EN EL HUECO DE LOS DESEOS
BOLERO
Rafael
Palacios
Un
salón enorme. Recordando tu tacto suave, mientras escarbabas caminos por mi
piel y con un rastro tibio e indeleble por toda mi geografía vertebral.
Navegando rio abajo, por los vados de tus orillas. Moviéndome de forma egoísta
por cada centímetro del piso de mosaico que me lleva de manera hipnótica hasta
ti. Lenta, como una bocanada de humo, emergiendo apaciblemente por tu boca,
tras una densa bruma que luego hace que todo comience en tus labios, siempre es
así, tus labios son el principio y final de mi abismo. Evasiva, casi como un
chorro de agua que huye por entre mis dedos, bajo un fuego de descargas
infinitas mientras te me escapas de las manos; mientras corre por todo mi ser
un toque eléctrico que me disminuye hasta quedar postrado y de rodillas.
La noche estaba abierta de par en
par. Volverla a ver fue como internarse dentro de un calidoscopio inmenso.
Sentirse atado de pies y manos, con ojos vendados y con las náuseas a flor de
boca, sintiendo como un terrible vórtice estrujaba el corazón contra mis
pulmones. Estaba de regreso, definitivamente las noches de verano me excitan
más que cualquier otra. Soy calor atrapado en un cuerpo oblicuo, sesgado por
los rayos del sol y por la luz de la luna de julio. Caminaba por una calle
iluminada con suavidad, con reverberaciones de luz de neón; con mis ganas
contenidas, pero reptando amenazadoras, lista para saltar e hincar sus
colmillos en tu boca purpurea. Mis pies me pesan. A medida que avanzo la
fisonomía de la calle muta, se metamorfosea en cuadras y cuadras de asfalto
gris, con pequeñas flores creciendo en escollos que nunca pude imaginar. La
música se entre mezcla con los sonidos salvajes. “La más vieja de tu casa es la
que cobra eso”, “si tienes un hondo pesar, piensa en mí”, “por media hora en
este cochino cuchitril, tienes razón, mejor le doy el dinero a mi abuela”, “si
tienes ganas de llorar, piensa en mí”.
Era muy temprano cuando alguien de
la oficina lo propuso. “En la noche nos vamos de putas. En la calle de las
Princesas siempre soy bien recibido”. Luego, para medio día, después de que
terminábamos un almuerzo, el mismo que lo había propuesto, reculó. “Mi hermano,
ya le arreglé el asunto con la Princesa del Norte, pero tendrá que ir solo. Me
acaban de informar que soy persona no grata en esa calle, no sé si fue por la
madrina que le acomodamos al galán de la Reina, o por el tequila adulterado que
les dimos a las demás princesas.” Y así me encontré en soledad por parajes desconocidos,
por callejuelas húmedas y malolientes que me recordaban lo cerca que se puede
estar de la miseria humana. A segundos de ti, a escasas puertas de metal y
timbres semejantes a la alarma de los bomberos.
A mi edad y todavía creyendo en
cuentos de princesas. Me sentía un adolescente ansioso, me sentía Rimbaud
buscando inspiración. Pero, ¿por qué querría ella ser inspiración?,
¿inspiración de quién? Por lo que había visto las noches anteriores, ella no se
sentía mal entre la sordidez de la casa de las Princesas, incluso había
aceptado sonriente, aquello de Princesa del Norte, sólo por venir de Guaymas.
Buscándola
por todas partes, por todas las casas, por debajo de las piedras, entre las
grietas de los muros, entre las tapaderas de las alcantarillas, detrás de los
botes de basura de los callejones; buscando su sonrisa reflejada en algún
charco en medio de la calle. Entonces entrar a la casa y seguir el camino
amarillo. Una larga tira de focos del 50, que hacen palidecer la piel de
cualquiera que se aventurara a trasladarse a ese umbral profundo llamado noche.
Tomaste
sólo retazos de mi vida. Te filtraste entre mis venas, corres dentro de mí.
Infectaste mi existencia de la tuya, de buenos deseos e intenciones de sentir.
Te colaste, tú mismo y sin mi autorización. Me llenas, me colmas, me desbordas
de una desventura irremediable. Te alojaste en mi viejo corazón, tomando como
nicho ese hueco clausurado desde la última desgracia que me hizo dinamitar mis
sentimientos; sin embargo estás ahí, te quedaste sin que yo te lo pidiera. Me habitas, caminas incesantemente
a lo largo de mis abrazos. Y por la madrugada, despareces furtivo y con mucho
miedo. Todo esto por quinientos pesos la noche.
Estaba muy mareado cuando mis pasos
me llevaron de nuevo a ese salón de baile. Sonando solamente el ritmo del
dinero. El amor que viene desde un bolero por todos conocido, pero no por eso,
dejando de sorprender. “De aquel sombrío misterio de tus ojos, no queda ni un destello para mí…” Caricias
impersonales, miradas inquisidoras, cabello con aroma a Marlboro rojos y besos
sabor Cuervo Especial. “No te debía querer y te quise, no te debía olvidar y te
olvidé…” Y los dos ahí, encontrados, enfermos del mismo mal. Con las piernas en
perfecta sincronía, aprisionándonos desde la mirada y siéndonos imperfectos
extraños, colmados de motivos, aderezando nuestras ganas con limón y sal.
Cuanto más bailábamos, más rígidas nos parecían nuestras existencias. Sometidos
a una luna glacial, a un clima especialmente destinado para ser y para estar.
Si el mundo no me pareciera tan mundo, si esperar por la muerte, no me
pareciera una pérdida de tiempo; si imaginar qué tú, estando tan distante, me
respiras muy cerca, si nuestra vida no se asemejara tanto a un bolero,
seguramente no nos conoceríamos; y yo, vago de rumbos inhóspitos, cazador
ocasional de princesas, buscaría la redención en otros brazos que no me
quemaran como lo hacen los tuyos.
“Por qué te hizo el destino pecadora, si no sabes
vender el corazón. Por qué pretendes odiarte quien te adora, porque vuelves a
quererte quien te odio…”
Y
así estuvimos siendo uno. De un ritmo largo y frenético, después a uno más
corto y sugestivo. Es casi media noche y la cuenta empieza a correr. Un brandy
o tal vez dos, tres líneas perfectas e inmaculadas, a manera de veneno
espiritual. Conviene empezar a desquitar los quinientos pesos. Las manos
demandan perfección, recorren un cuerpo lejano a la delicadeza, buscando el
defecto vulnerable, la enfermedad especial y el vacío. Es este el clima
asfixiante necesario para la lógica del deseo. El embrujo de la luna veraniega,
el borde de un abismo intenso. Y en ese abismo penetrante, la danza de la piel,
las fuerzas inhumanas que nos mantienen de pie y a ojos cerrados jalando la
soga de la cordura, ahuyentando el último atisbo de la mala suerte que nos
perseguía desde la mañana. Soy Ícaro volando hacia el astro rey, eres el
convincente Dédalo enviándome a volar con alas que tú misma derrites. La noche
crece, la oscuridad todo lo devora para luego vomitarlo en un infinito de
estrellas que hoy, se distribuyen a voluntad y capricho nuestro. Soy un espacio
cargado de vacío en el que la angustia crece y se multiplica. La cabeza de la
Hidra de las perversiones, un llanto que estremece la madrugada, la astilla
clavada en el medio de la frente. Haces la danza de la peligrosa Salomé, para
después pedir mi cabeza servida en un recipiente de plata. Nos desfallecemos
vacíos, desnudos y brillantes. La nada toma sentido cuando una piel toca otra
piel y la mancilla para después honrarla. Estamos aquí, los brandis sabían a
mierda, pero los quinientos pesos han valido la pena.
Tú, siempre tú en el hueco de mis
deseos. Nunca tuve tal miedo por los insomnios, porque estaba segura que te
escabullirías cuando mi voluntad derrotada, te diera tregua y razón para
escapar. Tú y siempre tú, viéndote del otro lado del espejo. Eres sustancia
hecha de sueños, me provees de lo esencial, inscribes mi propia muerte en
alguna parte del tiempo y el especio. Mi perversión preferida, mis ojos
cerrados, los quinientos pesos que más me cuesta recibir.
El
Devorador De Estrellas
J.A.
Aguilar Ramírez
Las
estrellas habían comenzado a desaparecer desde seis meses atrás y los gobiernos
de todo el mundo nos advirtieron del exterminio de nuestro planeta desde hace
dos. Los científicos habían descubierto con sus poderosos telescopios “algo”
que se comía las estrellas. Aquel fenómeno era una incógnita para toda la
población mundial, nunca pasaron fotos en la T.V. de aquello que se movía
velozmente por el espacio; simplemente lo bautizaron como “el devorador de
estrellas”.
Todo
fue caos en el mundo entero, revoluciones, suicidios masivos, toda clase de
barbarie se podía ver por las noticias de la noche. El mundo entero estaba
loco, creo que lo mejor hubiese sido calmarnos y respirar profundamente mirando
el cielo esperando el fin, o al menos eso era lo que yo creía, pero no, todos
los habitantes del globo estaban paranoicos, derrumbaban iglesias, mataban gente,
destruían las tiendas.
El
día dispuesto para el fin del mundo sería un domingo. Los científicos
calcularon minuciosamente la trayectoria de aquel devorador de estrellas y
se predijo que el fin del mundo era el domingo de la resurrección de Cristo, era
una burla.
Por
mi parte, había renunciado a mi trabajo de esclavo en una fábrica de autos y
con lo que me dieron de finiquito me alcanzaba para beber cerveza todos los
días que me quedaban de vida. De vez en cuando le invitaba a mi papá a beber
una conmigo en el balcón de mi cuarto, viendo las estrellas desaparecer una por
una.
Nadie
en el mundo trabaja ya, ¿para qué? Si el mundo estaba a punto de ser devorado
por un no-sé-qué.
Todos
los días desde aquel cuando dieron la noticia de nuestra destrucción, me la
pasaba bebiendo con mis amigos y con la gente que más quería, pero había algo
que debía hacer antes de que el mundo se acabara.
Podría
hablar de Viridiana, escribirle un libro de quinientas hojas o más si la
inspiración lo pide. Viridiana estaba molesta conmigo, no me hablaba ya desde
hacía tres meses, en Navidad me mandó felicitaciones, pero yo me porté grosero
con ella porque estaba borracho. Días antes de navidad por milésima vez le
había declarado mi amor eterno y ella por milésima vez me había rechazado rotundamente.
Mandé
mensajes a Viridiana antes de que llegara el último domingo, ella me contestó,
me sorprendió y me sentí muy agradecido por aquel acto. Viridiana nunca fue
grosera conmigo, siempre se preocupaba por mí, aunque ya no tuviéramos relación
alguna. “¡Ya no quiero que me llames ebrio¡”, me decía todos los sábados de
borrachera y luego colgaba. Dejaba de escribirle por semanas y luego caía de
nuevo en el cariño que aún le tengo. “Te agradezco que aún me escribas cosas,
Antonio, pero quiero que me saques de tu cabeza”, me dijo un día. O la ya
clásica frase “deberías dejar la planta y ponerte a estudiar”. Creo que por eso
la amaba tanto. Aún tenía el periódico donde publicaron un cuento que le
escribí y que nunca compró, aunque sabía que lo iban a publicar.
El
domingo del fin del mundo por fin llegó y mi familia (mi madre, mi padre y mis
dos hermanos), no escatimamos en gasto alguno para celebrar el día. Compramos
carne de fino corte con anticipación, cuando aún los supermercados sobrevivían;
cervezas y pastel, como lo hacíamos en cada cumpleaños. Yo bebía con descontrol y solo pensaba en volver a ver los
ojos de Viridiana. Le mandé un mensaje ya cuando las cervezas habían comenzado
a nublarme la vista. Obtuve respuesta. Me dijo que el último día de su vida se
quería sentir como yo, así que estaba demasiado ebria afuera de su casa
vomitando (no es algo normal en un ángel, pero que puede saber un pobre diablo
como yo de ángeles). Lo medite por una media hora, ¿dejaría a mi familia en el
fin del mundo por volverla a ver? Sabía quién tenía la respuesta a esa
pregunta, mi padre. El viejo sabía todo sobre la vida, así que él tendría la
solución para esta encrucijada. Mis hermanos trataban de pasar el último nivel
de su video juego favorito, reían y maldecían como todos los días. Bajé a la
sala, ahí estaba mi padre con mi hermosa madre. El viejo estaba borracho y se
sentía un galán teniendo en las piernas a mi mamá, la besaba con ternura, con
amor, y pude verme así con Viridiana.
“Papá”,
le dije, “hay una chica que quisiera ver antes de que esto acabara”. Mi padre
apretó las quijadas, le dolía que me fuera por última vez, pero el anciano
tenía un enorme corazón, al igual que mi madre y me dio las llaves de la
camioneta y preguntó “¿qué tan borracho estás?”.
La
situación en las calles era un desastre, parecía la tercera guerra mundial.
Había muertos por todas partes, borrachos, fuego en todas las casas y gente
teniendo sexo con cualquier desconocido en avenidas públicas. Supuestamente las
noticias que sonaban en la radio, solo nos quedaba una hora de vida y luego de
eso los seres humanos seriamos una historia más entre millones en el universo;
me apresuré, pisé el acelerador para llegar a la casa de Viridiana, una casa de
gente con dinero. El cielo se pintaba de un rojo obscuro, casi escarlata.
Cuando llegue, ella estaba ahí sentada en la banqueta, con un vestido de color
plata brillante, el cabello recogido y la cabeza recargada en sus piernas. “¡Oye,
Viridiana!, ¿te encuentras bien?”, le
pregunté, tomándola de los brazos. Ella me miró a los ojos, como cuando éramos
novios. Entrelacé mis manos con las suyas, aún seguían frías como la última vez
que las tomé. “Hace cuatro años éramos novios ¿te acuerdas, Antonio?”, le sonreí,
“siempre lo recuerdo”, contesté. “Mis papás están adentro, en la casa, están
llorando y yo estoy aquí afuera, vomitando, como tú lo hiciste durante cuatro
años por mí; ahora siento lo que tú sientes”, me dijo triste mientras el cielo
se ponía oscuro. “El devorador de estrellas se acaba de comer el sol, Viridiana”,
le informé, mientras en todo el mundo se escuchaban gritos de pánico. “¿Sabes
algo, Antonio?”, comenzó ella mirándome fijamente, sabiendo que eso me volvía
loco. “Nunca he hecho el amor en mi vida y no quisiera morir sin sentir el amor
de una persona. La casa de enfrente, esa que tiene un gran patio, está vacía,
la gente que habitaba ahí se fue a ver al devorador de estrellas a Holanda.
¿Qué te parece si vamos?, antes de que mi padre se dé cuenta de que hago falta
en la familia”.
Brincamos
el barandal y entramos quebrando una ventana. Ella subió rápidamente por las
escaleras de caoba, quitándose aquel vestido color plata en el camino. Se
acostó en la cama del matrimonio y yo le quité su lencería de encaje. La besé
como nunca, la besé con verdadero amor y no por carnalidad. Le confesé lo mucho
que la amaba y mi necesidad de estar con ella. Cuando entre en su cuerpo, ella
abrió sus ojos completamente acompañados con un gemido. Estudié sus ojos y pude
ver que ella era la que se había robado las estrellas del cielo.
*Textos publicados en El Sol del Bajío, Celaya, Gto.
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