FANTASMAS, ÁNGELES Y
UN PUÑADO DE RECUERDOS
Por Diana Alejandra
Aboytes Martínez
Los días eran iguales
unos con otros… la ausencia dolía y el vacío pesaba.
Año de 1977, mi madre
tenía algunos meses de haber fallecido. Huérfanos de su presencia quedamos: mi
hermano recién nacido, mi hermana mayor y yo. Recuerdo que mi hermana temía que
mi madre se apareciera en la casa, sin embargo, yo lo deseaba con fuerza. Debido
a esto, mi padre decidió llevarnos a casa de mi abuela paterna para que ella se
encargara de nosotras por un tiempo. Una de mis tías, hermana de mi madre, se
encargó de mi hermano al ameritar más cuidado por ser bebé. Los domingos fueron
nuestro día de convivencia para nuestra fracturada familia.
El remolino de cambios
fue brusco… me envolvió en muy poco tiempo. Mi abuela era muy seca en su trato
y debido a su edad muy poco consecuente. Mi lunch escolar, que anteriormente
constaba de jugo Jumex, sándwich y fruta, se transformó en sólo un huevo
cocido.
Llegaron las
vacaciones y una mañana mi abuela me llevó con ella al mercado para hacer sus
compras semanales. Debió ser lunes porque había mucha gente en el centro.
Caminamos mucho, a mi abuela le gustaba “regatear”. El reloj de la torre del
mercado anunció el medio día. Por fin terminamos de surtir el mandado y nos
dirigimos a la parada de los urbanos, que en aquellos días en la ciudad de
Celaya, estaba fuera de la abarrotera “La Balanza”. Nos metimos a dicha tienda
en compra de último momento, como era de esperarse, había mucha gente. Mi
abuela me dijo:
-Ya llegó el camión,
fíjate si es en el que nos vamos, te subes y ahorita te alcanzo.
Corrí hacía el
autobús, sólo contaba con cinco años, aún no sabía leer. Únicamente me cercioré
de ver que tenía los colores característicos de la ruta que nos dejaba cerca de
casa. Subí por la puerta trasera, me senté y aparté el lugar de al lado.
Pasaron unos momentos y arrancó el camión… mi abuela no subió, me levanté del
lugar y caminé por el pasillo hacia delante mirando lugar tras lugar
buscándola. Mi rostro debió reflejar angustia porque una señora me preguntó:
-Niña ¿te perdiste?
Respondí que buscaba a
mi abuela, mientras expuse la situación el urbano ya había dado vuelta por la
calle Venustiano Carranza. La ruta era equivocada, éste iba al panteón y yo al
barrio del Zapote. Por suerte se detuvo ante el rojo del semáforo. Un hombre
joven se levantó y ofreció ayudarme.
-¿Dónde vives, nena?
–preguntó.
-No sé, sólo sé llegar.
–respondí.
Tomó mi pequeña mano y
bajamos del transporte. Caminamos por largo rato sin decir palabra, rompió el
silencio preguntando dónde estaban papá y mamá. Le conté lo sucedido, me miró
con ternura y pasó su mano con cariño sobre mi cabeza.
Al fin llegamos, tocó
la puerta. Mi tío y mi hermana abrieron, pero en ambos, la sorpresa se adueñó
de su rostro al verme con dicho sujeto. De pronto llegó una patrulla, bajó mi
abuela con el rostro casi transparente del susto y un policía tomándola del
brazo. El joven señor explicó la razón de su presencia conmigo. Pidió no
reprenderme, pues la confusión me había guiado.
Besó mi mejilla, se
fue sin decir más…
A LA CURIOSIDAD LA
ENTERRÉ EN EL PATIO
Por Diana Alejandra
Aboytes Martínez
Inquieta y curiosa.
Esa sería la respuesta de quien describiera a esa niña que fui en los setentas.
A la edad de tres años
me gustaba trepar a la mesa donde mi papá reparaba licuadoras y planchas. La
mesa era muy alta y en una de tantas veces me caí abriéndome el labio inferior.
En otra ocasión, se me ocurrió meter un pasador para cabello en un enchufe,
recibiendo una descarga eléctrica. Pero mi curiosidad me llevó a realizar la
travesura más grande que recuerdo…
En el tiempo que tuve
que vivir con mi abuela, en su casa vivían tres tíos solteros: Armando, Carlos
y Antonio. Éste último por alguna razón usaba peluca. Para una niña de cinco
años que todo cuestiona, situaciones como esta le incitan a indagar, pide
respuestas y si no las obtiene las busca.
Pues bien, yo quería
saber por qué la usaba y cómo se veía sin ella. Obviamente mi tío no me
concedió ese capricho, así que busqué alternativas…
El tío Toño trabajaba
en una empresa en el turno de la noche, se levantaba tarde. Observé que para
dormir se quitaba el cabello artificial, dejándolo a un lado de su cama y se
cubría con la cobija de pies a cabeza.
Una mañana antes de
que yo partiera al colegio, entré a hurtadillas a su cuarto, tomé la peluca y
me percaté de que nadie me viera. Corrí hacia el patio trasero y la
enterré debajo de un montón de arena.
Salí a la escuela deseando ya volver y
ver su aspecto.
Al regreso, me asombró
ver a mi tío peluca puesta otra vez, reprendiéndome por habérsela escondido.
Ese día probé por vez
primera el famoso “pellizco de abuelita” que merecidamente me propinó mi
abuela.
No quise ni preguntar
cómo es que dieron con ella.
SILENCIO
A mi abuela
Por Diana Alejandra
Aboytes Martínez
Camino las estancias
de la memoria
cabellos de nieve
y piel donde el tiempo
surcó caminos.
Me abrazo al recuerdo…
Sobre la tarde
tus dedos juegan con
telas, hilo y aguja;
extiendes la ternura
y nace una muñeca que
mis manitas abrazan.
Hoy la soledad de la
tarde
serenamente bella,
anuncia el adiós.
Sin dejar de añorarte
me escondo entre las
olas
y dulcifico el llanto
que brota en el suspiro.
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