domingo, 5 de febrero de 2017

AL PETER PAN QUE TODOS LLEVAMOS DENTRO


AL PETER PAN QUE TODOS LLEVAMOS DENTRO

—Pan, ¿quién y qué eres?— exclamó roncamente.
—Soy la juventud, soy la alegría —respondió Peter por decir algo—, soy un pajarillo recién salido del huevo.”
Peter Pan, J.M. Barrie.

++++++++++++++++++++++++++++++++

CAMPANITA
Víctor Hugo Pérez Nieto

El barrio siempre fue el mismo en aquella ciudad calurosa que tenía un puerto de altura; sus casas construidas de madera con techos de zinc le daban el toque a la colonia de pescadores que así había permanecido, inalterada, desde que la comenzaron a construir con los tablones de naufragios virreinales. Pero un día algo cambió: se mudó a la casa de al lado Efraín, quien venía de la capital.
Él era algo inusual, reservado igual a los niños de tierras altas, nada mal hablado como nosotros los costeños, que, a pesar de que sólo teníamos diez años y usábamos aún pantalón corto, heredamos la lengua de los marineros (todos éramos hijos o nietos de alguno). Él, en cambio, parecía una especie de autista índigo o lo que los psiquiatras calificaban como idiot savant. Su familia no se dedicaba a la mar: prestaban dinero a rédito. Aunque ya era un poco grande para ello, a Efraín le encantaban los globos de helio, jugar a las canicas, volar aviones de poliestireno expandido; pero tenía una peculiaridad: Campanita. Por lo regular los amigos imaginarios desaparecen antes de los seis años, luego de esa edad le llevan a uno con el loquero si continúa viendo tulpas. El caso es que Campanita lo secundaba siempre. Si jugábamos a las escondidillas ella le revelaba nuestras guaridas, en las cascaritas de futbol le metía el pie al portero. Seguido entablábamos batallas samuráis con nuestras catanas de hule sobre caballitos de palo, protegidos bajo caparazones de fichas entretejidas con cáñamo; si alguien del ejército contrario quería darle un sopapo a Efraín, seguro acababa con el ojo color cinabrio sin que él moviera un dedo. Aunque fuera de eso y uno que otro moretón, todos finalizábamos las guerras intactos.
En verdad que ese chico taciturno se dio a querer, sobre todo por mí. Nos hicimos inseparables cuando descubrí que aunque parecía bobalicón, por dentro era un verdadero guerrero oriental con armadura.
Dicen los psicólogos que los niños aprenden patrones familiares nocivos y los repiten de adultos formando hogares disfuncionales. Pues bien, seguramente al papá de Efraín lo golpearon mucho de pequeño y por eso él le pegaba seguido a la mamá, hasta que un día le puso también un tunda al hijo tan despiadada que le rompió la pierna. La mujer no soportó más y de madrugada se escapó con mi mejor amigo -todavía escayolado- en brazos. Salieron tan de prisa que no se llevaron más que las ropas que portaban, olvidaron incluso sus sueños; el chico, por ejemplo, pareció renunciar a su amiga imaginaria. Jamás regresaron.

Creía que Efraín dejó a Campanita para que cuidara de su padre, a pesar de todo, pues éste se quedó habitando con ella la casa de al lado algunos meses hasta que una tarde comenzó a oler feo. Encontraron al señor muerto de tristeza o arrepentimiento, qué iba yo a saber a esa edad, aunque algunos dijeron que lo habían ultimado deudores. Nadie conoció la verdad porque ya estaba muy descompuesto el cuerpo cuando le hicieron la necropsia.
Al ver desposeída a Campanita la convidé a vivir en mi casa. Fuimos cófrades inseparables por cinco años más; platicábamos a solas del colegio, del futbol, de las indómitas ganas que me embargaban por dejar de usar pantaloncillos cortos e irme a recorrer el mundo… ¡sí!, ¡soñaba ser Marco Polo y algún día reunirme con Efraín en Manchuria!, cosas de niños.
Pero un esplendor me empezó a excitar muy de repente. De pronto dejé de verla a través los ojos de un imberbe y le encontré cosas en las cuales no había reparado: el color de su rostro era el de una flor bajo el rocío. Con su minifalda, sus piernitas bien torneadas y los pechos de jarrones helenos sentí el calor de la pasión.
<>, me dijo Efraín antes de irse, un día que yo temblaba de miedo con los relámpagos de una tormenta. Descifré el significado aquel día.
Esa noche seduje a nuestra amiga: Campanita se metió bajo mis sábanas, retozamos felices con irrefrenable deseo. Nos dijimos las palabras de amor más bellas, esas que se expresan a solas; luego, la mañana siguiente, desapareció para siempre de mi vida dejándome una notita en el buró: <>. Un pantalón largo descansaba sobre el respaldo de la silla desmadejado como marioneta sin hilos. Un portentoso recuerdo dejó su partida y de la de mi niñez.
Seguí viviendo en el mismo barrio de la misma ciudad calurosa que tenía un puerto de altura, en la misma casita de madera con techo de zinc hecha de los restos de un naufragio, pero algo mutó.
Hoy las arrugas de mi cara están escritas a mano, todas y cada una tienen su historia labrada con sal. Verme al espejo es un recordatorio de que las guerras se libran con dolor, sin la certeza de salir intacto como cuando niño. Al adulto las peores cicatrices se las dejan los sueños de infante malogrados.
Mientras, Efraín, indudablemente debe seguir siendo un Peter Pan de cincuenta años que blande su sable de goma gracias al síndrome de Asperger, una bella forma de revelarse, para no adaptarse como cualquier ordinario a la vida. La anormalidad social es la singularidad de un hombre genial.
También aprendí desde aquel día que el desengaño tiene apariencia bella, y llega de la mano de la adultez al cerrarse la brecha en el tiempo que un día abrió la ilusión de la simplicidad con la cual cuentan todos los niños del mundo, y únicamente los pocos adultos que siguen siendo niños.


* Víctor Hugo Pérez Nieto fue ganador del XV Premio Nacional de Novela Jorge Ibargüengoitia en el 2012 con su novela Feralis y ha publicado los libros Tesoros de México, La noche de los orfelunios, Del chiquistriquis y otros demonios y ha participado en diferentes antologías de narrativa. En Alebrije de palabras, antología de minificción, comparte espacio con los ciento diecisiete mejores escritores mexicanos vivos. También es médico.



APRENDER DUELE
Soco Uribe

Esa sensación de asombro y orgullo que sentía Luisa muy pocas veces la había experimentado.  Se había dado cuenta de que después de asistir por unos cuantos meses al primer grado de la escuela primaria, por fin había aprendido a leer.  Diariamente se regocijaba leyendo los anuncios de las tiendas, los almacenes, cines, teatros, de los nombres de las calles y, al mismo tiempo, iba descubriendo un sinnúmero de novedades en su cotidiano recorrido hacia la escuela primaria, cuando viajaba en el autobús, por las transitadas calles de la Ciudad de México. Aún no cumplía siete años y su vivacidad era asombrosa.  Gustaba de preguntar las definiciones de las palabras que nunca había escuchado; mientras su padre, para alentar la curiosidad de la pequeña, le contestaba que las buscara en el diccionario y que eso le ayudaría a ampliar su vocabulario.  En un principio, la consulta en el pesado diccionario, mal llamado según ella, “Pequeño Larousse” se hacía casi imposible; sin embargo, con la ayuda y dirección de su padre, pronto lo pudo lograr.  Ese hombre era esencial en su vida; era como el polen para las abejas. Además, simbolizaba la imagen paterna y materna al mismo tiempo ya que, debido a las continuas estancias de su madre en el hospital, Luisa iba considerando sus ausencias más comunes y éstas entraban dentro de su día a día, al igual que en el de toda la familia.
En casa de Luisa, no se hablaba mucho acerca de la enfermedad de su madre, ya que su padre consideraba que ella y sus hermanas eran muy pequeñas para entender la magnitud del problema. Para la pequeña, la escuela era una manera natural de olvidar y de hacer pasar el tiempo más de prisa para que se llegara el fin de semana y poder regresar al hospital cada domingo y ver de nuevo a su madre.  Durante varios meses esa fue su rutina de vida hasta que, una tarde, a Luisa la vistieron con una falda de cuadros azul cielo y una blusa blanca como las nubes.  Sus hermanas vistieron sus faldas tableadas de color negro tristeza, con cuadros grises de melancolía y sus blusas blancas, tan blancas como sus pequeñas almas.  Así, con ese atuendo, esperaron una señal que les mostrara la finalidad de tan oscuro silencio. La tarde se alargó, en espera de que su papá recogiera a las niñas, sin saber éstas, de antemano, a dónde las llevaría. Después de unas horas de incertidumbre, su padre por fin llegó.  Tomó a sus tres niñas, las subió a un taxi y las llevó a ver a su mamá al hospital. Por lo menos, eso fue lo que él les respondió, cuando sus hijas le preguntaron insistentemente que a dónde las llevaría,  y no abundó más en detalles.
Durante el camino Luisa no pudo leer, como ella hubiese querido, los letreros del largo recorrido al hospital, ya que el taxi se desplazaba con más rapidez por las calles de la ciudad que el rutinario camión y sentada en el asiento centra trasero del taxi, la dificultad era aún mayor. En realidad, su avidez por la lectura era grande comparada con su corta edad. Al bajar del taxi, se alcanzaba a ver desde ahí la puerta principal del hospital, tan familiar para ellas, aunque en esta ocasión entraron por otra puerta, ya que su padre las condujo por un largo pasillo hacia una pequeña sala en donde se reunirían con la mamá de Luisa.
Al entrar, su asombro fue grande. Su madre era la única interna que se encontraba en esa sala; la única de entre las tantas mujeres que la acompañaban en el pabellón de enfermos del hospital cuando la visitaban los domingos. Al acercarse, descubrieron que se encontraba acostada dentro de una caja de color gris perla, con el semblante tranquilo, los ojos cerrados y rodeada de unas flores que no ayudaban en nada para alegrar el lugar. Luisa, sin aún saber lo que pasaba, se acercó para verla; pero, por más que se ponía en puntillas no alcanzaba ni siquiera a ver una parte de ella. Entonces, su padre tomó a la pequeña entre sus brazos, la levantó para que lograra ver a su madre y ahí, paralizados como estatuas, permanecieron todos juntos por varios minutos; callados, con lágrimas en los ojos y con un aire de profunda tristeza. Los cuatro se veían entre sí lastimosamente. Luisa, quien a su corta edad no comprendía la magnitud de ese episodio, con gesto inocente, rompió el silencio diciendo:
—Despiértenla y díganle que ya nos vayamos, porque aquí está muy oscuro y frío. 
En ese instante, su padre rompió en llanto, puso a Luisa de pie en el suelo, abrazó de nuevo a sus tres niñas y tomados todos de la mano, se dirigieron hacia la puerta de salida del hospital, después de haber recorrido ese largo pasillo arrastrando sus recuerdos, que ni la lluvia de esa tarde pudo lavar; por el contrario, las lágrimas que derramaba el cielo acentuaron las manchas de tristeza de sus almas.
Estando afuera del pequeño edificio de tan sólo un piso de altura, Luisa volteó hacia arriba y vio un letrero, que decía: Velatorio. Lo leyó lentamente y fue repitiendo en su mente, las cuatro sílabas de la palabra durante todo el recorrido para tomar el taxi y, en ocasiones, hasta imprimiéndole un cierto ritmo melódico.
En el camino de regreso a casa hubo sólo silencio. Nadie hizo preguntas, ni comentario alguno. Luisa, mientras tanto, seguía con sus pequeños dedos el curso que tomaban las gotas de lluvia que resbalaban sobre los cristales del taxi, al mismo tiempo que repetía, melodiosa e insistentemente, las sílabas de esa nueva palabra.  Mientras tanto, su padre no podía ni hablar y sus otras dos hermanas parecían haberse fugado en mente, hacia otro planeta distante y desconocido. 
Por fin, llegaron todos a casa y Luisa fue, rápidamente, a buscar el diccionario para consultar la palabra que había leído afuera de la sala dónde había visto a su madre por última vez. Después de una larga búsqueda, la encontró y pidiendo a todos que pusieran atención la leyó en voz alta, aunque con torpeza:
—Ve-la-to-rio,  ac-ción de ve-lar un ca-dá-ver; a-com-pa-ñar el ca-dá-ver de u-na per-so-na re-cién muer-ta.
Entonces, soltó el diccionario, como si hubiese recibido de él una descarga eléctrica; en seguida, corrió, abrazó a su padre y a sus hermanas y, por varios años, no volvió a leer en voz alta.


UN ÁNGEL SUBIÓ AL CIELO
Lupita Rivera

Hoy contaré una historia. Sucedió en un barrio humilde, de esos que llamamos “olvidados”, donde los niños aprenden a sobrevivir. Y es aquí donde vivió Ángel, un chico que vendía periódicos, pan o gelatinas, con tal de llevar un poco de dinero a casa. Un mes de diciembre en Ángel y sus hermanos surgió la luz de la ilusión, se acercaba La Navidad. Pero no era sólo la  alegría de las piñatas y los dulces que en más de una posada les darían, era la ilusión de ver a su papá.
Al llegar la Nochebuena, se encaminaron a la iglesia. Con mucha devoción depositaron una carta, que entre borrones y letras mal trazadas decía:
“Querido niño: Mamá dice que a los pobres, los reyes no les traen regalos; pero queremos pedirte que papá venga a visitarnos. Prometemos portarnos bien, obedecer a mamá y estudiar mucho en la escuela”.
Al llegar el Día de Reyes, tenían la esperanza, sin duda, de que verían a papá. Ángel salió a vender pan, pero su hermana quiso ir con él. A pesar de estar bajo los rayos del sol, el peso de la canasta y sus pies apenas protegidos por unos zapatos rotos y desgastados un brillo le iluminaba el rostro. Ángel terminó su cometido. Comenzó a contar su venta y algunas propinas. Distraído en sus pensamientos no se dio cuenta de que su hermana subió al puente peatonal, que estaba en reparación.
— ¡Ten cuidado! -le gritó Ángel-, ¡fíjate donde pisas!
Ángel subió rápidamente, la tomó de la mano y logró ponerla a salvo, mas no a su propia vida. Ángel cayó, su frágil cabeza cedió ante la dureza del pavimento. Se reunieron muchos curiosos, a gritos pedían una ambulancia.
Ya en un cuarto de hospital, los médicos se sorprendieron. Tenía el cráneo destrozado, ciego, sin  poderse mover…Pero, tal vez, sí escuchaba las palabras cálidas que sólo una madre puede dar y ante sus sollozos, Ángel, sólo atinaba balbucear: papá. Su madre, desesperada, trató de localizarlo, fue inútil su esfuerzo. Después de una semana, Ángel murió. Al despedirse sus labios murmuraron: —Adiós  manitos, adiós mamá, papá.

Un sueño tuve después. Soñé con un ángel entre los brazos de su padre.


*Textos publicados en El Sol del Bajío. Celaya, Gto.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

A la memoria de Herminio Martínez

      Herminio Martínez, maestro, guía, luz, manantial, amigo entrañable y forjador de lectores y aspirantes a escritores. Bajo sus enseñanz...