domingo, 26 de febrero de 2017

LOS PROVEEDORES


LOS PROVEEDORES
-Una historia de amor y respeto-

“Así pasa cuando sucede”
El filósofo de Güémez

Felipe De la Torre

Leonardo llegó a su casa, bajó del auto y lentamente introdujo la llave en la cerradura de la puerta. Al escuchar el ruido, Rosa Isela, su mujer, se levantó del asiento, se acomodó el pelo y se limpió el sudor. Su compadre, Aldo, agarró su playera y con el torso desnudo corrió a la cocina, se hincó debajo del fregadero y empezó a aflojar una llave de paso.
            —Se me olvidó mi laptop y allí tengo los exámenes de mis alumnos. ¿Qué tienes? ¿Por qué estas sudando y tan agitada? ¿Estás enferma? -preguntó Leonardo.
            —No, mi amor, estaba…
            —¿Qué es ese ruido que se oye en la cocina?
            —Es el compadre, Aldo -respiró fuerte y se acomodó la falda- ¿no te acuerdas que iba a venir a arreglar el fregadero?
            —Pero, ¿qué no lo había arreglado la semana pasada?
            —No, ése fue el lavabo del baño.
            —Bueno, ha de ser eso, ya me voy, ya se me hizo tardísimo.
            —¿No quieres un juguito?
            —No ya me voy, salúdame a mi compadre.
            —Yo te lo saludo –dijo, limpiándose el sudor y haciéndose una cola de caballo en el pelo- ¿no me das un besito?
            Leonardo se acercó a su mujer, le dio el beso y salió corriendo. Al subir a su auto se sintió incomodo por las miradas retadoras de las vecinas, quienes como moscas se juntaban frente a su casa. Cuando pasó frente de ellas, alcanzó a escuchar el murmullo “está re guey, yo pensé que los iba a matar, ¿hasta cuando se dará cuenta?, ha de ser joto”.
            Pasaron unos días y Leonardo regresaba a su casa más temprano. Las clases se suspendieron a consecuencia de una junta sindical. Leonardo era un catedrático ejemplar y estaba acostumbrado a cumplir sus horarios de siete de la mañana a cuatro de la tarde. Ahora con estos cortes de clases le atrasaban sus proyectos.  Avanzaba manejando su carro por la avenida México-Japón, quiso detenerse en un supermercado para hacer unas compras aprovechando el tiempo que le sobraba, pero decidió mejor llegar a su casa. Se adentró en la colonia Los Naranjos hasta llegar a su domicilio. Todavía no apagaba el motor, cuando doña Pánfila salió de su tienda y varias vecinas se acercaron con una mirada fría y enojada. Leonardo introdujo la llave en la cerradura y al entrar, encontró a Rosa Isela recargada en el loveseat limpiándose el sudor y con una bata sobrepuesta, por la sorpresa no se dio cuenta de que no se alcanzó a tapar uno de los senos rositas y con el pezón hinchado.
            —Tápate -le dijo su esposo, mientras guardaba su portafolios y, con la mirada furiosa, retaba al apuesto joven que se encontraba sentado frente a su cónyuge. Rosa Isela se ajustó la bata y siguió a su marido.
            —¿Sí te acuerdas que nos iban a leer la biblia?
            —No lo recuerdo.
            —Mira, ven -cariñosamente lo tomó de la mano y se sentaron frente al joven. Rosa Isela le hacía gestos y la mirada la clavaba en el cierre del pantalón; el joven disimuladamente se lo subió y retomó la biblia.
            —Dad de beber al sediento, dad de comer al hambriento y amor a la prójima, dice la palabra de Dios.
            Leonardo no le ponía atención a las palabras del Aleluyo, él estaba pensando en el proyecto de sus alumnos y un poco le taladraban los rumores de las vecinas, que aseguraban que su mujer lo engañaba.
            El Aleluyo cerró su biblia y se ajustó el cinturón, se relamió el pelo y salió de la casa.
            Rosa Isela subía las escaleras cuando oyó el grito de su marido.
            —¿¡A dónde vas!?
            —Voy bañarme.
            —Ahorita no es hora de bañarse, quiero hablar contigo.
            —Ya voy -bajó las escaleras contoneándose como una gata ronroneando y tímidamente se metió entre los brazos de su marido, quien la esperaba sentado.
            —¿Por qué siempre te encuentro con hombres en la casa? ¿Qué acaso me engañas?
            —Son proveedores que vienen a hacer arreglos a la casa, como mi compadre Aldo. Son diferentes hombres, si tuviera un amante sería un solo hombre. Además, a mí no me gusta salir de la casa por las viejas chismosas que tenemos por vecinas. Pero si me tienes desconfianza -llorando prosiguió- instala cámaras.
            —No es necesario, mi amor, yo confío en ti.
            —¿No te quieres bañar conmigo?
            —Ahorita no, mejor después. Si quieres, tú báñate, estoy haciendo el proyecto de los jóvenes que van a concursar en Japón.
            Leonardo presentía que su mujer lo engañaba, pero no lo podía creer, porque ella era una dama que siempre lo quiso. Un día, en la escuela, le contó las cosas a su amigo Carlos, un compañero docente quien ya llevaba tres divorcios.
            —Yo siento que tu mujer te engaña -le dijo el ingeniero Carlos- así me pasó a mí. Yo me las madreaba y hasta les quise poner un cinturón de castidad, pero todas me mandaron a la chingada.
            Leonardo era un profesor emérito por su talento en Mecatrónica y Robótica. Estuvo pensando todo el día en el cinturón de castidad.
            Al llegar a su casa iba ensimismado en sus pensamientos, entró en la tienda de doña Pánfila y se tomó un refresco.
            —Usted es un hombre muy bueno y no se merece lo que le hace su esposa.
            —¿Qué hace? -contestó al momento en que ya había diez vecinas rodeándolo.
            —Aunque me deje de hablar toda la vida, yo le digo que su esposa lo engaña, y no con uno sino con muchos hombres.
            —Sí, es cierto -en coro contestaron las otras vecinas.
            —Pero ¿ustedes la han visto? -replicó Leonardo.
            —Eso es lo que nos da más coraje, que mete a los hombres, pone música bien cachonda y ella les baila –dijo doña Pánfila, quien levantándose sus enaguas y su mandil, entrelazó sus piernas en el palo de la escoba que traía para enseñarle como se movía en el tubo- y cuando se empiezan a besar, cierra las cortinas y ya no vemos nada. Sólo se oyen gritos y pujidos ¿verdad, muchachas?
            —Eso es lo que más coraje nos da, que ya no nos deja ver -gritó una vecina embarazada, que cargaba un niño y traía dos en la otra mano sujetados como trenecitos.
            Leonardo pagó el refresco y de lejos vio al tortillero, quien salía de su hogar y al intentar prender la moto se le atoraron los calzones en el arranque, porque con las carreras se los puso en una sola pierna. Leonardo entró a su casa, le dio un beso a su mujer, se fue a la parte de atrás y se metió en su taller particular. Allí se encerró toda la tarde y parte de la noche. Pasaron semanas, emulando a José Arcadio Buendía, quien no salió del cuarto hasta que descubrió que la tierra era redonda y que Macondo no estaba en la orilla del mundo. Cuando terminó el experimento, Leonardo, sentado en el asiento de la sala, le dijo a su esposa:
            —Quiero hablar muy seriamente contigo.
            —Lo que tú digas, mi amor –dijo, subiéndose arriba de él con las piernas abiertas- ¿para qué soy buena?
            —Siéntate a mi lado.
            —Está bien, mi amor -acomodándose el pelo negro y con rayitos morados y mirándolo fijamente con sus ojos color violeta- ¿de qué se trata?
            —No sé cómo decirlo… lo que dice la gente que aquí entran muchos hombres cuando no estoy.
            —Ya lo discutimos mi amor, aquí sólo entran proveedores, aquí no entra gente extraña.
            —Pero la gente ha dicho que se oyen gritos y pujidos y que cierras las cortinas.
            —Ay, mi amor, ¿le vas a hacer caso a la gente?
            —No, yo creo en ti, pero ya me metieron la duda, por eso he pensado en colocarte un cinturón de castidad.
            —No chingues, mejor vamos a separarnos.
            —Pero no es un cinturón como los que usaban en el renacimiento, éste es muy moderno. Es más chiquito que un dispositivo anticonceptivo. Mira, ven, vamos al taller para que lo veas.
            —Nada más porque te amo y para taparle la boca a la gente, ¿cómo funciona?
            — Es sencillo. Este pequeño microchip te lo voy a implantar junto a la T de cobre que tienes, va a ser como una máquina registradora. Va a contar las veces que te penetro.  Cuando acabemos de hacer el amor, yo, con mi celular, voy a capturar el número de metidas y cuando regrese de trabajar te checo con mi cel que tiene un lector láser, como el de los ultrasonidos.
            —Esto es humillante, pero por todo el amor que te tengo y para callarle la boca a esa gente chismosa, acepto.
            Rosa Isela se acostó en el sofá, puso una pierna brincando el respaldo y la otra le llegaba al piso. Con los dedos de las manos se hizo a un lado el vello púbico y abrió sus labios inferiores. Leonardo empezó a acariciarlos con su dedo grande para que se dilataran. Rosa Isela cerraba los ojos y se mojaba los labios con la lengua, en tanto Leonardo le metía el microchip y se lo colocaba con un micro ganchito en la T de cobre. Cuando sacó el dedo se desabrocho el pantalón. Rosa Isela sintió la penetración. Al estar a punto de llegar al orgasmo Leonardo se paró rápidamente, tomó su celular y lo pasó sobre su piel a la altura del microchip. El aparato tomó la lectura como las cajeras de un centro comercial. Para la alegría de Leonardo en la pantalla apareció el número 22. Después le indico que se pusiera de chivito en precipicio. Se subió otra vez y estuvo menos tiempo y se salió, con el fastidio de su mujer. El celular marcó 32, lo metió otra vez y marcó 37.
            —Sí funciona, mi amor -le dio un beso en la mejilla, agarró su celular y se fue a dormir, sin escuchar el rompedero de platos que hizo su mujer, insatisfecha y enfurecida.
            A la mañana siguiente Leonardo llegó muy feliz su trabajo, platicaba con su amigo Juan Carlos de su invento formidable:
            —Ya estoy tranquilo porque aquí traigo la cuenta de lo que hace mi mujer.
            Leonardo estaba dando su última clase del día.  Mientras sus alumnos copiaban su tarea, él revisaba su celular y pensaba en su esposa. Mientras tanto, en su casa, Rosa Isela también se apuraba. Desnuda y como vocalista de mariachi, cantaba:
            — Me encanta masturbar adolescentes, que me la metan por atrás, por la boca, por las orejas, entre los senos, por los hoyitos de la nariz, por las comisuras de mis codos y rodillas; menos por la vagina, porque respeto a mi esposo.
            Terminó de atenderlos y Rosa Isela se quedó dormida sobre el sofá. Cuando llegó Leonardo iba saliendo el Aleluyo, el tortillero y el de la basura; el que vende tamales, el taxista, Lucy la lesbiana, dos estudiantes de secundaria, un vieneviene, un Síndico del Ayuntamiento, un alumno del Conservatorio de música y el Párroco de la Iglesia de colonia.
            Leonardo les dijo adiós a los proveedores. Al entrar, aprovechando la desnudez de su mujer y lo cansada que estaba, la volteó boca arriba, le limpió su piel batida y pegostiosa. Intrigado y nervioso, le pasó el celular sobre su piel, donde felizmente aparecieron las 37 metidas.
            —Mi gran amor está bien cansada del trabajo de la casa, pinche gente chismosa.
            Le dio un beso en la frente y la dejó dormir.


*Texto publicado en El Sol del Bajío, Celaya, Gto.

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