FLORECIÓ EL VERGEL
-Biografía de Sarita Montoya-
15 de marzo de 1926 - 5 de Junio del 2017
Herminio Martínez (+)
El
Diezmo de Palabras honra la memoria de la poeta Sarita Montoya con esta breve
biografía escrita por nuestro maestro hace algunos años. Fue un homenaje en
vida a quien fuera “luchadora incansable, guerrera de los que menos pueden,
defensora por igual de humanos y animales, clara, directa y con una serenidad,
que le arranca preguntas a cualquiera”.
El
maestro Herminio escribió el cuento La Jaula del Tordo inspirado en el
“genio
y figura, coraje y entrega diaria,
solidaridad y sencillez, además del candoroso talento para hacer versos”
de la inmortal Sarita Montoya. Descanse en paz.
JEM
“Cuando llegue al final de mi existencia
deseo llegar a verte Jesús mío,
que me envuelva el amor de tu clemencia…
que perdones mi deuda… y mi desvío.
Yo que voy caminando por la vida
sin dolerme tus llagas… ni tu cruz,
sin sentir del dolor de tu honda herida
ni de ver de tus ojos… esa luz.”
FINAL, Sarita Montoya (+)
Guadalupe
Montoya tenía 24 años de edad cuando comenzó el nuevo siglo. Había nacido en
1876, en Cerano, municipio de Yuriria, y se casó, ya grande, con Cesarita
Patiño, sencilla mujer del pueblo de Huapango, a la que le llevaba con 21 y con
quien sólo alcanzó a procrear dos hijas: María Guadalupe y Sara Montoya
Patiño... Sarita dice que vino al mundo un 15 de marzo de 19..., en la hacienda de San Antonio
(Rincón de Tamayo), cuya historia se hunde hasta los inicios del siglo XVII
cuando el pueblo se llamaba San Bartolomé y era gobernado por un señor de horca
y cuchillo de nombre Antonio Tamayo, con cuyo apellido se le denominó
posteriormente a todo este pueblo donde la agricultora y poetisa también
conoció el aire fresco del Peñón o el Peñero, el rumor del arroyo del Varal, la
trágica sonrisa del mezquite y aspiró por vez primera la fragancia de las
“huellitas de San Juan” y los “mayitos”· al escuchar, tal vez llorando, el
dulce canto del titibirrí, el gorrión, el llamahielo, el huitlacoche, el
tarengo y las demás aves habitantes de las barrancas y los llanos.
Don Guadalupe Montoya García murió a
los 88 años de edad, en 1960, legando a sus hijas el infinito amor a la tierra
que, desde pobre, él siempre cultivó y amó como a la propia vida, la cual le
había concedido el privilegio de existir en medio de algunos de los
acontecimientos más destacados de nuestra historia, a saber: el Porfiriato, la
Revolución, los Combates de Celaya, la Guerra Cristera, el Agrarismo, las dos
guerras mundiales.
La
niña hablaba demasiado, ¡uf! Por eso doña Cesarita decidió enviarla a Celaya a
los 7 años. Corría sonriente y bello el año de 1944 y Sarita fue recibida en el
colegio de las madres Guadalupanas, que entonces se hallaba en una casa de la
calle Juárez (hoy sucursal Banorte), casi esquina con Colón, y no se llamaba “Margarita”, como hoy se
nombra allí en su domicilio de la colonia Alameda. La suya fue una infancia de
sueños felices y trajecitos color de rosa, azules y amarillos, según las
circunstancias, verdes y combinados con tafetanes lilas al estilo muy peculiar
de nuestra gente. Agricultora como nadie, pero también creadora de sentidos
poemas dedicados ya a la madre naturaleza, ya a la Virgen Santísima, a Cristo,
al Papa, a la amistad o a la celebración de algún jerarca, eclesiástico o
político. Mujer que, desde aquella luminosa infancia, nunca se calló. Ha
hablado de todo y con todos, siempre en defensa de algún prójimo, sea perro,
gato, ave o ser humano. Con decir que hasta a un juez lo zarandeó de las
solapas en defensa de unos campesinos pobres de Canoas, a quienes habían echado
presos acusados de un asesinato:
“Fue cosa de un difunto, se llamaba
Abraham Mandujano Vázquez… Trinidad Patiño, que trabajaba con nosotros, lo
encontró tirado entre los surcos. El tonto fue a dar parte y no digo, que lo agarran, acusándolo de
haber sido el autor del homicidio. Y no sólo cargaron con él, se llevaron
también a Donaciano Lara Escamilla y los hermanos José y Guadalupe Paredes
Mandujano, a los que torturaron para que aceptaran el delito. Pero, gracias a
la defensa que de ellos hizo el licenciado Arturo Nieto Lámbarri, quien años
más tarde fuera alcalde de Celaya (1974-1976), se descubrió que al difunto lo
había ejecutado el amante de su mujer, en el mismo instante en que aquél lo
encontró, a ella y a él, haciendo de las
suyas... Yo sabía que eran inocentes, por eso metí abogado y alegué donde tenía
que alegar. Cuando nos enteramos de que el juez Antonio Pérez Méndez los sentenció
a 23 años de prisión, mi mamá y yo nos le fuimos a parar allí en la cárcel de
Celaya, y no digo, nos escuchó porque
nos escuchó, más a mí, que le dije hasta lo que ya no por haberlos sentenciado
injustamente gracias a la golpiza de los malditos judiciales. Me acuerdo que me
le eché encima como una fiera, gritando -para que todos me oyeran- que me
quería violar. Fue una manera de llamar la atención, para que aquel hombre
injusto entendiera que se había equivocado. El martes 11 de junio de 1963,
finalmente se conoció la noticia de que aquellos campesinos no habían cometido
ningún crimen y hasta yo salí en la foto, al lado de ellos y el licenciado
Nieto Lámbarri, dejando atrás las bartolinas de la cárcel de San Agustín. Mi
mamá, ¡la pobre!, fallecida en 1964, a los 68 años de edad -en esta misma casa
de la calle Emeteria Valencia donde vivo desde los cuarenta- se asustó mucho,
porque creyó que lo de la violación había sido cierto”.
Genio y figura, coraje y entrega
diaria, solidaridad y sencillez, además
del candoroso talento para hacer versos, como estos, cuando en la época del
alcalde Jesús Ortiz (1942-1943) fue inaugurado el puente de la Victoria, sobre
el río Laja:
El señor Jesús Ortiz,
nuestro señor presidente,
hizo a Celaya feliz,
construyéndole este puente
para que pase la gente
a comprarse su maíz.
Todos la conocen por su bondad y por
las flores de varia poesía con que a diario borda los secretos jardines de su
inspiración y de su magia. Nadie como ella para componer estrofas en honor de
Cristo Rey, el Papa, María, una flor, un tordo o alguna paloma mensajera.
Luchadora incansable, guerrera de los que menos pueden, defensora por igual de
humanos y animales, clara, directa y con una serenidad, que le arranca
preguntas a cualquiera. Cuando joven, manejó su primera trilladora marca John Deere.
Brillaban sobre las llanuras de Celaya los años cincuenta, soleados, floridos, con sus cajas de agua y aquéllos
alfalfares en los que se sentaba el día como un príncipe investido con sus
atuendos de oro. La vida era respeto y respiración de apoyo mutuo. En la ciudad
se percibían aromas de dalia y patios de ladrillo rojo, había unas fuentes con
alegorías originales en el jardín de la alameda: estatuas de bronce que alguien
“se llevó” y en su lugar colocó otras, es lo que afirma el viento. La muchacha tenía
que atravesar toda la mancha urbana, de Norte a Sur, procedente de San
Cayetano, allá por la salida a San Miguel, montada como un hombre en aquella
bestia de fierro, aspas, ruedas y un motor del tamaño de un buey grande. A
veces, en domingo; a veces a principio de semana. Pero los domingos era cuando
casi todos se fijaban en aquella rancherita blanca, con su sombrero y sus botas
de labriego, porque los domingos era cuando la sociedad celayense, dividida en
“los de arriba y los de abajo”, paseaba en el jardín, después de que en los
templos se había dicho ya la última misa. Los de arriba eran los ricos, con
derecho a caminar alrededor del jardín bajo la lluvia blanquecina con que las
urracas protestaban por las discriminaciones de este mundo; los de abajo, los
pobres, que sólo podían estar allí a los lados, pero abajo de las baquetas de
mosaicos grises sobre los que resonaban los finos zapatos de la gente bien,
casi todos jóvenes novieros, amén de presumidos.
“Y
mientras la muerte llega, ¿qué hago aquí, de floja? ¿Qué voy a hacer o qué va a
ser de mí? -ha comentado por ahí, en la crónica de todos sus prodigios, en la
realización de todas sus mañanas, en la ruta continua hacia el Infinito Bien,
del cual ella es sacerdotisa y celadora, jardinera y luz de la voluntad de
Dios-. ¿Qué diablos voy a hacer? Pues trabajar y tejer esta camisa de amor con
que me han de vestir los años cuando me bajen a la tumba. De sol a sol y de
luna a luna. De claridad a claridad, como esas estrellitas que viven en el
cielo. Desde el rosario hasta la misa de las siete, en la Merced, a cuya orden
han pertenecido ya diez frailes hijos de la familia, muchachos de Canoas o de
por allí, de donde por parte de mi mamá nosotros procedemos. A lo mejor en
algún pedacito de esas criptas algún día van a meter lo que ha de quedar de
este cuerpo mío, madrugador y alebrestado, cuando lo reduzcan a cenizas. Así me
lo propuse y así lo estoy cumpliendo: trabajar y ver por los demás como una
gallina ve por sus pollitos, como una nube de agua anda por las veredas de la
tierra. Así yo, todos los días reparto pan entre los pobres: pan de dulce y pan
de sal, a imitación del Maestro que en la montaña alimentó a más de cinco mil.
Atiendo ancianos y niños huérfanos, mientras me muero, digo, para no aburrirme
ni cansarme de darle gracias a Dios por haber nacido y ser como él quiso que
fuera: piscis, es decir alegre, sincera, cantadora, franca, parrandera,
inquieta, incansable y siempre fiel a la verdad del Evangelio”.
Recuerda, con vehemencia, el tiempo
de aguas, cuando llovía en abril y en mayo los aguaceros retumbaban como
cazuelas rotas, como comales al quebrarse pisados por un burro. Parecían trenes
descarrilándose en el cielo, ante los ataques de un poderoso ejército de nubes.
Recuerda y casi llora al volver a ver aquéllos surcos donde crecían las rosas,
junto a las más de cien hectáreas de maíz sorgo, trigo, cebada o maíz blanco,
del que en la literatura maya fue hecho el hombre, y las otras de pastizales,
monte, colinas y laderas a las que por las noches la luna descendía con su
jardín de nardos para que no estuvieran tristes los fantasmas. Recuerda a su
mamá, advirtiéndole que ya no platicara con las flores, ni se perdiera por los
arroyos hablando con el agua. Y es que, de verdad, la niña Sara sentía en su ser
el campo. Imitaba el chasquido de las rocas golpeadas por el vendaval y la
llovizna, el arrullo de las torcazas y hasta el oscuro aleteo de las lechuzas
que regresaban a la hacienda entre cinco y seis de la mañana. Sus ojos eran
grises o acaso como esas olas a la hora en que el mar sueña con una tarde
verde.
“Mientras viva hay mucho qué hacer
por los demás: sea perro fiel o niño pobre; anciano desvalido o ser enfermo. Mi
obligación es tenderle la mano a quien el Señor me ponga enfrente. Por eso,
allí voy con mis canastos de bolillos, lo mismo hacia las colonias populares
que a las comunidades de Celaya: sea San Juan de la Vega o La Moncada, Canoas o
San Miguel Octopan, Rincón de Tamayo o Roque. Se siente un cosquilleo en el
alma, el bien es como una mariposa de colores que revolotea cuando alguien lo
lleva muy adentro. Somos la jaula de los ángeles, el terreno donde el Señor
cosecha lo que sembraron nuestras obras. Somos canción y abrazo de la aurora,
fuerza del tiempo y espíritu que se levanta a la hora en que se prenden las
lamparitas del rocío. ¡Sea declarado el día del sembrador! ¡El día de los que
se levantan a la aurora!... Alguien escribió… Ya no recuerdo si fue el padre
Alberto Suárez Inda, hoy señor arzobispo de Morelia, quien me dio unas hojitas
donde leí estas frases”.
La
nostalgia por los otros tiempos, menos contaminados, sin botellas de plástico,
sin la presa Ignacio Allende que mató al río y hundió a todo Celaya en
espantosas grietas, le llegan a los ojos en indescriptibles imágenes de paz y
de armonía, que ni siquiera le hacen correr el maquillaje. Abre el estilo y
brota algún poema, como el que le hizo al 15 de agosto, día en el que los
celayenses acudían al puente del Río Laja, el antiguo Izquinapan, Río de San Miguel, a ver pasar el agua, y comer,
y reír, y divertirse hasta caer la tarde.
Texto publicado en El Sol del Bajío, Celaya, Gto.
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