DIEZMO
DE PALABRAS
Fundador:
Herminio Martínez
PARA
HERMINIO
Héctor
Ortega
Herminio
leyó mi cuento después de tener meses de no asistir al taller Diezmo de
Palabras y me dijo que le gustaría publicarlo, que se lo llevara en un archivo
electrónico. Me pareció un buen gesto de su parte porque me hubiera parecido
justo que no lo publicara después de mi injustificada ausencia. Un par de
semanas después de esa reunión, supe que Herminio estaba enfermo. Recordé
entonces la primera vez que platiqué con él, muy poco con precisión, no soy de
buena memoria. Me sorprendió mucho que conociera a buena parte de mi familia.
Me preguntó muy amable sobre mi profesión y le contesté mecánicamente mientras
veía la foto de él con Rulfo. Herminio supo que la veía y me preguntó si me
gustaba Juan Rulfo, le dije que sí con una actitud sobresaltada, como diciendo
“a-quién-no”, y Herminio, con una autoridad casi paternal, me aseguró: “porque
no a todos los lectores les gusta. Es normal, la literatura es un arte y el
arte, aunque así parezca, no es una monedita de oro”. Y luego me platicó una
anécdota de su infancia en Cañada de Caracheo. Él era de ahí, y de Cortazar,
pero también de Celaya y Guanajuato y de todas partes; era una de esas personas
con una ubicuidad etérea, la que es común entre los escritores de esa
generación: rompen las redes muy temprano y escapan gracias a palabras y
puntuaciones, conviven de cerca con un mundo que convierten en caminos
pedregosos pasados por pies y lluvias, los convierten en pergaminos y hojas en
blanco donde escribir, y donde caben todas las personas que ellos conocen, que
conocen a los demás y que conocen a uno. Era una persona que bien pudo haber
vivido en el siglo diecinueve y conocer a fondo todas las personas, todas las
cosas y todas las historias. Le dije que me gustaba mucho su libro “La Jaula del Tordo”, completo, pero sobre
todo el cuento de “El Fantasma”. Sonrió diciendo un sí alargado y cansado y de
inmediato brincó a otra conversación; era muy típico de él, supongo que ese
tipo de conversaciones eran recurrentes en su vida. Esa ocasión le pregunté qué
necesitaba para ser parte de su taller literario, me respondió que nada, que
llevara un escrito, copias para compartir y si quería, unas galletas para el
café. Era fácil adivinar que era un escritor, tenía esa paz, ese encanto, tenía
tropos para toda ocasión.
Asistí
al taller durante unos meses, escuché a compañeros leer escritos inolvidables,
escuché a Herminio explicarnos cosas gramaticales, sugerencias, opiniones sobre
lo leído, recomendaciones de lecturas, y alguna vez leyó “El Fantasma”. Puedo
decir que soy uno de esos afortunados que escucharon de viva voz, en la misma
mesa, a un autor leer parte de su obra; lo que puede no ser raro en otras
partes, al menos lo es en este lugar. Desconozco si por desatinos no me fue
posible hacerle llegar una narración inspirada en sus escritos, una de mi
infancia con mis amigos en Valle de Santiago, cerca del campo, los caminos, los
mares dorados de la cebada mecida en oleajes de viento. Y es que leer a
Herminio Martínez es siempre una experiencia enriquecedora, llena de
mexicanidades, de lugares habitados por añoranzas, aparecidos, copal, bosques y
llanos, veladoras y palabras, almas filiales, sabores y tierra que se comparte
entre la gente, esa que llamamos así, pero que son nuestra familia, nuestros
allegados y amigos, quienes hacen que ese paisaje, que se quedó inmutable desde
generaciones atrás, se convierta en un legado. Hoy Herminio es un escritor a
quien debemos que muchos tengamos un profundo respeto a la literatura, al acto
aparentemente simple de leer y escribir, a ese sacerdocio.
Escuché
atento todos sus consejos y entusiasmos. Fue el primer (y único) escritor que
se tomó el tiempo para perderlo leyendo algunos de mis escritos. Se tomó la molestia
de publicarme presentándome como escritor junto a compañeros que se puede decir
que sí lo son. En una de las recientes ocasiones que le visité, me dijo con voz
muy bajita: "Esto es muy difícil Héctor, esto no se puede llevar a cuestas
y decir que vives". No regresé a visitarlo. No sé si no quise agobiarlo.
No sé. Supe de su fallecimiento gracias a una buena amiga, y yo no estaba en la
ciudad y en fin, estas cosas siempre se entienden como ingratitud; si un
recurso me queda para decir que no es así, es haciendo este pequeño
reconocimiento para él. El artesano que labra palabras, que construye una vida
incierta predicando la literatura, un profeta que anuncia dichas y refugios, el
testigo de un paraíso, e invita a todos a que lo vean con sus propios ojos,
aunque como todo profeta sea casi siempre ignorado. En verdad lamento mucho la
pérdida del maestro Herminio sin más qué decir que no sea un agradecimiento.
Espero que su familia, sus amigos, sus fieles pupilos y quienes lo conocieron
cercanamente encuentren pronto resignación. Entiendo: perder a un escritor, a
un artista y amigo, es siempre una desgracia, pero de otro modo, también la
vida tiene un último gesto con ellos y parece ser que en agradecimiento les da la
inmortalidad. Ellos la merecen. Descanse en paz el maestro Herminio.
***Héctor
Ortega, es abogado de profesión, profesor de educación media y coordinador
escolar en una institución educativa. Nació en la ciudad de Irapuato,
Guanajuato y estudió la carrera de Ciencias de la Comunicación en La
Universidad del Valle de México en Querétaro. Estudió teatro con el maestro
Rodolfo Obregón en la Compañía Universitaria de Repertorio. Ha impartido
talleres de teatro, actuación y de lectura. Actualmente está dedicado a la
elaboración de guiones para cortos cinematográficos.
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EL
FANTASMA
Herminio
Martínez
Primero
te vi deslizarte por la humedad del muro hacia la costra de casi un siglo de
polvo acumulado. Después ir al sofá, que crujió bajo el peso del ámbito
profundo y antiguo de la estancia, y desde allí examinarme, medirme, junto a
las rosas recién traídas del jardín de mis sueños.
Te vi tan nítida en tu hermosura,
que distabas mucho de ser el simple retrato de un fantasma, o una imagen
enrarecida de la muerte.
–Buenas noches –murmuré, pero no
encendí la luz para seguir mirándote con tu camisa verde y aquel cabello largo
que era una catarata de fulgores. “Boca arriba estás hecha de miel. Boca abajo
de jazmines y rosas”. Te dije. O creo que te dije.
–Buenas noches –respondiste, desde
una nube anaranjada.
–¿Cómo llegaste aquí? –te pregunté,
arrebujándome en mi frío glacial, pero deseoso de que me atrajeras a tu pecho.
–Soy un fantasma. Recuérdalo –respondiste
serena.
–¡Eres una criatura! –exclamé-. Una
niña preciosa que no debería de estar a estas horas en la recámara de un
muerto.
–¿Y por qué no? –manifestaste,
dirigiéndote hacia las rosas que estaban sobre el mueble.
–Son veinticuatro, cuéntalas. Yo
mismo las corté esta tarde –hablé sin levantarme.
Yo también las quise mucho
–suspiraste-. Mi papá podaba los rosales en diciembre, y ya para marzo, como
era natural, nos visitaban los primeros ángeles a disputarse su olor con los
insectos... –las oliste.
–¿De qué hablábamos? –murmuré,
teniéndote casi al alcance de mi respiración.
–De mi papá, hombre. Se habrá hecho
viejo sin haber probado siquiera los nísperos que un quince de abril sembró
junto a los rosales, a la hora de mayor bochorno... Mi mamá se lo advirtió:
“Espérate, ansioso, mañana los siembras; el amanecer es el mejor abono para las
semillas de frutales”.
Te vi buscarme en la luna circular
del espejo, entre la imagen de las rosas y las rosas reales, que, según tú,
tampoco eran de verdad.
–Acá estoy –pronuncié.
–¿Dónde? –insististe, con una voz
que te salió desmenuzada como una brisa de lamentos.
–Acá, donde ahora mismo voy a
estornudar –y estornudé para que me vieras.
–Hoy, desde que pensé en ti, antes
de llegar al zaguán de la calle, me di a la tarea de recordar el lugar donde
nos conocimos. Sólo que no doy con él –dijiste.
–Fue en un autobús, viajando hacia
tu tierra.
–No recuerdo si me llamo Adela o
Siempreviva... –te quejaste.
–Te llamas El Fantasma –aclaré,
sintiendo reventárseme los cordones de la sangre en sus apreturas de más allá
del corazón.
–¡Con razón! –expusiste.
–¿Con razón qué? –te dije a punto de
ponerme de pie.
–¡Con razón no me acordaba!
–sonreíste desde el espejo-. Imagínate, hasta llegué a creer que era una reina recorriendo
el mundo con dos muletas de marfil.
–Así es la soledad. Anoche estuvo
aquí mi sobrina Ceci, la que se murió un año antes de que tú y yo nos
conociéramos. ¿Alguna vez te conté cómo al morir se le reventó el estómago y
cómo le sacaron dos cubetas de líquidos negros, que su mamá mandó tirar al
arroyo de Roderico Sámano?
–No, jamás me contaste... –te
escuché murmurar.
“No llores, hija –le hablé-. ¿Por
qué estás tan triste?”. “Es que pensaba ir a ver a mi mamá; pero la pobre está
tan flaca, que si me le aparezco a lo mejor se muere del susto y luego quién
atiende a mis hermanos. Ya ve cuántos fuimos...” Suspiró. “Es cierto –le
respondí-. Se la comió tu mal”.
–Hubieras visto qué bien se veía con
su túnica resplandeciente, ya con el estómago desinflamado. Me acuerdo cuando
le brotó la primera pelotita en el cuello, y de la rapidez con que en seguida
se le empedraron de chícharos los brazos y el tórax. Al último, todo su cuerpo
estaba invadido por esas raíces ciegas que avanzan por la oscuridad de la carne,
comiéndose la vida. Parecía una maceta apelmazada de tubérculos. “De cualquier
manera –agregó- pienso darme una vueltecita por la casa, tío. A ver cómo le
hago-. Ahí si mi mamá un día le cuenta que alguien viene de noche a mordisquear
las varas de sus nardos, ya sabe quién es, de quién se trata.”
–Qué hermosa estaba. Igual que tú. Y
cuánto alumbraba este aposento. Te lo digo yo que le conocí su enfermedad desde
el principio. Yo que le vi crecer esos cangrejos que pudren cualquier sangre y
no se mueren ni con la ley de Dios.
–Mmmm –hiciste, con un desgarrón en
la tristeza.
–¿Y la sombrilla? ¿En qué época la
dejaste? –te volví a preguntar, únicamente para que no te fueras a ir de mi
plática.
–La guardé en el viento. Uno sabe
cómo moja allá afuera la lluvia con su confeti de luceros –respondiste.
–¡Mira nada más cómo vienes! –me
puse de pie.
–¿Cómo? –ni siquiera te
sorprendiste.
–Igual que yo, sólo que con una
mariposa en el cabello. O como Laurie Lane, la loca que se fugó del cielo para
pintarme un niño triste que me sonríe desde el enorme desgarrón del llanto,
pensando en mí.
–¡Oh, Dios! –pronunciaste,
magnífica. Pero yo te arrullé:
–Bajo la piel del aire cuántas cosas
se escuchan. Se oye tu voz de menta. Tu campana bucal. Tu fantasma colgado del
hilo de un murmullo...
–Algo ocurre allá afuera –dijiste-,
¿o será que desde hace mucho tiempo llovizna sobre el mundo?
–Cualquiera puede verlos –te
respondí-, son nuevamente los guardianes del orden público.
–¡Estúpidos! –exclamaste-, ¡Siempre molestando
a los jóvenes que se reúnen ahí a cantar! ¡Son horribles!
–¿Los ángeles? –me sorprendí.
–Los simios –sonreíste-. Sigue
cayendo el agua. Y hoy es domingo, el día más ancho para volar. Ya tengo a
todos los girasoles de mi parte. Ellos nos ayudarán a encontrar el camino del
cielo.
No supe más de ti ni de mí, porque
tu cara era una emanación de fruta iluminándome.
–Alguien llora –agregaste.
–Es un niño... –apenas si comenté-.
Se habrá perdido en el resplandor de los duraznos, o quizá anda buscando
salamandras en los bosques de julio. Quizá sea el hijo que Laurie Lane tuvo
conmigo, al que dibujó en un desgarrón de la tristeza.
Ahora llueve, igual que esa noche en
que te preguntaba que si eras Laurie Lane, la loca que se fugó del cielo, y tú
decías que no, que eras un ave embrujada por la pianola de la lluvia, que ni
Laurie Lane, ni Carmen Caracol, ni Yolanda Franco Álvarez, sólo una hoja
pequeña de eucalipto.
–Arrópame en las yedras de tu
aliento –te pedí-. ¿Cómo había de olvidar tus dientes de azucena? ¿Cómo el
botón de rosa de tu ombligo?
Y desapareciste.
***El
Fantasma fue publicado en el libro LA JAULA DEL TORDO de Editorial Lectorum con
los comentarios de Juan Rulfo, Edmundo Valadés y Poli Délano. Prólogo de
Vicente Francisco Torres.
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Herminio
Martínez es hombre de palabra. Poeta y narrador de los buenos... En La jaula del tordo, además de las
cualidades semánticas, destaca la riqueza genuina de sus figuras literarias. Es
un lenguaje original, cortado a tajos de pasión. Si los verbos son vibrantes,
los sustantivos tienen vigorosas raíces de emoción, llegando a la creación de
los más amplios horizontes en el lenguaje. Esta maravillosa escritura es un
alto en la duda; un principio de verdad redescubierta por un cálido intelecto.
Leerlo es comprometer al espíritu a que camine por el mundo a paso de hombre.
Por este mundo en el que tantos y tantos seres humanos se mueven, se deslizan
vacíos de lo bello.
Juan
Rulfo
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La
sabiduría popular y los caracteres retratados son lo que más destaca en esta
obra de narraciones indispensables para conocer a fondo las maneras de vivir y
pensar de personajes de nuestra provincia. La veracidad no se ve distorsionada
por la fantasía del autor, sino por el contrario, se siente enriquecida y
amplificada por la belleza y misterio de un estilo que a cada paso y a cada
palabra nos sorprende. La jaula del tordo
es un libro que nació para quedarse. Su escritura no es una de tantas; es un
clásico vivo en un universo de creaciones muertas.
Edmundo
Valadés
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Herminio
Martínez es un conversador con el que se puede estar muchas horas sin sentir
muy intensamente el paso del tiempo. También debemos decir que es un conocedor
profundo –casi un fanático– de su estado de Guanajuato, de sus tradiciones, su
geografía y, sobre todo, de sus historias y rarezas, las que a menudo incorpora
como condimento central en la literatura que de unos años a esta parte viene
produciendo.
Poli
Délano
Es la mejor manera de recordar a Herminio, gracias Hector Ortega.
ResponderEliminarGracias al taller "Diezmo de Palabras"