jueves, 10 de abril de 2014


MUJERES DE PIEDRA

Cuento de Julio Edgar Méndez


Todas las tardes, cuando el sol es una tremenda bola de fuego sobre la ciudad de Celaya, regreso a mi casa después de salir de la escuela. Me gusta el camino de la calle Morelos, porque hay mucha gente y tiendas con tantas cosas que ver. Existe un lugar que era mi favorito, le llaman el Puente de las Monas. Yo no entendía por qué le llamaban así. A cada lado de la calle, hay un muro que se conserva desde hace muchos, pero muchos años. Sobre cada muro había una estatua con una figura de mujer. ¡Qué bonitas se veían con sus largos cabellos de piedra! Siempre ahí, solitas, con la mirada fija; una, mirando hacia donde nace el sol y la otra viendo hacia el frente. ¿Alguna vez te has preguntado cómo se hace una estatua? Yo creía que eran personas normales a quienes les echaban encima cemento y ¡listo!, se conservan para siempre. Claro que esto no explicaba lo de las estatuas gigantes. ¿Te imaginas a un hombre o una mujer de ese tamañote caminando por la calle? No cabrían por las puertas, chocarían con los semáforos, pisarían a los niños porque no podrían verlos desde semejante altura. ¿Puedes cerrar los ojos un momento y pensar en el tamaño de los zapatos de estos gigantes? ¡Serían como pequeñas lanchas! Pero yo pasaba a diario por el puente y sin saber cómo se hace una estatua, veía con tristeza a estas dos mujeres encerradas dentro de los muros maltratados que quedaban aún en pie sobre las banquetas. Tenían la cara llena de mugre y polvo porque nadie les limpiaba el rostro. Sobre las bardas, los jóvenes sin nada qué hacer, habían pintado lo que ellos llaman grafiti, ya sabes, un montón de rayas que no dicen nada, sólo ensucian las paredes, aunque a veces hacen dibujos muy bonitos. Las mujeres no podían voltear a ningún lado; aunque yo les silbara desde abajo, ellas no me veían, sólo miraban con sus ojos tristes y opacos, hacia el mismo lugar siempre. Con la mirada puesta en el infinito.

Un día, le pregunté a mi maestra del quinto año si conocía la historia de este puente de las monas y ella me contestó que no, que ni siquiera conocía el lugar. Entonces le pregunté a mi hermana la mayor, pero ella sólo me dijo que no le diera lata; luego, pregunté a mi hermanito, él nomás me pegó con su mamila y no dijo nada; seguí mis investigaciones con mi mamá, ella tampoco sabía la historia, aunque sí conocía el puente; y finalmente, mi papá me dijo que se llama así, Puente de las Monas, porque hace muchísimos años, un señor se ponía en ese lugar a tocar música con un cilindro; yo tampoco sé lo que es un cilindro, pero mi papá dice que es una caja de madera de la que sale música cuando le dan vuelta con la mano en una especie de palanca. Dice que el sonido es muy bonito, como un silbato chiflando canciones antiguas. El caso es que este señor cilindrero tenía dos monitas, o sea, dos changuitas vestidas con trajecitos de los que usaban las abuelitas, con todo y sus moñitos en la cabeza. Y que muy monas, -lógico, ¿verdad?-  pedían dinero con unos platitos a las personas que pasaban por ahí a escuchar la música. Por eso le llamaron el puente de las monas. A mí esto no me pareció muy verdadero porque entonces, ¿qué hacían ahí las dos mujeres de piedra? Así que sólo aumentó mi tristeza, porque nadie sabía sobre ellas y su origen, y además, ahí estaban siempre, solitas toda la vida.

Casi todos los días, luego de hacer mis tareas de la escuela, y mientras el sol se derretía como cajeta sobre el fondo de la ciudad, yo llevaba paletas para compartirles a las dos estatuas, pero no me hacían caso, sólo parecían hablar entre ellas. Pobres, ¡tantos años encerradas entre esas piedras!

Un día, después de pensarlo por muuucho tiempo, tomé un cincel, un martillo y una lamparita de la caja de herramientas de mi papá. Esperé a que fuera de noche y que todos en casa me creyeran dormido y entonces, salí sin hacer ruido por una ventana. Caminé algunas cuadras oscuras y llegué hasta el Puente de las Monas. No había mucha gente en las calles, así que trepé sin que me vieran por la barda de la mujer que mira hacia donde sale el sol. Una vez arriba, me acomodé sobre el muro y le di un golpe con el martillo y el cincel a la roca alrededor de la estatua. ¡No se escuchó ningún ruido! Al parecer toda la ciudad se había dormido también, porque no había sonidos, nada, ni siquiera grillos. Seguí golpeando la roca y ningún ruido despertaba a la noche. Pronto, dejé un hueco muy grande alrededor de la primera mujer. Bajé de la barda y me trepé sobre la otra pared hasta llegar junto a la segunda estatua, la que tenía un como escudo con unas figuras de personitas y ¡pam!, le pegué al muro con mi cincel y el martillo y así fui dejando un hueco grande para liberarla de la roca. Ni siquiera me di cuenta en qué momento terminé, porque creo que me quedé dormido sobre el muro.

Cuando desperté, estaba de vuelta en mi cuarto, en mi casa, y mi mamá tocaba a la puerta diciendo que ya era tarde para ir a la escuela. Me vestí y me lavé la cara pensando si todo habría sido un sueño. Como era tarde, mi papá me llevó en su bicicleta, así que toda la mañana estuve mordiéndome las uñas pensando en lo sucedido. ¿Cómo llegué de vuelta a casa? ¿Dónde quedaron el cincel y el martillo? ¿Ganaría mi equipo de futbol el campeonato? ¿Me alcanzaría el dinero para comprar otro dulce? Total que, toda la mañana yo con los nervios y la maestra con sus dictados, hasta que tocaron la campana de salida y corriendo, casi tropezando, me dirigí hasta el Puente de las Monas. Cuando llegué, me quedé con la boca abierta y los ojos de plato.

¡Un montón de personas se había juntado a ver los ahora sitios vacíos de las estatuas! Había reporteros del periódico, del radio, de la tele, policías, niños y niñas, en fin, muchísima gente. Unos decían:
"¿Quién habrá sido el malvado que se robó las estatuas?". Otros: "¡De seguro fue un político ratero que se las llevó al jardín de su casa!". Otros más decían: "¿Cómo nadie escuchó nada?".  Y otros más sólo movían la cabeza con tristeza.

No supe qué hacer, así que empecé a caminar hacia atrás muy despacio, temiendo que me vieran y sospecharan de mí. De pronto, ¡pum! choqué con alguien a mi espalda. Volteé para pedir disculpas y ahí, frente a mis ojos, estaban dos bellas mujeres vestidas con trajes de esos que hacen ruido cuando caminan con ellos. Tenían el cabello muy largo y brillante, los ojos que reflejaban mi cara asombrada eran verdes en una de ellas, y la otra los tenía negros. Me parecían conocidas, y supe que sí las conocía cuando una de ellas me dio un beso en el cachete y me dijo muy suavecito: "Gracias por liberarnos". La otra mujer también me besó y en seguida se dieron vuelta hacia donde el sol se mete y caminando como si flotaran, se alejaron de mi vista y del puente para siempre.




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