POLVO DE HADAS
-La narrativa urbana de Rafael Palacios-
Con
la experiencia cinematográfica, Rafael Palacios describe los ambientes y
personajes de sus historias como si pudiéramos verlos. Crea texturas, superpone
meta-diálogos, nos deja asomarnos al interior de las personas y hurgar en los
planteamientos que no podemos descifrar en pocas líneas. No hay previsibilidad
en lo que escribe. Los estudios en Ciencias de la Comunicación y su propia
participación en teatro le han brindado las tablas y la seguridad de componer y
crear pequeños mundos donde el protagonista es él mismo, pero contando la vida
de alguien más: “Tu mirada atropellaba a
todos, los veías impasible y retadora, caminando altiva por el camellón,
clavando la aguja de tus tacones en el césped húmedo y recién cortado”.
Escribe
desde muy pequeño, pero de manera "seria", desde 2009, cuando entró al Taller Literario
Diezmo de Palabras. Ha trabajado en varios cortometrajes y videoclips. Ama el
cine, la fotografía y las letras. Ha sido publicado en diferentes medios y en el
Oro de los Trigos, narrativa celayense contemporánea. Vale.
Julio
Edgar Méndez
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POLVO
DE HADAS
Rafael
Palacios
Parecía
una muñeca tirada a la basura. Una princesa maltrecha. Una amazona derrotada.
Una flor azotada por una lluvia terrible. Una ninfa violada por el fauno; en
suma: ella era un madrazo en la cara, sangre esparcida por el cielo, vida
desgajada escurriendo por una alcantarilla maloliente.
El lodo ascendía hasta su cara. Sus
zapatos de tacón resonaban por toda la calle. El eco escandaloso advertía a los
vagabundos y a las ratas que se regodeaban en los contenedores de basura. Sus
ojos eran un eterno diluvio, ennegrecidos por el rímel barato que se corría a
fuerza del agua salada que fluía sin descanso. La vereda negra se extendía
hasta su cuello, todavía sin aire, caminaba con trabajos por el callejón.
Sentía que un hilillo negro hacia surcos sobre su piel, el cuerpo le dolía, y
su cabello, otrora sedoso, ahora era sólo un puño de pelos astrosos que le
recordaban su ingrata realidad.
Dentro de sus ojos, sin embargo,
radiaba un curioso brillo que abarcaba su existencia. Miraba para todos lados
buscando una respuesta lógica dentro de todo ese caos. Llovía de manera
pertinaz, casi de forma imperceptible, pero aquella agua no solamente mojaba,
también congelaba hasta el mismo hueso. Seguía su camino, arrastrando los pies
con dificultad y recargándose en los muros interminables que la llevaban casi
de la mano. El miedo nocturno había mutado en una especie de soledad amarga.
Caminaba con los ojos clavados al piso, sólo de vez en cuando, con alguna
ventana o espejo retrovisor, verificaba la gravedad de su rostro.
“Prefiero que sepas quién soy.
Quedar como anónimo lo dejo para los cobardes, para esos seres sin valor que
prefieren esconder el rostro, a mostrarse tal y como se ven a sí mismos en una
reflejo involuntario o por un accidente con un espejo. Lo mío es dejar marcas
en la piel, saborearla desde la sal de una espalda, hasta moldearla con unas
manos firmes y precisas. Me gusta penetrar entre tus gritos y lamentos,
entrecortar tus palabras, desviar tu aliento hacia mi rostro hasta sentir el
huracán de tus suspiros. Me gusta que me presumas inocente y débil, sin la
fuerza necesaria como para retenerte. Llevar tus expresiones desde lo alto
hasta lo profundo, encaramar piel sobre piel en una profundísima oscuridad,
reconocerte a base de tacto y saliva, con ese músculo expandiéndose para
después contraerse; y mirarte escapar de ti en un alarido eterno…”
Cerró los ojos y recordó dónde
había estado las noches anteriores. Cómo, sin reparo alguno, decidió cambiarlo
todo, por estar cerca de esa tempestad que la llamaba a gritos, a susurros que
se colaban por su espalda hasta estremecerla desde la nuca. En el aire callejero se respiraba una tenue
tranquilidad. Recordaba ese lugar lejano, pero ya muy dentro de ella. La
recámara con un vulgar balcón para asomarse al mundo exterior. La lluvia amainó
y dejó al descubierto su rostro desencajado, totalmente hinchado del párpado
izquierdo, con la nariz sangrante aún y sus pupilas hundidas y carentes ya, del
brillo aquel. Un extraño le ofreció ayuda, ella se limitó a negar con la cabeza
y seguir caminando con la vista fija en ningún lugar. El sentimiento de vacío
le acongojó el alma, en vano buscó un Marlboro de su bolso, de todas formas, el
encendedor no prendía debido a la humedad. Sintió un vuelco en el estómago
cuando encontró un papel perfectamente doblado y compactado, ese paquete que un
día antes tomó de su mesita de noche y lo llevó consigo con toda la intención
de perderlo, sin embargo, ahí estaba, y la llamaba desde el ecuador de su
mundo, desde donde todo se dividía y se hacía absurdo.
“La primera vez que te vi, toreabas
automóviles desde la Avenida de los Constituyentes, hasta la entrada del puente
peatonal, que cruza el parador de camiones. Tu mirada atropellaba a todos, los
veías impasible y retadora, caminando altiva por el camellón, clavando la aguja
de tus tacones en el césped húmedo y recién cortado. Sin embargo, estabas
triste. Con ganas de mandarlo todo al diablo y marcharte a casa. Pero no
podías, instintivamente sonreías a cualquier automovilista que llevará el
vidrio abajo. Sin querer, saludabas a todo aquel desconocido que quisiera
encontrar sus ojos con los tuyos. Una niña lloraba, por la banqueta de enfrente
su madre la arrastraba por la calle, iracunda porque la lluvia las empapaba.
Unos albañiles con gruesos impermeables amarillos cruzaban presurosos por un
costado de los camiones, detrás, venías tú, derrotada y temblando de frío.
Cruzamos un par de palabras, quisiste prender un cigarro, pero venían mojados
luego de la cruzada por obtener dinero esa tarde. Nos marchamos a casa, donde
apenas llegando, te encerraste en el baño por largo rato.”
Lo sintió como una caricia cuando
lo inhaló de una sola respiración. El envenenamiento fue casi inmediato. No
pudo evitar apretar los ojos cuando el efecto la despertó, creyó que sus
dolores se harían más agudos, pero no. Un espasmo de bienestar le recorrió el
cuerpo, sacudió la cabeza y siguió caminando. Encontró un chorro de agua que le
pareció limpio, estaba en una pared y ahí se detuvo un rato a curar sus
heridas. El desastre reinaba en su cerebro y se manifestaba en su persona,
tenía los ojos vidriosos, uno de ellos morado y una herida que había dejado de
sangrar, por encima de la ceja. El aro de su nariz ya no estaba, por una de sus
fosas nasales escurría sangre y agua, y la parte derecha de la comisura de sus
labios, tenía una hinchazón escandalosa. Le costaba trabajo hablar, buscaba con
desesperación su teléfono celular, pero se dio cuenta, en un flashback
inmediato, que lo había olvidado en casa de aquél. Cerró los ojos, se resbaló
con dificultad por la pared hasta llegar al suelo, ahí, quedó hecha un ovillo
debajo del chorro de agua, el bienestar que sintió la hizo sonreír, la primera
vez en muchos días.
“Estabas apretujada entre el
inodoro y el lavabo. Musitando frases incoherentes, buscando con desesperación
algo en tu bolsa. Tus ojos eran líquidos, parecidos al aguamarina. Tu boca se
entreabría mostrando lo perlado de tus dientes afilados. En tu nariz brillaba
una delgada argolla de plata y tu largo cuello se exponía a mis dedos
impacientes. Te levanté con delicadeza, te sentí. Una mezcla de olores se coló
por mi nariz, tu cabello con aroma a hierbas, más una sensación acre
proveniente del bote de basura. Puse mis manos en tu cadera e intenté echarte
hacia atrás para distinguir mejor tus ojos, pero cerraste los míos con un beso.
Para cuando sentí mis labios invadidos por los tuyos, tu cuerpo ya estaba
pegado a mí, derramándose en mis abrazos. Tu piel ardía entre todo ese aire
húmedo que nos volvía vapor y nos apremiaba a volar y elevarnos juntos, para
luego estrellarnos desde ese precipicio que nos hacía mutar en un fluido tibio
que se escapaba por entre nuestras piernas. Tú exhalabas de manera sistemática,
me mordías el mentón, los dedos de las manos, los hombros y la espalda; yo
insistía en mirarte de cerca, de encontrar mis ojos con los tuyos, tomando tu
barbilla y dirigiéndola hacía mí. Tú dejabas caer la cabeza hacia adelante. Yo,
posaba mis labios en tu pelo, mientras mis dedos necios, se abrían paso por tu
espalda hasta estrecharla contra mi pecho. Tu piel se me hizo de zafiros y de
estrellas, el líquido seminal recorrió caminos conocidos, y al final, tus ojos
sí se encontraron con los míos.”
Recordó que tuvo que salir huyendo,
tambaleándose por los pasillos, tirando cosas al paso de sus piernas
desesperadas. Recordó tomar lo que estuvo a la mano, recordó un mareo
incesante, como un golpe seco que la hizo poner los pies en la tierra. Luego, todo
sucedió de manera difusa, pero al mismo tiempo, avasallante. Tuvo que
esconderse detrás de la cortina cuando lo vio venir decidido, pasó
desapercibida, pero eso solamente logró que aquél se enfureciera más. Usó lo
que quedaba del polvo de hadas, la nariz le sangró de forma profusa, aun así,
se sintió con valor para decidirse a
intentar escapar a cualquier precio. La reyerta fue implacable, con pesar vio
sus uñas (hechas por la mañana), hacer surcos carmesí por las mejillas de
aquél, y romperse. Corrió al baño de nueva cuenta, y al no poderse encerrar,
trató de esconderse debajo del lavabo. No fue complicado dar con ella, y menos
sacarla de ahí, tomada por los cabellos. Cuando se levantó, su frente fue a dar
con una esquina del lavabo, cerró los ojos fuertemente para ignorar el dolor,
pero semejante golpe la dejó mareada. Luego, mientras era arrastrada por el
pasillo, aquél profería maldiciones e insultos que ella no podía escuchar.
Sentía que se desmayaba, que las fuerzas la abandonaban. Se aferraba a aquellas
manos que la tenían tomada por el cabello, jadeaba con mucha dificultad, sentía
que el corazón estaba por explotarle y que los pulmones poco a poco se llenaban
de sangre. Hizo acopio de fuerzas, cuando creyó que la vida se le escapaba en
un simple parpadeo, arremetió sin verlo, contra él. Un estrellamiento de
vidrios y un alarido largo fue sinónimo de recuperar el aliento. Con trabajos,
se asomó al balcón y pudo ver el cuerpo de un hombre, en el concreto de la
calle, inmóvil, y con los ojos muy abiertos.
“Pero a dónde vas tan solita, puedo
arreglar tu miseria si así lo quieres. ¿Te vas a molestar conmigo sólo por un
par de moretones y heridas? Voy a olvidarlo todo si haces lo mismo. No tenemos
necesidad de recordar este lamentable incidente, ni de hacerlo público.
Devuélveme a la cama y déjame ahí un par de días, que yo sabré cómo
recuperarme. Pero no me dejes, no te vayas porque sin ti mi mundo sería un
reino de tinieblas. No te volveré a golpear, si me prometes dejar la cocaína.
No me gusta porque de inmediato te transformas y te da por hacer cosas raras:
Lloras y maldices, pero al momento estás contenta y me besas y me abrazas. No
puedo con esos cambios de humor. Estás hecha con un rostro increíble, pero tus
ojos, el líquido de tus ojos se ha tornado denso, después de toda esa mierda
que entra por tu nariz. No me dejes por favor, o al menos, súbeme a la
banqueta, donde alguna buena persona seguro llamará a alguien que me ayude. No
me dejes aquí, hace frío y es madrugada. Limpia la sangre de mi rostro,
colócame boca arriba para no ahogarme… no me dejes… no lo hagas.”
Rafael Palaciox, tus letras llegarán hasta Saturno y sus lunas harán películas cortas sobre tus historias; allá en lo galáctico, el origen cósmico al que regresamos, yo te buscaré solo para saludarte y solo para leerte.
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