domingo, 2 de agosto de 2015

IN MEMORIAM


IN MEMORIAM

“Fue una noche increíble y mal sentada
debajo de la lluvia y sus vocales,
gritándonos a chorros tantas sílabas”.
Herminio Martínez (+)13 de marzo 1949 – 17 de agosto 2014

LA PUERTA
Herminio Martínez (+)

La luz de la sala se veía encendida cuando los vecinos oyeron la ambulancia; fue lo que me dijeron antes de las diez, cuando en su camioneta Libia Nájera me llevó a la casa. Habíamos ido a tomarnos un café; con frecuencia lo hacemos; hay temas de qué hablar y deliciosas galletillas en El Céfiros.
 Algunos aseguran que se escuchó un disparo, otros que dos o tal vez tres. Como haya sido, el caballero llevaba ya veinte minutos de haber muerto… Fue la opinión del médico. Y en cuanto llegué supe la noticia: “Ya se lo llevaron”. “Iba con la cabeza destrozada”... “Lo sentimos, señora”. “La acompañamos en su pena, doña Brígida”.
 Entré, olí la sangre, dije: “¿Qué pasó?”… “Cualquiera diría que fue un suicidio”, murmuró Rosita, la empleada del servicio, aquí presente. Al principio pensé que era una más de sus hipótesis. Le tengo prohibido hablar e irse de la casa si no le he dado la orden. “Escuché la explosión, corrí asustada –comentó la mucama, ahogándose-, vinieron los vecinos, la ambulancia… Pienso que se mató, señora”.  “¡No digas eso! ¡Juan Carlos era un ángel, Rosa! Me parece increíble que haya tenido valor para accionar el arma. ¡No!”, concluí, observándola.
Les digo la verdad, Juan Carlos era un marido fiel, muy obediente y responsable. Un ángel, a su modo. Nos amábamos desde que los martes me llevaba flores, ¡uf! Lo que son las cosas, ahora seré yo quien se las tenga que llevar cada año hasta su tumba. Espero no sean muchas, porque de ahora en adelante, con su pensión, no alcanzaré a vivir. A cambio, ya no tendré que decirle no entres a la casa con zapatos, no sudes, no hagas ese molesto ruido al masticar, no leas, no escribas mientras esté durmiendo, no ronques, no sueñes, no cenes, no comas ajo, no molestes a los pájaros, no guardes en mis cajones tus camisas, no fumes, no reces, no declames, deja en paz a los gatos, no te muevas, no uses el teléfono, porque está por llamarme Berenice. Ah, porque para eso sí que era un fastidio… No cruces las piernas al hablar, no te rasures las patillas, córtate la uñas, ponte pomada para el pie de atleta, mañana voy a teñirte el pelo como a mí me gusta, ya no te pongas ese pantalón ridículo, no vayas a la plaza, no te levantes tan temprano, líjate los talones antes de que te metas a las sábanas; ¿por qué no te mudas definitivamente a la otra habitación? ¡No te bañes desnudo, no sea que Rosa María entre a la recámara!
No tuvimos hijos, pero sí cuarenta y nueve años de felicidad matrimonial. A veces discutíamos. Antier fue nada más una de tantas, aunque en esta ocasión lo sentí más débil, menos resistente, como si estuviera ya vencido: “¡Estúpido! –le grité-. La blanca es más bonita. Es la que a mí me gusta, la del vitral con alcatraces rojos. No quiero otra; la que tú has señalado es de mal gusto”. El sol era tan viejo al medio día. Quiero decir que el resplandor me pareció más amarillo que otras tardes, igual que las facciones de Juan Carlos. Habíamos ido a elegir la nueva puerta de la sala; pensábamos cambiarla, mejor dicho yo lo decidí. “Antes de la llegada de las lluvias, tendremos una nueva puerta. La que tenemos ya no gira; raspa el piso”, le comenté después del desayuno. “De acuerdo, Brígida –respondió-, iremos cuando regrese de la loma; voy a ver si los becerros del Parchado no se han metido a la parcela”. Y sí, se fue temprano para estar pronto de regreso e irnos a la ciudad. No piensen que soy frívola, sencillamente tengo mejores gustos y él…, bueno, por algo se murió ¿verdad?, porque hasta para vivir hay que tener carácter. Era un marido muy viril, de eso no hay duda, aunque siempre corriendo como una gallina sin cabeza.
Los vecinos son víboras, a veces cuervos, no hay que creerles todo, habrán dicho de mí: “Genio tan fuerte como el de la señora, sólo el mal tequila”. “En una crisis de violentas lágrimas lo empujó a morir”. “Para el pobre señor fue como un negro día de calabazas e ira”. ¡Malvados! Los conozco bien. Es envidia. Él me temía pero también me amaba. Las frías fuentes de su miedo fueron las que lo condujeron a morir.
Cuando íbamos, lo sentí manejar sin novedad; el motor del vehículo ¡perfecto!, hasta que nos estacionamos y nos metimos a la tienda, donde, si no se hubiese puesto a discutir, a dar puntos de vista, a pronunciar contrariedades, el dueño del negocio de inmediato hubiese mandado colocar aquélla puerta y ni Rosa María ni yo estuviéramos aquí esperándolo.
¡Ya entreguen el cadáver! Al fin que de todas maneras tarde o temprano habría de suceder. Morirse es pan de cada día. ¿Por qué tantas preguntas?  ¡Vamos a darnos prisa! Porque, aunque cansadas y con sueño, no vamos a dormir. Y todavía tenemos que velarlo.



DIEZMO DE SECTARIOS
Miguel Sánchez Martínez

     Ha quedado impreso en mi memoria como el octavo día. Un día antes fue lunes y uno después martes. Ese lapso de 24 horas, no lo puedo precisar con fecha. Había transcurrido con toda normalidad, hasta el atardecer.
Llegué al edificio del siglo XVI. El portón estaba entreabierto. Decidí pasar. El escritorio del maestro se hallaba vacío. En la sala donde se imparte el taller literario tampoco había nadie.
     Miré mi reloj. Aún faltaban quince minutos para las seis. Comencé a husmear los títulos de las obras acomodadas en los libreros, para dejar correr el tiempo. Eran libros viejos, con las portadas deslustradas. Sus temas eran principalmente de arquitectura, historia y arte tanto de Guanajuato como de sus municipios. Al oír pasos a mis espaldas, me volví para saludar.
    —Buenas tardes.
     Se trataba de un hombre de la tercera edad, con saco viejo y oscuro; una imagen de la santa muerte colgaba de su cuello; en la frente llevaba una cinta negra con una estrella dorada en el centro. Juntó ambas manos en su pecho. Se inclinó ligeramente hacia mí para murmurar algo ininteligible. Acto seguido, ocupó una silla. Al ver a tan singular personaje, con las mejillas hundidas, la mirada fija  al frente, totalmente inmóvil, recordé al maestro, había comentado que esporádicamente se acercaban al taller personas extravagantes. Se dan aires de místicos y creen que sus confusas e incomprensibles reflexiones, producto de mentes dislocadas, son dignos de ser escuchados y trascender mediante la edición impresa. Inmediatamente me tranquilicé,   el maestro Herminio nos había dicho que estos loquitos eran inofensivos. 
     Tomé un libro cuyo título me llamó la atención. Me senté a leer. El primer capítulo hablaba sobre las ramificaciones de túneles, se encuentran bajo las calles y edificaciones de la zona centro de Celaya. Su lugar de eclosión es el templo del Carmen. Leía maravillado las descripciones de esos pasadizos subterráneos, lúgubres y fríos. Mi mente exaltada imaginaba sus posibles usos dados por los clérigos en el pasado. Yo tal vez algo ingenuo, creía que habían sido usados exclusivamente en situaciones de extremo peligro, para poner a salvo su integridad, como en la guerra cristera o revolución. Pero el autor, quizá mejor documentado o con una imaginación más tétrica, daba como posibles teorías, que dichos subterráneos pudieron haber servido para ocultar, proferir dolor y hasta desaparecer a  enemigos de la iglesia o del gobierno en turno. Ofrecía una explicación minuciosa, de una serie de torturas físicas y psicológicas aplicadas a los pobres infortunados, quienes no comulgaban con las ideas clericales o políticas de su época. Yo sabía que algunos historiadores fantasean, para impregnar de interés sus publicaciones. Pero, debo confesar, la narración me fascinó sobremanera.
     Cuando leo tengo muy desarrollada la capacidad de concentración, me aíslo como en una esfera hermética. Permanezco a salvo de cualquier turbación provocada por algún ruido o ligero contacto físico. Debido a esto, no me  percaté de que el recinto se había ido llenando paulatinamente. Al dejar la lectura y observar a mi alrededor, la sorpresa me expandió los ojos, al ver la mesa poblada con una decena de individuos. Aunque esto era común todos los martes, no obstante, recorrí con la vista los rostros de esos hombres y mujeres y en ningún lado se encontraba Rosaura, Diana, Enrique, Rafael, Edgar o algún otro compañero conocido. En su lugar había una fracción del manicomio. Estos singulares personajes, tanto por su atuendo como por sus facciones, transmitían desconcierto y aversión. Una mujer cubría su cabellera con un velo negro. Su maquillaje,  tan sobrecargado, le daba una palidez sólo comparable con un cadáver. Un joven de camisa de manga corta, presentaba cicatrices en ambos brazos. Todos traían alguna imagen del maligno, ya sea en un anillo, en una pulsera o en un collar. En sus ropas llevaban imágenes de estrellas, lunas, cometas o algo asociado con las constelaciones. Se mantenían expectantes. La ansiedad, la incertidumbre y la angustia se veían representadas en esas caras. Observaban con fijeza al frente. Algo percibí en esas miradas profundas. Dirigí mi vista hacia los ojos de un hombre obeso de barba larga y desaliñada. En ningún momento parpadeó durante los minutos que lo observé. Al  sentir intromisión de mi parte, movió su cuello hasta  quedar sus ojos fijos en los míos. Nadie hablaba. El único movimiento percibido por mí fue el del cuello del gordo barbudo. Si me hubiesen dicho que me encontraba en un museo de cera, de verdad lo habría creído.
     Mi mente comenzó a trabajar, le achacaba a un error mío la inverosimilitud de lo que estaba ocurriendo. Tal vez no era martes, quizá me había equivocado de día y fui cuando el recinto colonial era utilizado por alguna secta religiosa, para que hiciese contrapeso con su original uso católico, en señal de apertura y de pluralidad de creencias.
     ¡Un extraño ruido proveniente del piso me sacó de cavilaciones! Un individuo extremadamente delgado y alto, se puso de pie y levantó una puerta del suelo. Inmediatamente recordé los túneles misteriosos. Vi emerger un hombre ataviado con traje negro y corbata roja. Se cubría el rostro con una capucha gris. Con su mano derecha se apoyaba en un bastón, dicho objeto tenía la cabeza de una víbora. en su empuñadura.
     Las veladoras de colores usadas cada semana para ambientar nuestras tertulias literarias, fueron sustituidas por velas negras. El hombre de la capucha comenzó a hablar en una lengua desconocida. Por la entonación, tal vez era latín. Por momentos los sectarios se ponían de pie, alzaban los brazos y pronunciaban alguna palabra rara, para después volver a sentarse. Yo me limitaba a ser espectador. Mi curiosidad inicial fue sustituida por la incomodidad. Hube de reconocer que si había un loco presente, ese era yo. Fuese o no martes me encontraba fuera de lugar, como pez en un aviario. Me paré con la intención de salir. Un fuerte bastonazo sobre la mesa, acompañado de la imperativa frase «¡todos sentados!», me hizo retornar al asiento. Mi corazón latió con fuerza.
     Se oyeron nuevos golpes en el piso. La puerta volvió a ser abierta. De los túneles apareció una mujer con la cara pintada de morado, enfundada en un vestido demasiado largo que le cubría los zapatos. Con sus brazos blancos y gruesos sostenía algo cubierto por una sábana de bebé, lo colocó en la mesa, frente al encapuchado.
     La ceremonia continuó. Ahora comenzaron a hablar en español. Los presentes se paraban ante una palabra reveladora, para sentarse enseguida. Escuché frases sueltas, anudándolas se enrollaron en mi pecho, oprimiéndolo lo suficiente hasta hacer brotar escozor.
    —¡Liberémoslo!
    —Hoy es el día.
    —Estamos preparados.
    —¡Liberación!
    —Nuestros cuerpos tangibles no pueden manipular las acciones en este mundo.
    —Liberémoslo.
    —¿Cómo lo haremos, Maestro?
    —Es hora de que las tinieblas gobiernen.
    —Un alma inocente le abrirá las puertas de este mundo.
    —Inmolación, inmolación.
     El encapuchado, de una bolsa de su saco, extrajo una daga de tres filos. Del bulto cubierto por la sábana salía el llanto de un niño.
    —Inmolación.
    —Un alma inocente lo liberará.
     La daga fue levantada con ambas manos. El peligro transmitió agilidad y rapidez a mis extremidades. La daga bajó con gran velocidad hasta abrir grietas en el cristal de la mesa. Hubo gritos de indignación y rabia, al ver cómo yo había alcanzado a retirar al niño, para después huir a toda prisa.
     Corrí por el boulevard en línea recta. Mis zapatos hacían contacto con charcos. Las gotas de agua humedecían mi pantalón. La lluvia había dejado desiertas las calles. Continué mi agitada carrera por varias cuadras sin ver un solo peatón, ni siquiera un policía a quien pedirle auxilio.
     Finalmente me detuve. Miré hacia atrás y a todos lados. Aparentemente nadie me seguía. Sin embargo, esta percepción no fue suficiente para detener el temblor de mi cuerpo. Me senté en la banca de una parada de autobuses. Enternecido por los sentidos lloriqueos del bebé, retiré una parte de la sábana para descubrirle su carita. ¡El susto y la repelencia me hicieron arrojar el bulto! Al caer al pavimento, de la sábana salió un felino. Se acercó a las casas para trepar por una barda.
     Lo vi alejarse por las azoteas. Con gran agilidad bordeaba los tinacos y se impulsaba hacia techos de diferente nivel. Se mimetizó con las tinieblas de la noche, hasta perderse de mi vista.


**Miguel Sánchez Martínez es miembro del Taller Literario Diezmo de Palabras. Es un excelente narrador de historias de misterio y terror. Es originario de Cortazar. Ha sido publicado en varias antologías dentro y fuera de México. Su libro más reciente es “El libro de los terrores” de 12 Editorial.

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