LETRAS SOBRE UNA SERVILLETA
“Escribir
es terapéutico”, dice el personaje de una de las historias de nuestra página de
hoy. Lo cual se puede comprobar si usted, estimado lector, toma un lápiz, pluma
y papel o teclea frente a un ordenador cualquier asunto que le parezca
relevante, divertido o cargado de nostalgia. "Uno es dueño de lo que calla
y esclavo de lo que habla” -Freud dixit-
y parafraseando su axioma podemos decir que los textos de esta página son el
resultado de la esclavitud que significa contar, sobre una servilleta
inclusive, lo que ha dejado de pertenecernos. Así nace la narrativa. Jessica
Escobedo, quien persigue una carrera en Letras, a sus dieciocho años ya nos
muestra un estilo incipiente con la influencia de sus autores favoritos,
quienes han creado escuela en el arte del terror y el misterio. Javier Mendoza
es un profesionista cuyo origen humilde y los sacrificios y esfuerzos que
suponen salir adelante, le han dado esa sensibilidad de narrar con la pluma del
corazón. Patricia Ruiz tiene una prosa
directa, impecable y ordenada, no en balde su profesión como administradora y
además redactora profesional. Los tres son parte del Taller Literario Diezmo de
Palabras. Los tres son narradores que, sin egoísmo alguno, regalan sus textos
(ya no son sus dueños porque no callaron sobre ello), para disfrute de todo
aquél que desee asomarse a esas palabras escritas sobre cualquier servilleta.
Julio
Edgar Méndez
ME
VOLVÍ A ENAMORAR DEL DESAYUNO
Jessica
Escobedo Méndez
Mis
pies ya no tocaban el suelo, mis ojos ya no daban crédito a lo que veían,
ninguno de mis sentidos respondía, yo ya no era yo. Pude haberme ido de ahí
enseguida, instintivamente y como un niño pequeño viendo una película de terror
pude haber cerrado los ojos, quizá debí dar media vuelta inmediatamente y
fingir que nada estaba pasando. Sí, quizá. Pero no, en lugar de eso observé
detenidamente, como un crítico de arte observa el trabajo de su próxima
víctima, como un ciego observa la profundidad de lo infinito, como alguien
viendo al amor de su vida por primera vez. Y es que eso eras tú para mí: mi
víctima, el amor de mi vida. Pero me equivoqué, porque la victima fui yo,
porque mi constante forma de pensar me llevó a la locura, porque sin siquiera
imaginar que algún día podría tenerte entre mis brazos, quise intentarlo.
Traté
una y mil veces de llamar tu atención. Pero ¿acaso era yo un estúpido payaso de
circo tratando de complacer a un espectador que solo busca distraerse un rato? No;
y me sentí ofendida de una y mil formas, todo lo había hecho yo a causa tuya,
ahora eras tú la culpable de que sintiera un odio infinito hacia mí misma en lo
más profundo de mis entrañas, por fallarme a costillas de un gusto mundano que
no me iba durar ni el suspiro de mi placer.
El
suelo se quebró bajo mis pies con el sonido de tu voz, con el eco de mi llanto
y, al paso del tiempo, el dolor también se fue apagando; se consumió cual vela
encendida. Constantemente me preguntaban por ti, si algún día volverías, y
siempre respondí “¿Algún día estuvo aquí?” Nunca obtuve respuesta, sin embargo,
yo sabía, siempre supe que no ibas a regresar, lo supe cuando me dejaste de
querer, cuando alguien más te esperaba
mientras arreglabas las maletas y desordenabas lo que me quedaba de
vida, lo supe cuando el ultimo bocadillo que quedaba de ti se terminó.
LA
ÚLTIMA RESPUESTA
Javier
Alejandro Mendoza
María
era una mujer plena; felizmente casada con Armando desde hacía tres años, para
contar cinco desde que se conocieron.
Los hijos aún no llegaban para darle al matrimonio la oportunidad de
seguir siendo amigos, novios y amantes.
Era parte del cortejo entre esos dos enamorados formular con astucia la
misma pregunta: “¿Qué serías capaz de hacer por mí?” La respuesta de la ocasión podía ser cursi,
fantasiosa o muy real, comenzada siempre igual: “Por ti, mi amor, sería capaz…
de subir al cielo para bajar las estrellas, de cruzar un desierto sin
desfallecer, de darte mi vida”. Lo cual
era cierto en una relación que parecía de ensueño. Un hermoso sueño del cual comenzaron a
despertar varios meses atrás, cuando el ascenso en el trabajo de Armando le
restó tiempo a la relación, cada vez con más frecuencia.
Aquella
tarde, ya ataviada como una reina de belleza la leal esposa aguardaba a su
caballero para revivir los bellos tiempos del noviazgo, con la intención de ir
al cine antes de disfrutar una deliciosa cena fuera de casa. Pero las ilusiones fueron rotas una vez más
por una llamada de Armando, que por los esclavizantes deberes de la oficina no
asistiría a la función. Ante la
insidiosa pregunta formulada desde lejos: “Amor, ¿qué serías capaz de hacer por
mí?”, la desangelada respuesta de María fue obvia: “De entender… de esperar”.
Una
vez colgado el teléfono la dama se colocó frente al espejo y al contemplar su
bella imagen se dio cuenta de que aún estaba viva. Sin alterar su maquillaje, con lágrimas de
tristeza que fueron oportunamente ahogadas, tomó lo necesario y salió sola,
dispuesta a ir al cine o a donde alguien más se percatara de su presencia. El auto fue conducido sin aparente destino,
para que precisamente fuera el destino quien hizo que María pasara frente a un
hotel de pocas estrellas. Al descubrir a
su amado esposo salir de aquel clandestino lugar, acompañado de otra mujer, una
paralizante sorpresa por poco ocasiona un accidente. Fue la astucia de otros choferes y
transeúntes lo que evitó choques y atropellamientos. Ausente al resto de su entorno, la víctima
del engaño se aferró al volante y, entre un río de llanto que arrasó todo a su
paso, siguió a la feliz pareja, que no muy lejos de ahí entró a un negocio que
ofertaba deliciosos platillos. Sin la
mínima prudencia María mal estacionó el auto, muy segura de que no volvería por
él. Con cierto desespero buscó en la
guantera el arma, que sólo para un caso extremo de defensa era guardada en ese
lugar y, con decisión, entró al restaurante.
Luego de localizar al hombre que había traicionado un pacto de fidelidad
se plantó frente a él y, sin dar tiempo a reacciones, con determinación apuntó
para luego vaciar toda la carga de la pistola.
Los gritos, el desorden y el remordimiento no lograron alterar a la
asesina que seguía jalando del gatillo pese a que las balas ya habían
terminado… lo mismo que la vida de Armando.
Antes
de que el intimidante ruido de sirenas y policías lo invadiera todo, sin la
menor intención de huir, frente el inerte cuerpo de su querido esposo, María
murmuró: “¿Qué sería capaz de hacer por ti, amor? Si me lo preguntaras una vez más te diría que
por ti sería capaz hasta de matar. Te
juro que esa hubiera sido mi última respuesta”.
LETRAS
EN UNA SERVILLETA DE PAPEL
Patricia
Ruiz Hernández
Escribo
estas líneas sentado en la cafetería frente a mi alma máter. Soy un estudiante
de arquitectura, pero, debería decir, un estudiante pobre de arquitectura. Tomé
la decisión de abandonar mis estudios ya que la situación es insoportable, no
dispongo de los medios para continuar mi educación y lograr el sueño de
convertirme en profesional, así que seré un desertor, uno más para las
estadísticas. La idea surgió después de que me negaron una beca y tampoco obtuve el trabajo de mesero que
solicité. Mi familia es humilde e iletrada, nunca me han apoyado, para ellos
soy un flojonazo que rehúye trabajar; con esto queda demostrado que la pobreza
y la ignorancia son hermanas siamesas. No tengo ni para pagar el café que estoy
tomando, seguramente emprenderé la graciosa huida, y no será la primera vez.
Para desahogarme, garabateo mis pensamientos en esta servilleta de papel, pues
dejé mis cuadernos en el cuartito que rento, que por cierto no he pagado. Me
escondo del casero después de pedirle un poco más de tiempo, pero él, sin
entender razones me dio un ultimátum. Di vuelta al papel y economizo el
espacio, reduciendo el tamaño de letra y las ideas.
Los
trabajos eventuales en los que me empleo no me daban lo suficiente para
sufragar mis gastos. Me alimento –en el mejor de los casos- una vez al día.
Los viejos zapatos que adquirí en un bazar ya cuelan el agua de los charcos y
mi ropa antes colorida, ya luce monocromática y ajada. Tuve que recurrir a una
academia que ofrece cortes de pelo gratuitos; me presté como conejillo de
indias de las aprendices que me dejaron trasquilado. Hay una alternativa que no
he considerado: vender mi sangre; por supuesto será de manera clandestina; mis
amigos me animan con el argumento que de esta manera puedo subsistir lo que
resta de la carrera, sólo debo presentarme en cierto laboratorio y llenar un
cuestionario en el que habré de mentir al apuntar que soy la salud
personificada, enseguida me anotarán como donador altruista y pagarán
discretamente. Otra forma puede ser acudir a los hospitales y ofrecer mis
servicios a los familiares de pacientes que requieran donadores. Imagino que con el dinero podré darme un
banquetazo. Se acabó el espacio…Al parecer encontré una salida, ¡caray!,
escribir es terapéutico. Sólo queda un problema por resolver: la sangre me
marea y le tengo un miedo irracional a las agujas.
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