EL MUNDO QUE PROHIBÍA VOLAR
-Dos cuentos de Javier Mendoza-
Javier
Alejandro Mendoza González nació en Celaya. El gusto por las letras fue
despertado en él durante la preparatoria “gracias a su querida maestra, Rita”. Por
la inquietud de plasmar ideas y sueños surgieron los primeros escritos
compartidos con las personas más cercanas.
Se integró al Taller Literario Diezmo de Palabras, donde impulsado por
los colaboradores del mismo “se ha adentrado un poco más en el maravillo
universo de la lectura y escritura”. En 2016 fue seleccionado en el programa Fondo
Editorial Guanajuato para participar con una novela que pronto será publicada.
Es
un orgullo para nuestro taller tener cada vez más compañeros participando en
proyectos de publicación de novela, cuento y poesía con reconocimiento a su
esfuerzo y dedicación por parte de editoriales de nuestro estado y de otros
lugares de México y España.
Aquí
nos comparte Javier dos textos sobre grandes valores humanos. Que los
disfruten. Vale.
Julio
Edgar Méndez
EL
MUNDO QUE PROHIBÍA VOLAR
Javier
Mendoza
El
futuro llegó. Luego de guerras y
manifestaciones; de inventos y catástrofes que por poco le dan fin al planeta,
la paz fue impuesta por los triunfadores.
Todo aparentaba ser perfecto dentro
de un largo periodo de civilidad, evolución y gran opresión. Las metrópolis eran limpias y silenciosas;
sobrepobladas, sí, pero con enormes rascacielos que albergaban cualquier manifestación
posible de vida.
Para desgracia de las mentes sin
límites, el costo de la distopía que se disfrutaba era la mutilación de todo
tipo de alas que permitieran volar más allá de las fronteras previamente
marcadas. Los satisfactores necesarios a
cambio de la libertad eran el pacto inquebrantable.
La diferencia entre persona y
persona se volvió casi nula. El pelo
corto, uniforme oscuro, estatura promedio y no más de cincuenta años de
vida. Todos eran tan iguales. Como una especie de androides, hombres y
mujeres habían perdido su individualidad y hasta la calidad de ser humano.
Desde su nacimiento, todo miembro de
la clase trabajadora contaba con una clave de identificación. En principio el nombre fue opcional, luego se
convirtió en algo inusual. De acuerdo a
las cualidades de cada individuo, en su niñez, un inapelable deber le era
impuesto por un órgano especializado del Gobierno. La tarea otorgada, sin opción al cambio,
sería realizada hasta el fin de la vida productiva de un esclavo sin capacidad
de pensar o cuestionar. El uso de las
facultades mentales era un privilegio de la élite al mando.
La rutina para el resto de la
población transcurría en forma tediosa e inalterable. Cada día era una pesada eternidad.
Cualquier sacrificio de los miembros
de las categorías inferiores, incluso la aniquilación de sus emociones, era
justificado para mantener en buena marcha la civilización soñada.
Por ser la perfección un objetivo
imposible de alcanzar, en ésta, como en todas las creaciones, las fallas no
atendidas ponían en riesgo el buen funcionamiento de las nuevas sociedades.
El mayor problema para el Sistema
seguía siendo esa chispa indestructible que le da fuerza a la vida de todo ser
humano. Pese al duro adoctrinamiento y
las efectivas técnicas de persuasión iniciadas desde la concepción y
continuadas sin interrupción todos los días, aún quedaban individuos, llamados
rebeldes, en los que no se lograba el control total de su cerebro; un cáncer
que se tenía que eliminar antes que pudiera infectar a otros miembros idóneos.
Luego de una larga cifra que
designaba su fecha y distrito de nacimiento, así como su sexo y condición, MR17
era la clave que identificaba a un joven que sobresalía de los demás, cualidad
que ni la más avanzada sociedad puede perdonar.
Vigilancia ya tenía registrado, que con una frecuencia inusual, el
sujeto en la mira cuestionaba su rol y las estrictas reglas impuestas. Su comportamiento era considerado peligroso
para un régimen tan estricto. Parecía
que MR17 estaba más vivo que los demás.
El mayor acto de rebeldía del
espécimen marcado era el de intentar salirse de sus esquemas, con el deseo de
sentir un concepto que no existía en el vocabulario, pero que por ser inherente
al ser humano, lo ansiaba con fuerza desde el interior: la libertad.
Al elevar la vista más arriba de los
noventa grados que le estaban permitidos descubría un cielo claro e infinito,
en el que anhelaba extender unas alas imaginarias y volar más allá de las
altísimas murallas, que al proteger la urbe, lo aprisionaban. ¡Qué bella sensación!
Para su desgracia, en un mundo que
prohibía volar, soñar era un acto peligroso.
Un
día nublado, que impedía cualquier travesía por el firmamento, MR17 fue
sustraído de una inmensa fila de individuos grises, que con un paso monótono se
perdía entre un laberinto geométrico de cemento, hierro y cristal. Antes de alcanzar el punto de siempre, donde,
como siempre, sin ninguna expresión llevaría a cabo su tedioso deber, el
miembro indómito fue tomado a la fuerza por un comando encargado del orden.
Sin
ninguna explicación de por medio, y ante la nula reacción del resto de la
población, fue llevado ante un jurado, que sin otorgar derecho a la defensa
analizó al elemento que causaba tanta incomodidad. Científicos, políticos y militares revisaron
todos los esquemas en busca de la falla que influyó en el despertar de
MR17. Para evitar otra sublevación se
revisarían y reforzarían los métodos de inducción, incluso la lista de
alimentos permitidos, esos que, invadidos de sustancias químicas, mantenían en
perfecto estado el cuerpo y destruían la razón.
Para
alguien tan diferente como el individuo en cuestión sólo había dos opciones: la
aniquilación inmediata o ser objeto de estudio.
Luego de largas horas de interrogatorios, exámenes y debates, la
sentencia inapelable fue dictada.
Desde
entonces, aislado en una fría celda de laboratorio, el cuerpo de un hombre
permanentemente vigilado fue sobajado a un bulto que recibía todo tipo de
experimentos que lo dejaban débil y cansado.
El objetivo, casi logrado, era la destrucción de las innatas
aspiraciones de independencia, derechos y justicia. Sin embargo, la fuerza interna del ser humano
es tan grande, que sólo la vence la muerte.
Mientras ésta no llegara, MR17 tenía
esperanza.
Atado
de pies y manos levantaba su mirada.
Pese al cansancio llenaba de aire sus pulmones. Entonces nada borraba la sonrisa en su
mirada, y con el infinito poder de la imaginación, en un mundo que prohibía
volar extendía sus inmensas alas para surcar el firmamento en plena
libertad.
AGUA
PARA LOS PERRITOS
-Siempre
he creído que son ángeles con cuatro patitas-
Javier
Mendoza.
El
milagro inició hace varias semanas, cuando un perrito comenzó a deambular por
la calle donde vivo. El animal, de
mediana estatura, pelo corto y castaño, recorría la acera en busca de comida. Estaba tan débil y flaco que sus huesos se
podían contar, pero eso no era lo peor.
La tristeza se notaba en su mirada.
Caminaba lento y encorvado, con la cola entre las patas y las orejas
para atrás. Era fácil adivinar que no
sabía lo que era una caricia.
Sin otorgarle ninguna oportunidad,
las opiniones en su contra no se hicieron esperar. Con cierto enfado se escuchó entre los
vecinos: “¡Va a morder a alguien!”, “¡deberían llamar a la perrera!”, “¡seguro
está enfermo!” Acostumbrado al odio, el
pobrecito únicamente buscaba un lugar donde refugiarse del sol, la lluvia y el
viento; de un mundo que lo rechazaba o lo ignoraba, tan sólo por no contar con
un hogar. Él no comprendía que los
crueles humanos que lo condenaban, fueron los mismos que lo colocaron en tan
desfavorable situación.
Cansado
de recorrer la ciudad sin un bocado ni un cariño, el vagabundo dormía a la
orilla de la banqueta, o si tenía suerte, bajo alguna camioneta que le diera un
poco de cobijo, aunque su pelo terminara manchado de aceite.
La triste escena, que a diario se
repite infinidad de veces en cada uno de esos inocentes arrojados a la
intemperie logró tocar el corazón de una mujer.
Una vecina sin grandes recursos, pero de buenos sentimientos, colocó un
recipiente con agua junto a la puerta de su casa. El perrito tenía mucha sed, tanta, como su
necesidad de ser querido. Pese al miedo
a recibir una patada más o a ser corrido del lugar con aspavientos y hasta
pedradas, se acercó para beber en el traste.
Contagiada por el buen ejemplo de
aquella vecina, otra señora colocó un poco de alimento junto al cubo. Una vez más surgieron los rumores: “¡Si le
siguen dando de comer no se irá!”, “¡luego van a llegar otros!”, “¡nos vamos a
llenar de perros corrientes!”
A los pocos días el invierno
adelantó algo de su crudeza con una noche fría.
Influenciados por las buenas acciones, una persona puso un trozo de
cartón en el suelo, y otra más, una pequeña cobija, para que se acurrucara la
mascota del barrio. Lo mejor fue cuando
un joven matrimonio abrió la puerta de su casa y dejó entrar al desprotegido
amigo que tan nobles sentimientos logró despertar.
Sin
mucho ingenio, el animalito recibió el nombre de Boby. Sin importar como se referían a él, recuperó
peso y el brillo en su mirada. Luciendo
una nueva apariencia, ahora lo veo pasear al lado de su nueva familia. Su colita no deja de moverse, creo, que
agradeciendo con tan bello gesto, lo que era su derecho y necesidad.
La presencia de Boby en la colonia
no trajo ni mordidas ni enfermedades, en cambio sí, un poco de humanidad. Los vecinos involucrados en su salvación se
saludan y se dan una sonrisa, todo debido al ángel que vagaba por las calles en
busca de buenos corazones.
Es lamentable ver cuántos perros
sobreviven en completa desprotección, pero con lo ocurrido a Boby aún queda la
esperanza de que los seres humanos les den ayuda. ¿Y por qué no? Si hoy iniciamos con agua para los perritos,
tal vez mañana podría ser la mano para un hermano en desgracia.
*Textos publicados en El Sol del Bajío, Celaya, Gto.
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