domingo, 6 de noviembre de 2016

AHORA PODEMOS DESCANSAR EN PAZ


AHORA PODEMOS DESCANSAR EN PAZ
-Cuatro cuentos de terror-

“Mas el Cuervo arrancó todavía
de mis tristes fantasías una sonrisa;
acerqué un mullido asiento
frente al pájaro, el busto y la puerta;
y entonces, hundiéndome en el terciopelo,
empecé a enlazar una fantasía con otra,
pensando en lo que este ominoso pájaro de antaño,
lo que este torvo, desgarbado, hórrido,
flaco y ominoso pájaro de antaño
quería decir graznando: –Nunca más”.
Edgar Allan Poe

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EL GATO
Martín Campa

El gato surgió de entre los cachivaches y trebejos regados por doquier en aquel sucio y mal oliente cuartucho. Su mirada penetrante, filosa, me estremeció. Intenté moverme, levantarme del piso, pero mis músculos no respondían; estaba totalmente inmóvil. Sentía miedo, sabía que había llegado mi hora. De pronto todo se oscureció. Un zarpazo, quizá dos, y mi yugular lanzó borbotones de sangre. El arisco animal siguió lanzando zarpazos a diestra y siniestra; no recuerdo más. Desperté sudoroso, ¡maldita pesadilla! Volví a conciliar el sueño. El minino seguía echado en el sofá. Ronroneaba mientras se acicalaba el pelaje. En sus garras aún había pequeños rastros de sangre...



LA LEYENDA DE LA MISA DE SEIS
Javier Mendoza

Sucedió hace muchos años, en la muy noble ciudad de Celaya.  Aquella mañana las campanas sonaron lenta y pausadamente, como llamando a duelo.  Sólo doña Josefina las escuchó, quizás porque era una fiel y devota cristiana, que tenía la piadosa costumbre de rezar por el bien propio y ajeno.  Como todos los días, al oír la voz de los metales, de inmediato se puso de pie y sin considerar la hora del reloj salió de casa dispuesta a participar en la primera misa de la jornada.
La segunda llamada la alcanzó en la calle, donde apenas se veían algunos débiles rayos del Sol.  Contrario a la rutina, aquel oscuro amanecer la ciudad lucía desolada, sin las caras conocidas de los vecinos madrugadores, que tenían el buen hábito de barrer las banquetas y saludar con respeto a los paseantes.  Protegida por su rebozo del fresco sereno pasó frente a la torre del mercado, sin dirigir su vista al reloj, que en lo alto, como advertencia señalaba la hora correcta.  Luego de unos pasos más llegó al antiguo y céntrico templo de la Cruz, que se ubicaba en la esquina de la calzada Independencia y de la actual calle de Morelos.
La fervorosa señora se cubrió la cabeza con el chal y de inmediato ocupó un lugar en el santuario, que se encontraba en penumbras, pero con muchos feligreses en sus bancas.  Todos ellos estaban quietos y muy atentos al altar, donde el sacerdote, de espaldas a la concurrencia, como era el uso de entonces, inició la celebración. 
Una mujer que se escondía tras un velo se colocó junto a Josefina, a la que suplicante le pidió: “Hermana mía, has de saber que yo no puedo ver.  Es mi pena, y la de otros más, que debido a nuestras limitaciones no podemos pagar las mandas ya vencidas.  Tú que tienes tus sentidos, ¿me harías el favor de ofrecer un rosario por mí, y por aquellos que necesitan de tu intervención?”  Sin objeción, Josefina colocó las cuentas en su mano, abrió su devocionario y comenzó a recitar los misterios del día, a favor de los que no podían hacerlo. 
Sin restarle atención a sus oraciones se mostró insegura e inquieta; una extraña sensación caía sobre la iglesia.  Con la mirada buscó alguna razón a su alrededor.  Debido a la oscuridad que reinaba no logró ver el rostro de aquellos afligidos feligreses que junto a ella rezaban de hinojos y con pesar.  Más intrigante fue no reconocer a ninguno de los asiduos devotos que acostumbraban, como lo hacía ella, participar en misa de siete de la mañana.
Cuando la eucaristía llegó a su fin, en un claro español, no en el acostumbrado latín, el sacerdote concluyó: “La celebración ha terminado, ahora podemos descansar en paz”.  Al momento, la mujer que estaba junto a Josefina levantó el rostro, se retiró el velo y ofreció un casi imperceptible movimiento de gratitud.  Así lo hicieron todos los asistentes, incluyendo al padre, que lentamente dio media vuelta.  Josefina quedó temblando de miedo, ya que ninguno tenía ni ojos ni carne sobre el esqueleto.   
El miedo fue mayor, cuando una mano tocó con suavidad su hombro.  Pese al sobresalto buscó el rostro de quien la solicitó, para cerciorarse de que tuviera vida.  Se trató del sacristán, que con asombro preguntó: 
—¿Está bien, doña Josefina?  ¡Parece que vio a un muerto!  ¿Qué hace aquí a oscuras y tan temprano?  ¿Quién le abrió las puertas?
—Estaba abierto –balbuceó ella, sin lograr reponerse.
—¡Pero si yo voy llegando con las llaves!  ¿Qué no ha visto la hora?  Apenas van a dar las siete y recuerde que aquí no hay misa de seis.
La mujer sintió un paralizante escalofrió cuando volteó para ver que, a excepción del sacristán, ya no había nadie a su alrededor, tan sólo una que otra veladora encendida.
—¡Ave María! –exclamó el hombre aquel, persignándose con rapidez —¡De seguro eran almas en pena que necesitaban de su ayuda!  ¿Qué no ve que hoy es dos de noviembre, Día de Muertos?
            —¡Con razón sentí sus manos frías y huesudas al momento de la paz!
Al igual que doña Josefina, varias personas juraron por lo más sagrado, haber escuchado en fecha similar, el pesado repique de las campanas, para luego asistir a una celebración tempranera y rezar a favor de algún extraño que pedía su intercesión para lograr el descanso eterno.
            Desde entonces, antes de salir a misa, Josefina se aseguraba que la hora del reloj fuera la correcta. Tiempo después el tempo de la Cruz fue demolido para ampliar la calle de Morelos.


LA SEGUNDA LUNA DE MIEL
Víctor Hugo Pérez Nieto

No había nadie cuando escuchó un pequeño ruido a su espalda, algo como una canica que rebotó cada vez más rápido, como si la dejasen caer a propósito por la escalinata, pero se negó a volver el rostro para cerciorarse de seguir sola. Palpó el barandal entre la oscuridad y ascendió lentamente de reversa a través de las gradas rumbo a su alcoba, la cual percibió helada, con ese frío que pesa en los pies. Ella tenía por costumbre hablarle a sus muertos, pero lo hacía de día, cuando sabía que no obtendría respuesta, nunca de noche y mucho menos si había truenos. La lluvia era pertinaz, golpeaba ensordecedora la calle, por eso nadie escuchó su grito al contemplar al fantasma a media luz sentado sobre la poltrona, con la vista ciega en otros universos y despidiendo un olor a tierra removida de sepulcro.
            —¿A qué has venido alma en pena? -Preguntó Josefina sin aliento. Únicamente obtuvo por respuesta una mirada negra de pescado muerto, carente del brillo que da anhelar algo, y un silencio penetrante que la envenenaba, áspero y largo como la soga colgada afuera, en un árbol del huerto, puesta ahí por ella misma para cualquier emergencia, específicamente, si la desolación se hacía insoportable.
            En ese instante de la aparición era imposible huir, Josefina lo sabía. Tampoco esperaba a nadie en los próximos días: vivía abandonada desde hacía muchos años. Deshizo la cama y se acomodó sigilosa bajo el edredón tratando de ignorar la presencia del espectro, pero pronto sintió hundirse el colchón junto a ella.
            —¡Maldita melancolía que no me dejas descansar! –Chilló. A pesar del miedo, sintió como un agobiante vacío interior se le llenaba.
No se fue de casa a pesar del nuevo inquilino. Tuvieron un acuerdo tácito para poder cohabitar: el espectro nunca debía aparecerse de modo repentino; si ella andaba en la cocina él no bajaría y si Josefina escuchaba las cadenas acompañadas de lamentos en la segunda planta, mejor se entretenía abajo tejiendo.
            El día que por fin Josefina recibió la visita de su nieta, quien cada mes le surtía la alacena, la anciana estaba sentada en el sillón de su recámara con la cabeza de lado derecho apoyada en el aire y los ojos bordeados de lágrimas.
            —¡No me llevarás, jamás me separarán de él! -dijo a Eréndira asiéndose del viento con la axila arqueada-, ya sé a qué has venido.
            —Abuela, no puedes seguir abandonada, el único lugar donde pueden cuidar de ti es el asilo. Yo me mudaré lejos, en tres días ya no estaré en el país, nadie más vendrá.
            —¡Fuera de aquí, malagradecida!, ¡no queremos que vuelvas! -Gritó Josefina con voz oxidada.
            Eréndira dejó las viandas sobre la mesa del comedor, luego, con tibieza, cerró para siempre el portón de su abuela, quien otra vez sola y de una vez por todas, comenzó su luna de miel con la muerte.


SUEÑO INEXISTENTE
Vero Salazar G.

El sol brilla en lo alto de la montaña. Todo parece tranquilo, la noche se fue dejando un olor ocre que se extendía por todo el lugar. En un rincón, tapados con una cobija y detrás de una mesa que les servía de escudo, María y sus dos hijos dormitaron cansados de pasar la noche en vela. Corrieron todo el crepúsculo buscando un refugio seguro para esconderse de esos engendros terroríficos en que se habían convertido la gran mayoría de los habitantes del pequeño lugar donde vivían. Si no hubiera sido por Edgar, quien los salvó de ser cazados por esas criaturas infernales, lo más seguro es que estuvieran muertos o convertidos en alguno de ellos. Ahora estaban solos, la última vez que lo vieron parecía hipnotizado o en trance, seguramente se durmió y lo encontraron. Pero ella no se quedaría para averiguarlo. Tomó de las manos a sus retoños y los insto para que salieran de ahí, si corrían con suerte pronto se alejarían de esa pesadilla.
         Decepcionado por despertar de un maravilloso sueño y el cual no se alejaba de su mente dejándole una sensación de tranquilidad y paz, Edgar se dispuso a buscar a la señora y sus vástagos. En algún lugar debían estar, no tuvieron mucho tiempo para alejarse de esa población, cuando el sol se oculte lo más seguro es que esos entes volverían a salir y su sed de sangre fresca era muy  fuerte y encarnizada. Lo había visto, vio lo que hacían con otros habitantes del lugar.  A los que no desmembraban, los convertían en uno de ellos. Esos monstruos aberrantes serían capaces de todo. Abandonó el lugar donde se encontraba, mirando para todos lados en busca de la mujer y los niños. Después de un rato los vio a lo lejos y despacio llegó junto a ellos quienes, al verlo, no pudieron disimular un gesto de interrogación y miedo dibujado en sus rostros, Tomó a los pequeños del brazo y empezó a caminar rumbo a la salida de la población, la mamá lo seguía mirando a todos lados, algo presentía de que no estaban solos y efectivamente así era, por los techos y ocultándose, los aberrantes  seres los seguían, no le temían al sol aunque sólo mataban de noche.

            El día pasaba rápido, el sol casi estaba oculto y cansados de probar todos los autos disponibles no encontraron alguno que los sacara de ese infierno. Resignados, se dispusieron a buscar un refugio para pasar la noche. De pronto, entre la penumbra que se empezaba a apoderar del lugar, unos terroríficos personajes, con los ojos saltados, los cabellos enmarañados y la piel cayéndose poco a poco de entre su cuerpo, cayeron sobre ellos. Tenían en su rostro una mueca semejante a una sonrisa donde se podían ver unos cascados y amarillentos dientes. Con torpes pasos los rodearon; unos tomaron a María y la cargaron en alto pasándosela entre ellos y perdiéndose en las calles. Los niños gritaban aterrados llamando a su madre pero otros seres hicieron lo mismo con ellos, ante la impotencia de Edgar, quien estaba sujeto por lo que parecían tres mujeres a las cuales se les unieron más. Sintió cómo sus ropas eran desgarradas y su dermis rasgada experimentó el dolor que se apoderaba de él quemándole todo por dentro. Notó ese fluido escarlata que lentamente abandonaba su cuerpo y con ello la vida se le escapaba poco a poco. Cerró los ojos e imaginó la luz resplandeciente que lo envolvía y le daba la paz con la que había soñado. Estaba seguro de que pronto la volvería a vivir. En breve su cuerpo estaría desmembrado por esos seres diabólicos y se deleitaría de tranquilidad al morir. Pero, ¿cómo estar seguro de que lo matarían y no se convertiría en uno de ellos? La duda se apoderó de él antes de perder el conocimiento…


*Textos publicados en El Sol del Bajío, Celaya, Gto.

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