DIEZMO
DE PALABRAS
EL
HOMBRE DEL CLAVEL VERDE
“La pura y simple verdad es rara vez pura y nunca
simple.” Oscar Wilde
‘Hay
algo de vulgar en toda historia de éxito, los grandes hombres fallan o parece
que han fallado’, dijo en cierta entrevista Oscar Wilde. La frase sigue tan
vigente como hace más de cien años. El esfuerzo por obtener reconocimiento,
notoriedad, fama o poder conlleva una serie de –muchas veces- desafortunados
eventos. Se dejan sembrados en el camino fantasmas que, como catapultas,
avientan su historia en el momento menos preciso. Vemos entonces a personajes
de la política, del espectáculo, de las clases sociales llamadas “pudientes”
intentar dar explicaciones de lo que es francamente indefendible. La pura y
simple verdad es que sus vidas no tienen nada de puras. ‘Todos estamos en el
drenaje, pero algunos estamos mirando a las estrellas’, dijo Wilde. Así que
mientras la lucha del pueblo sigue adelante, mirando a las estrellas, y la
clase política sigue embarrada en el drenaje –y en las fosas clandestinas-, en
el Taller Literario Diezmo de Palabras, rendimos un pequeño homenaje al gran
escritor y dramaturgo Oscar Fingal O'Flahertie Wills Wilde, quien falleció el 30
de noviembre de 1900, apenas a la vuelta del siglo. Murió en París (igual que
el gran poeta César Vallejo) dejando un legado inmortal, y esa fama de
excepcional conversador. Atrás quedaron los tiempos cuando sus amigos cercanos
copiaban el clavel verde que solía colocar en la solapa de su saco en cada
estreno de sus obras de teatro. De los escritores de su tiempo es prácticamente
el único que se sigue leyendo con frecuencia. En cualquier parte del mundo seguramente
en este momento se lleva a cabo alguna de sus geniales y divertidas obras, que
han resistido el paso de modas y tendencias; se disfrutan sus bellos cuentos
infantiles –que hemos leído hasta en los libros de texto gratuitos- y han sido
utilizados incluso de forma didáctica; su novela Dorian Gray ha sido analizada,
criticada, admirada, repudiada y copiada por muchos. El ser diferente a los
demás le hizo ganarse enemigos poderosos (ya desde entonces los políticos
odiaban a los intelectuales), y a la postre fue la causa de que cayera en
desgracia y en la cárcel. La época victoriana inglesa se ensañó con él porque
reflejaba la decadencia de sus hipócritas clases altas, pero el tiempo lo ha
reivindicado. Nadie recuerda a sus enemigos, ni a los millonarios de su tiempo,
ni a los políticos; pero todos conocemos al Gigante egoísta, El ruiseñor y la
rosa, El príncipe feliz. Oscar pertenece a nuestro tiempo más que al que le
tocó vivir. Ahora, lejos del escándalo, sus mejores obras permanecen vigentes.
Llega hasta nosotros con firmeza, como una figura majestuosa, con risas y
llanto, con parábolas y paradojas, tan generoso, tan entretenido y tan cierto.
Julio
Edgar Méndez
LUCES
Y SOMBRAS
Diana
Alejandra Aboytes Martinez
En
su propio silencio
cruzaron
luces y sombras…
Vida,
tinta y obra
personaje
fuera de contexto
excentricidades
iluminadas,
letras
virtuosas sobreviven al tiempo.
Criticado
y denostado,
juzgado
por amar a su igual.
La
sociedad victoriana
no
estuvo a la par de su grandeza,
lo
encarceló y condenó al exilio.
El
año de mil novecientos
testigo
del ocaso de sus días.
Y
así trasciende
su
mejor obra de arte: él mismo.
Inmortalidad
consumada.
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INMORTAL
Rosaura
Tamayo
Mirada
lejana de vacío,
versos
envueltos en amor,
cuentos
llenos de ternura,
y
una novela inmortal.
Caminó
por este mundo,
para
dar pasos eternos,
e
invitarnos a ser niños
junto
a su Gigante Egoísta,
con
el Ruiseñor y la Rosa
y
con El príncipe feliz.
Oscar
Wilde pertenece
a un
mundo sin fronteras,
a un
universo de sueños,
y a
un legado de amor.
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GIGANTE
DE LAS LETRAS
Patricia
Ruiz Hernández
Nació
Wilde para brillar,
escritor
prolífero y fecundo,
de
gran sensibilidad fue dueño,
sin
ser el marido ideal
vaivenes
existenciales resistió,
así
surgió de su pluma
la balada en la cárcel de Reading.
Al
igual que Salomé
placeres
mundanos anheló,
juventud
y belleza eternas
y
vivir cual Príncipe feliz.
Gigante de
las letras,
dio
el más alto sentido
a La importancia de llamarse
Oscar
o Sebastian.
Su
obra perdura en el tiempo
cual
Retrato de Dorian Gray,
y al
Fantasma de Canterville
otorgó
ilustre inmortalidad.
Esfinge hay
en su tumba,
homenaje
póstumo a quien
obedeció
dos reglas al escribir:
tuvo
algo que decir y lo dijo.
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ÓSCAR
EN LO ALTO
María
Soledad Popper
No
en medio de la multitud
de
las formas humanas
que
se disuelven y desaparecen
en
el espacio difuso de la homogeneidad.
Tampoco
en la selva lúgubre
de
aires contaminados,
donde
ruedas, bestias y humanos
se
mueven al mismo son
de
identidades anuladas.
Trascendiendo
la nubosidad sulfurosa
que
emana desde la ciudad,
él
se yergue en lo alto, ufano,
cual
estatua que se sabe en su exterior
esculpida
de oro y vanidad.
Desde
su pecho concebido
de
plomo y compasión,
conmovido
contempla
todo
dolor y necesidad.
Viste
su corazón de golondrina,
se
desprende de zafiros y rubíes
y
vuela a disipar los tormentos
que
impiden que florezca
la
venerada belleza intuida
en
cada joya única de la creación.
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WILD(E)
Eduardo
Zuria
Luz
impedida
de
ver su totalidad:
polaridad
en esencias,
salvajes
mundos interiores
que
en suavidad y rudeza,
se
atraen.
Excepcional
inteligencia
en
vida cercenada,
visión
de violencia impuesta
por
fuerzas dominantes,
espejo
de vanidad
y
sensibilidad frustrada en
reflejos
de asediada presa.
Percepción
de arcoiris
en
retrato de
falsa
belleza superficial,
sufrido
cause
a
candentes reclamos,
feroces
frívolas actitudes
y
letras extraordinarias.
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EL
AMOR BREVE
Paola
Juárez
Él
leía a Wilde, ella a Cortázar, sentados cada uno en la esquina de aquel
solitario café. Ella lo miraba por encima de aquel viejo libro casi en ruinas,
simulando leer. Él leía, hacía anotaciones, cigarro tras cigarro. Ella lo
quería en silencio. Él se dejaba mirar y querer, sabía que esa chica a la que
diariamente encontraba sentada y dispuesta en la misma silla, como un cuadro
más pero con vida, lo observaba discretamente y a cierta distancia. Él le había
tomado cariño a su mirada. Ella se perdía guardando en sus ojos cada gesto de
su rostro; enajenado, hechizado por las letras que Wilde le compartía. Ella
miraba sus manos, sus dedos pasando las hojas; miraba su frente y su boca
leyendo en susurros. La deseaba, anhelaba llegar a su boca y cerraba los ojos
mientras Cortázar bañaba aquel sueño repitiendo en su memoria: -“Toco tu boca,
con un dedo todo el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi
mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los
ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo,
la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre
todas…”
Cuando
abría los ojos, él se había marchado, todo volvía a la normalidad, a la poesía
sumisa de su vida, a las tardes grises y solitarias con lluvia o sin ella, yendo
de un lugar a otro buscando de él una señal. Reinaba el silencio en sus horas
tristes. Una mañana se dio cuenta de que había aprendido a leer de esa boca y
esos labios, después de largos meses de mirarlos, de escuchar de ellos los
poemas que a pequeña voz, también había aprendido a saborear, a tomarlos como respuesta
a sus ensueños:
-“ Amor,
no te culpo; la culpa fue mía, / no hubiera yo sido de arcilla común / habría
escalado alturas más altas aún no alcanzadas, / visto aire más lleno, y día más
pleno. / Desde mi locura de pasión gastada / habría tañido más clara canción, /
encendido luz más luminosa, libertad más libre, / luchado con malas cabezas de
hidra. / Hubieran mis labios sido doblegados hasta hacerse música / por besos
que sólo hicieran sangrar...”
Se
preguntaba si también él había aprendido a leerle la presencia, pues en
aquellos
meses nunca levantó su rostro para posarlo en ella porque ignoraba
que
mientras se perdía en el sueño, tocando y besando su boca con los ojos
cerrados,
él la miraba y recitaba antes de marcharse:
-“Hay
paz para los sentidos, / una paz soñadora en cada mano, / y profundo silencio
en la tierra fantasmal, / profundo silencio donde las sombras cesan. / Sólo el
grito que el eco hace chillido / de algún ave desconsolada y solitaria; / la codorniz
que llama a su pareja; / la respuesta desde la colina en brumas. / Y
súbitamente, la luna retira / su hoz de los cielos centelleantes / y vuela
hacia sus cavernas sombrías / cubierta en velo de gasa gualda”.
Nunca
se dirigieron la voz, porque la palabra siempre estuvo impresa y al margen de
ellos, a través del silencio mutuo, de la poesía, del café en aquellas mañanas.
Con
el tiempo los dos se perdieron la pista, ninguno supo que fue del otro pero en
aquel café se quedó grabada la extraña historia del breve amor y…
“Por
ahí un papelito / que solamente dice: / Siempre fuiste mi espejo, / quiero
decir que para verme tenía que mirarte”.
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FLORES
DE AMOR
Oscar
Wilde
Amor,
no te culpo; la culpa fue mía,
no
hubiera yo sido de arcilla común
habría
escalado alturas más altas aún no alcanzadas,
visto
aire más lleno, y día más pleno.
Desde
mi locura de pasión gastada
habría
tañido más clara canción,
encendido
luz más luminosa, libertad más libre,
luchado
con malas cabezas de hidra.
Hubieran
mis labios sido doblegados hasta hacerse música
por
besos que sólo hicieran sangrar,
habrías
caminado con Bice y los ángeles
en
el prado verde y esmaltado.
Si
hubiera seguido el camino en que Dante viera
los
siete círculos brillantes,
¡Ay!,
tal vez observara los cielos abrirse, como
se
abrieran para el florentino.
Y
las poderosas naciones me habrían coronado,
a mí
que no tengo nombre ni corona;
y un
alba oriental me hallaría postrado
al
umbral de la Casa de la Fama.
Me
habría sentado en el círculo de mármol donde
el
más viejo bardo es como el más joven,
y la
flauta siempre produce su miel, y cuerdas
de
lira están siempre prestas.
Hubiera
Keats sacado sus rizos himeneos
del
vino con adormidera,
habría
besado mi frente con boca de ambrosía,
tomado
la mano del noble amor en la mía.
Y en
primavera, cuando flor de manzano
acaricia
un pecho bruñido de paloma,
dos
jóvenes amantes yaciendo en la huerta
habrían
leído nuestra historia de amor.
Habrían
leído la leyenda de mi pasión, conocido
el
amargo secreto de mi corazón,
habrían
besado igual que nosotros, sin estar
destinados
por siempre a separarse.
Pues
la roja flor de nuestra vida es roída
por
el gusano de la verdad
y
ninguna mano puede recoger los restos caídos:
pétalos
de rosa juventud.
Sin
embargo, no lamento haberte amado -¡ah, qué más
podía
hacer un muchacho,
cuando
el diente del tiempo devora
y
los silenciosos años persiguen!
Sin
timón, vamos a la deriva en la tempestad
y
cuando la tormenta de juventud ha pasado,
sin
lira, sin laúd ni coro, la Muerte,
el
piloto silencioso, arriba al fin.
Y en
la tumba no hay placer, pues el ciego
gusano
se ceba en la raíz,
y el
Deseo tiembla hasta tornarse ceniza,
y el
árbol de la pasión ya no tiene fruto.
¡Ah!,
qué más debía hacer sino amarte; aún
la
madre de Dios me era menos querida,
y
menos querida la elevación citérea desde el mar
como
un lirio argénteo.
He
tomado mi decisión, he vivido mis poemas y,
aunque
la juventud se fuera en días perdidos,
hallé
mejor la corona de mirto del amante
que
la corona de laurel del poeta.
Es un emblemaje de amor pasión. El deseo encarnado, furtivo... Perdido
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