DIEZMO
DE PALABRAS
Sol del Bajío, domingo 12 de octubre, 2014
Fundador:
Herminio Martínez
Coordinador:
Julio Edgar Méndez
Vientos de Machigua
Por:
Enrique R. Soriano Valencia
En las últimas semanas, en Cañada
de Caracheo el clima alterna entre fuertes vientos y lluvia. Los aires
parecerían partir de aquel rinconcito de Cortazar hasta el centro de Celaya,
para después dirigirse hacia el fraccionamiento Praderas de la Hacienda. Ningún
escondrijo dejan sin barrer estas extrañas corrientes en su trayecto. Se
arremolinan en cada rincón a su paso, escudriñan, entran por ventanas y salen
por rendijas y al poco emprenden el regreso a Cañada de Caracheo. Ahí cesan y…
entonces empieza la intensa lluvia. Cuando ésta ha encharcado abundantemente la
región, reaparece la brisa. Más que un fenómeno climático parecería un espíritu
en busca de algo; y ante su ausencia, se pusiera a llorar, larga y pesadamente.
El fenómeno se inició a los
pocos días de que Celaya perdió a su cronista. Los acontecimientos diarios del
rincón del país donde la fuerza está en la dulzura han perdido quien los
registre en la cronología de una región. Quizá llegue a ser este un periodo
oscuro, perdido, si no encuentran esos aires la pluma que les daba sentido. Son
las corrientes de un lugar mítico que le dio vida el genio de un talento
forjado en las entrañas de la tierra guanajuatense. Son los vientos de Machigua
que han extraviado a don Herminio Martínez. Son los aires que extrañan los
poemas, las historias largas y cortas, los relatos con tintes históricos, las
palabras dichas con erudición.
Conocí personalmente al
Maestro poco tiempo de que fuera derribado en una primera ocasión por el Dragón
–como él definía a su enfermedad–. Me recibió en la Casa del Cronista, en el
centro de Celaya. Afable, me habló del Diezmo
de palabras, el taller que encabezaba. Me describió el talento de cada
integrante, me narró el gran potencial de las plumas que en ese momento
asistían a su encuentro semanal. También incluyó a muchos que habían dejado de
asistir. Pero describió a cada uno con amorosos términos. Daba gusto escuchar a
un maestro hablar así de sus orientados.
Las pocas ocasiones que tuve
la oportunidad de verle en el Diezmo de
palabras, después de su primera operación, siempre tuvo la deferencia de
ilustrarme con la historia de algunas palabras. A sabiendas de mi debilidad por
el idioma y como correspondiente de la Academia Mexicana de la Lengua, me
hechizó con sesudos análisis de voces de uso común. Con su amena charla, me dio
material para reflexionar y publicar algunas Chispitas de lenguaje. Sus intervenciones al término de las
exposiciones de quienes llevaban textos, no solo hacían el trabajo de
corrección –propio de un taller–, sino que además contextualizaban el tema, la
construcción y los vocablos.
Eso describe su generosidad.
Esa cualidad es lugar común en quienes escriben sobre Herminio Martínez, no
porque se trate de alabarle por el hecho de su ausencia –muy temprana para
quien todavía tenía mucha tinta en su pluma–, sino porque le caracterizó esa
voluntad de dar a los demás algo de su talento. Don Herminio a lo largo de los
años del taller dejó innumerables conceptos, ideas, construcciones y sentidos
en muchos que han pasado por el Diezmo de
palabras.
Era apasionado de la poesía,
quizá el género que más le apasionaba. Sus ojos con pliegues tristes, brillaban
cuando alguno de sus pupilos armaba una ingeniosa composición. En las reuniones
del taller, que gustaba de terminar leyendo alguna de sus poesías, el ritmo le
era muy propio. La habilidad para la sílaba poética iba de su mano. La metáfora
esa su recurso favorito y asumía con reserva la hipérbole. Es decir, gustaba
más del ingenio que de la ampulosidad; de la astucia en la construcción que de
los adjetivos por el simple malabar de la palabra.
La primera de las
operaciones le provocó problemas de motricidad que su voluntad buscó superar. A
los del taller nos pedía que jamás abrazáramos la derrota, que las
eventualidades o situaciones contrarias, siempre deben templar las voluntades.
A pesar de su afectación, buscaba a marchas forzadas recuperar los pasos
físicos.
Sin embargo, su lucidez se
mantuvo intacta; sus habilidades literarias no sufrieron en lo más mínimo. Ello
da muestra de la estructura de su mente. De Lord Byron, el gran poeta inglés,
se descubrió posterior a su fallecimiento que solo la mitad de su cerebro
estaba en funciones. La otra estaba deshecha por el Alzheimer. No obstante,
nunca nadie notó el mínimo problema en su conducta. Eso, para los médicos,
manifiesta la riqueza de sus conexiones cerebrales. En don Herminio la lucidez
también lo puso de manifiesto.
Vino entonces la segunda
arremetida. Desde entonces no lo volví a ver. Mis actividades laborales me
retuvieron. Gracias a los amigos comunes conocí de su evolución. Nuevamente su
voluntad se impuso y a pesar de una segunda operación, regresó al taller de
literatura. Pero el Dragón no había sido derrotado, por desgracia.
Al tiempo ya no pudo
recuperarse de una tercera intervención para extirpar el cáncer…
Como la última de las
instrucciones de Sócrates, a los discípulos corresponde multiplicar la semilla
que sembró en el corazón de cada participante del Diezmo de palabras. Cada uno se lleva a sus cuestas, multiplicar su
legado.
Quizá así el viento y la
lluvia que frecuentan Machigua, el mítico Rincón de Caracheo, la legendaria
tierra de un Guanajuato rico en imaginación, encuentre serenidad. Las plumas de
sus pupilos no dejarán extraviar la sapiencia
y humanidad hechos poema.
**** Enrique
R. Soriano Valencia es periodista de profesión y licenciado en Ciencias de la
educación. Se inició como reportero para la Gaceta de la UNAM para los juegos
Panamericanos en México en 1978 y de la revista para caballeros Su otro yo. Posteriormente, ingresó a la
radio, donde trabajó como reportero,
productor y finalmente jefe del noticiero Teletipo de la XEB, la B grande de
México. Fue productor, guionista y conductor ocasional del programa México
Canta, en Radio México Internacional –estación oficial del Gobierno Mexicano—.
Fue director general de Comunicación Social de la Contraloría del estado de
Guanajuato. Fue integrante del Consejo Estatal para el Fomento a la Lectura. Ha
escrito cuatro libros: una novela inédita; dos manuales –uno de Redacción y
Ortografía y otro de Formación de Instructores y una compilación de sus
artículos periodísticos en diversos medios impresos, publicado por el
Ayuntamiento 2006-2009 de Guanajuato. Desde 2005, todos los jueves, publica la
columna Chispitas de lenguaje, primero para el Sol de Bajío y posteriormente
para el periódico Correo, los portales electrónicos Zona Franca y Es lo
Cotidiano. Asimismo, por el interés del contenido han sido reproducidos en
Fundéu (Fundación del Español Urgente, segundo sitio de mayor importancia para
el idioma español, y por el Fondo de Cultura Económica. En 2008 obtuvo el
Premio Estatal de Administración Pública por el Manual de Estilo para la
Redacción de Informes de Gobierno y en 2009 obtuvo el Premio Estatal de
Periodismo, en la modalidad de Cultura, por su columna periodística. Es
comentarista radiofónico en Corporación Celaya, estaciones El y Ella, Radio
Lobo, La Pachanga y para el noticiario Así sucede.
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UN MARIDO FIEL
Herminio Martínez
Y bien, ya que hablamos de
esto, por mi parte la única vez que estuve a punto de serle infiel a Norma, me
llevé un gran susto. Volvía yo de una de mis frecuentes caminatas por las
colinas a donde –de recién casados- solía salir a despejarme un poco la cabeza,
cuando por un senderillo de casuarinas y nopales apareció una joven. Veinte o
dieciocho años, cuerpo hermoso, la mirada ardiente, manos ávidas, nerviosa
lengua en punta como una cola de alacrán. Algo decía con la mirada; mi
pensamiento respondió y, dócil, la seguí hacia unos prados en los que florecían
los mirasoles y había hojas tiernas, pero también espinas, rocas y unas
fragancias misteriosas, que, casi sin darme cuenta, me perturbaron los
sentidos.
Ella me contemplaba, riendo
y su actitud traía hasta mí un mar de limpia música. Yo no entendía por qué.
Hasta que, quitándose la ropa, me atrajo hacia su piel, toda cubierta de una
pelusa gris, en el preciso instante en que a sus manos les crecían las uñas y
una cola de lobo se le movía en la espalda, agitándola, mientras en cuatro
ágiles patas corría a mi alrededor, gruñendo, olfateándome, dando saltitos como
la gata o la perrilla a la que se le ofrece un trozo de hígado.
-¡Ave maría Purísima!
–exclamé- ¿Qué está pasando? ¿En qué animal se ha convertido?
Y cogí un palo. Pero la fea
criatura continuaba rodeándome, ansiosa, a punto de saltar sobre mi boca,
seguramente para darme un beso, morder mi cuello, romperme la camisa, el pantalón, hacerme
suyo.
-¡Tiene que ser el diablo!
–continué-. Voy a rezar un Padrenuestro y a partir la vara en dos para formar
la cruz.
Y sí, en cuanto la puse ante
sus ojos, tras un hondo chillido reculó
asustadiza, mirándome el estómago y desapareció entre los peñascos.
En tanta confusión, no le
conté nada a mi esposa ni anduve con la curiosidad de conocer más del asunto,
porque mi pensamiento era otro:
-¡Ni loco regreso a esa
colina! –murmuraba-. No volveré a caminar por la barranca.
Hasta que, por casualidad,
un día, al salir del mercado, encontré a uno de los señores con los que
ocasionalmente conversaba al bajar del cerro. Al recordarme, sin más se puso a
platicar la historia de varios adolescentes muertos aquél mismo año y en las
mismas laderas a las que yo subía.
-¡Qué bueno que a usted no
le tocó! Estaban destrozados. Sin ojos, sin entrañas, sin sus partes íntimas.
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VESTIDA DE TUL
Julio Edgar Méndez
Era la muerte vestida de
tul. Así la describió mi tío, el hermano de mi mamá que siempre tenía historias
que contar. La bella mujer usaba una falda de organdí blanco. Flotaba movida
por el roce del aliento de la luna, que cada noche la seguía en su órbita
alrededor del miedo de los noctámbulos, hasta ser arrojados por las puertas de
las cantinas y cabarets de arrabal que frecuentaba el tío Chucho. El más famoso
en aquellos tiempos era “Las Glorias de Pompeya”.
-Un día se te va a aparecer la llorona o el
caballo del diablo por andar de borracho y a deshoras de Dios. Le decía mi
abuela todos los días.
Esta cantaleta la tenía
pegada al oído mi tío y aunque nomás se reía, la verdad es que no dejaba de
sentir un poco de miedo. Pero al tío le ganaban más las ganas de tomar su pulquito,
que el miedo a la llorona. En aquella pulquería de barriada, todos eran cuates,
todos eran compadres.
-¿Y de veras, compadre,
nunca se le ha aparecido la pelona? (Y no era albur, porque en aquellos tiempos
no era tan común la picaresca como ahora). Así hablaba el gordo parroquiano al
que todos le contaban historias, porque era el único que medio las entendía
mientras babeaba y miraba con ojos bizcos al tío Chucho.
-Pues no, compadre
-respondía mi tío, mientras soltaba un buen eructo pulqueril- y la mera verdad
ni quiero, yo no sé por qué mi mamá se la pasa diciéndome esas cosas, hay veces
que siento como que alguien me sigue, volteo de volada y no hay nadie. No crea
compadre, de tanto escuchar la cantaleta de mi mamá ya mejor me recojo más
temprano, por si las moscas.
Aquella noche inolvidable,
comenzó a dos cuadras de la pulquería. Mi tío se encasquetó su tejana de
fieltro gris y con el paso característico de los borrachines, que creen pasar
desapercibidos, cambió su ruta por primera vez en seis años. Iba en pos de su
destino. Lo primero que le llamó la atención, recordaría después, fue el sonido
uniforme y sensual de los tacones de unas zapatillas. El suelo sin banquetas,
que era parte piedras, parte tierra y parte cagadas de mulas y caballos. No era
precisamente parejo como para andar con tacón alto y menos caminando con tanta
precisión. Pero el tío, al ver el par de piernas que coronaban aquellas
zapatillas y con media estocada de más de tres litros de pulque gorgoreando en
su organismo, ni siquiera se puso a reparar en ese detalle. Siguió a aquella
mujer de larga cabellera rubia que ondeaba a cada paso, como las velas de una nave
en el mar tranquilo. El chal de seda caía delicadamente sobre los hombros de la
rubia, ora le parecía azul profundo, ora dorado y ora todo invitación a
seguirla. Mi tío no se percataba de que atrás quedaban las mal iluminadas
calles con sus farolas de luz pobre y que poco a poco se adentraban en San
Bartolo, el arrabal más miserable por la salida a Santa Julia, rumbo al panteón
municipal. La mujer seguía su paso de cisne embrujador, mientras que el pobre
tío Chucho no hacía otra cosa que fijar su vista en las caderas y la breve
cintura que en vaivén pendular lo hipnotizaban. Ahí iba el tío, todo turulato
después de dejar la razón y la lógica entre los meados desbordantes del
canalito pegado a la barra de las “Glorias de Pompeya”.
-Oiga mi alma, ¿por qué tan
solita y a estas horas tan oscuras? -soltó el tío como un balazo. La mujer no
contestó, pero se detuvo en seco-. No’mbre mi alma, si cuando Dios da, da a
manos llenas -dijo mi tío todo entusiasmado. No se había dado cuenta de que
aquí y allá se veía una que otra cruz, una que otra lápida-. Mire, chula, no le
hagamos al engabanado. Usted dígame cuánto y ya le vamos poniendo.
La mujer soltó una risotada
y en ese momento, se volteó de frente a mi tío, que ya casi le ponía las manos
encima. Los pocos y canosos pelos de mi tío Chucho se le erizaron como
resortes, mientras que sus ojos desorbitados contemplaban a la mujer. ¡Era la
muerte misma! Ojos descarnados, rostro de calavera sin dientes, un hoyo
insondable en donde debiera estar la nariz y un aliento para derrumbar las
ansias del más lujurioso. ¿Piensan ustedes que mi tío se desmayó, se echó a
correr y a gritar como desaforado? Pues sí, pero no sin antes haberle puesto
una tremenda madriza a la muerte, quien le había cortado la borrachera y las
ilusiones donjuanescas. La agarró a
golpes y patadas mientras le mentaba la madre mil veces. Lo último que recuerda
mi tío Chucho de esa noche infernal, es que salía corriendo del panteón
gritando a todo pulmón cuando una luz cegadora le pegó entre sien y sien y miles
de estrellas lo hundieron en la nada.
El hecho se siguió
comentando durante muchos meses posteriores, a raíz de la nota periodística
sobre un tipo que fue encontrado sin sentido, afuera del panteón municipal, con
tremendo chichón en el rostro, tirado frente al único postecito de luz junto a
la puerta. Dentro del cementerio, el pobre anciano velador (a quien le gustaba
usar chal de mujer) fue encontrado todo golpeado, como santocristo, junto a la
tumba de mi bisabuela. Que en paz descanse.
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