Elegía
-Texto de Eugenio Mancera-
“Para venir a hablar
me he echado todo el dolor al pecho,
porque ya no me alcanzaba el corazón
para sujetarme el infortunio.
Tuve que apuntalar con aire mis pulmones
para que no vayan a morirse en este charco
en el que desde hace tiempo los tiene la agonía.
Herminio
Martínez, Centinela de Escombros (fragmento)
13
de marzo 1949 – 17 de agosto 2014
“Para
venir a hablar me he echado todo el
dolor al pecho, porque ya no me alcanzaba el corazón para sujetarme el
infortunio”. Así comienza Herminio
Martínez uno de sus bellos poemas. Con la metáfora atravesada en el alma nos
hablaba de su futura muerte. Es que no le alcanzaba el corazón para
compartirnos su sabiduría, el conocimiento de maestro en el oficio de escritor.
Fuimos nosotros quienes al final no pudimos sujetarnos al infortunio. Nuestro
Maestro murió un domingo 17 de agosto, hace apenas un año. Los compañeros del
Taller Literario Diezmo de Palabras deseamos rendirle un sencillo homenaje,
como él lo hubiera deseado, entre poesía y letras cargadas de nostalgia. El
jueves 20 de agosto, en la Biblioteca pública Efraín Huerta, a las 5 de la
tarde, habrá lectura de su obra, así como también el viernes 21 de agosto, en
el Foro Puerta de oro del Bajío, del anexo de la Casa de la Cultura, estaremos
leyendo su obra, junto con textos originales de sus discípulos. Todos están
invitados, la entrada es gratuita.
Hoy
domingo, en esta página, donde cada ocho días nos permite un espacio El Sol del
Bajío, tenemos la colaboración del poeta y maestro, Eugenio Mancera, uno de los
grandes escritores de Guanajuato; gran amigo de Herminio y solidario consejero
de nuestro taller. Gracias, Eugenio, en nombre de todo el taller literario.
Julio
Edgar Méndez
Elegía
(Herminio
Martínez, en su ausencia)
Eugenio
Mancera
1
La
muerte es una honda herida de la vida que no cesa; que sangra y lacera las
entrañas. Es diáfana y turbia; insolente, apacible. Viene y espera; se alza;
cae; se levanta como si ella fuera de un viento sin origen ni destino que no
cesa de girar: es ágil, persistente, huidiza y presencial. Es una mala
compañía, un ser extraño, que nadie invitó a ningún rito de la vida. Sin embargo, desde el principio de los
tiempos está presente, vive; se levanta, se despereza: preside todos los actos
donde celebramos por estar vivos y ser
carne latente y fuego sin mesura. Es una
mala compañía que a fuerza de estar y volver y reincidir, acabamos por amar
como un dolor perpetuo que siempre nos acompaña como si fuera un miembro más de
nuestro cuerpo. Es esa una condición fatal: amar el dolor porque es entraña de
la carne; amar la muerte porque es entraña de la vida.
2
Te
conocí en el otoño de 1974. Tenías entonces 25 años y ya habías hecho de la
poesía tu propio fundamento de vida. Vivías en un barrio periférico, en el barrio
de San Juan, en medio de la nada, donde las polvaredas entraban a raudales por
las ventanas de tu solitaria casa mientras leías, con un entusiasmo parecido al
paroxismo, los versos que habías escrito en la madrugada anterior. Yo te
escuchaba con sorpresa y te veía con mis ojos de adolescente que nada o poco
sabe de las veleidades de la vida y de la poesía. Llegaba la noche. Tu voz,
larga, hirsuta, musical, se había sosegado. Ebrio de la musicalidad de los
versos que leías, yo salía de tu casa mientras la luna me acompañaba en medio de ladridos de perros y de sombras.
3
La
muerte espera agazapada en algún lugar de la sombra o de la luz. Espera su
dosis de cuerpo y espíritu para saciar su sed de eternidad; para continuar,
hasta el fin de los tiempos, con su inexorable triunfo sobre la carne y los
sueños de los vivos. No tiene prisa; aguarda sentada a la entrada de las
habitaciones y la casa. A veces duerme y a veces nos habla como si
estuviera aburrida de tanta espera. Pero
no nos abandona. Espera; con infinita paciencia espera. Pasan días y edades;
tardes de silencio y auroras primaverales y sigue esperando. A veces reclina su
cuerpo fatigado sobre un almohadón de sedas; parece que duerme y sueña. Pero
despierta y con bríos se levanta y revela a quién sea su condición fatal, su
destino infatigable de la sombra.
4
En
aquellos días de largas primaveras, cuando la ciudad ardía de luciérnagas
fantásticas y el alba era diáfana y un
viento del norte que sacudía la soledad de los trigales, hablamos
largamente de la poesía; de su condición privilegiada como testimonio irrenunciable
de la vida. Hablamos de su lenguaje; de
la luz que brota a raudales de sus palabras. Estábamos convencidos de que la poesía podía ser instrumento revelador
de los misterios humanos y sabíamos que eso sucedería por el poder mágico,
terrenal, auditivo del lenguaje. No hay poesía sin la fuerza expansiva de las
palabras, decíamos y escribíamos y nos leíamos, en muchas tardes pérdidas ahora
en la memoria, lo que en las altas madrugadas escribíamos con una pasión solitaria.
Entonces ni tú ni yo teníamos mujer e hijos. La escritura era nuestro único
oficio posible. La escritura de la poesía era un rito, el rito del lenguaje;
pero era también el rito de la vida, pues sin el lenguaje, sin el lenguaje de
la poesía, no se nombra la vida, decíamos.
5
Pero
vino la muerte y puso la simiente en tu herida. Y sentiste el veneno mortal que
corría por tu sangre y tu herida del amor se hizo más grande. Y lloraste una
muerte tan larga que no cesa ni cesará nunca y que seguiremos escuchando
mientras dure la luz de la vida. Ésta que vemos todos los días en el alba y que
será el testimonio de que tú viviste y
tuviste un nombre, un oficio; la condición magnífica de hablar por nuestras
vidas. ¡Qué terrible es no poder ver la luz de los días! dirás ahora; Qué
terrible es estar muerto y no poder volver a la vida y ver, como todos los
días, la alegría de los hijos, el vuelo de las aves, la caída del agua, la risa
fecunda de los nietos. Vino la muerte por ti antes de otras vidas y nos dejó un
silencio triste y desolado. Las flores que plantaste en el jardín de tu casa no
volverán a verte ni volveremos a verte porque te has muerto para siempre.
6
Vino
la muerte y anidó en tus entrañas y espero esa mañana luminosa de agosto para
detener el vuelo de tu sangre. En otra mañana, de otro agosto, distante,
soleado, recorrimos haciendas, rutas de caminos despoblados. Buscábamos
historias, ríos memorables, balcones y terrazas desde los que pudiéramos ver
las lejanías, los cielos abiertos, puros y radiantes. Entonces, la vida era
radiante y florecían los mirasoles y las rosaledas silvestres; entonces, nada
enturbiaba el vasto silencio de los valles; veíamos, desde las barandas de San.
José del Carmen, cómo el viento venía, como acompañado de mil tambores y
deshacía los retoños de los limonares. La poesía era un don, una palabra
infinita, un ardor crepuscular, el temblor de los cerezos en abril.
7
Nadie
merece la muerte, ni el olor agridulce de su presencia que todo lo corroe y lo
deshace, ni su sombra siniestra, larga, infinita. Nadie la invitó al banquete
de la vida, pero en medio de la mesa, come y bebe y levanta su copa por los que
pronto la seguirán su ruta hacia la nada. Levanta su copa y brinda por la vida
y por la muerte; soberbia y ufana, bromea sobre el destino inexorable de los vivos.
Es la condición terrible de lo humano; es su propia sabiduría, la del que es
inmune al dolor y a la ausencia.
8
Tus
campos y tus infinitas colinas -las que cantaste con la flor silvestre de la
poesía- te extrañarán porque tus les
diste, con tu voz, con sus palabras de
aire y cielo, dignidad y silencio. Nunca hubo un poeta que cantará a la flor
sencilla, al viento otoñal de los girasoles; a la amplitud distante de las
lunas de octubre de la Gavia y de Mandinga. Pasarán mil años para que haya otro
poeta del agua y de las hojas .Llorarán por ti las piedras y las aves; llorarán
los coleópteros de la brisa.
9
Cuando
llega la muerte, puntual, acerada, inmune, no hay más allá. Se acabó. Se acabó
el aire y la luz de los días; se acabó la caída del agua en los almendros y el
pétalo que, en su dimensión ufana y pequeña, cae sobre el silencio. Se acabó. No hay un mañana, una nueva sonrisa, un nuevo labio ardido de
amor y aventura. Las hojarascas y la tierra sólo se mezclan con el polvo de tus
huesos y tu nombre. Quizás el viento y el agua, los que amaste, los que
exaltaste en tantas líneas de tinta, de amor y de consuelo, te rendirán, el tocar tu sangre, al volver a
cerrar tus ojos, al encontrar el último trazo de tu piel, el homenaje que
mereces, las palabras de despedida, el canto último, el último giro de la
brisa, la última porción de hojas y de flores.
10
Te
vi por última vez en un hospital de Celaya, unos meses antes de tu muerte. Yo
no sabía que el halo de una enfermedad mortal se había posado sobre tu pecho.
Una paloma oscura; un veneno de la vida; un elixir del llanto; un vinagre más
amargo que la ausencia. Y no me dijiste nada de ese hueco de amargura que ya
mordía tu frente y vi tu sonrisa de siempre y parecía que la luz otoñal de ese
septiembre seguiría siendo ágil y cálida como lo fue en todos los días en que
tu poesía le dio un nombre, una identidad propia. Pero ya tenías una cita, una espera, con la muerte;
ya estaba en medio de los frutos maduros de ese otoño y de esa tierra, la tuya, la de tus historias y tu pueblo de
surcos y de piedras, que ya te esperaba sosegada para fundirte en el abrazo más
eterno de la vida.
*Eugenio
Mancera Rodríguez nació en Celaya, Guanajuato, en 1956. Narrador y poeta.
Estudió letras en la Universidad de Guanajuato y la maestría en letras modernas
en la FFyL de la UNAM.
**Fotografia
de Herminio con alas, cortesía de Irving Estrada.
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