domingo, 28 de febrero de 2016

SUCEDIÓ A ORILLAS DEL MAR


SUCEDIÓ A ORILLAS DEL MAR
-La narrativa de Javier Mendoza-

“Necesito del mar porque me enseña:
no sé si aprendo música o conciencia:
no sé si es ola sola o ser profundo
o sólo ronca voz o deslumbrante
suposición de peces y navios”.
Pablo Neruda, El mar

Javier Alejandro Mendoza González nació en Celaya, dentro de una familia humilde y numerosa.  Pese a obstáculos económicos acreditó sus estudios profesionales en la Universidad del Centro del Bajío.  Aunque su verdadera pasión ha sido  el deporte y la lectura.  El gusto por las letras fue despertado en él durante la preparatoria “gracias a su querida maestra Rita”, para tener en el realismo mágico su género favorito.  “Cien años de soledad”, del maestro García Márquez, fue el libro que marcó su vida y lo inició en la lectura.
Por la inquietud de plasmar ideas y sueños surgieron los primeros escritos compartidos con las personas más cercanas.  A invitación de su buen amigo,  Eduardo Vázquez,  se integró al Taller Literario Diezmo de Palabras, donde impulsado por los colaboradores del mismo “se ha adentrado un poco más en el maravillo universo de la lectura y escritura”.
Ha desarrollado su propia “voz” con un estilo ameno, de agradable lectura, propuestas originales sobre temas consentidos y sobre todo, con muchas ganas de que el lector disfrute una buena historia bien contada. Vale.


ROSAS EN EL MAR
Javier Mendoza

Como de costumbre, entre la brisa y el volar de gaviotas, la voluptuosa figura de Rosa se abría paso, mientras sus pequeños pies se enterraban entre la inestable y cálida arena; refrescados constantemente con el resto de las olas que acariciaban la playa.  Con su pelo suelto jalado por el aire, sin esfuerzo cargaba un pequeño canasto con fragantes flores.  Margaritas para ser deshojadas, diademas de buganvilias, tocados para el pelo y ramos de rosas que declararan amor, eran ofrecidos con un lindo gesto a los paseantes que jugaban entre la espuma del agua, así como a los muchos marineros que desembarcaban en el ruidoso puerto.
Con su cara coqueta y una sonrisa de ángel, por unas cuantas monedas Rosa colocaba entre su clientela, collares de coloridos pétalos y pulseras que se marchitaban con el alba.  Nadie era capaz de resistir a sus encantos de niña y sus formas de mujer.  Un alto y fuerte marinero, que en lo ancho de su brazo presumía un ancla tatuada, no fue la excepción, por lo que al tocar tierra quedó cautivado por aquella morena que reinaba entre las flores y el mar.  En total correspondencia, la joven reconoció en los latidos de su corazón, que el hombre que acababa de llegar sería el dueño de su vida.  Haciendo cierta la mítica creencia del amor a primera vista, con seguridad el marinero se acercó a ella y tomando del canasto aquel una corona florida, la hizo su reina.
La tarde se consumió entre risas y charla; la noche fue un momento de fantasía en una playa desolada, caminado sin un fin mientras eran bañados por la luz de la luna.  Ya para la madrugada sólo fueron ellos dos, el mundo había quedado afuera de una palapa en donde los besos y caricias suplicaron que el tiempo se detuviera, para hacer de un segundo algo infinito.  Fue un deseo no cumplido, pues inevitablemente el amanecer llegó y con ello el marinero tuvo que partir.  No lo hizo sin antes abrazar con cariño a la rosa del mar, prometiendo volver.  La verdad se sentía en sus palabras y el amor en la mirada.  Sin poder detener sus lágrimas o la partida, Rosa juró esperarlo.  En ese puerto que fue testigo de su pasión aguardaría, siempre fiel, siempre hermosa.

Desde aquel día cuando se quedó sola, la muchacha de las flores se colocaba a la orilla de la playa y tomando un ramo de rosas lo estrechaba con ternura, para impregnarlo con su aroma, mientras que con un susurro decía: “Vayan con él y díganle que lo estoy esperando.  Díganle que soy su Rosa.  Díganle que sigo hermosa”.  Luego abría sus brazos para que las flores cayeran al agua salada y en todas direcciones buscaran a quien juró volver.
Las rosas en el mar se convirtieron en un signo del puerto, pues pasaron los días, pero el marinero esperado no volvió.  De él sólo estaba su promesa y el recuerdo.  Las semanas se hicieron meses, con la chica enamorada en espera y las flores a la deriva.  Firme en sus sentimientos, no hubo ocasión en la que Rosa faltara a la playa, tampoco en la que, cautivados por su belleza, los hombres y sus reinos no se pusieran a sus pies, sin embargo ella reservaba su cuerpo y alma para aquel que tenía que volver.

Así pasaron muchos años, con sus guerras y tormentas, pero el navegante no regresó.  Quizás estaba atrapado en alguna marejada o entre los brazos de otra mujer, si es que seguía vivo, si es que vivió alguna vez.  Pese a los insoportables gritos de la razón, sin falta alguna, todos los días una vieja lenta y marchita arrojaba un puñado de rosas al mar.  La gente decía que estaba loca porque aún aguardaba a quien nunca volvió; porque en secreto le hablaba a las flores, diciéndoles siempre lo mismo: que seguía esperando, que seguía hermosa.

Y sucedió que esas olas, que como manos del destino, sin descanso llevan y traen, cierta mañana acercaron un pequeño navío a la costa, para que de él desembarcara un débil marinero, que escondía en su brazo, ya flácido y seco, los restos de un tatuaje.  Pese a la distancia y una nube en sus ojos, sin ninguna duda, Rosa lo reconoció.  Era aquel de quien por unas horas fue reina y corcel.  Al verlo en su realidad, tuvo que aceptar que el insensible tiempo había hecho estragos en él y en ella.  Mientras que con asombro veía sus propias manos y tocaba su piel, la vergüenza hizo que bajara la mirada, pues sus mejillas estaban arrugadas y las extremidades huesudas y pecosas; ya no eran aquéllas lozanas que con tanto amor lo acariciaron.
Sin dar tiempo a más reacciones, el marinero se colocó frente a ella y con una pregunta hizo que la mujer levantara la mirada: “¿Tú eres mi reina?, me lo han dicho las rosas en el mar”.  En respuesta, la anciana dijo a media voz: “Se equivoca, señor, aquella a la que busca es una flor leal y hermosa, que no sé a dónde se fue; yo sólo soy una vieja loca que le habla a las rosas”. Y dando media vuelta, lentamente se retiró, creyendo que sus palabras confundieron al hombre que una vez tanto la amó.
Con sólo dos pasos, él la alcanzó y formando una sonrisa de cariño preguntó: “Si usted no es aquella joven que me aguardaba, ¿no podría ser la compañera para el resto de mi vida?”, para luego ofrecer su brazo como bastón, que al ser aceptado borró toda vergüenza dejada por el devastador paso de los años.  Con la calma de su edad, un par de ancianos se fue caminando rumbo a un nuevo horizonte.  Concluida la espera no hubo más rosas en el mar, sólo en las sienes de una mujer que por fidelidad y paciencia volvió a ser tratada como toda una reina.



ALMA, VIDA Y CORAZÓN
Javier Mendoza

En aquel tiempo el pueblo costero se conmocionó con los supuestos avistamientos de una sirena en sus playas.  El sobresalto fue entendible, pues alrededor de los mares se hablaba de esas creaturas de perfecto torso femenino, cara angelical y pelo largo y sedoso, pero vanas en su interior.  Su canto era muy temido por los marineros, pues era bello y seductor, o tan perturbador, que reventaba los tímpanos y acababa con la razón, pero invariablemente encantaba y atraía a los hombres, para que los malvados seres del mar satisficieran su lujuria con ellos o devoraran a trozos su carne.  Pese a todo, lo más temido de ellas eran sus besos, pues según afirmaban las antiguas leyendas, robaban el alma, para darles vida a las reinas del océano, y el poder de transformarse a su antojo en mujeres completas.
En la pequeña iglesia del poblado colaboraba Armando, un seminarista noble y dedicado, que sin tomar en cuenta las habladurías gustaba de ver el rojo atardecer sentado entre la fina arena de la playa.  Bajo la sotana, aquel joven era un verdadero santo con rostro griego y cuerpo de inmortal.  Los latidos de su corazón eran tan puros, que retumbaban en lo profundo del mar.  Atraída por ellos, de la espuma emergió una hermosa sirena, que sigilosa se acercó hasta colocarse junto a aquel hombre, para quedar encantada ante quien evidentemente no era como el resto de los humanos.  En correspondencia, él también se mostró asombrado con el inesperado encuentro, aunque arriesgando la vida, no huyó.  Entonces, con una sonrisa subyugante y esa malicia que caracterizaba a su especie, la hibrida dama, que presumía una larga cola de pez, llena de escamas brillantes y coloridas, preguntó: “¿Acaso no me temes?”  Armando la miró con ternura y compasión, para contestar extasiado, pero sin miedo: “Alguien tan bella como tú no puede ser del mal”.  La sirena quedó complacida con la valiente reacción del caballero, por lo que postergó sus planes de saciar deseos y apetito.
El día siguiente la historia se repitió.  Una vez que la sirena brotó de las profundidades y estuvo junto al seminarista, sin dejar su astucia cuestionó: “¿No tienes miedo a ser devorado o a que mi canto acabe con tu razón?”  Destruyendo las malas intenciones con lo más leve de una sonrisa, Armando respondió: “De quererlo, lo hubieras hecho ya.  Ahora dime tú, ¿a qué le temes, si se dice que no hay nada en tu interior?, ¿a enamorarte?”  Ella no dijo palabra y recibiendo en el rostro la brisa, contempló junto al joven, el momento en el que, muy dispuesto a descansar, el sol se ocultaba al final del horizonte.
Haciendo de ello una rutina placentera, dos seres de mundos distintos se reunían en el ocaso, para compartir los últimos rayos de luz y los primeros días de su amor.  En tan inusual idilio había tiernas miradas y si acaso un tibio beso en la mejilla.  No podía haber más, ya que el contacto de sus labios era un peligro latente.  Aludiendo a ello, la sirena preguntaba: “¿Qué pasaría si con uno de mis besos te arrebato el alma?”  Muy seguro de sus palabras, Armando respondía: “No puedes apoderarte de ella, pues le pertenece a Dios.  En cambio ya te has robado mi corazón”.
Sin tomar en cuenta miedos o tabúes, dos siluetas se confundían entre las sombras del atardecer.  En tan ideales momentos, la mirada de los enamorados sólo era puesta en quien estaba a su lado, y en el sol, que ante tan bella muestra de cariño parecía derrumbarse lentamente, hasta fundirse con las aguas del inmenso mar.  Sin embargo, otros ojos estaban atentos y vigilantes a lo que ocurría en la vida ajena; eran aquellos de la gente prejuiciosa, entrometida y cobarde, que al descubrir la constante presencia de la sirena en la costa (quien por el sólo hecho de ser diferente a ellos causaba miedo, escandalo y envidia), conspiraba acabar con tan mal afamada creatura; esa que con sus encantos seducía a un hombre bueno, pero prohibido, ya que el supuesto fin de Armando era la consagración, por lo que no debía pensar en una pareja, ni sobre la tierra ni bajo los océanos.
Para terminar con la felicidad de otros se formó una turba, que oculta aguardó con cautela el instante en que los clandestinos amantes derritieran la arena con su calor.  Entonces, de mil escondrijos salieron los cazadores armados con machetes, antorchas y escopetas.  Desde lejos, varios disparos intentaron hacer daño, hasta que uno lo logró al alojarse en el pecho de la sirena.  Al verla herida de muerte y temiendo que fueran los últimos suspiros de su enamorada, sin perder ni un segundo, Armando intentó besarla en la boca, pero con estas palabras, ella sutilmente lo rechazó: “¡No!  No debes.  Además dijiste que tu alma era de un dios”.  Sin miedo al sacrificio, él le respondió: “Ahora también será tuya.  ¡Tómala y déjame vivir en ti!”  Con el deseo, no de apoderarse del espíritu del muchacho, más bien para disfrutar, aunque fuera por única vez de su dulce cariño, la dama del mar aceptó unir su boca a la de su compañero.  Luego de compartir un beso reparador, ya sanada de su herida y llena de vida, la sirena salió huyendo con rapidez, hasta perderse entre las aguas, donde sus lágrimas de dolor se hicieron sal; muerto sobre la playa quedó tendido el seminarista, ante docenas de testigos, que arrepentidos y avergonzados de su hecho, presenciaron lo que son capaces de hacer aquellos que se aman de verdad.


Desde aquel día, tan pronto cae el atardecer, la gente del pueblo se resguarda en sus casas, hasta dejar las calles desoladas, pues en ese momento, cubierta por un largo velo hecho de algas, una mujer emerge del mar, y sin levantar su triste mirada se dirige a la tumba de Armando.  Ahí, con un canto angelical, pero triste y pausado, glorifica al hombre que por amor le dio alma, vida y corazón.

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*One of the iron men of the Antony Gormley sculpture Another Place located on Crosby beach

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