domingo, 6 de septiembre de 2015

AD VERBATIM


AD VERBATIM
-Lo literal de la literatura-

“Lenguaje: Música con que encantamos a las serpientes que custodian el tesoro ajeno”.
Ambrose Bierce, El diccionario del Diablo.

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EL GIS
Luis Eduardo Vázquez G.

Caminando por la calle, rumbo a nuestra casa, alrededor de las nueve de la noche, mis dos amigos y yo platicábamos sobre el tema de la reencarnación; creer o no creer. ¿Puedes reencarnar en persona, animal o cosa? Y eso desató una guerra de ideas, donde ninguno de los tres estuvimos de acuerdo. Reencarnar en animal, pues es más o menos creíble; en persona,  ahí sí todos estuvimos de acuerdo; pero reencarnar en una cosa... creo que no, eso sí que no y total, para no terminar peor, los tres nos mandamos a importunar a nuestra progenitora y le pusimos punto final a la plática. Cada uno partimos con rumbo diferente hacia nuestros respectivos hogares.
Al llegar a mi casa, tomé una cena ligera y me dirigí a la recámara, me puse la pijama de franela (que es una bata con ositos y un gorro tipo cucurucho con una mota por un lado) y a dormir.
No sé en qué momento sentí claramente cómo me daba un dolor inmenso en el pecho y moría de un infarto, ahí acostado en mi cama. De pronto, sonó el despertador. Con una exclamación de satisfacción  (¡aaaah!) estiré  los brazos y piernas todo lo que pude, pero al abrir mis ojos me di cuenta de que estaba metido en el porta-gises de un pizarrón y que mi cuerpo era circular, alargado y de color blanco. ‘¡Oh, por Dios, soy un gis!’ Y el timbre que había sonado no era el despertador, era el timbre para entrar al salón de clases. De pronto sentí una mano apestosa en exceso, a perfume, de un fulano que me agarró. Dijo “buenos días” y comenzó a retallarme en el pizarrón. Siguió hablando  “donde x representa la incógnita y donde a, b y c son constantes; a, es el coeficiente cuadrático” Y no sé qué tanta madre decía. De la desesperación empecé a sudar, entonces me di cuenta de que mi sudor es el polvito que suelta el gis. El profesor me cambiaba de una mano a otra y se quitaba mi sudor dentro de las bolsas de su pantalón. Escribió diez ecuaciones o esos números y letras feas y les dijo a los muchachos que ése era su examen y acabando la hora de clase se lo tenían que entregar. Se dedicó a esperar, me volvió a dejar donde me había tomado y así hasta que sonó la chicharra. ‘Méndigo viejo, me dio tantos retallones que gastó un cuarto de mi vida, nunca me había desgastado tanto en tan poco tiempo’.
Volvió a sonar una vez más la chicharra, todos los chicos entraron al salón con un bello desmadre de bancas y alegatos, detrás de ellos una mujer obesa, de cabello rizado, unos lentes de asiento de botella y un horrible tufo a cigarro. Se dirigió a los alumnos diciéndoles “good morning, saquen su cuaderno y van a anotar lo que les voy a poner en el pizarrón”. Me tomó con sus gordas manos que olían a cigarro y trasero y comenzó a escribir: “Saltar, correr, dormir, comer, reír, soñar, comprar, cantar, limpiar, volar, escribir, soñar, gritar, amar” y la lista seguía sin terminar. Se me estaba acabando la vida en las manitas de la gorda, de pronto tomó a mi compañero, un borrador que aparentemente siempre ha estado a mi lado y lo retalló sobre el pizarrón y borró todo lo que estaba escrito y comenzó de nuevo con más palabras. La lista se hacía interminable y una vez más volvió a borrar hasta que casi terminaba su hora. Ya para entonces estaba a la mitad de mi vida, era solamente medio gis ‘pinche gorda, me vas a acabar’. Terminando su listado me dejó en mi lugar, junto con mi compañero el borrador, se sacudió sus regordetas manos y les dijo a los alumnos: “para mañana van a conjugar todos esos verbos en presente, pasado y futuro, ése es su examen, los veo mañana, pueden salir”. Pasaron dos minutos y sonó la campanilla. Yo no sabía qué hacer,  era apenas mi segunda hora ahí y ya tenía media vida gastada y eso fue por no creer que uno puede reencarnar en una cosa. Me pregunté yo mismo ‘¿Cuánto durara un gis?’ y me contesté  ‘¡ya valí madre!’.
Aprovechando el receso, entro al salón un fulano gordito, con poco pelo y los pocos que tenía eran canosos, con un bigotillo delgadito, parecido al de Tin Tan,   -aquel artista del cine mexicano de los años 60-, (que más bien parecía una hilera de hormigas negras porque lo traía pintado); con una camisa blanca de manga larga, pantalón beige de vestir y corbata negra. Lo primero que hizo fue agarrarme entre sus dedos chonchos y, sin pedir permiso, me partió por la mitad, me di cuenta (con tremenda alegría), que no sentí nada cuando me partió en dos y también me di cuenta de que mi otra mitad sentía lo mismo que yo. El señor del bigotillo agarró a mi compañero el borrador, borró todo el pizarrón y con el pedazo de mí que traía en sus dedotes feos, me tomó de lado y escribió con letras gruesas y muy grandes: MAÑANA NO HAY CLASES. ‘Desgraciado viejo, todavía de que me partió en dos pedazos, con esas pinches letrotas acabó con la otra mitad de mi existencia, ¿pues quién se cree éste guey?’ Y para rematar, por si fuera poco, le puso más letras que decían: ATTE. EL DIRECTOR.  ‘Uh, qué caray’, cuando me di cuenta de que éste era el director me dije ‘no pues ahora si ya valí madre’. Terminó de escribir y se marchó. Al poco rato se escuchó una vez más el sonido de la entrada al salón. Al ir entrando y ver el anuncio, los muchachos se volvieron locos. Unos empezaron a cantar, otros chiflaban, aquellos se pusieron a bailar, otro grupo empezó a soltar un montón de groserías, las niñas ya se querían encuerar, aventaron las mochilas y todos estaban haciendo planes para disfrutar su día de “güeva”. Cuando de pronto, regresó el director y con una voz afeminada les dijo: “niños, niños, pongan atención, la maestra Mati, la que les toca ahorita, no puede venir porque tiene a su niño enfermo y la clase que sigue, con el maestro Cándido, tampoco vendrá, así que tendrán clase hasta la hora de educación física, los que quieran quedarse y si no ya se pueden retirar, nos vemos el lunes, que pasen felices vacaciones”.
¡No manches! el salón se volvió un manicomio, brincaban arriba de las bancas, cada quien sonando su celular, con la música que les gusta, a todo volumen;  las chicas mal sentadas valiéndoles madres enseñar los calzones, una nena me agarró y pintó en el pizarrón: EL PROFE DE FÍSICA ES GAY.  Otra le arrebató el gis (o sea, a mí) y puso en el otro lado del pizarrón: LA DE INGLÉS ES UNA PERRA. Uno más escribió: EL DE BIOLOGÍA ES MARICA, y así se fueron peleando  todos por tenerme entre sus manos y cada quien escribir cosas. Ya para ese momento yo era solo un pedacito muy pequeño, ya no había lugar donde poner más letreros; por último, se apodero de mí una niña, tal vez la más bonita del salón, me tomó con sus hermosas y delicadas manos muy bien cuidadas y escribió con letra muy recargada una hermosa frase que decía: TODOS SON PUÑALES. Cuando ella escribía tuve  la oportunidad de pensar ‘¿en qué reencarnare en otra vida?’ y ahí se acabó el gis.
Sonó una vez más el timbre que nos indicaba que ya podíamos salir cuando sentí en mi cabeza la mano de alguien moviéndome. Me decía, “joven, joven ¿se siente mal? Toda la mañana ha estado dormido aquí, en su banca, ya es la una, mejor váyase a su casa, nos vemos mañana”.

* Luis Eduardo Vázquez G.  Nació en Celaya a finales de los años 50. Es aficionado a la música y la lectura. Después de perder a un hermano le entró el gusto por escribir y componer canciones, para más tarde coincidir con el  Maestro Herminio Martínez y así formar parte del TALLER LITERARIO DIEZMO DE PALABRAS. Ha sido publicado en diferentes medios y fue seleccionado en España por la editorial DIVERSIDAD LITERARIA, en la categoría de microrrelatos a 5 líneas y publicado en una antología de escritores de varios países. También fue seleccionado por ENDORA EDICIONES para la antología llamada Cuentos del sótano V.

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BAJO EL SIGNO DEL DRAGÓN
Julio Edgar Méndez

Empezó a descomponerse poco a poquito. Las pestañas se le cayeron dentro de la taza de café; un par de uñas, (con todo y dedo) en la sopa; una muela desapareció por la rejilla del lavabo. Tal vez tenían razón cuando me lo advirtieron, “la vista no hace la calidad”.

Todo comenzó un soleado día en San Miguel de Allende. Recuerdo cómo caía el sol con la fuerza que agarra al venir de pura bajadita, cuando en medio de la plaza, llena de pintorescos personajes, blancos lechosos, de cuello rojo, con t-shirts flojas, ojos azules, negros y de los ojos también, algunos personajes de piel morena, dorada, verde (bueno, a esas horas y en esas necesidades se ven todos los colores), entre hirsutísimas y lacias cabelleras, desde el color casi blanco hasta casi negro, pasando por cabellos rojos, amarillos, marrones y hasta azules, destacaba una cabellera negrísima. Inmediatamente esa mujercita llamó mi atención.
Tenía los ojos rasgados, con las oblicuas asignaturas de merodear frente a la vida bajo el signo del dragón. Los labios eran perfectos, rosa intenso y en posición de puchero pornográfico; toda la ilusión de aparador en diciembre, toda oriente, toda promesa, toda amarilla. Sus manos eran porcelana transformada en seda; sus pies pequeñitos parecían envoltura de regalo y, más arriba, destacaban un par de piernas diseñadas bajo el más estricto principio ergonómico. Los brazos eran alas que agitaban el aire, donde la mariposa de su bajo vientre debía volar como ave del paraíso. En efecto, la fragancia de su estrecho túnel tenía recuerdos de mares del otro lado del mundo. Era perfecta, nuevecita y aunque no le entendía ni madres (porque hablaba en chino), supe que el sol había nacido de este lado de mi corazón.
Hablamos sin entendernos, nos manipulamos sin leer manual alguno, deshicimos el oriente a puras ráfagas de besos desde el occidente de nuestra cama, nuestra cocina, el baño, el auto, el pasillo del edificio donde vivo, la terraza de su hotel y la alberca en que nadamos muy profundo y prolongado. También hicimos el amor.
A la tercera semana vino la resurrección del fin. Demasiados detalles para pasar desapercibidos. Las pestañas, las muelas, las uñas; pero yo seguía cerrando los ojos a la fatalidad, se me estaba desmoronando la vida. Lo que nadie veía y yo si tocaba, empezaba también a fallar: un seno se inclinó demasiado lejos del otro, el ombligo se inflaba de pronto como globito compungido, las piernas no se doblaban igual, ni para atrás ni para adelante, el cabello se me quedaba en las manos cuando la jalaba hacia el sur de la lujuria. Total, pobrecita, sus lágrimas salían hacia arriba y lloraba con hipo y flatulencias. Nada que un poco de maquillaje no ayudara a cubrir. Pero cuando el primer brazo se le cayó, ahí sí me empecé a preocupar. Chin… ¡Pinches chinos, qué poca calidad, qué poca madre! Ahí estaba mi gusanito de sexo, sin un brazo, las piernas tiesas, sin cejas ni pestañas, ni dientes. La nariz se le desinfló justo cuando le daba mordiditas para animarla. ¡Tanto atravesar el mundo para venir a descomponerse en tierra ajena!, tierra globera, cierto, pero con una artesanía perrísima para hacer chamacos, propios y ajenos.
¿Cómo armarla de nuevo? Ella me decía palabras en su idioma sesgadito y yo no entendía que me pedía que mejor la devolviera a su tierra. Compré un Colaloca, (que pega de locura), y cabello a cabello, uña a uña, diente a diente, quise devolverle su figurita de mujer dragón de ensueño. El pubis lo dejé tal cual, porque a los dos como que nos gustaron sus alas lampiñas. Con unos remaches pop le ajusté senos y brazos, a las piernas les coloqué bisagras de última tecnología para que se movieran cuando la necesidad se imponía a la terrible visión de mi chinita reconstruida.
Las cosas funcionaban más o menos, pero era indudable que aquello no podía durar mucho, cuando de pronto, ¡zas!, se me prendió el foco. La coloqué en una carretilla y la llevé con unos amigos ingenieros especialistas en clonación. Sólo que, como no tienen tecnología de punta, me dijeron que usaban software pirata. Ni modo, les dije, esto es urgente. La clonaron, guardaron la original para futuras referencias y con mi copia pirata de nuevo nos pusimos a darle vuelo al vuelo.

Desde ese día debo ir cada dos o tres meses a clonarla, porque ahora que el original se deshizo por completo, estas copias malhechas se deshacen bien rápido y, además, se ven todas borrosas en la cama.


** JULIO EDGAR MÉNDEZ es Coordinador del  Taller Literario Diezmo de Palabras, fundado por el escritor Herminio Martínez en Celaya, Gto. Ha sido publicado en  libros de narrativa y poesía. Ha ganado varios premios y reconocimientos en México y el extranjero, incluyendo el Concurso regional de literatura infantil en dos ocasiones.

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