LA VIDA A CUCHILLADAS
Herminio Martínez
13 de marzo de 1949 - 17 de agosto de 2014
“El llanto de la mesa en la cocina
vació el amor y, por la pena grande,
me duele en los cuchillos y en la culpa
que viste su café con traje fúnebre,
donde viven mis muertos y me esperan:
allí el sillón de la quijada rota,
el trasto en el que alguna vez bebieron
rincones mis difuntos en su fiesta”.
H.M.
Todo
comenzó un día lunes. ¿Por qué las tempestades tienen que llegar en lunes? En
un amanecer deshilachado, anunciando minutos, horas, nubes en el reloj del
cielo, enrojecido silencio de mi estrella. Aquí tiene mi mano, caballero. Mi
nombre es Luis Enrique, pero no soy “emo” ni ando con los “darketos”. Mi banda
es la verdad que se maquilla con sus colores pálidos por sentirse muerta,
¡muerta! Sí, o acaso como una camisa abandonada. El pantalón, la gabardina
huérfana, toda la piel del duelo para enfrentar la muerte. Fue una infancia de
dudas; mi papá, muy enérgico. Trabajador, sin una ventanita diferente a la que
él y mi mamá se andaban asomando. Cuando llegué, los dos ya me esperaban con
un: “¡Te vas!”… “Yo no quisiera”… “¡Aquí no te queremos!”. Mis papás. “¡Ya no
queremos que sigas con nosotros dándole mal ejemplo a tus hermanos! Has
desobedecido”. Aparte de la tunda con la que su estilo de ser padre se
desahogaba en mí, dejó salir su ruido; el mismo de los temblores en la voz,
ronco y largo como los minutos de su cólera.
—¡Vete
al diablo!
—De
acuerdo… -titubeé.
—¡Vicioso!
—Nooo…
—¡Tú
cállate, Lucía!
—Noooo.
Su
palabra me hizo volar al cementerio a donde solía ir a jugar con los amigos. Ya
a los doce y trece años, nos brincábamos la barda para meternos en las tumbas a
sacar huesos y realizar alguna ceremonia en luna llena. De allí vino esta manía
de la ropa negra y los mares de ganas de no seguir viviendo. “¡Noooo!”, fue el
último lamento de aquella mujer que agonizaba: Lucila Ríos Bernal y yo para
ella Luis Enrique, ¿qué más da?
Desde
entonces, sólo en contadas ocasiones voy a visitarlos: cuando hay alguna fiesta
familiar o, de plano, necesito aunque sea cincuenta pesos.
Ser
gótico te da la oportunidad de parecerte a todo. Con ojeras y labios que te
besó el murciélago nadie te desconoce. Sin embargo, cuidado con algunos: te
miran y suponen que hay ligas invisibles entre su baba negra y tu alma; ocasión
de pecado, ¡perros!; un demonio en la tarde, fugado de la Biblia, es lo que son
algunos. Vivo con una amiga, pero a veces nos enojamos y es cuando mi corazón
jala hacia donde mi mamá sueña conmigo. Las primeras cinco cicatrices tienen
tres años, cuando dejé la casa; las otras me da pena mostrarlas, están aquí y allá:
bajo el cabello público, los glúteos; son fechas de ansiedad, horas de angustia
y miedo. Al principio uno piensa que por
ahí se va a escapar todo este sufrimiento revuelto con la mugre; pero no, la
vida se defiende, aferrada a cada latido de las venas, a cada susto donde nos
brinca el corazón, fluye por las muñecas y los dedos, gotea en cada yema y cae
como las hojas desprendidas de un árbol que se muere. ¿Ha sentido la lluvia
cuando azota las puertas o esas enormes hojas de los plátanos? Bueno, pues más
o menos es así, nada más que cálida, semejante a una lengua de vaca pasando por
la carne. O una serpiente con las escamas tibias. Cuando te dicen que su sabor
es agradable, no les crees; cómo, ni que fuera rellena de la que mi mamá
compraba en el mercado; ésa sí, no este goteo rojizo, zarandeándose al ritmo
del movimiento y de los pasos o de la mano que sube y baja por el aire que te
rodea mientras tú te enfrentas al “último estirón que no ha acabado”, ese
momento. Son ganas de morir. De irse temprano a la hora del crepúsculo o al
alba. De emigrar de la Tierra. De no mirar atrás donde eres pasto y te
pervierte el alma la fe de quienes se imaginan ser la luz, ser llama.
Hipocresía. La vestimenta engaña; sea blanca o negra, es independiente de lo
que llevas dentro. Si te maquillas para que las tinieblas radiquen en tus
pómulos ¿qué importa? Nosotros somos voz, murmullo y luto permanente. Quizá nos
llaman góticos por parecer un libro; una de esas novelas donde las catedrales
esconden sus secretos. ¡Qué misterio es el hombre! Nosotros somos hombres, no
aves de ese color en que la mala vibra se recrea.
Al
menos así lo entendía yo. Pensé que esta era la mejor manera de no quedarme más
entre quienes a todas horas te ven desde su púlpito y echan sus amenazas contra
todo lo tuyo: sea el cuerpo o el espíritu. Yo me quería morir. Estar sin nadie es no existir en nada. Diecisiete años
no cumplidos y ya toda una criatura de la infamia, que también está hecha de
pelos, babas, dientes ¡mejor fuera de pétalos! Alguna vez leí o lo escuché en
mis lobregueces, que a los seres humanos las religiones y las ideologías los
separan, pero los sueños y el sufrimiento los acercan, y es verdad. Tal vez por
eso me identifiqué con otros. Nos conocimos en esta oscuridad de ojos y cuervos
echando a volar el nombre de Édgar Alan Poe, borracho de tanto grito y tantas
imágenes en las botellas del asombro. Supe del misticismo del vampiro en su
ataúd de nácares; de la fe y los ideales de otros góticos. Supe de las parvadas
donde se surte el aire de agujas y de fémures para sus cantos tristes. Se
siente en la lechuza. Gime en el rechinido de las puertas. Hoy salgo sin temor
con mis veintiún años a cuestas a torear la vida. La sangre, digamos, ya halló
una delicia en mí: me gusta y yo le gusto; nos probamos una o dos veces cada
mes. Ahora han de ser ya unas treinta o cuarenta rayas en cada uno de mis
brazos, sin contar las de quienes te proveen cuando las tuyas no se han cerrado
y aún duelen o corres el riesgo de una anemia. Es bueno tener a alguien que te
apoye en esto; mi chica lo hace. Ah, porque al principio, sólo la que escuchas
correr como un pequeño arroyo debajo de tu piel, te gusta; hasta que encuentras
agradable la que los demás te proporcionan: el dedo amigo que te ofrece su
primer rubí en noche bajo tormenta de relámpagos, en un puente perdido o
cualquier jacalón adonde se van a dormir los jóvenes que, como tú o yo, dejaron
el hogar, su historia, aquellos trajes, una olla de costumbres. Cuando mi padre
me corrió ni siquiera me imaginaba cuál era el verdadero tamaño de esta pena.
Recuerdo que vagué por la ciudad, a la manera de una alita, de un mosco. No sé
si había fumado, pero probablemente sí. Es lo que siempre hacíamos a la orilla
del Laja, al que nosotros le decíamos el Río Nilo.
—Por…
¡Ni lo huelas!
—Ni
lo pronuncies.
—Ni
lo bebas.
—Ni
lo toques, porque te salen costras.
Las
madrugadas se volvieron sábanas, agujas frías. Las noches techos. Hasta que el
sol a golpes me despertaba para avisar que el hambre estaba allí, patas
abiertas, esperándote. Algún perro corría detrás de tu alma, arrastrando la
suya: fulgores destrozados: la mía y la de él, sin importarle al mundo.
—¡Te
vas!
—Me
voy…
—¡Ay,
hijo!
—Mamá…
Los
policías son unos desgraciados. Trogloditas con hormigueros en los párpados sólo
para mirar lo que, según ellos, te llevas. Y van detrás de ti, a macanazos y
pedradas, porque el partido, el presidente, la fundación, las damas, los
empresarios que comulgan, los clubes, las monjas, no te quieren y debes de
soportar esa canción amarga en la que tú eres el villano, únicamente porque
naciste en un lugar y en un instante al que en no pocas ocasiones llamaste
equivocados.
A
los dieciocho conocí el amor. Estaba hecho de hierbas y el cosmos resplandecía
en cada una de sus hojas; fue una de esas chavitas de las abandonadas en la
esquina. Precisamente en ella aprendí a conocer el dulce aroma de la sangre. Me
la daba los viernes; nada más me ponía su dedo entre mis labios, con la promesa
de volver a hacerlo la próxima semana:
—Es
para que no te debilites; tómala de mí, no lo hagas ya de ti, si no, vas a
quedar como muestrario de cortador de trajes.
Nos
quisimos un año; tal vez un poco más. El hecho es que aquella sangre suya tenía
sabor a menta; era de anís y a veces de durazno; sangre de amar el mar de los
amantes. A Tania le agradezco lo gótico. Un día me comentó:
—Nos
invitaron a una fiesta. Unos que hablan de Dios y creen en los poderes de la
eternidad en cada sombra.
—Vamos
-le dije-. Al fin que de todos modos nuestro destino es una barca rota.
Puros
vampiros. A cual más maquillado y anarquista, sedientos de beberse el uno al
otro. Había unas jarras con agua que todos veíamos y nos servíamos como si
fuera sangre roja, tanto como la capa en la que Drácula envolvió su última
siesta. Allí aprendí que la oración es canto y que la más tétrica herida sana
cuando le pones besos en su boca.
—¿Tu
nombre? –les dije diez.
—Ahí
ustedes escojan.
—Todos
están hechos de ti –me respondieron.
—Soy
un libro de cuentos.
Respondí
y me llamaron solamente Carlos.
—Vete
haciendo a la idea pálida y salitrosa de la muerte… -alguno declamó.
Ésta
fue únicamente la primera puerta de todas las que hay que abrir para llegar al
fondo; de la memoria o del olvido; al centro de toda la capacidad de
resistencia en un océano de colores íntimos.
Al
paso de los días nos fuimos entendiendo, haciéndonos imagen, oprimida mejilla
en la negrura del entorno. Primero fue Umberto Eco, difícil para quien sólo
alcanzó la secundaria. El nombre de la
rosa me sujetó del ánimo; el más verde tobillo que a la amistad le queda.
Vino Édgar Alan Poe con su mastín y el gato negro, Melville, cuentos de Dumas,
Lovecraft, Hawthorne… Y también Víctor
Hugo con su frase: “En los ojos del joven arde la llama, en los del viejo brilla la luz”. La lumbre era de
sangre; la sangre era de luz.
Hoy
leemos y rezamos. Creemos en la perplejidad que es el asombro y de Dios no
manejamos definiciones tendenciosas.
Un
día nos agarraron. La toma de posesión del nuevo alcalde nos obligó a su
catecismo. Nos encerraron a los seis.
—¡No
corran!
No
corrimos.
Nuestra
consigna es no poner la otra mejilla, mas tampoco permitir que te rompan un
diente.
Estuve
preso una semana. Cuando salí, Tania decidió irse a Uriangato, tal vez con el
propósito de ayudar en el negocio familiar.
Yo
sigo aquí, viviendo de mí y de quien me ofrece aunque sea diez gotas. A veces
me impresiono de la necesidad. Las cantidades son mayores. Sólo una vez lo hice… De milagro la
chica no murió. Por eso, nunca más. Sólo en los dedos, en las rodillas y
también los codos cuando en los brazos ya no queda de donde succionar, pero en
el cuello, nunca.
**Los
invitamos a la lectura en honor del maestro Herminio Martínez, el viernes 19 de
agosto de 2016 en La Casa de la Cultura de Celaya, salón anexo a la Sala
Hermilo Novelo. Lectura de su obra y de los miembros del taller Diezmo de
Palabras en el segundo aniversario luctuoso de nuestro fundador.
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