sábado, 4 de octubre de 2014

PARA HERMINIO

DIEZMO DE PALABRAS
Fundador: Herminio Martínez



PARA HERMINIO

Héctor Ortega

Herminio leyó mi cuento después de tener meses de no asistir al taller Diezmo de Palabras y me dijo que le gustaría publicarlo, que se lo llevara en un archivo electrónico. Me pareció un buen gesto de su parte porque me hubiera parecido justo que no lo publicara después de mi injustificada ausencia. Un par de semanas después de esa reunión, supe que Herminio estaba enfermo. Recordé entonces la primera vez que platiqué con él, muy poco con precisión, no soy de buena memoria. Me sorprendió mucho que conociera a buena parte de mi familia. Me preguntó muy amable sobre mi profesión y le contesté mecánicamente mientras veía la foto de él con Rulfo. Herminio supo que la veía y me preguntó si me gustaba Juan Rulfo, le dije que sí con una actitud sobresaltada, como diciendo “a-quién-no”, y Herminio, con una autoridad casi paternal, me aseguró: “porque no a todos los lectores les gusta. Es normal, la literatura es un arte y el arte, aunque así parezca, no es una monedita de oro”. Y luego me platicó una anécdota de su infancia en Cañada de Caracheo. Él era de ahí, y de Cortazar, pero también de Celaya y Guanajuato y de todas partes; era una de esas personas con una ubicuidad etérea, la que es común entre los escritores de esa generación: rompen las redes muy temprano y escapan gracias a palabras y puntuaciones, conviven de cerca con un mundo que convierten en caminos pedregosos pasados por pies y lluvias, los convierten en pergaminos y hojas en blanco donde escribir, y donde caben todas las personas que ellos conocen, que conocen a los demás y que conocen a uno. Era una persona que bien pudo haber vivido en el siglo diecinueve y conocer a fondo todas las personas, todas las cosas y todas las historias. Le dije que me gustaba mucho su libro  “La Jaula del Tordo”, completo, pero sobre todo el cuento de “El Fantasma”. Sonrió diciendo un sí alargado y cansado y de inmediato brincó a otra conversación; era muy típico de él, supongo que ese tipo de conversaciones eran recurrentes en su vida. Esa ocasión le pregunté qué necesitaba para ser parte de su taller literario, me respondió que nada, que llevara un escrito, copias para compartir y si quería, unas galletas para el café. Era fácil adivinar que era un escritor, tenía esa paz, ese encanto, tenía tropos para toda ocasión.
Asistí al taller durante unos meses, escuché a compañeros leer escritos inolvidables, escuché a Herminio explicarnos cosas gramaticales, sugerencias, opiniones sobre lo leído, recomendaciones de lecturas, y alguna vez leyó “El Fantasma”. Puedo decir que soy uno de esos afortunados que escucharon de viva voz, en la misma mesa, a un autor leer parte de su obra; lo que puede no ser raro en otras partes, al menos lo es en este lugar. Desconozco si por desatinos no me fue posible hacerle llegar una narración inspirada en sus escritos, una de mi infancia con mis amigos en Valle de Santiago, cerca del campo, los caminos, los mares dorados de la cebada mecida en oleajes de viento. Y es que leer a Herminio Martínez es siempre una experiencia enriquecedora, llena de mexicanidades, de lugares habitados por añoranzas, aparecidos, copal, bosques y llanos, veladoras y palabras, almas filiales, sabores y tierra que se comparte entre la gente, esa que llamamos así, pero que son nuestra familia, nuestros allegados y amigos, quienes hacen que ese paisaje, que se quedó inmutable desde generaciones atrás, se convierta en un legado. Hoy Herminio es un escritor a quien debemos que muchos tengamos un profundo respeto a la literatura, al acto aparentemente simple de leer y escribir, a ese sacerdocio.
Escuché atento todos sus consejos y entusiasmos. Fue el primer (y único) escritor que se tomó el tiempo para perderlo leyendo algunos de mis escritos. Se tomó la molestia de publicarme presentándome como escritor junto a compañeros que se puede decir que sí lo son. En una de las recientes ocasiones que le visité, me dijo con voz muy bajita: "Esto es muy difícil Héctor, esto no se puede llevar a cuestas y decir que vives". No regresé a visitarlo. No sé si no quise agobiarlo. No sé. Supe de su fallecimiento gracias a una buena amiga, y yo no estaba en la ciudad y en fin, estas cosas siempre se entienden como ingratitud; si un recurso me queda para decir que no es así, es haciendo este pequeño reconocimiento para él. El artesano que labra palabras, que construye una vida incierta predicando la literatura, un profeta que anuncia dichas y refugios, el testigo de un paraíso, e invita a todos a que lo vean con sus propios ojos, aunque como todo profeta sea casi siempre ignorado. En verdad lamento mucho la pérdida del maestro Herminio sin más qué decir que no sea un agradecimiento. Espero que su familia, sus amigos, sus fieles pupilos y quienes lo conocieron cercanamente encuentren pronto resignación. Entiendo: perder a un escritor, a un artista y amigo, es siempre una desgracia, pero de otro modo, también la vida tiene un último gesto con ellos y parece ser que en agradecimiento les da la inmortalidad. Ellos la merecen. Descanse en paz el maestro Herminio.

***Héctor Ortega, es abogado de profesión, profesor de educación media y coordinador escolar en una institución educativa. Nació en la ciudad de Irapuato, Guanajuato y estudió la carrera de Ciencias de la Comunicación en La Universidad del Valle de México en Querétaro. Estudió teatro con el maestro Rodolfo Obregón en la Compañía Universitaria de Repertorio. Ha impartido talleres de teatro, actuación y de lectura. Actualmente está dedicado a la elaboración de guiones para cortos cinematográficos.

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EL FANTASMA

Herminio Martínez

Primero te vi deslizarte por la humedad del muro hacia la costra de casi un siglo de polvo acumulado. Después ir al sofá, que crujió bajo el peso del ámbito profundo y antiguo de la estancia, y desde allí examinarme, medirme, junto a las rosas recién traídas del jardín de mis sueños.
            Te vi tan nítida en tu hermosura, que distabas mucho de ser el simple retrato de un fantasma, o una imagen enrarecida de la muerte.
            –Buenas noches –murmuré, pero no encendí la luz para seguir mirándote con tu camisa verde y aquel cabello largo que era una catarata de fulgores. “Boca arriba estás hecha de miel. Boca abajo de jazmines y rosas”. Te dije. O creo que te dije.
            –Buenas noches –respondiste, desde una nube anaranjada.
            –¿Cómo llegaste aquí? –te pregunté, arrebujándome en mi frío glacial, pero deseoso de que me atrajeras a tu pecho.
            –Soy un fantasma. Recuérdalo –respondiste serena.
            –¡Eres una criatura! –exclamé-. Una niña preciosa que no debería de estar a estas horas en la recámara de un muerto.
            –¿Y por qué no? –manifestaste, dirigiéndote hacia las rosas que estaban sobre el mueble.
            –Son veinticuatro, cuéntalas. Yo mismo las corté esta tarde –hablé sin levantarme.
            Yo también las quise mucho –suspiraste-. Mi papá podaba los rosales en diciembre, y ya para marzo, como era natural, nos visitaban los primeros ángeles a disputarse su olor con los insectos... –las oliste.
            –¿De qué hablábamos? –murmuré, teniéndote casi al alcance de mi respiración.
            –De mi papá, hombre. Se habrá hecho viejo sin haber probado siquiera los nísperos que un quince de abril sembró junto a los rosales, a la hora de mayor bochorno... Mi mamá se lo advirtió: “Espérate, ansioso, mañana los siembras; el amanecer es el mejor abono para las semillas de frutales”.
            Te vi buscarme en la luna circular del espejo, entre la imagen de las rosas y las rosas reales, que, según tú, tampoco eran de verdad.
            –Acá estoy –pronuncié.
            –¿Dónde? –insististe, con una voz que te salió desmenuzada como una brisa de lamentos.
            –Acá, donde ahora mismo voy a estornudar –y estornudé para que me vieras.
            –Hoy, desde que pensé en ti, antes de llegar al zaguán de la calle, me di a la tarea de recordar el lugar donde nos conocimos. Sólo que no doy con él –dijiste.
            –Fue en un autobús, viajando hacia tu tierra.
            –No recuerdo si me llamo Adela o Siempreviva... –te quejaste.
            –Te llamas El Fantasma –aclaré, sintiendo reventárseme los cordones de la sangre en sus apreturas de más allá del corazón.
            –¡Con razón! –expusiste.
            –¿Con razón qué? –te dije a punto de ponerme de pie.
            –¡Con razón no me acordaba! –sonreíste desde el espejo-. Imagínate, hasta llegué a creer que era una reina recorriendo el mundo con dos muletas de marfil.
            –Así es la soledad. Anoche estuvo aquí mi sobrina Ceci, la que se murió un año antes de que tú y yo nos conociéramos. ¿Alguna vez te conté cómo al morir se le reventó el estómago y cómo le sacaron dos cubetas de líquidos negros, que su mamá mandó tirar al arroyo de Roderico Sámano?
            –No, jamás me contaste... –te escuché murmurar.
            “No llores, hija –le hablé-. ¿Por qué estás tan triste?”. “Es que pensaba ir a ver a mi mamá; pero la pobre está tan flaca, que si me le aparezco a lo mejor se muere del susto y luego quién atiende a mis hermanos. Ya ve cuántos fuimos...” Suspiró. “Es cierto –le respondí-. Se la comió tu mal”.
            –Hubieras visto qué bien se veía con su túnica resplandeciente, ya con el estómago desinflamado. Me acuerdo cuando le brotó la primera pelotita en el cuello, y de la rapidez con que en seguida se le empedraron de chícharos los brazos y el tórax. Al último, todo su cuerpo estaba invadido por esas raíces ciegas que avanzan por la oscuridad de la carne, comiéndose la vida. Parecía una maceta apelmazada de tubérculos. “De cualquier manera –agregó- pienso darme una vueltecita por la casa, tío. A ver cómo le hago-. Ahí si mi mamá un día le cuenta que alguien viene de noche a mordisquear las varas de sus nardos, ya sabe quién es, de quién se trata.”
            –Qué hermosa estaba. Igual que tú. Y cuánto alumbraba este aposento. Te lo digo yo que le conocí su enfermedad desde el principio. Yo que le vi crecer esos cangrejos que pudren cualquier sangre y no se mueren ni con la ley de Dios.
            –Mmmm –hiciste, con un desgarrón en la tristeza.
            –¿Y la sombrilla? ¿En qué época la dejaste? –te volví a preguntar, únicamente para que no te fueras a ir de mi plática.
            –La guardé en el viento. Uno sabe cómo moja allá afuera la lluvia con su confeti de luceros –respondiste.
            –¡Mira nada más cómo vienes! –me puse de pie.
            –¿Cómo? –ni siquiera te sorprendiste.
            –Igual que yo, sólo que con una mariposa en el cabello. O como Laurie Lane, la loca que se fugó del cielo para pintarme un niño triste que me sonríe desde el enorme desgarrón del llanto, pensando en mí.
            –¡Oh, Dios! –pronunciaste, magnífica. Pero yo te arrullé:
            –Bajo la piel del aire cuántas cosas se escuchan. Se oye tu voz de menta. Tu campana bucal. Tu fantasma colgado del hilo de un murmullo...
            –Algo ocurre allá afuera –dijiste-, ¿o será que desde hace mucho tiempo llovizna sobre el mundo?
            –Cualquiera puede verlos –te respondí-, son nuevamente los guardianes del orden público.
            –¡Estúpidos! –exclamaste-, ¡Siempre molestando a los jóvenes que se reúnen ahí a cantar! ¡Son horribles!
            –¿Los ángeles? –me sorprendí.
            –Los simios –sonreíste-. Sigue cayendo el agua. Y hoy es domingo, el día más ancho para volar. Ya tengo a todos los girasoles de mi parte. Ellos nos ayudarán a encontrar el camino del cielo.
            No supe más de ti ni de mí, porque tu cara era una emanación de fruta iluminándome.
            –Alguien llora –agregaste.
            –Es un niño... –apenas si comenté-. Se habrá perdido en el resplandor de los duraznos, o quizá anda buscando salamandras en los bosques de julio. Quizá sea el hijo que Laurie Lane tuvo conmigo, al que dibujó en un desgarrón de la tristeza.
            Ahora llueve, igual que esa noche en que te preguntaba que si eras Laurie Lane, la loca que se fugó del cielo, y tú decías que no, que eras un ave embrujada por la pianola de la lluvia, que ni Laurie Lane, ni Carmen Caracol, ni Yolanda Franco Álvarez, sólo una hoja pequeña de eucalipto.
            –Arrópame en las yedras de tu aliento –te pedí-. ¿Cómo había de olvidar tus dientes de azucena? ¿Cómo el botón de rosa de tu ombligo?
            Y desapareciste.

***El Fantasma fue publicado en el libro LA JAULA DEL TORDO de Editorial Lectorum con los comentarios de Juan Rulfo, Edmundo Valadés y Poli Délano. Prólogo de Vicente Francisco Torres.

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Herminio Martínez es hombre de palabra. Poeta y narrador de los buenos... En La jaula del tordo, además de las cualidades semánticas, destaca la riqueza genuina de sus figuras literarias. Es un lenguaje original, cortado a tajos de pasión. Si los verbos son vibrantes, los sustantivos tienen vigorosas raíces de emoción, llegando a la creación de los más amplios horizontes en el lenguaje. Esta maravillosa escritura es un alto en la duda; un principio de verdad redescubierta por un cálido intelecto. Leerlo es comprometer al espíritu a que camine por el mundo a paso de hombre. Por este mundo en el que tantos y tantos seres humanos se mueven, se deslizan vacíos de lo bello.
Juan Rulfo

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La sabiduría popular y los caracteres retratados son lo que más destaca en esta obra de narraciones indispensables para conocer a fondo las maneras de vivir y pensar de personajes de nuestra provincia. La veracidad no se ve distorsionada por la fantasía del autor, sino por el contrario, se siente enriquecida y amplificada por la belleza y misterio de un estilo que a cada paso y a cada palabra nos sorprende. La jaula del tordo es un libro que nació para quedarse. Su escritura no es una de tantas; es un clásico vivo en un universo de creaciones muertas.
Edmundo Valadés

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Herminio Martínez es un conversador con el que se puede estar muchas horas sin sentir muy intensamente el paso del tiempo. También debemos decir que es un conocedor profundo –casi un fanático– de su estado de Guanajuato, de sus tradiciones, su geografía y, sobre todo, de sus historias y rarezas, las que a menudo incorpora como condimento central en la literatura que de unos años a esta parte viene produciendo.

Poli Délano

1 comentario:

  1. Es la mejor manera de recordar a Herminio, gracias Hector Ortega.
    Gracias al taller "Diezmo de Palabras"

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A la memoria de Herminio Martínez

      Herminio Martínez, maestro, guía, luz, manantial, amigo entrañable y forjador de lectores y aspirantes a escritores. Bajo sus enseñanz...