HAY
BESOS QUE SE PRONUNCIAN POR SÍ SOLOS
Hay besos que
pronuncian por sí solos
la sentencia de
amor condenatoria,
hay besos que se
dan con la mirada
hay besos que se
dan con la memoria.
-Gabriela Mistral, Besos
Pronunciar
un beso. Besar una palabra, entonar la música del alma. Infinitivos que
enuncian lo infinito, lo que trasciende, aquello inmanente al colectivo llamado
humanidad. La mitad de la humanidad es femenina, el lado claro, la parte
iluminada. Luego entonces son ellas la mitad de los poetas, la mitad de las musas,
la mitad de las narradoras. Los hombres somos otra parte, que además se
complementa cuando usted, amigo lector, con su mirada y corazón recorre las
letras que forman nuestro Diezmo de palabras. Habrá café, chocolate y poesía.
La narrativa dulce, coloquial, extraordinaria en lugares comunes que ya nos
pasan desapercibidos por la velocidad de las comunicaciones modernas. Habrá
introspección de quien sueña y recuerda lo soñado, la parte visible de un todo
cuya profundidad es insondable. Aprenderemos a ensamblar, a unir el texto con
la emoción. Recordemos que la memoria es también el beso de una mujer en la
frente de un hijo. Todo el universo concentrado en un simple acto de amor.
Vale.
Julio
Edgar Méndez
CAFÉ
CHOCOLATE Y POESÍA
Rosaura
Tamayo Ochoa
Los
pájaros envuelven el desvelo y abrazan la mañana, es un día especial, aún es
invierno, el frío nos acompaña con su calor de un amanecer repleto de colores
que dista de la calidad del lugar. Se despierta del sueño el verso, llamando al
Ángel de la Inspiración. Se baña el ambiente de danzante vela, humo de incienso
y vuelo de las aves. Los colores, el aroma,
el amor se convierte en tinta negra que corre sobre el papel dejando pisadas y
huellas imborrables en el pensamiento -dando paso a lo escrito- sobre la
palabra y frases que colman de ese idioma poético.
Así
llega la tarde como un bosque lleno de árboles que el viento ayuda a mover con
su brisa y su encanto. Avisan que es tiempo de la cita a la luz del
conocimiento, a la reunión, a olvidar el día, el pueblo, el mundo. Cambian los
sentidos y miramos con los oídos y escuchamos con los ojos. Dejamos latir en
nuestra alma las caricias de la palabra, el beso de los versos y la ternura de
la compañía.
Entran las letras -sin zapatos ni
agujetas- colgadas de una hoja como ropa al sol, abordan a la cita de las seis
treinta de la tarde. Es la hora que marca la sombra y el reloj de sol. Se entra
a un recinto separado de lo mundano, cercano a lo divino. Se detiene el tiempo,
él ya no existe, tampoco la preocupación ni los
pensamientos vanos. Se aparta de la tecnología, de los quehaceres y
hasta de las dolencias. Las letras flotando en el espacio entre la bóveda de
cientos de piedras calizas que dan sombra a una mesa, no redonda como en el
tiempo del Rey Arturo, sino rectangular formada por un par de grandes y pesadas
puertas que un día tuvieron otro oficio y ahora son premiadas con grandes
personalidades, en su mayoría anónimas. Todas menos una, EL DIRIGENTE, el
maestro y guía, el capitán de un ejército de millares de letras que acomoda con
gran maestría. Las forma, las pule, hasta dejarlas cual piedras preciosas, con
color, forma y sobre todo con luz. ¿Su nombre? Maestro Herminio. Tanto ha sido
su tiempo que conoce ya cada palabra, cada acento y se puede decir que goza de
tal sensibilidad que hasta adivina la intención de cada una de las sílabas y las
frases.
Las letras flotan entre grandes
estantes repletos de enciclopedias, libros, tomos nuevos y antiguos. En las
paredes hay cuadros de grandes fotografías, de las que se siente su mirada. Pinturas,
imágenes y montones de figurillas de barro que fueron talladas por nuestros
ancestros, o lo mismo copias de ellas que parecen acomodarse a ver el
espectáculo del día jueves. A esa mesa la cubre no un mantel sino un fino
cristal y deja ver de entre sus surcos
puntas de lanzas de nuestros antiguos moradores, estatuillas, trozos de
vasijas, libros, fotografías, un festín a la mirada y a la suerte de tocarte en
un asiento nuevo y ver algo que habías no visto.
Como ritual, los escribientes se
preparan café, ya sea sólo, con azúcar o con chocolate. Es delicioso porque invita
el momento, recordar hasta los abuelos y a los más pequeños. La edad de los
presentes se escribe en una invisible tabla, hay desde los dieciséis hasta más
de sesenta y cinco, pero en ese momento todo se mide en líneas no en años.
Sobre la mesa se prenden velas
contenidas en recipientes caprichosos de cristal y bellos colores, que son como
una música, una danza a las letras. No sólo flota la inspiración nueva, también
vuela sin alas la poesía que se ha seleccionado y publicado en el periódico,
todo queda impreso en la memoria, en un grato recuerdo con sabor a café,
chocolate y poesía.
La luz ilumina a la jovencita
pelirroja de mirada angelical, al par de jóvenes que parecen sacados de una
historieta japonesa, con grandes copetes y sus largos cabellos negros. A un par
de chicas ya lejos de su centro comercial que miran con ojos de sorpresa la danza
de las letras y ven cómo se forma una escultura, una pirámide; letras que se sostienen
unas a otras en línea armónicas, bañándose de dulce belleza. Por unos segundos
se guarda silencio y las letras tiemblan ante la voz de la corrección, piensan
que los jóvenes son audaces y los mayores sinceros.
El día avanza, las manecillas tocan
la noche, el Ángel de la Inspiración se despide, dejando huellas en las tazas de
café. Regresará nuevamente la próxima semana, a bañar el día de sorpresas,
invitando a llenar nuevamente esa mesa, con comensales de letras, a sacar los
libros olvidados y aprender a ver con los oídos y oír con los ojos.
Sales del recinto y ves la realidad
del mundo, las letras se vuelven frías, ya no cuelgan sonrientes, sólo se
detienen ante gente con paso ausente del momento. La luna sonríe cómplice y las estrellas te acompañan en cada
instante hasta que te alejas a tu terruño, suspirando con nostalgia por ese
tiempo que tuvo que llegar a su fin.
PESADILLA
INVERNAL
Soco
Uribe
Ahí
estaba yo. En medio de la nada, expectante ante lo desconocido y con la
desesperanza de la esperanza. ¡Sentí
miedo! Después de haber caminado durante
horas y horas a través de la espesa nieve blanca, suave y tersa, pero tan fría
como mis sentimientos. En ese preciso instante en que debía apresurar el paso
para atravesar la inmensa superficie de ese espacio perdido en la Región del
Ártico; agobiada por la premura de llegar al pueblo de Fairbanks esa misma
noche para encontrarme con el guía, quien al día siguiente, me llevaría en
avioneta hasta Nome, un pueblo cercano al Estrecho de Bering.
Ese miedo que, aún con luz, se puede
percibir cuando no se puede ver; cuando por alguna razón la oscuridad nos
invade y perdemos la brújula de nuestro sentido de dirección. Ese miedo que congela, que paraliza, que nos
deja estáticos, que mina el discernimiento claro y objetivo para seguir
adelante en busca de una nueva aventura y, a su vez, de la propia
supervivencia.
Contra todo esto, continué por mi
ruta, mientras el hielo que se había formado en mi gorra debido al sudor por
haber caminado durante horas y horas, comenzó a quemarme el rostro. Mis manos,
aunque no las podía ver a través de los guantes, podía sentir su rigidez, a tal
grado que casi no podía distinguir variación alguna entre la dureza del piolet
y la de mi mano. Al tacto, era como si se
encontrasen unidos en una sola pieza.
Seguí caminando. De pronto, a lo lejos, pude distinguir un
iceberg gigante y pensé: Si así está la parte externa visible, qué dimensiones
tendrá la parte interna no visible de esa inmensa mole de hielo. Relacioné la escena con el alma de la mayoría
de las personas. Sin embargo, después me di cuenta que estaba confundida, lo
que había visto era el reflejo de los enormes picos nevados sobre el río
cercano a Fairbanks.
Más tarde, mi cuerpo ya no respondía
a mis mandatos, sólo caminaba sin dirección, sin pensar, como un zombi.
A unos pasos, sobre esa interminable
alfombra nevada, alcancé a distinguir la secuencia de unas huellas parecidas a
las de un oso polar, las cuales se
perdían en el sitio donde se encontraba un kayak despedazado, tachonado con
manchas sanguinolentas dispersas en la madera y en la nieve.
El miedo volvió a apoderarse de mí
ya que, en toda esa extensión, no veía
algún vestigio de vida, ni indicio alguno de que pronto encontraría al
piloto-guía que me rescataría de esa pesadilla invernal.
La noche llegó y aunque mi suplicio
era mayor, continuaba haciendo caso a mi intuición, era mi guía, mi Estrella
Polar. No obstante, cuando estaba a
punto de estallar en llanto, apareció ante mí, la belleza y majestuosidad de
una Aurora Boreal que me devolvió la fe de que Dios estaba a mi lado, cerrando
así esta angustiosa representación mediante un hermoso telón bordado de
maravillosas bandas de listones amarillos, rojos y verdes, danzando de un lado
a otro por encima de ese blanco escenario.
Sentí, entonces, la necesidad de
cubrirme los ojos por la brillantez que emitía tan bello fenómeno; pero,
intempestivamente, desperté y pude constatar que un travieso rayo de sol
entraba por una de las persianas de mi recámara y caía exactamente sobre mis
entreabiertos ojos. Mi corazón latía
fuertemente como si hubiese corrido un maratón. La almohada, humedecida por mi
llanto, era testigo fiel de toda esa pesadilla.
En seguida, volví mis ojos hacia el
buró junto a mi cama y descubrí que, en la libreta de mis notas, había un poema
escrito de mi puño y letra que decía:
OSO POLAR
¡Es primavera!
Despiertas tras larga y solitaria
hibernación.
Tu níveo pelaje, largo y espeso, se
desliza sobre bloques árticos.
Hambriento, nadas aún.
Exhausto te hundes, vuelves a la superficie,
bramas, nadie te escucha.
Todo es silencio.
Mar polar, helado espejo filoso,
reflejas un solo cielo… ¡Muerte!
ENSAMBLE
DE AMOR
Laura
Margarita Medina
Esta
es la última tonada de mi vientre.
Surge
de la bruma del pasado.
Tú,
como se acaricia a un niño,
recorrías
mis hemisferios
mientras
mi desbocado corazón
se
anclaba a tus deseos.
Te
amaba y me dejaba llevar
por
la corriente de tu rio.
En
un beso
entregamos todo nuestro ser.
La
estrechez de mi cintura
enloquecía
tus antojos,
mientras
tus manos juguetonas
tocaban
ansiosas los volcanes de mis senos
con
los que te endulzabas cada noche.
Tus
dedos adormecían mi cuerpo
y tu respiración era nota de magia en mis
oídos.
Pude
sentirme como un ave
cuando
acurrucaba el alma entre tus brazos
y te
deslizabas entre mi cálido tesoro.
Ése,
que se prende hoy por un instante
para
grabarte solo en letras de recuerdo.
UN
RECUERDO EN MI TAZA DE CAFÉ
Paola
Juárez
Te
dejo mi silencio,
la
humedad amarga de mis lágrimas,
el
dolor que callé y grité,
una,
dos, tres, infinitamente.
Te
dejo las horas más tristes de mi vida,
el
hastío de mis tardes solitarias
que
nunca comprendiste por falta de interés.
Te
dejo mis mañanas somnolientas,
un
recuerdo en mi taza de café
y
cenizas de cigarro olvidadas
con
las cuales pretendí llenar el pozo sin fondo
que
a tu lado fue mi corazón.
Te
dejo lo más oscuro de mi vida,
mi
luz fue menguando junto a ti.
Te
dejo las raíces más secas de mi alma,
lo
mejor lo llevo conmigo.
Sin
ti volaré en libertad.
*Estos textos se publicaron el 8 de mayo en El Sol del Bajío, Diezmo de Palabras.
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