AHORA PODEMOS DESCANSAR EN PAZ
-Cuatro cuentos de terror-
“Mas el Cuervo arrancó todavía
de mis tristes fantasías una sonrisa;
acerqué un mullido asiento
frente al pájaro, el busto y la puerta;
y entonces, hundiéndome en el terciopelo,
empecé a enlazar una fantasía con otra,
pensando en lo que este ominoso pájaro de antaño,
lo que este torvo, desgarbado, hórrido,
flaco y ominoso pájaro de antaño
quería decir graznando: –Nunca más”.
Edgar
Allan Poe
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EL
GATO
Martín
Campa
El
gato surgió de entre los cachivaches y trebejos regados por doquier en aquel
sucio y mal oliente cuartucho. Su mirada penetrante, filosa, me estremeció.
Intenté moverme, levantarme del piso, pero mis músculos no respondían; estaba
totalmente inmóvil. Sentía miedo, sabía que había llegado mi hora. De pronto
todo se oscureció. Un zarpazo, quizá dos, y mi yugular lanzó borbotones de
sangre. El arisco animal siguió lanzando zarpazos a diestra y siniestra; no
recuerdo más. Desperté sudoroso, ¡maldita pesadilla! Volví a conciliar el
sueño. El minino seguía echado en el sofá. Ronroneaba mientras se acicalaba el
pelaje. En sus garras aún había pequeños rastros de sangre...
LA
LEYENDA DE LA MISA DE SEIS
Javier
Mendoza
Sucedió
hace muchos años, en la muy noble ciudad de Celaya. Aquella mañana las campanas sonaron lenta y
pausadamente, como llamando a duelo.
Sólo doña Josefina las escuchó, quizás porque era una fiel y devota
cristiana, que tenía la piadosa costumbre de rezar por el bien propio y
ajeno. Como todos los días, al oír la
voz de los metales, de inmediato se puso de pie y sin considerar la hora del
reloj salió de casa dispuesta a participar en la primera misa de la jornada.
La
segunda llamada la alcanzó en la calle, donde apenas se veían algunos débiles
rayos del Sol. Contrario a la rutina,
aquel oscuro amanecer la ciudad lucía desolada, sin las caras conocidas de los
vecinos madrugadores, que tenían el buen hábito de barrer las banquetas y
saludar con respeto a los paseantes.
Protegida por su rebozo del fresco sereno pasó frente a la torre del
mercado, sin dirigir su vista al reloj, que en lo alto, como advertencia señalaba
la hora correcta. Luego de unos pasos
más llegó al antiguo y céntrico templo de la Cruz, que se ubicaba en la esquina
de la calzada Independencia y de la actual calle de Morelos.
La
fervorosa señora se cubrió la cabeza con el chal y de inmediato ocupó un lugar
en el santuario, que se encontraba en penumbras, pero con muchos feligreses en
sus bancas. Todos ellos estaban quietos
y muy atentos al altar, donde el sacerdote, de espaldas a la concurrencia, como
era el uso de entonces, inició la celebración.
Una
mujer que se escondía tras un velo se colocó junto a Josefina, a la que
suplicante le pidió: “Hermana mía, has de saber que yo no puedo ver. Es mi pena, y la de otros más, que debido a
nuestras limitaciones no podemos pagar las mandas ya vencidas. Tú que tienes tus sentidos, ¿me harías el
favor de ofrecer un rosario por mí, y por aquellos que necesitan de tu
intervención?” Sin objeción, Josefina
colocó las cuentas en su mano, abrió su devocionario y comenzó a recitar los
misterios del día, a favor de los que no podían hacerlo.
Sin restarle
atención a sus oraciones se mostró insegura e inquieta; una extraña sensación
caía sobre la iglesia. Con la mirada
buscó alguna razón a su alrededor.
Debido a la oscuridad que reinaba no logró ver el rostro de aquellos
afligidos feligreses que junto a ella rezaban de hinojos y con pesar. Más intrigante fue no reconocer a ninguno de
los asiduos devotos que acostumbraban, como lo hacía ella, participar en misa
de siete de la mañana.
Cuando
la eucaristía llegó a su fin, en un claro español, no en el acostumbrado latín,
el sacerdote concluyó: “La celebración ha terminado, ahora podemos descansar en
paz”. Al momento, la mujer que estaba
junto a Josefina levantó el rostro, se retiró el velo y ofreció un casi imperceptible
movimiento de gratitud. Así lo hicieron
todos los asistentes, incluyendo al padre, que lentamente dio media
vuelta. Josefina quedó temblando de
miedo, ya que ninguno tenía ni ojos ni carne sobre el esqueleto.
El
miedo fue mayor, cuando una mano tocó con suavidad su hombro. Pese al sobresalto buscó el rostro de quien
la solicitó, para cerciorarse de que tuviera vida. Se trató del sacristán, que con asombro
preguntó:
—¿Está
bien, doña Josefina? ¡Parece que vio a
un muerto! ¿Qué hace aquí a oscuras y
tan temprano? ¿Quién le abrió las
puertas?
—Estaba
abierto –balbuceó ella, sin lograr reponerse.
—¡Pero
si yo voy llegando con las llaves! ¿Qué
no ha visto la hora? Apenas van a dar
las siete y recuerde que aquí no hay misa de seis.
La
mujer sintió un paralizante escalofrió cuando volteó para ver que, a excepción
del sacristán, ya no había nadie a su alrededor, tan sólo una que otra veladora
encendida.
—¡Ave
María! –exclamó el hombre aquel, persignándose con rapidez —¡De seguro eran
almas en pena que necesitaban de su ayuda!
¿Qué no ve que hoy es dos de noviembre, Día de Muertos?
—¡Con razón sentí sus manos frías y
huesudas al momento de la paz!
Al
igual que doña Josefina, varias personas juraron por lo más sagrado, haber
escuchado en fecha similar, el pesado repique de las campanas, para luego
asistir a una celebración tempranera y rezar a favor de algún extraño que pedía
su intercesión para lograr el descanso eterno.
Desde entonces, antes de salir a
misa, Josefina se aseguraba que la hora del reloj fuera la correcta. Tiempo
después el tempo de la Cruz fue demolido para ampliar la calle de Morelos.
LA
SEGUNDA LUNA DE MIEL
Víctor
Hugo Pérez Nieto
No
había nadie cuando escuchó un pequeño ruido a su espalda, algo como una canica
que rebotó cada vez más rápido, como si la dejasen caer a propósito por la
escalinata, pero se negó a volver el rostro para cerciorarse de seguir sola.
Palpó el barandal entre la oscuridad y ascendió lentamente de reversa a través
de las gradas rumbo a su alcoba, la cual percibió helada, con ese frío que pesa
en los pies. Ella tenía por costumbre hablarle a sus muertos, pero lo hacía de
día, cuando sabía que no obtendría respuesta, nunca de noche y mucho menos si
había truenos. La lluvia era pertinaz, golpeaba ensordecedora la calle, por eso
nadie escuchó su grito al contemplar al fantasma a media luz sentado sobre la
poltrona, con la vista ciega en otros universos y despidiendo un olor a tierra
removida de sepulcro.
—¿A qué has venido alma en pena? -Preguntó
Josefina sin aliento. Únicamente obtuvo por respuesta una mirada negra de
pescado muerto, carente del brillo que da anhelar algo, y un silencio
penetrante que la envenenaba, áspero y largo como la soga colgada afuera, en un
árbol del huerto, puesta ahí por ella misma para cualquier emergencia,
específicamente, si la desolación se hacía insoportable.
En ese instante de la aparición era
imposible huir, Josefina lo sabía. Tampoco esperaba a nadie en los próximos
días: vivía abandonada desde hacía muchos años. Deshizo la cama y se acomodó
sigilosa bajo el edredón tratando de ignorar la presencia del espectro, pero
pronto sintió hundirse el colchón junto a ella.
—¡Maldita melancolía que no me dejas
descansar! –Chilló. A pesar del miedo, sintió como un agobiante vacío interior
se le llenaba.
No
se fue de casa a pesar del nuevo inquilino. Tuvieron un acuerdo tácito para
poder cohabitar: el espectro nunca debía aparecerse de modo repentino; si ella
andaba en la cocina él no bajaría y si Josefina escuchaba las cadenas
acompañadas de lamentos en la segunda planta, mejor se entretenía abajo
tejiendo.
El día que por fin Josefina recibió
la visita de su nieta, quien cada mes le surtía la alacena, la anciana estaba
sentada en el sillón de su recámara con la cabeza de lado derecho apoyada en el
aire y los ojos bordeados de lágrimas.
—¡No me llevarás, jamás me separarán
de él! -dijo a Eréndira asiéndose del viento con la axila arqueada-, ya sé a
qué has venido.
—Abuela, no puedes seguir
abandonada, el único lugar donde pueden cuidar de ti es el asilo. Yo me mudaré
lejos, en tres días ya no estaré en el país, nadie más vendrá.
—¡Fuera de aquí, malagradecida!, ¡no
queremos que vuelvas! -Gritó Josefina con voz oxidada.
Eréndira dejó las viandas sobre la
mesa del comedor, luego, con tibieza, cerró para siempre el portón de su
abuela, quien otra vez sola y de una vez por todas, comenzó su luna de miel con
la muerte.
SUEÑO
INEXISTENTE
Vero
Salazar G.
El
sol brilla en lo alto de la montaña. Todo parece tranquilo, la noche se fue
dejando un olor ocre que se extendía por todo el lugar. En un rincón, tapados
con una cobija y detrás de una mesa que les servía de escudo, María y sus dos
hijos dormitaron cansados de pasar la noche en vela. Corrieron todo el
crepúsculo buscando un refugio seguro para esconderse de esos engendros
terroríficos en que se habían convertido la gran mayoría de los habitantes del
pequeño lugar donde vivían. Si no hubiera sido por Edgar, quien los salvó de
ser cazados por esas criaturas infernales, lo más seguro es que estuvieran
muertos o convertidos en alguno de ellos. Ahora estaban solos, la última vez
que lo vieron parecía hipnotizado o en trance, seguramente se durmió y lo encontraron.
Pero ella no se quedaría para averiguarlo. Tomó de las manos a sus retoños y
los insto para que salieran de ahí, si corrían con suerte pronto se alejarían
de esa pesadilla.
Decepcionado por despertar de un
maravilloso sueño y el cual no se alejaba de su mente dejándole una sensación
de tranquilidad y paz, Edgar se dispuso a buscar a la señora y sus vástagos. En
algún lugar debían estar, no tuvieron mucho tiempo para alejarse de esa población,
cuando el sol se oculte lo más seguro es que esos entes volverían a salir y su
sed de sangre fresca era muy fuerte y
encarnizada. Lo había visto, vio lo que hacían con otros habitantes del
lugar. A los que no desmembraban, los
convertían en uno de ellos. Esos monstruos aberrantes serían capaces de todo. Abandonó
el lugar donde se encontraba, mirando para todos lados en busca de la mujer y
los niños. Después de un rato los vio a lo lejos y despacio llegó junto a ellos
quienes, al verlo, no pudieron disimular un gesto de interrogación y miedo
dibujado en sus rostros, Tomó a los pequeños del brazo y empezó a caminar rumbo
a la salida de la población, la mamá lo seguía mirando a todos lados, algo
presentía de que no estaban solos y efectivamente así era, por los techos y
ocultándose, los aberrantes seres los
seguían, no le temían al sol aunque sólo mataban de noche.
El día pasaba rápido, el sol casi
estaba oculto y cansados de probar todos los autos disponibles no encontraron
alguno que los sacara de ese infierno. Resignados, se dispusieron a buscar un
refugio para pasar la noche. De pronto, entre la penumbra que se empezaba a
apoderar del lugar, unos terroríficos personajes, con los ojos saltados, los
cabellos enmarañados y la piel cayéndose poco a poco de entre su cuerpo, cayeron
sobre ellos. Tenían en su rostro una mueca semejante a una sonrisa donde se
podían ver unos cascados y amarillentos dientes. Con torpes pasos los rodearon;
unos tomaron a María y la cargaron en alto pasándosela entre ellos y perdiéndose
en las calles. Los niños gritaban aterrados llamando a su madre pero otros
seres hicieron lo mismo con ellos, ante la impotencia de Edgar, quien estaba
sujeto por lo que parecían tres mujeres a las cuales se les unieron más. Sintió
cómo sus ropas eran desgarradas y su dermis rasgada experimentó el dolor que se
apoderaba de él quemándole todo por dentro. Notó ese fluido escarlata que lentamente
abandonaba su cuerpo y con ello la vida se le escapaba poco a poco. Cerró los
ojos e imaginó la luz resplandeciente que lo envolvía y le daba la paz con la
que había soñado. Estaba seguro de que pronto la volvería a vivir. En breve su
cuerpo estaría desmembrado por esos seres diabólicos y se deleitaría de
tranquilidad al morir. Pero, ¿cómo estar seguro de que lo matarían y no se
convertiría en uno de ellos? La duda se apoderó de él antes de perder el
conocimiento…
*Textos publicados en El Sol del Bajío, Celaya, Gto.
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