IN MEMORIAM
“Fue una noche increíble y mal sentada
debajo de la lluvia y sus vocales,
gritándonos a chorros tantas sílabas”.
Herminio
Martínez (+)13 de marzo 1949 – 17 de agosto 2014
LA
PUERTA
Herminio
Martínez (+)
La
luz de la sala se veía encendida cuando los vecinos oyeron la ambulancia; fue
lo que me dijeron antes de las diez, cuando en su camioneta Libia Nájera me
llevó a la casa. Habíamos ido a tomarnos un café; con frecuencia lo hacemos;
hay temas de qué hablar y deliciosas galletillas en El Céfiros.
Algunos aseguran que se escuchó un disparo,
otros que dos o tal vez tres. Como haya sido, el caballero llevaba ya veinte
minutos de haber muerto… Fue la opinión del médico. Y en cuanto llegué supe la
noticia: “Ya se lo llevaron”. “Iba con la cabeza destrozada”... “Lo sentimos,
señora”. “La acompañamos en su pena, doña Brígida”.
Entré, olí la sangre, dije: “¿Qué pasó?”…
“Cualquiera diría que fue un suicidio”, murmuró Rosita, la empleada del
servicio, aquí presente. Al principio pensé que era una más de sus hipótesis.
Le tengo prohibido hablar e irse de la casa si no le he dado la orden. “Escuché
la explosión, corrí asustada –comentó la mucama, ahogándose-, vinieron los
vecinos, la ambulancia… Pienso que se mató, señora”. “¡No digas eso! ¡Juan Carlos era un ángel,
Rosa! Me parece increíble que haya tenido valor para accionar el arma. ¡No!”,
concluí, observándola.
Les
digo la verdad, Juan Carlos era un marido fiel, muy obediente y responsable. Un
ángel, a su modo. Nos amábamos desde que los martes me llevaba flores, ¡uf! Lo
que son las cosas, ahora seré yo quien se las tenga que llevar cada año hasta
su tumba. Espero no sean muchas, porque de ahora en adelante, con su pensión,
no alcanzaré a vivir. A cambio, ya no tendré que decirle no entres a la casa
con zapatos, no sudes, no hagas ese molesto ruido al masticar, no leas, no
escribas mientras esté durmiendo, no ronques, no sueñes, no cenes, no comas ajo,
no molestes a los pájaros, no guardes en mis cajones tus camisas, no fumes, no
reces, no declames, deja en paz a los gatos, no te muevas, no uses el teléfono,
porque está por llamarme Berenice. Ah, porque para eso sí que era un fastidio…
No cruces las piernas al hablar, no te rasures las patillas, córtate la uñas,
ponte pomada para el pie de atleta, mañana voy a teñirte el pelo como a mí me
gusta, ya no te pongas ese pantalón ridículo, no vayas a la plaza, no te
levantes tan temprano, líjate los talones antes de que te metas a las sábanas;
¿por qué no te mudas definitivamente a la otra habitación? ¡No te bañes
desnudo, no sea que Rosa María entre a la recámara!
No
tuvimos hijos, pero sí cuarenta y nueve años de felicidad matrimonial. A veces
discutíamos. Antier fue nada más una de tantas, aunque en esta ocasión lo sentí
más débil, menos resistente, como si estuviera ya vencido: “¡Estúpido! –le
grité-. La blanca es más bonita. Es la que a mí me gusta, la del vitral con
alcatraces rojos. No quiero otra; la que tú has señalado es de mal gusto”. El
sol era tan viejo al medio día. Quiero decir que el resplandor me pareció más
amarillo que otras tardes, igual que las facciones de Juan Carlos. Habíamos ido
a elegir la nueva puerta de la sala; pensábamos cambiarla, mejor dicho yo lo
decidí. “Antes de la llegada de las lluvias, tendremos una nueva puerta. La que
tenemos ya no gira; raspa el piso”, le comenté después del desayuno. “De
acuerdo, Brígida –respondió-, iremos cuando regrese de la loma; voy a ver si
los becerros del Parchado no se han metido a la parcela”. Y sí, se fue temprano
para estar pronto de regreso e irnos a la ciudad. No piensen que soy frívola,
sencillamente tengo mejores gustos y él…, bueno, por algo se murió ¿verdad?,
porque hasta para vivir hay que tener carácter. Era un marido muy viril, de eso
no hay duda, aunque siempre corriendo como una gallina sin cabeza.
Los
vecinos son víboras, a veces cuervos, no hay que creerles todo, habrán dicho de
mí: “Genio tan fuerte como el de la señora, sólo el mal tequila”. “En una
crisis de violentas lágrimas lo empujó a morir”. “Para el pobre señor fue como
un negro día de calabazas e ira”. ¡Malvados! Los conozco bien. Es envidia. Él
me temía pero también me amaba. Las frías fuentes de su miedo fueron las que lo
condujeron a morir.
Cuando
íbamos, lo sentí manejar sin novedad; el motor del vehículo ¡perfecto!, hasta
que nos estacionamos y nos metimos a la tienda, donde, si no se hubiese puesto
a discutir, a dar puntos de vista, a pronunciar contrariedades, el dueño del
negocio de inmediato hubiese mandado colocar aquélla puerta y ni Rosa María ni
yo estuviéramos aquí esperándolo.
¡Ya
entreguen el cadáver! Al fin que de todas maneras tarde o temprano habría de
suceder. Morirse es pan de cada día. ¿Por qué tantas preguntas? ¡Vamos a darnos prisa! Porque, aunque
cansadas y con sueño, no vamos a dormir. Y todavía tenemos que velarlo.
DIEZMO
DE SECTARIOS
Miguel
Sánchez Martínez
Ha quedado impreso en mi memoria como el
octavo día. Un día antes fue lunes y uno después martes. Ese lapso de 24 horas,
no lo puedo precisar con fecha. Había transcurrido con toda normalidad, hasta
el atardecer.
Llegué
al edificio del siglo XVI. El portón estaba entreabierto. Decidí pasar. El
escritorio del maestro se hallaba vacío. En la sala donde se imparte el taller
literario tampoco había nadie.
Miré mi reloj. Aún faltaban quince minutos
para las seis. Comencé a husmear los títulos de las obras acomodadas en los
libreros, para dejar correr el tiempo. Eran libros viejos, con las portadas
deslustradas. Sus temas eran principalmente de arquitectura, historia y arte
tanto de Guanajuato como de sus municipios. Al oír pasos a mis espaldas, me volví
para saludar.
—Buenas tardes.
Se trataba de un hombre de la tercera
edad, con saco viejo y oscuro; una imagen de la santa muerte colgaba de su
cuello; en la frente llevaba una cinta negra con una estrella dorada en el
centro. Juntó ambas manos en su pecho. Se inclinó ligeramente hacia mí para
murmurar algo ininteligible. Acto seguido, ocupó una silla. Al ver a tan
singular personaje, con las mejillas hundidas, la mirada fija al frente, totalmente inmóvil, recordé al
maestro, había comentado que esporádicamente se acercaban al taller personas
extravagantes. Se dan aires de místicos y creen que sus confusas e
incomprensibles reflexiones, producto de mentes dislocadas, son dignos de ser
escuchados y trascender mediante la edición impresa. Inmediatamente me
tranquilicé, el maestro Herminio nos
había dicho que estos loquitos eran inofensivos.
Tomé un libro cuyo título me llamó la
atención. Me senté a leer. El primer capítulo hablaba sobre las ramificaciones
de túneles, se encuentran bajo las calles y edificaciones de la zona centro de
Celaya. Su lugar de eclosión es el templo del Carmen. Leía maravillado las
descripciones de esos pasadizos subterráneos, lúgubres y fríos. Mi mente
exaltada imaginaba sus posibles usos dados por los clérigos en el pasado. Yo
tal vez algo ingenuo, creía que habían sido usados exclusivamente en
situaciones de extremo peligro, para poner a salvo su integridad, como en la
guerra cristera o revolución. Pero el autor, quizá mejor documentado o con una
imaginación más tétrica, daba como posibles teorías, que dichos subterráneos
pudieron haber servido para ocultar, proferir dolor y hasta desaparecer a enemigos de la iglesia o del gobierno en
turno. Ofrecía una explicación minuciosa, de una serie de torturas físicas y
psicológicas aplicadas a los pobres infortunados, quienes no comulgaban con las
ideas clericales o políticas de su época. Yo sabía que algunos historiadores
fantasean, para impregnar de interés sus publicaciones. Pero, debo confesar, la
narración me fascinó sobremanera.
Cuando leo tengo muy desarrollada la
capacidad de concentración, me aíslo como en una esfera hermética. Permanezco a
salvo de cualquier turbación provocada por algún ruido o ligero contacto
físico. Debido a esto, no me percaté de
que el recinto se había ido llenando paulatinamente. Al dejar la lectura y
observar a mi alrededor, la sorpresa me expandió los ojos, al ver la mesa
poblada con una decena de individuos. Aunque esto era común todos los martes,
no obstante, recorrí con la vista los rostros de esos hombres y mujeres y en
ningún lado se encontraba Rosaura, Diana, Enrique, Rafael, Edgar o algún otro
compañero conocido. En su lugar había una fracción del manicomio. Estos
singulares personajes, tanto por su atuendo como por sus facciones, transmitían
desconcierto y aversión. Una mujer cubría su cabellera con un velo negro. Su
maquillaje, tan sobrecargado, le daba
una palidez sólo comparable con un cadáver. Un joven de camisa de manga corta,
presentaba cicatrices en ambos brazos. Todos traían alguna imagen del maligno,
ya sea en un anillo, en una pulsera o en un collar. En sus ropas llevaban
imágenes de estrellas, lunas, cometas o algo asociado con las constelaciones.
Se mantenían expectantes. La ansiedad, la incertidumbre y la angustia se veían
representadas en esas caras. Observaban con fijeza al frente. Algo percibí en
esas miradas profundas. Dirigí mi vista hacia los ojos de un hombre obeso de
barba larga y desaliñada. En ningún momento parpadeó durante los minutos que lo
observé. Al sentir intromisión de mi
parte, movió su cuello hasta quedar sus
ojos fijos en los míos. Nadie hablaba. El único movimiento percibido por mí fue
el del cuello del gordo barbudo. Si me hubiesen dicho que me encontraba en un
museo de cera, de verdad lo habría creído.
Mi mente comenzó a trabajar, le achacaba a
un error mío la inverosimilitud de lo que estaba ocurriendo. Tal vez no era
martes, quizá me había equivocado de día y fui cuando el recinto colonial era
utilizado por alguna secta religiosa, para que hiciese contrapeso con su
original uso católico, en señal de apertura y de pluralidad de creencias.
¡Un extraño ruido proveniente del piso me
sacó de cavilaciones! Un individuo extremadamente delgado y alto, se puso de
pie y levantó una puerta del suelo. Inmediatamente recordé los túneles
misteriosos. Vi emerger un hombre ataviado con traje negro y corbata roja. Se
cubría el rostro con una capucha gris. Con su mano derecha se apoyaba en un
bastón, dicho objeto tenía la cabeza de una víbora. en su empuñadura.
Las veladoras de colores usadas cada
semana para ambientar nuestras tertulias literarias, fueron sustituidas por
velas negras. El hombre de la capucha comenzó a hablar en una lengua
desconocida. Por la entonación, tal vez era latín. Por momentos los sectarios
se ponían de pie, alzaban los brazos y pronunciaban alguna palabra rara, para
después volver a sentarse. Yo me limitaba a ser espectador. Mi curiosidad
inicial fue sustituida por la incomodidad. Hube de reconocer que si había un
loco presente, ese era yo. Fuese o no martes me encontraba fuera de lugar, como
pez en un aviario. Me paré con la intención de salir. Un fuerte bastonazo sobre
la mesa, acompañado de la imperativa frase «¡todos sentados!», me hizo retornar
al asiento. Mi corazón latió con fuerza.
Se oyeron nuevos golpes en el piso. La
puerta volvió a ser abierta. De los túneles apareció una mujer con la cara
pintada de morado, enfundada en un vestido demasiado largo que le cubría los
zapatos. Con sus brazos blancos y gruesos sostenía algo cubierto por una sábana
de bebé, lo colocó en la mesa, frente al encapuchado.
La ceremonia continuó. Ahora comenzaron a
hablar en español. Los presentes se paraban ante una palabra reveladora, para
sentarse enseguida. Escuché frases sueltas, anudándolas se enrollaron en mi
pecho, oprimiéndolo lo suficiente hasta hacer brotar escozor.
—¡Liberémoslo!
—Hoy es el día.
—Estamos preparados.
—¡Liberación!
—Nuestros cuerpos tangibles no pueden
manipular las acciones en este mundo.
—Liberémoslo.
—¿Cómo lo haremos, Maestro?
—Es hora de que las tinieblas gobiernen.
—Un alma inocente le abrirá las puertas de
este mundo.
—Inmolación, inmolación.
El encapuchado, de una bolsa de su saco,
extrajo una daga de tres filos. Del bulto cubierto por la sábana salía el
llanto de un niño.
—Inmolación.
—Un alma inocente lo liberará.
La daga fue levantada con ambas manos. El
peligro transmitió agilidad y rapidez a mis extremidades. La daga bajó con gran
velocidad hasta abrir grietas en el cristal de la mesa. Hubo gritos de
indignación y rabia, al ver cómo yo había alcanzado a retirar al niño, para
después huir a toda prisa.
Corrí por el boulevard en línea recta. Mis
zapatos hacían contacto con charcos. Las gotas de agua humedecían mi pantalón.
La lluvia había dejado desiertas las calles. Continué mi agitada carrera por
varias cuadras sin ver un solo peatón, ni siquiera un policía a quien pedirle
auxilio.
Finalmente me detuve. Miré hacia atrás y a
todos lados. Aparentemente nadie me seguía. Sin embargo, esta percepción no fue
suficiente para detener el temblor de mi cuerpo. Me senté en la banca de una
parada de autobuses. Enternecido por los sentidos lloriqueos del bebé, retiré
una parte de la sábana para descubrirle su carita. ¡El susto y la repelencia me
hicieron arrojar el bulto! Al caer al pavimento, de la sábana salió un felino.
Se acercó a las casas para trepar por una barda.
Lo vi alejarse por las azoteas. Con gran
agilidad bordeaba los tinacos y se impulsaba hacia techos de diferente nivel.
Se mimetizó con las tinieblas de la noche, hasta perderse de mi vista.
**Miguel
Sánchez Martínez es miembro del Taller Literario Diezmo de Palabras. Es un
excelente narrador de historias de misterio y terror. Es originario de
Cortazar. Ha sido publicado en varias antologías dentro y fuera de México. Su
libro más reciente es “El libro de los terrores” de 12 Editorial.
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