AD VERBATIM
-Lo literal de la literatura-
“Lenguaje:
Música con que encantamos a las serpientes que custodian el tesoro ajeno”.
Ambrose
Bierce, El diccionario del Diablo.
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EL GIS
Luis
Eduardo Vázquez G.
Caminando
por la calle, rumbo a nuestra casa, alrededor de las nueve de la noche, mis dos
amigos y yo platicábamos sobre el tema de la reencarnación; creer o no creer.
¿Puedes reencarnar en persona, animal o cosa? Y eso desató una guerra de ideas,
donde ninguno de los tres estuvimos de acuerdo. Reencarnar en animal, pues es
más o menos creíble; en persona, ahí sí
todos estuvimos de acuerdo; pero reencarnar en una cosa... creo que no, eso sí
que no y total, para no terminar peor, los tres nos mandamos a importunar a
nuestra progenitora y le pusimos punto final a la plática. Cada uno partimos
con rumbo diferente hacia nuestros respectivos hogares.
Al
llegar a mi casa, tomé una cena ligera y me dirigí a la recámara, me puse la
pijama de franela (que es una bata con ositos y un gorro tipo cucurucho con una
mota por un lado) y a dormir.
No
sé en qué momento sentí claramente cómo me daba un dolor inmenso en el pecho y
moría de un infarto, ahí acostado en mi cama. De pronto, sonó el despertador. Con
una exclamación de satisfacción (¡aaaah!)
estiré los brazos y piernas todo lo que
pude, pero al abrir mis ojos me di cuenta de que estaba metido en el porta-gises
de un pizarrón y que mi cuerpo era circular, alargado y de color blanco. ‘¡Oh,
por Dios, soy un gis!’ Y el timbre que había sonado no era el despertador, era
el timbre para entrar al salón de clases. De pronto sentí una mano apestosa en
exceso, a perfume, de un fulano que me agarró. Dijo “buenos días” y comenzó a
retallarme en el pizarrón. Siguió hablando
“donde x representa la incógnita y donde a, b y c son constantes; a, es
el coeficiente cuadrático” Y no sé qué tanta madre decía. De la desesperación
empecé a sudar, entonces me di cuenta de que mi sudor es el polvito que suelta
el gis. El profesor me cambiaba de una mano a otra y se quitaba mi sudor dentro
de las bolsas de su pantalón. Escribió diez ecuaciones o esos números y letras
feas y les dijo a los muchachos que ése era su examen y acabando la hora de
clase se lo tenían que entregar. Se dedicó a esperar, me volvió a dejar donde
me había tomado y así hasta que sonó la chicharra. ‘Méndigo viejo, me dio
tantos retallones que gastó un cuarto de mi vida, nunca me había desgastado
tanto en tan poco tiempo’.
Volvió
a sonar una vez más la chicharra, todos los chicos entraron al salón con un
bello desmadre de bancas y alegatos, detrás de ellos una mujer obesa, de
cabello rizado, unos lentes de asiento de botella y un horrible tufo a cigarro.
Se dirigió a los alumnos diciéndoles “good
morning, saquen su cuaderno y van a anotar lo que les voy a poner en el
pizarrón”. Me tomó con sus gordas manos que olían a cigarro y trasero y comenzó
a escribir: “Saltar, correr, dormir, comer, reír, soñar, comprar, cantar,
limpiar, volar, escribir, soñar, gritar, amar” y la lista seguía sin terminar.
Se me estaba acabando la vida en las manitas de la gorda, de pronto tomó a mi
compañero, un borrador que aparentemente siempre ha estado a mi lado y lo
retalló sobre el pizarrón y borró todo lo que estaba escrito y comenzó de nuevo
con más palabras. La lista se hacía interminable y una vez más volvió a borrar
hasta que casi terminaba su hora. Ya para entonces estaba a la mitad de mi
vida, era solamente medio gis ‘pinche gorda, me vas a acabar’. Terminando su
listado me dejó en mi lugar, junto con mi compañero el borrador, se sacudió sus
regordetas manos y les dijo a los alumnos: “para mañana van a conjugar todos
esos verbos en presente, pasado y futuro, ése es su examen, los veo mañana,
pueden salir”. Pasaron dos minutos y sonó la campanilla. Yo no sabía qué hacer,
era apenas mi segunda hora ahí y ya
tenía media vida gastada y eso fue por no creer que uno puede reencarnar en una
cosa. Me pregunté yo mismo ‘¿Cuánto durara un gis?’ y me contesté ‘¡ya valí madre!’.
Aprovechando
el receso, entro al salón un fulano gordito, con poco pelo y los pocos que
tenía eran canosos, con un bigotillo delgadito, parecido al de Tin Tan, -aquel artista del cine mexicano de los años
60-, (que más bien parecía una hilera de hormigas negras porque lo traía
pintado); con una camisa blanca de manga larga, pantalón beige de vestir y
corbata negra. Lo primero que hizo fue agarrarme entre sus dedos chonchos y,
sin pedir permiso, me partió por la mitad, me di cuenta (con tremenda alegría),
que no sentí nada cuando me partió en dos y también me di cuenta de que mi otra
mitad sentía lo mismo que yo. El señor del bigotillo agarró a mi compañero el
borrador, borró todo el pizarrón y con el pedazo de mí que traía en sus dedotes
feos, me tomó de lado y escribió con letras gruesas y muy grandes: MAÑANA NO
HAY CLASES. ‘Desgraciado viejo, todavía de que me partió en dos pedazos, con
esas pinches letrotas acabó con la otra mitad de mi existencia, ¿pues quién se
cree éste guey?’ Y para rematar, por si fuera poco, le puso más letras que
decían: ATTE. EL DIRECTOR. ‘Uh, qué caray’,
cuando me di cuenta de que éste era el director me dije ‘no pues ahora si ya
valí madre’. Terminó de escribir y se marchó. Al poco rato se escuchó una vez
más el sonido de la entrada al salón. Al ir entrando y ver el anuncio, los
muchachos se volvieron locos. Unos empezaron a cantar, otros chiflaban,
aquellos se pusieron a bailar, otro grupo empezó a soltar un montón de
groserías, las niñas ya se querían encuerar, aventaron las mochilas y todos
estaban haciendo planes para disfrutar su día de “güeva”. Cuando de pronto, regresó
el director y con una voz afeminada les dijo: “niños, niños, pongan atención,
la maestra Mati, la que les toca ahorita, no puede venir porque tiene a su niño
enfermo y la clase que sigue, con el maestro Cándido, tampoco vendrá, así que
tendrán clase hasta la hora de educación física, los que quieran quedarse y si
no ya se pueden retirar, nos vemos el lunes, que pasen felices vacaciones”.
¡No
manches! el salón se volvió un manicomio, brincaban arriba de las bancas, cada
quien sonando su celular, con la música que les gusta, a todo volumen; las chicas mal sentadas valiéndoles madres
enseñar los calzones, una nena me agarró y pintó en el pizarrón: EL PROFE DE
FÍSICA ES GAY. Otra le arrebató el gis
(o sea, a mí) y puso en el otro lado del pizarrón: LA DE INGLÉS ES UNA PERRA.
Uno más escribió: EL DE BIOLOGÍA ES MARICA, y así se fueron peleando todos por tenerme entre sus manos y cada
quien escribir cosas. Ya para ese momento yo era solo un pedacito muy pequeño, ya
no había lugar donde poner más letreros; por último, se apodero de mí una niña,
tal vez la más bonita del salón, me tomó con sus hermosas y delicadas manos muy
bien cuidadas y escribió con letra muy recargada una hermosa frase que decía:
TODOS SON PUÑALES. Cuando ella escribía tuve
la oportunidad de pensar ‘¿en qué reencarnare en otra vida?’ y ahí se
acabó el gis.
Sonó
una vez más el timbre que nos indicaba que ya podíamos salir cuando sentí en mi
cabeza la mano de alguien moviéndome. Me decía, “joven, joven ¿se siente mal?
Toda la mañana ha estado dormido aquí, en su banca, ya es la una, mejor váyase
a su casa, nos vemos mañana”.
* Luis Eduardo Vázquez G. Nació en Celaya a finales de los años 50. Es
aficionado a la música y la lectura. Después de perder a un hermano le entró el
gusto por escribir y componer canciones, para más tarde coincidir con el Maestro Herminio Martínez y así formar parte
del TALLER LITERARIO DIEZMO DE PALABRAS. Ha sido publicado en diferentes medios
y fue seleccionado en España por la editorial DIVERSIDAD LITERARIA, en la
categoría de microrrelatos a 5 líneas y publicado en una antología de
escritores de varios países. También fue seleccionado por ENDORA EDICIONES para
la antología llamada Cuentos del sótano V.
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BAJO EL SIGNO DEL DRAGÓN
Julio
Edgar Méndez
Empezó
a descomponerse poco a poquito. Las pestañas se le cayeron dentro de la taza de
café; un par de uñas, (con todo y dedo) en la sopa; una muela desapareció por
la rejilla del lavabo. Tal vez tenían razón cuando me lo advirtieron, “la vista
no hace la calidad”.
Todo
comenzó un soleado día en San Miguel de Allende. Recuerdo cómo caía el sol con
la fuerza que agarra al venir de pura bajadita, cuando en medio de la plaza,
llena de pintorescos personajes, blancos lechosos, de cuello rojo, con t-shirts
flojas, ojos azules, negros y de los ojos también, algunos personajes de piel
morena, dorada, verde (bueno, a esas horas y en esas necesidades se ven todos
los colores), entre hirsutísimas y lacias cabelleras, desde el color casi blanco
hasta casi negro, pasando por cabellos rojos, amarillos, marrones y hasta
azules, destacaba una cabellera negrísima. Inmediatamente esa mujercita llamó
mi atención.
Tenía
los ojos rasgados, con las oblicuas asignaturas de merodear frente a la vida
bajo el signo del dragón. Los labios eran perfectos, rosa intenso y en posición
de puchero pornográfico; toda la ilusión de aparador en diciembre, toda
oriente, toda promesa, toda amarilla. Sus manos eran porcelana transformada en
seda; sus pies pequeñitos parecían envoltura de regalo y, más arriba,
destacaban un par de piernas diseñadas bajo el más estricto principio
ergonómico. Los brazos eran alas que agitaban el aire, donde la mariposa de su
bajo vientre debía volar como ave del paraíso. En efecto, la fragancia de su
estrecho túnel tenía recuerdos de mares del otro lado del mundo. Era perfecta,
nuevecita y aunque no le entendía ni madres (porque hablaba en chino), supe que
el sol había nacido de este lado de mi corazón.
Hablamos
sin entendernos, nos manipulamos sin leer manual alguno, deshicimos el oriente
a puras ráfagas de besos desde el occidente de nuestra cama, nuestra cocina, el
baño, el auto, el pasillo del edificio donde vivo, la terraza de su hotel y la
alberca en que nadamos muy profundo y prolongado. También hicimos el amor.
A la
tercera semana vino la resurrección del fin. Demasiados detalles para pasar
desapercibidos. Las pestañas, las muelas, las uñas; pero yo seguía cerrando los
ojos a la fatalidad, se me estaba desmoronando la vida. Lo que nadie veía y yo
si tocaba, empezaba también a fallar: un seno se inclinó demasiado lejos del
otro, el ombligo se inflaba de pronto como globito compungido, las piernas no
se doblaban igual, ni para atrás ni para adelante, el cabello se me quedaba en
las manos cuando la jalaba hacia el sur de la lujuria. Total, pobrecita, sus
lágrimas salían hacia arriba y lloraba con hipo y flatulencias. Nada que un
poco de maquillaje no ayudara a cubrir. Pero cuando el primer brazo se le cayó,
ahí sí me empecé a preocupar. Chin… ¡Pinches chinos, qué poca calidad, qué poca
madre! Ahí estaba mi gusanito de sexo, sin un brazo, las piernas tiesas, sin
cejas ni pestañas, ni dientes. La nariz se le desinfló justo cuando le daba
mordiditas para animarla. ¡Tanto atravesar el mundo para venir a descomponerse
en tierra ajena!, tierra globera, cierto, pero con una artesanía perrísima para
hacer chamacos, propios y ajenos.
¿Cómo
armarla de nuevo? Ella me decía palabras en su idioma sesgadito y yo no
entendía que me pedía que mejor la devolviera a su tierra. Compré un Colaloca, (que pega de locura), y
cabello a cabello, uña a uña, diente a diente, quise devolverle su figurita de
mujer dragón de ensueño. El pubis lo dejé tal cual, porque a los dos como que
nos gustaron sus alas lampiñas. Con unos remaches pop le ajusté senos y brazos,
a las piernas les coloqué bisagras de última tecnología para que se movieran
cuando la necesidad se imponía a la terrible visión de mi chinita reconstruida.
Las
cosas funcionaban más o menos, pero era indudable que aquello no podía durar
mucho, cuando de pronto, ¡zas!, se me prendió el foco. La coloqué en una
carretilla y la llevé con unos amigos ingenieros especialistas en clonación.
Sólo que, como no tienen tecnología de punta, me dijeron que usaban software
pirata. Ni modo, les dije, esto es urgente. La clonaron, guardaron la original
para futuras referencias y con mi copia pirata de nuevo nos pusimos a darle
vuelo al vuelo.
Desde
ese día debo ir cada dos o tres meses a clonarla, porque ahora que el original
se deshizo por completo, estas copias malhechas se deshacen bien rápido y,
además, se ven todas borrosas en la cama.
** JULIO EDGAR MÉNDEZ es Coordinador del Taller Literario Diezmo de Palabras, fundado
por el escritor Herminio Martínez en Celaya, Gto. Ha sido publicado en libros de narrativa y poesía. Ha ganado
varios premios y reconocimientos en México y el extranjero, incluyendo el
Concurso regional de literatura infantil en dos ocasiones.
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