DESCONTENTO
-Una historia sin fin-
“Todos
los Estados bien gobernados y todos los príncipes inteligentes han tenido
cuidado de no reducir a la nobleza a la desesperación, ni al pueblo al
descontento.”
Nicolás
Maquiavelo, El Príncipe.
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UNA COMIDA GOURMET
Felipe De la Torre
José
Juan llego a su domicilio. Felizmente entró al cuarto de la casa de sus padres,
donde vivía con su mujer y sus tres hijos.
—Mira,
vieja, me gané ciento cincuenta pesos de un jale que hice. Ten cien y lánzate
al centro. Compra unas costillitas, un choricito, unas cebollitas, unos chiles
güeros, unos limones y unos aguacates
para hacer una carne asada con su guacamole; como se ve en la tele. A mí, con
estos cincuenta pesos, me alcanza para dos caguamas.
—Mejor
le compramos el uniforme al niño, para que lo dejen entrar al kínder. Ya empezó
septiembre y no lo he podido llevar. Ándale
y te hago una sopita para comer.
—No,
eso después.
—O
el inhalador de la niña.
—Si
se pone mala la internas en el seguro
popular.
—Bueno.
¿Le dejo los niños a tu mamá?
—¡Cómo
crees!, ella está enferma, no puede cuidar niños.
—Acompáñame
tú, sirve que nos paseamos como cuando éramos novios.
—No
seas huevona, yo me levanté temprano a robar maíz del tren, ya trabajé, ahora
te toca a ti. Yo me voy con mis cuates.
—¿No
te dieron más dinero? Dice Juana que a
su marido le dan quinientos o hasta ochocientos pesos.
—¡No
es cierto!, eso te lo dice para echarnos a pelear, nos dan ciento cincuenta o
doscientos.
Lupita
se puso una blusa verde, la cual ya le quedaba apretada por su embarazo de seis
meses. No le gustó y se la quitó. Metió la mano dentro de un amontonadero de ropa que tenía en el ropero y
sacó una playera de futbol. La sacudió y se veía en los dorsales el número 7 y
el nombre del jugador que apenas se distinguía: “Butragueño”. La playera ya
estaba desgastada por los muchos dueños que pasaron antes de que llegara a manos de su esposo,
cuando la compró en la ropa usada del tianguis que se pone en la colonia.
Lupita
se la puso y la modeló en el espejo de la puerta del ropero, observando que le
tapaba la panza. Se quitó las mayas que
traía puestas y sacó un pantalón de mezclilla
y se lo ajustó. Tiró las chanclas y se calzó unos huaraches, se pintó
los labios rojos y se peinó el pelo
negro, que le llegaba hasta la cintura. Agarró a Gilberto, de cinco años, le acomodó el pelo y le amarró los zapatos. Persiguió a
Jessica Berenice, de tres años, hasta atraparla. Matías acababa de cumplir un año, dormía sobre la cama. Le revisó el pañal y vio que estaba seco.
Preparó dos biberones de agua con azúcar y llenó una botella con agua. Cargó a
Matías, se acomodó la pañalera, agarró
de la mano a Jessica y empujó al pasillo a Gilberto.
Su
habitación era la última de ocho cuarto
divididos por un pasillo. Frente al de ella vivía su cuñada, la mayor. Al
echarle llave a la cerradura de su puerta, volteó y la vio a través de una
cortina transparente, haciendo el amor
con su nuevo marido. Avanzó con la cara agachada y se encontró a su cuñada, la
menor, quien venía besándose con su novia.
—¿Ya
te vas, pendeja? -Le dijeron y se encerraron en su cuarto-.
Pasó
por la habitación de sus suegros. Vio a
su suegra, de 150 kilos, sentada y comiéndose una mega torta, con una coca cola
de tres litros y viendo las tres
televisiones que le regalaron sus hijos, porque le daba flojera cambiarle de
canal con el control remoto. Dos
televisiones eran para no perderse todas las telenovelas, los top shows, los programas de entretenimiento y de chismes del canal de las estrellas y de la televisora
del Ajusco. Y la tercera para ver las noticias.
Cerró la puerta y caminó
sorteando los charcos de la calle de tierra. Avanzó una cuadra y vio
sentado a su esposo, afuera de la tienda de la esquina, tomando cerveza
caguama y fumando cristal en compañía de
sus amigos. Caminó otras dos cuadras hasta que llegó a una calle más ancha, por
donde pasaban los microbuses. Cambiándose
de brazo a Matías, le hizo la parada al microbús que se veía a la lejanía. Un
tremendo ruido de los frenos desgastados se escuchó al detener las enormes ruedas. La media salpicadera que
le quedaba al camión rebotaba en la llanta. Una punta pasó rozando por el
cachete de Jessica, casi cercenándole la mejilla. El microbús paró frente
a Gilberto y dos adolescentes que iban a
la secundaria.
—Son
ocho pesos cada uno, si no traen tarjeta…
¡Tengan sus mugrosos tres pesos de estudiante!, son órdenes de los jefes -gritó el conductor
a los estudiantes, burlándose-.
Al
ver a los jóvenes de la secundaria bajarse despavoridos, los ojos tapatíos de
Lupita se le hicieron más grandes y negros. Temerosa, vio a Gilberto a subir al
enorme camión. Ayudando con una mano a Jessica la empujó al primer escalón para
enseguida agarrarse del tubo y se impulsó hacia arriba. Al estar frente al
chofer, intentaba sacar una moneda para pagar su pasaje, pero el grito
intimidatorio del chofer la hizo retractarse.
—¿Traes
tu tarjeta y las de tus hijos o te cobro en efectivo?- le preguntó el chofer.
—¿Qué
tarjeta? -tímidamente y con palabras temblorosas, que salieron rozando sus
labios grandes y carnosos, preguntó-.
—¡Las
tarjetas de todos! -Con voz intimidante le contestó el chofer y, metiendo la
primera velocidad, arrancó el camión.
—No
tenemos.
Metiendo
segunda velocidad la miró a través de sus lentes oscuros, que le cubrían los
ojos de sapo y nada más sobresalían aquellos cachetes cafés, con manchas negras
provocadas por el sol.
—Entonces
pagas con efectivo -contando con sus dedos gordos y mentalmente: “8 de la
señora, 8 del niño mayor, 8 de la niña, 8 del niño de brazos y 8 del niño que
trae en la panza”, dijo-: ¿Cuánto es de cinco?
—Ocho
por cinco, cuarenta -le contestó Elizabeth, quien era su amante y la traía
sentada en el asiento justo detrás del suyo-.
—Son
cuarenta pesos. -Le gritó a Lupita mientras detenía el camión frente a un
semáforo-.
Temblando,
Lupita sacó un billete de cincuenta pesos. El chofer le iba a regresar los diez
pesos de cambio, pero con una duda lo evitó y guardó la moneda.
—Chécale
la panza, qué tal si trae gemelos, o 4 o 7, ya ves que aquí nacen de a montón.
Elizabeth,
la amante, se paró y detuvo a Lupita.
—A
ver, calenturienta, levántate la playera.
Con
miedo, pena y viendo los pucheros de sus
hijos, Lupita se levantó la playera.
Elizabeth agarró un aparato de ultrasonido portátil y empezó a escanear toda la panza, le fue recorriendo el vientre,
lo detuvo donde se encontraba la cabeza
del feto, le agarró la cabecita y luego lo pasó entre las piernitas, siguió con
su exploración para después bajarle la playera.
—Es
uno y va a ser hombre.
Al
escuchar el diagnóstico de la “experta”, el chofer, a quien apodaban el Zas-zas,
le regresó la moneda de diez pesos.
—¿Qué
pensaban, que la modernización iba a ser
el metro, o trolebuses, o el tren ligero o ya de perdis las orugas de León,
Guanajuato, donde la vida no vale nada? ¡Pendejos!, lo único moderno es la
maquinita de las tarjetas, el ultrasonido para detectar las embarazadas y el
aumento del precio.
—¡No
manches la luna! Lo único que pusieron tus patrones fue el letrero:
¨Por ti Cambiamos¨ -contesto Elizabeth-.
—Pero
no es mi bronca, yo cumplo con los patrones y el H. Ayuntamiento del Moche.
Cerró
la puerta, aceleró y le subió el volumen al radio. En la parada del Tecnológico
de Celaya una estudiante pasó su tarjeta.
—Me
cobró dos pasajes, señor, ¿qué hago?
—Vaya
a reclamar a la presidencia.
Siguió
su loca carrera frente al estadio de futbol, viendo los anuncios del presidente
municipal, quien el día anterior había dado su tercer informe de gobierno,
ensalzando la modernización del transporte.
El locutor de radio, a quien
apodaban el Venusiano, lo sacó de sus cavilaciones al escuchar: ¨Le mandamos un
caguamón y un choferazo para el Zas-zas, que va en su microbús, de parte de su
novia Liz”. Una grabación con una voz femenina y sensual decía: “Este caguamón
es para ti” y se escuchaba el ruido que hace
una cerveza cuando la vacían en un vaso y, enseguida, “¡Ay, choferazo!”.
—¿Me
dedicaste un caguamón? -felizmente le preguntó a su novia, viéndola por el
espejo retrovisor-.
—Sí,
mi amor.
—Pues
sácala de una vez y ponte en posición cachonda...
Su
novia sacó una caguama que traía en una hielera abajo del asiento. La destapó
con los dientes y se la dio al Zas-zas.
Éste le dio un tremendo trago que la vació a la mitad, se desabrochó la camisa,
dejando caer la panza (que llegó casi hasta el pedal del freno), refrescándose
del calor de la tarde y se aventó un eructo que escucharon los choferes de los
autos que lo iban rebasando. Enseguida, Elizabeth puso su pecho y su panza
pegados atrás del asiento del chofer; le pasó sus brazos y lo abrazó, al
momento en que el Zas-zas frenó abruptamente. El camión se detuvo, -por la ley de la inercia- y los
grandes senos y la panza de Elizabeth se
arrimaron contra el respaldo de su amante. Como si fuera un “transformer”, se
convirtió en un enorme seno de
grandes dimensiones que abarcaba todo el
respaldo del asiento del chofer, como de
unos 30 kilos de peso. El seno gigantesco se incrustó en su espalda,
provocando una excitación que le
escalofrió el cuerpo al chofer. De nuevo aceleró y los pasajeros se reacomodaron, mientras el
enorme seno regresó a sus formas originales.
“Yo
soy aquél, el más bonito de la ciudad”, -suspiraba el Zas-zas-.
Se fue
por la calle de Insurgentes y se subió a una banqueta para rebasar al otro
microbús de la competencia. Al dar vuelta en la calle 5 de mayo, dos ancianos
le hicieron la parada, pero dijo: —Méndigos viejitos, han de traer sus tres
pesos con la credencial del Inapam. Mejor no los subo. Siguió hasta llegar a
Juárez, después por Bulevar hasta llegar al
mercado Hidalgo. Lupita se bajó,
recibió a Jessica con una mano y, cuando iba a bajar a Gilberto, el
camión arrancó.
—¡Salta,
mijo! -Escuchó el niño-.
Gilberto
se aventó desde el tercer escalón y,
como si fuera el Místico en una función estelar de lucha libre, salió
volando desde la tercera cuerda y afuera del ring -como si fuera una plancha
voladora- sobre la humanidad del Dr. Wagner. El niño cayó en los brazos de su
mamá y, con el impulso, todos acabaron sentados en la banqueta. Se levantaron llorando por el miedo.
Lupita, para callarlos y quitarles el
pánico, compró cuatro paletas de 2 pesos a un viejito que tenía su puesto ambulante abajo del puente
peatonal. Le repartió a cada uno y ella saboreó la paleta de cajeta con
dulzura. Se amarró bien a Matías, con
una mano agarró a Jessica y en cadenita a Gilberto. Entraron al mercado
Hidalgo. Pasó por la carnicería pero se espantó al ver los precios de la carne
y el chorizo. Ya no preguntó por la verdura. Caminaron hasta el jardín
principal, frente a la presidencia. Pero los soldados, granaderos, ministeriales,
policía de la gendarmería, policías estatales, municipales, agentes de la CIA,
la Interpol, Scotland Yard, Guardia Suiza Pontificia, el FBI y la vieja KGB de
Rusia, vestidos de civiles, quienes resguardaban la presidencia municipal en
contra de los manifestantes y las largas filas de gente enojada que quería
reclamar por la modernización del transporte,
la hicieron retroceder. Caminaron otra cuadra hasta llegar al parque de
San Agustín, frente a la Casa de la cultura.
Se sentaron a terminarse sus paletas mientras veían la actuación de unos
mimos. Matías se durmió y Jessica ya estaba inquieta, como si le fueran a dar
sus ataques de asma. Lupita se regresó con sus hijos al puente del Bulevar.
Subió en un microbús donde el chofer, más amable, le preguntó.
—¿Cuántos
traes en la panza?
—Uno.
—Son
40 pesos.
El
trayecto fue más rápido y con poca gente. Llegó a su colonia, se bajó y caminó
por las calles con charcos. Tapó bien a Jessica porque
comenzaba a llover. Pasó a la tortillería, sacó de la pañalera los 12 pesos que le quedaban y
compró un kilo de tortillas, para comer tacos de sal.
Abrió
lentamente la puerta. Sin hacer ruido, pasó al costado del cuarto de su suegra,
quien por fortuna roncaba, a pesar del ruido de las tres televisiones. Se
encerró en su cuarto con sus hijos y los durmió; le prendió su veladora a San
Judas Tadeo. “Cuando me pegue mi viejo,
ahora no me voy a cubrir la cara, me voy a cubrir la panza para que mi
niño nazca bien” -y se quedó esperando...
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