espantarme el miedo. Ahora, si me lo permites,
intentaré dormir un poco.
El
cuarto se iluminó intensamente y cesaron
la lluvia y las goteras. Al día siguiente, muy de mañana, el pequeño Anselmo se
levantó con un rostro radiante y fue corriendo a contarles a sus papás lo que había platicado con su
Amigo.
—Y
además, papás, ya comprendí qué son los sueños húmedos, -al tiempo que se
fundían los tres en un abrazo.
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